XI

Al cruzar las pircas un perro despelado y mugriento salió debajo de la lona del rancho y comenzó a ladrarle alrededor. El Coronel se detuvo y lo siguió con los ojos. Intentó arrojarle una patada pero estuvo a punto de caer y no hizo sino aumentar la furia del animal. Ahora achataba las orejas y gruñía adelantando las patas, como si se propusiera saltarle encima. Por fin, una voz venida del interior del rancho lo llamó haciéndolo retroceder. Se descorrió una orilla de la lona y alguien le preguntó qué buscaba.

El sol restallaba sobre el techo y las paredes del rancho. Aun esforzándose Mendoza no logró divisar más que unos rasgos hundidos en la penumbra. Trató de recordar el nombre que le había mencionado el cura. Buscó en su memoria como si metiera las manos en un baúl desfondado y miró una vez más hacia la oscuridad de la puerta.

—Me manda el párroco —dijo por fin y respiró aliviado.

—Ajá… —contestó la voz—. ¿Y qué busca?

El Coronel ladeó la cabeza y se pasó una mano por el pecho. Recién entonces sintió que no sabíá por qué el cura lo había enviado allí. Descontaba que lo recibirían, ni siquiera había pensado en ello. El perrito permanecía expectante, al costado de la puerta, como si del resultado del diálogo dependiera el reinicio o no del combate. Pensó que debía irse. El cura sólo había querido deshacerse de él. Giró hacia el cerco pero sintió que cualquier lugar sería un espacio cerrado igual a ése.

—Soy el Coronel Mario Mendoza —dijo volviéndose, con la cabeza gacha.

—¿Y qué es lo que busca, Coronel…? —repitió la voz.

Mendoza apretó las mandíbulas. De pronto su rostro se iluminó.

—¿Usted es Sandíaz?

La voz tomó cuerpo en la figura de un viejo que avanzando unos pasos señaló hacia un costado.

—Es detrás de aquel monte. Vaya por el sendero y cruce el arroyito. Cuando llegue a la huerta siga el alambrado y va a ver un canal. Sígalo hasta la casa.

Mendoza quedó mirándolo con la boca entreabierta. Entornó los ojos y sintió que estaba por derrumbarse. Algo se derretía en alguna parte. El anciano se le acercó.

—¿Está armado?

El Coronel negó sosteniéndose la cabeza con una mano.

—Pase… —dijo el otro. Lo tomó del brazo y lo condujo dentro del rancho. Le quitó la venda, hizo un emplasto con yuyos y le colocó una nueva. Después lo acostó en un catre y lo cubrió con unas mantas. El rancho olía a jarilla y un aroma dulce y seco se desprendía del caldero que hervía en un rincón de la pieza. Se elevaba de allí un humo blanco que, abultándose contra la paja del techo, escapaba por un boquete en la pared. Colgaban de los tirantes algunas correas y cueros de oveja, sogas y arreos. Sintió el cuerpo pesado de las mantas sobre su pecho, el olor de la lana cruda, los movimientos lentos del viejo, y se quedó dormido.

Cuando despertó el hombre cosía una camiseta sentado en un banquito, con el perro echado entre las piernas. Recorrió con la vista el interior del rancho. La penumbra lo envolvía como un odre y un rayo de sol cruzaba el cuarto penetrando por el boquete superior de la pared. Sintió el rumor de las gallinas que merodeaban por afuera y a través de la puerta abierta pudo ver las ramas de un árbol bañadas en una luz amarillenta. Se removió en el catre y el viejo alzó la vista. Fue hasta él, le hizo girar la cara hacia un costado y observó la venda.

—Está muy bien —dijo y quedó mirándolo con una sonrisa en los labios.

Mendoza contempló su piel cuarteada y floja como la de un animal grande que ha perdido la musculatura, su mirada infantil y franca.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Miranda, señor.

—¿Hace mucho que duermo?

—Desde ayer. Pasó la fiebre.

—¿Dónde estoy?

En mi casa, pues.

—Yo lo conozco —insistió el Coronel. El hombre sonrió con pudor.

—Los otros días casi me mata frente a la iglesia. Yo le pedí que no lo hiciera. Usted me escuchó.

Mendoza bajó la vista y recordó las espaldas del viejo bamboleándose en el centro de la calle, los saltitos de sus piernas, la voz del cura que el hombre no había oído. Enrojeció. Le devolvió una mirada rápida y se incorporó. Ningún mareo vino esta vez.

Miranda buscó un caldero y salió del rancho. Recostado contra la puerta, Mendoza lo vio preparar un fuego y echarle la pava encima. Jirones de nubes cubrían un cielo pálido que sobre los cerros se abría en espirales de ceniza alrededor de un centro esfumado y turbio. Al fondo de la calle una muchacha arreaba sus cabras ayudada por un perrito. El tintinear de los cencerros y el balido de los animales llegó hasta él.

Mientras el viejo preparaba el mate prestó atención al bullicio de los pájaros en el árbol, a los sonidos que cruzaban la tarde. Del otro lado de la calle alcanzaban a verse una o dos casas, algunos cercos de piedra rodeados de arbustos cada vez más ralos y por último el desierto, todavía encendido y reverberante.

Miranda regresó con la pava y, acercándole una silla, lo invitó a sentarse. Le tendió un mate y Mendoza aceptó. Permanecieron un largo rato callados. El Coronel sintió que, por alguna causa, todo aquello había dejado de serle extraño. Hasta podía gozar del lugar sin inquietarse por su brutalidad. Una rara emoción embargaba sus sentidos, como si fueran el lazo de una misma dimensión prolongada dentro y fuera de sí. Hizo sonar la bombilla y devolvió el mate.

—Viene de largo la seca… —dijo.

El otro torció la cabeza y habló sin mirarlo.

—La última lluvia reventó el maíz y ahora no hay ni para los bichos.

—¿Tienen pozo?

—Arroyitos no más que bajan de la sierra. Uno los mira y dan lástima. Cargan un hilito de agua… —Miranda exageró el gesto alargando la última palabra y levantando el dedo meñique. Mendoza sonrió.

—¿Y no la buscan más arriba?

El viejo frunció el entrecejo y pareció ofuscarse.

—Pero sí… Ya han tenido que repartir y se han peleado. Se la roban el agua. ¿Qué me dice?

—¿Y por qué?

—Y… ya va uno y dice que, como su huerta es más grande, a él le toca doble, ¿ve? Y viene el otro que le tapa el canal y le desvía el agua. Y otro va a vigilar, cuchillo en mano, y ya salen los perros y las mujeres…

—¿Y no hay quien… ponga orden? —Inició la pregunta con despreocupación pero la terminó casi ahogado y sin voz. Miranda lo miró por el rabillo del ojo y bajó la vista. El Coronel se echó hacia atrás frotándose los brazos. Ambos guardaron silencio pero Mendoza quedó expectante, como si hubiera tropezado con una bestia dormida y esperara ahora que despertase.

—Le voy a preguntar algo —dijo Miranda al rato—, pero no me conteste si no quiere. —Acomodó la yerba en el mate y lo retuvo entre sus manos—. Usted estuvo en el Pozo de Vargas. ¿Cómo se portaron?

Mendoza bajó la vista.

—Perdieron porque se apuraron. Casi no tenían pólvora. Porque pelearon con desesperación.

El otro cabeceó.

—Sin desespero no había para qué ir a la guerra. Pero usted dice que la desesperación nos mata. —Miranda se lo repitió para sí, como no queriendo olvidarlo—. Me quedaba sólo un hijo —agregó—, y debe haber estado ahí. —Guardó silencio y luego preguntó sin mirarlo—. ¿Por qué lo dejó morir?

Mendoza se sostuvo de la mirada del viejo y después volvió la cabeza hacia los cerros. El sol se había ocultado y las sombras conquistaban las laderas. Sólo las cimas conservaban un destello mortecino de luz. Se preguntó si tendría escrúpulos para vivir. Un campesino miserable como ese tenía la dignidad que él había perdido. ¿No se reducían todas las cosas con el tiempo? Apretó las mandíbulas y se sofocó. Voces, disparos, las imágenes del Juez y de Matilde se enredaban en su memoria en una sucesión discontinua e infinita. Todo aquello parecía pertenecer a otro y, sin embargo, por alguna razón sencilla cargaba él con su destino. Miró hacia un lado y otro. Sus pómulos se cubrieron de venitas azules. Le vibraron los labios y su frente cargó sobre el arco de las cejas el peso que no pudo soportar.

—Yo no quise matarlo —dijo con la voz quebrada.

Le tembló la barbilla y agregó:

—Un enemigo es un ser desdichado. Siempre es blanco de nuestra necesidad.

Mendoza se volvió hacia el viejo con los ojos anegados en sangre.

—Yo no conozco el perdón —dijo y sus labios corcovearon en una mueca de dolor—. No sé perdonar. —Tomó aire y lo expulsó con violencia—. Yo soy menos que yo. Alguien dentro de alguien.

Bajó la cabeza. Lo acometió un temblor y se sujetó por los brazos.

—A mí me perdonó —dijo Miranda.

El Coronel trató de contenerse.

—Yo perdí —contestó— hasta esa posibilidad. —Alzó la vista pero en ese momento el otro giró la cabeza hacia el camino y quedó con los labios entreabiertos. Mendoza se alzó de la silla y fue hasta el árbol. Se apoyó en una rama y vio la polvareda que asomó en el horizonte, una nube que se extendía con la rapidez de un tornado. El sonido de los cascos conmovió la tierra y por fin se distinguieron los jinetes. Crispado, el Coronel buscó en su cinto el arma que ya no tenía. Miró al viejo que permanecía absorto en su silla y sintió que un abismo volvía a abrirse a su alrededor. Era tarde para hacer nada. Se distinguían con claridad los pañuelos rojos, las lanzas cruzadas, los aperos. Giró sobre sí, aturdido. Después se quitó la chaqueta, la hizo un bollo y, pisoteándola detrás del árbol, la cubrió con unos pastos. Se volvió hacia Miranda y trató de leer en sus ojos. El hombre lo había visto hacer sin inmutarse y ahora lo atravesaba con la mirada, indagando en su corazón.

La caballada entró en la calle y dando un rodeo se detuvo frente al rancho. Los gauchos alzaron sus lanzas y vivaron al General Miranda y a Facundo Quiroga. Mendoza se estremeció. Un muchachón enorme, de melena y barbas salvajes, se arrojó del caballo y corrió a abrazarse con el viejo. Se besaron y volvieron a separarse.

—Padre —dijo—. Nos ganaron en Vargas pero ahora vamos de nuevo. No quise volver a pelear sin pasar a visitarlo. Le traigo saludos del General.

El viejo tenía los ojos humedecidos y su pecho parecía haberse agrandado. Mendoza miró a los gauchos que permanecían montados y ellos lo saludaron con un movimiento de cabeza.

Volvían otra vez, pensó. Casi sin armas, incapaces de darse por vencidos, con sus lanzas y boleadoras… Ahí estaban los que también hablaban en nombre de la patria. Hijos de los primeros montoneros, nietos también de la independencia. Indios católicos nacidos en ese otro país, dispuestos a entregar la última sangre a los estragos de la pólvora, al acero del progreso, a una masa de dinero que jamás podrían imaginar…

Mendoza bajó la vista. Miró el bulto de su chaqueta entre los yuyos y luego al anciano.

—¡Miranda! —gritó de pronto, encarando al viejo. Le tembló la voz y cerró uno de sus puños—. Si el cura no hubiera hablado yo lo habría matado por la espalda.

Los ojos del anciano se ensombrecieron.

—¿Quién es, padre? —preguntó el muchacho tomándolo por los hombros y mirando hacia Mendoza con fiereza.

El viejo bajó la vista y arrugó la barbilla. Luego miró al Coronel.

—Es un vecino, José. Está herido en la cabeza y cansado de vivir en guerra.

Lo tomó del brazo y, palmeándolo, lo condujo dentro del rancho.