Llegué a este lugar gracias a Almut. El abuelo de Almut es alemán, como el mío. Juntas somos Almut y Alma, ya desde que éramos compañeras de colegio. Nuestros abuelos llegaron a Brasil después de la guerra. Juntas nos reímos de nuestros abuelos, ambos tienen un acento extraño y se niegan a hablar del pasado. En realidad, lo que les sucede es que están enfermos de nostalgia, pero no regresan a su país, sino que lloran al escuchar a Fischer-Diskau y las Canciones a los niños muertos y están siempre deseando que Alemania gane el mundial de fútbol. No quieren hablar de la guerra. Y nuestros padres no quieren hablar de sus padres. Tampoco han querido aprender el alemán. Nosotras sí, pese a lo jodida que es esa lengua. El alemán siempre lo invierte todo, lo masculino lo convierte en femenino y viceversa: la muerte es un hombre, el sol una mujer, la luna un hombre. Absurdo. Cuando digo que es una lengua jodida, quiero decir que es jodida de aprender, no de oír, salvo cuando se pronuncia a gritos. Almut es una mujer grande y rubia, los brasileños se chiflan por ella. Yo le llego al hombro, desde siempre, ya de niñas. Almut me dijo en cierta ocasión: «Me encanta que seas bajita, así puedo pasarte el brazo por los hombros». Mi amiga siempre me pareció guapísima, pero ella tenía complejo de alta. «Soy el arquetipo de madre germánica», se quejaba ella, «me tendrían que haber llamado Brunhilde. Fíjate qué tetas tengo. En cuanto salgo a la calle, me persigue media escuela de samba. Tú no tienes ese problema. Eso es por la sombra». Lo de la sombra era una teoría de Almut. «Llevas una sombra dentro de ti», solía decirme. «¿Qué clase de sombra?». «En los ojos. Debajo de los ojos, en la piel, por todas partes». «Pero ¿qué es?». «Es tu misterio». Y luego, por la noche, yo me miraba al espejo pero no veía nada. Mejor dicho, me veía la cara y nada más. «Oye, Almut, no sé si hay un misterio dentro de mí». «No, mujer, no es eso», me contestaba mi amiga. «El misterio lo eres tú, aunque no seas consciente de ello. El misterio lo eres tú porque es imposible adivinar tus pensamientos; cuando hablas, tu mirada no se corresponde con lo que estás diciendo, es como si estuvieras ocultando algo dentro de ti, impenetrable para los demás. Esta forma de ser te causará problemas, pero no debes temerla».
No recuerdo cuándo tuvo lugar esta conversación, tendríamos unos quince años tal vez, lo cierto es que nunca la he olvidado. «Es como si anduvieras permanentemente acompañada de otra persona», añadió Almut. Mi amiga y yo siempre lo hemos hecho todo juntas, algo que nuestros primeros novios no soportaban. Pasábamos largas horas tumbadas en las hamacas de la galería hablando de nuestros planes de futuro. Estudiaríamos historia del arte, eso estaba decidido. Ella, arte moderno; yo, renacentista. Almut solía decir que le ponían mala todas esas crucifixiones y anunciaciones. En eso nunca estuvimos de acuerdo. No es que a mí me gusten particularmente las crucifixiones, pero me parece fascinante ver los diferentes tratamientos que los artistas han hecho del tema. Ahora bien, las anunciaciones sí que me apasionan. Siento una verdadera fascinación por los ángeles. Rafael, Botticelli, Giotto… la cuestión es que tengan alas. «Eso es porque desearías poder volar», dice Almut.
«¿Y tú no?». «No, yo no». En la pared de casa de mi amiga colgaban Willem de Kooning y Dubuffet, y todos esos cuerpos y rostros cubistas en estado de desintegración que me parecían horrorosos. A mí me iban los ángeles. Almut los llamaba «tu pajarera». «Lo que no soporto», repetía con frecuencia, «es que no se sepa si son hombres o mujeres».
—Son hombres.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienen nombre de varón. Miguel, Gabriel.
—Pues hubiera sido más lógico que una mujer anunciara a María su estado de buena esperanza.
—Las mujeres tienen otra manera de volar.
Esa afirmación era absurda, obviamente, pues yo nunca había visto volar a una mujer. Pero hay cosas que uno sabe por intuición. Los ángeles de Giotto di Bondone realizan vuelos en picado. El artista debió de inspirarse en un cometa. Sus ángeles surcan el cielo a una velocidad tal que dejan tras de sí una estela luminosa en la que ya no se les ven los pies. Una mujer jamás volaría así.
—A veces sueño que vuelo —dijo Almut—. Mi vuelo suele ser muy lento, así que puede que lleves razón. ¿Cómo crees que aterrizan los ángeles?
Recuerdo muy bien ese instante. Estábamos las dos en la galería de los Uffizi de Florencia frente a mi cuadro favorito, la Anunciación de Botticelli. Almut acababa de decirme cinco minutos antes que estaba hasta el moño de tantos seres alados.
—Me arrastras por toda Europa con el único objetivo de contemplar a esas criaturas. Ponte en el lugar de María. Estás tranquilamente en tu habitación, ignorante de lo que sucede a tu alrededor, y de pronto oyes un rumor de alas, como si un enorme pajarraco estuviera a punto de posarse junto a ti. ¿Te figuras cómo debe de sonar eso? Si el vuelo de una paloma ya se oye, figúrate el ruido que deben de hacer unas alas cien veces mayores. Un ruido ensordecedor. Crew prepare for landing.
Pero yo ya no la escuchaba. Eso me ha ocurrido toda la vida. Cuando algo me afecta en lo más íntimo de mi ser, en mi misterio, como diría Almut, desaparezco, me voy. Soy consciente de que hay personas a mi alrededor, pero éstas, quienesquiera que sean, dejan de existir para mí.
—Casi da miedo —me advirtió Almut en cierta ocasión—. Te has ido de verdad, sé que no lo estás fingiendo.
—Concentración.
—No, es mucho más que eso. Es ausencia. Me ignoras totalmente. Antes me ofendía esa actitud tuya. Me parecía una forma de desprecio. Era como si yo hubiera dejado de existir para ti. Cuando, en realidad, eras tú la que dejabas de existir.
Pero yo no la escuchaba. Contemplar por primera vez un cuadro que sólo has visto en reproducciones es una experiencia rayana en una alucinación. Resulta difícil creer que tienes delante de ti el lienzo auténtico, el que hace cientos de años el propio Botticelli, después de darle la última pincelada, se detuvo a mirar con unos ojos que dejaron de existir hace siglos. Noto que el artista está muy cerca del lienzo, que intenta tocarlo, pero no puede. Tanto tiempo ha transcurrido que el cuadro se ha transformado en algo muy distinto de lo que fue, aun cuando materialmente sigue siendo el mismo. Eso impresiona mucho. El efecto mágico de lo auténtico me produce un vértigo especial, imposible de describir. Si al mismo tiempo tuviera que estar pendiente de las personas que pasan por delante del lienzo, que se detienen a contemplarlo y luego siguen su camino, creo que me desmayaría. En cierta ocasión asistí a una ceremonia de candomblé, en Bahía. La mujer que bailaba había dejado de pertenecer a este mundo; si la hubieran sacado del trance, habría caído de bruces al suelo. Es una sensación similar.
Histeria contenida. Eso también es propio de Almut. Con una sonrisa, eso sí.
Yo, en cambio, ya estoy dentro del cuadro. Un suelo de baldosas rojas rectangulares en rigurosa disposición geométrica, las líneas rectas contrastando con el movimiento de arrugas y pliegues de la ropa de los dos personajes para quienes el resto del mundo ha dejado también de existir. Reina un silencio profundo, el ángel acaba de hacer su aparición, se ha hincado con una sola rodilla, ha alzado su mano derecha hacia la mujer que tiene encima, ligeramente inclinada hacia él. Las manos de la mujer y el ángel casi se rozan, la escena es de una intimidad desgarradora. Los dos tienen los dedos de las manos abiertos, como si éste fuera el lenguaje en que quieren expresarse, porque no han pronunciado todavía palabra alguna. La mujer no mira al ángel; de lo contrario percibiría su temor, el temor inherente al respeto. Creo que la mayoría de la gente no se ha detenido a pensar en lo disparatada que es la historia de la buena nueva. Un hombre alado que acaba de descender del cielo, sus alas aún ligeramente levantadas, al fondo el paisaje impasible con ese extraño árbol, alto y solitario, bajo la luz mediterránea. El ángel porta un mensaje de un mundo que está a millones de kilómetros de distancia y a la vez muy cercano, un mundo donde el tiempo y la distancia no existen y que acaba de anidarse en el seno de la mujer. Yo no tengo conocimiento de lo divino, quiero decir, no sabría cómo describirlo. No sé si los humanos somos capaces de soportar el contacto con lo divino, creo que no es posible. Pero, de serlo, sería como en este cuadro.
—¿Te crees todos esos cuentos?
Pregunta típica de Almut.
—No, pero en este cuadro los cuentos se hacen realidad. Eso es lo extraordinario.
En aquel momento sonó el ángelus, y eso también es extraordinario. Algunas historias tienen el poder de hacer que, transcurridos dos mil años, en un mundo dominado por los ordenadores, las campanas se pongan a sonar, y eso es algo que Botticelli sabía.
Cuando una hora después mirábamos desde el Ponte Vecchio las raudas aguas del Arno, Almut dijo:
—¿Te imaginas lo que debe de ser?
—¿Lo que debe de ser qué?
—Hacer el amor con un ángel. Sentir el movimiento y el rumor de sus alas mientras se corre, eso sí que es fuerte. Y luego, después de hacerte el amor, el ángel extiende las alas y te lleva volando por el cielo. Lo más cerca que he llegado de esa experiencia fue con un piloto, y no fue de lo mejor que me ha sucedido, la verdad.
—Sólo conozco un ángel del que serías capaz de enamorarte. Es el que está en Toledo, el del Greco, el de las maravillosas alas, que asciende al cielo como si le arrastraran a la fuerza.
—¿El de la nariz respingona? Anda ya, mujer. Aunque hay que reconocer que tiene power.
Almut sabe cómo devolverme al mundo.