X

Primero distinguió a Matilde. Su figura ocupaba parte de la puerta, ahora extendida por la pared. Ella estaba de espaldas y vestía ropa de hombre. Recortada contra la claridad, la estrechez de sus hombros la convertía casi en un muchacho. Más allá, sobre la biblioteca, vio al cura sentado en una silla, con las piernas abiertas y los brazos caídos en medio. Tenía los labios entreabiertos y los ojos hinchados y absortos.

Una ráfaga de viento penetró en la habitación arremolinando polvo. Ninguno de los dos se inmutó. La tierra giró a su alrededor y finalmente se pegó a ellos como al resto de los muebles. Al rato, el cura se levantó y caminó despacio hacia la ventana. Al aproximarse, sus zapatones molieron los vidrios esparcidos por el piso y el crujido de las astillas le hirió la cabeza. Se palpó la sien y notó que le habían colocado una venda. Recordó la noche anterior, y en medio la mueca nerviosa de Saravia mientras lo apuntaba con el arma en alto. Recrudeció el latido de la herida como si su cerebro estuviera abierto y los sesos se contrajeran y dilataran semejantes a un corazón. El Coronel pensó que quizá nada de lo que veía estuviera realmente allí. Matilde y el cura, aplastados contra el espacio, y todo lo que debían tener por delante y detrás, parecía poder ser arrugado como una hoja de papel y echado a la basura.

Sí sabía con seguridad que las bestias habían sido derrotadas. Pero las bestias habían sido derrotadas por las bestias y ese pensamiento lo llenó de inquietud. Pensó en Saravia y lo vio boquear, con las manos ensangrentadas sobre el estómago y sus repulsivos ojos girando fuera de las órbitas. El ejército estaba lleno de tipos así. El país estaba repleto de hombres así, fieles como perros a su única obsesión de sacar siempre ventaja, de salir de la miseria y conseguir arrimarse al poder, aunque sea limpiando las escupidas de los invitados a la fiesta. Ahora que lo había matado, comprendía hasta qué punto le había temido. Era poco probable que los demás intentaran algo sin un jefe, pero bien sabía que la necesidad y la desesperación producían jefes a montones.

Trató de incorporarse y presa del vértigo, su cabeza volvió a caer sobre la almohada. El cura se dio vuelta y lo miró. Se acercó frente a la cama y guardó silencio. Cabeceaba y arrugaba la barbilla conteniendo una emoción. Matilde se aproximó por detrás y quedó parada a su lado. Tenía los cabellos revueltos y la cara tiznada. Sus ojos lo miraban pero parecían ciegos. El Coronel volvió a incorporarse y esta vez resistió el mareo hasta que todo volvió a su lugar. Sintió que el silencio lo acusaba. En cuanto se rehiciera desataría a Moral. De nada valía ya tenerlo allí, ahora que los soldados eran más peligrosos que el Juez. Pero enseguida pensó que no lo había condenado por peligroso sino por orgullo o simple lógica militar. O quizá, y esto lo pensaba por primera vez en medio de un estremecimiento, porque el Juez era el único ser con quien, mientras estuviera inmóvil, podía medir sus convicciones.

Juntó fuerzas y se sentó en la cama. Los miró una vez más y bajó la vista. Ellos continuaban petrificados en una actitud que no alcanzaba a comprender. Sin duda esperaban su autorización para liberarlo, y sin embargo nada decían ni sus miradas reflejaban sentimientos humanos. Mendoza se calzó la chaqueta, los pantalones. A los tumbos llegó hasta la puerta.

Unos pocos soldados, ayudados por gente del pueblo, cargaban los cadáveres en un carretón. Algunos perros correteaban alrededor de los cuerpos deteniéndose a husmear las ropas. El sol estaba alto pero una masa de nubes cubría el cielo enrareciendo la luz. En el centro, junto al poste, vio el cuerpo de Moral cubierto por una manta hasta la cabeza. Se volvió hacia atrás y quedó apretado contra la pared, con la vista fija en las espaldas del cura y de Matilde, que todavía permanecían frente a la cama.

Lo conmovió un temblor y cerró los ojos. Los cerró como para no volver a abrirlos. Quizá no hubiera despertado y en el sopor de la fiebre se confundía. «Quizá sea de noche aún», pensó, «quizá no haya ni siquiera amanecido y a mí me parezca que estoy de pie. O puede que lo esté realmente pero que ellos dos no estén allí, o que afuera no haya nadie, o que sí estén juntando los cadáveres y los arrastren de las piernas y revisen sus bolsillos y les quiten las botas, pero la manta sólo llegue hasta su pecho».

Mendoza abrió los ojos. «Eso es», se repitió, «están demasiado quietos. Puede ser un indicio. No han hablado y deberían haberlo hecho. Tendrían que haberme abofeteado, escupido, arrastrado. Matilde dijo que se vengaría». Lo recordaba con claridad. Pero no habían hecho nada, ella sólo lo había mirado de un modo inhumano. «Eso es, eran brutales como un sueño».

Quizá había mirado mal, era una posibilidad. Se había equivocado. La debilidad lo traicionó, la luz, esa masa espesa y sucia. Lo habían abrigado del frío. O mejor, no era él. Sólo que habían puesto a otro en su lugar por alguna razón que ignoraba y todo se trataba de un engaño. Una trampa perfectamente armada, la venganza que Matilde le había prometido. Habían sido calculados su silencio, su gravedad, el género tapando todo el cuerpo. Abusaban de su herida, de su cerebro roto. No se animaban a matarlo así no más, y entonces… querían ahogarlo…

Fue hasta el escritorio. Se sostuvo de la tarima y se dejó caer en el sillón. Hundió la cabeza entre las manos y permaneció en silencio.

Matilde cruzó una mirada con el cura. Dudó un instante y fue hasta el Coronel. Roque intentó detenerla de un brazo pero ella se zafó. Sacó de su bolsillo un papel y se lo arrojó. Cuando Mendoza alzó la vista ella se había alejado hacia la ventana. Desdobló la hoja y leyó: «Al Coronel Mario Mendoza: Ordeno a usted que ponga en libertad sin demora al Señor don Miguel Jacinto del Moral, Juez de Paz del pueblo de Olta. Restituya sus bienes y enmiéndese, bajo pena de usted de sufrir castigo por esta autoridad. Dentro de unos días nos volvemos a Santiago. Preséntese a la brevedad y después podrá regresar a Buenos Aires. Su General, Antonio Taboada. Posdata: el Sargento Saravia y algunos hombres deben adelantarse».

Dejó caer el papel y se echó hacia atrás. Una nueva ráfaga de viento, esta vez más fuerte y prolongada, invadió el cuarto. El polvo enrareció el aire y sumó otra capa de tierra sobre ellos. Mendoza permaneció inmóvil con la vista fija en el vacío. La vida se había detenido y el desierto parecía llegar hasta allí impregnándolo todo con su aliento. Sintió que daría la vida por poder obedecer a ese gaucho. Pero el tiempo, ahora sin finalidad ni objeto, le franqueaba las puertas como un dios infame que después de haber saciado su apetito se levantara satisfecho de la mesa y lo abandonara.

Llegadas de afuera algunas voces, como el polvo, se depositaron en el cuarto. Allí bullía la vida y no lo rozaba. Allí en el patio la rueda de una máquina seguía girando sin él. Podía sentir su rumor como si se tratara de una calle de mercado. Todo volvería a rehacerse y sería parecido a algo que ya nadie retendría en la memoria. Taboada regresaría a su provincia y Varela lo intentaría de nuevo. Él mismo sería reinventado en algún joven oficial con aspiraciones de grandeza en un país más empequeñecido. Matilde volvería a su casa y el cura a sus rezos, la Pachanay tendría una derrota que ocultar y la gente del pueblo retomaría sus trabajos. Nadie había que no tuviera un destino que jugar, excepto el muerto y el matador, que eran el equilibrio exacto de un mismo precio.

—¿Qué dice Dios? —preguntó de pronto, sin desviar la vista de la pared.

Acaso Roque no quiso negarse o también él sentía necesidad de hablar. Giró en su lugar y lo miró de reojo.

—Llora, hijo —contestó.

—Es que puede estar arrepentido… —insistió Mendoza.

Roque asintió con la cabeza.

—¿No lo sabía?

—Sí, lo sabía —contestó el cura sin dejar de cabecear—. También sabía que le tocaría sufrir.

—¿Nos detesta?

—Te ama —replicó el otro mirándolo de frente. Se había acercado un poco y su voz traducía cierta excitación. El Coronel sonrió con desprecio.

—Ama la miseria.

—Ha creado la miseria.

Esta vez Mendoza lo miró de frente.

—¿Por qué?

El cura enrojeció y un brillo taciturno ganó sus ojos, como si fuera el resabio de una luz lejana. De haber tenido algo cerca lo hubiera hecho pedazos entre las manos.

—Porque sin miseria no habría arrepentimiento, ni castigo, ni perdón. Nada que justificara un solo acto de nuestras vidas.

El Coronel aguardó un momento y agregó, quizá sólo por no resignarse a caer de nuevo en el silencio.

—Y usted me odia…

—Yo te compadezco, que es peor —contestó Roque y se apartó hacia un rincón.

Mendoza permaneció ensimismado. Le dolía el cráneo como si lo tuviera partido en dos. Golpeteó con una mano en el brazo del sillón. Se incorporó, fue hasta la puerta y volvió a mirar hacia afuera. Habían llevado a enterrar los cuerpos y algunos hombres mutilaban los caballos muertos para llevárselos de a pedazos. Junto al poste continuaba cubierto un bulto informe, capaz de ser confundido con cualquier trasto si no fuera porque la manta, más corta que el cuerpo, ocultaba una cabeza y descubría sus pies. Caminó hacia allí sin desviar la vista de aquellas botas que asomaban por debajo. Cuando estuvo enfrente se arrodilló, se fregó las manos en las piernas y descorrió la manta. Un hedor nauseabundo lo envolvió. Aún tenía el torso apoyado contra el poste y las manos atadas. Le miró la cara deforme por la gangrena y apartó los ojos. Recordó la melodía que esos mismos labios, ahora anudados en la hinchazón, habían cantado la noche anterior.

—Usted fanfarroneó —dijo por lo bajo—. Los fanfarrones mueren primero.

Lo desató y le llevó los brazos para adelante cruzándolos sobre el abdomen. Quedó mirándolo un momento y volvió a ponerlos a los costados. Lo tomó del torso y lo estrechó contra sí pero enseguida lo apartó extendiéndolo en el suelo. Advirtió entonces que tenía las mandíbulas entreabiertas y le asomaban algunos dientes. En vano intentó cerrárselas. La musculatura había endurecido y retomaba con terquedad la posición anterior, como negándose a ocultar el miedo que de todos modos había sentido ante la muerte. Mendoza gimió. Le sacudió las ropas. Le abotonó el chaleco. Aferró una de sus manos entre las suyas y la dejó caer. Hundió la cabeza entre los brazos tratando de entender.

Intentaba armar una respuesta cuando sintió que lo observaban. Levantó la vista y vio a los soldados que, a unos metros de distancia, se codeaban en silencio. Detrás, alguien había traído los caballos. Mendoza los miró extrañado y luego fue comprendiendo contra su propia voluntad. Se levantó del suelo y los hombres retrocedieron. Dio un paso adelante y otra vez se alejaron. Mendoza alzó el brazo sin llegar a pronunciar una orden y los otros montaron a la carrera, uno de ellos en su propio caballo, espolearon los animales y cruzaron el portón. Se apuró detrás y corrió unos metros hasta que un fuerte mareo lo hizo trastabillar y detenerse. Sumido en la polvareda quedó mirando las siluetas de los jinetes mientras se alejaban hacia los llanos. Cuando no fueron más que una mancha al fondo de la calle y luego un punto reverberante en el desierto, Mendoza sintió que el espacio lo constreñía y que todo lo que lo rodeaba se volvía de pronto extraño y amenazador. No supo si avanzar o retroceder, o quedarse allí. Permaneció encorvado en el centro de la calle sujetándose la cabeza con una mano. Unos hombres lo miraban recostados en el muro de enfrente. Tuvo miedo y regresó a la casa.

Cruzaba la entrada cuando un chico lo atropelló llevando en la mano uno de sus sables. Trató de ir tras él pero una vieja pasó a su lado sosteniendo en la pollera alzada parte de su vajilla. Entró en el patio y vio que una caterva de mujeres y niños se disputaban el equipaje de su baúl, tironeando de sus ropas y objetos personales. El cura y Matilde habían levantado el cuerpo de Moral y lo llevaban a la casa indiferentes a la refriega. Mendoza se abalanzó sobre el grupo y, sin fuerzas para gritar, se limitó a tirar de algunas prendas para adueñarse de ellas. Los pequeños lo rodeaban y, apenas rescataba algo del baúl y lo retenía bajo el brazo, se lo volvían a quitar por detrás. Tironeaba con una mujer joven de uno de sus calzoncillos cuando vio en el cuello de una vieja la cadena y la medalla de su madre. Soltó la prenda y atajó a la anciana por el cuello. Le aferró la garganta y la atrajo hacia sí, hundiendo sus dedos en la carne fláccida. A la vieja se le humedecieron los ojitos y, cerrándosele, formaron una arruga más de las que cruzaban su cara. Con la otra mano Mendoza tiró de la medalla hasta desprenderla. Cuando la anciana se vio libre retrocedió unos pasos y volvió a abrir los ojos. Alzó un brazo señalándolo y comenzó a gritar «¡Asesino!», mientras se frotaba el cuello con la otra mano. El resto de las mujeres y chiquillos dejaron de saquear el baúl y se le sumaron recogiendo piedras del suelo. El Coronel retrocedió tratando de cubrirse la cabeza de las pedradas que caían sobre él. Corrió por el patio y sin saber cómo, sobre el portón de entrada chocó contra una barrera de hombres que le franqueaba la salida. Guardaban silencio y algunos llevaban palos en sus manos. Mendoza cayó al suelo, se encogió y cubriéndose lo más que pudo aguardó el final. Sentía girar en torno de sí un coro rabioso de voces que lo insultaban, que se compelían mutuamente a tomar venganza y a descargar el primer palazo sobre su cuerpo. Estaban por cerrar el círculo cuando el cura salió de la habitación y corrió hacia ellos. Empujó a la gente hacia atrás y lo levantó del suelo.

—¡Perros…! ¡Hienas! —vociferó.

—Nos apaleó en la iglesia —protestó uno de los hombres.

—¡Cállate, imbécil…! —replicó el cura empujándolo hacia atrás—. Tienes la voz de Satanás.

A medida que hablaba, Roque abría el grupo y, tomando a Mendoza de un brazo, lo conducía hacia afuera. La gente se apartaba lo menos posible, negándose a ceder.

—Caerá la peste sobre vosotros. Ahora mismo el Señor envenena las aguas y mata las ovejas. Aquel que haya golpeado quedará manco y golpeado será en el infierno. Le partirán el cráneo y los huesos de los brazos. —Mientras gritaba así, arrastraba al Coronel que se dejaba llevar como un ciego. Su cabeza había vuelto a sangrar. Ya avanzados en la calle se detuvieron. La mayoría de la gente quedó sobre el portón de entrada y sólo algunos hombres se atrevieron unos pasos más pero dispersándose. Roque preguntó a Mendoza si podía caminar solo. El otro lo miró extraviado.

—De todos modos —dijo el cura—, no puedo acompañarlo. Haga lo que le indico. Camine derecho hasta el álamo que tiene una piedra blanca cruzada debajo y doble a la derecha. Verá un muro de pircas que comienza a unos metros. Casi al terminar está la casa del curandero. Dígale que yo lo mandé y espéreme allí. Después veremos.

Roque se volvió y encaró de nuevo a la turba:

—¡A ver… luciferinos! Ha muerto mi primo, nuestro Juez de Paz. Todos sabemos lo mucho que nos quiso y lo que le debemos. Ahora nos toca hacer su velorio, un velorio que debe ser recordado hasta por nuestros tataranietos. Haremos procesión, vestiremos al santo y lo sacaremos a la calle. Quemaremos los cirios de Navidad y lloraremos juntos…

Mientras Roque hablaba a los gritos, Mendoza había comenzado a andar por el centro de la calle. Cada tanto la vista se le nublaba y confundía los pasos. La luz se cerraba sobre él haciéndole perder el equilibrio. Se detenía entonces, adelantaba primero un pie y reiniciaba la marcha, repitiendo las indicaciones del cura como un rezo.