Miró alrededor y volvió a cerrar los ojos rechazando la luz. El escritorio y la ventana, volcados sobre sus párpados, alargaron sus brillos en una comba azul, se mecieron en el espacio y recuperaron sus formas contundentes. Patentes y secretos, los muebles semejaban animales incapaces de dejarse acariciar. Recorrió el cuarto buscando algún objeto que le indicara que no despertaba en el pueblo de Olta, en la Provincia de La Rioja.
Vio la biblioteca pequeña de madera aragonesa, junto al ventanal de su casa en Buenos Aires. Por un instante estuvo allí, frente a los cortinados que resplandecían como la entrada a un paraíso, sintiendo el aroma que llegaba del jardín. Escuchó la voz de Isabel que llamaba a Federico desde algún lugar de la casa. Calculó la hora por la claridad del cuarto. Hacía frío. Estaba en Olta.
Detrás del muro presintió el cuerpo agarrotado de Moral. El rocío lo habría enroscado sobre sí mismo, habría maniatado su cerebro, entumecido su lengua. ¿Por qué lo estaba matando?, la pregunta se abrió paso en su cabeza como un bloque de piedra sobre la superficie del agua. No quería hacerlo y sin embargo, apenas conseguía aproximarse un agravio traía otro. Habría gratuidad en la muerte del Juez, pero también la había en su propio destino. ¿Quiso él llegar hasta allí, estar al mando de una banda de forajidos y ser su prisionero, en nombre de una idea? Hubiera dado cualquier cosa para que el día no trajera al Juez consigo, para que fuera el espectro de un muerto o la visión de un futuro imprevisible. Apartó las cobijas y comenzó a vestirse.
Cuando acababa de ponerse la chaqueta llamaron a la puerta. El Cabo entró con la bandeja del desayuno, la dejó en el escritorio y giró colocándose de frente.
—Coronel, desde temprano una mujer insiste a la guardia en hablar con usted. —Mendoza fue hasta la ventana y corrió el resto de la cortina. No tardó en distinguir detrás de las rejas a la mujer del Gobernador. Ordenó que le dieran paso y permaneció en la ventana mientras el otro corría hacia el portón. Moral estaba arrollado junto al poste, con la cabeza en el suelo y encogida sobre el pecho. Algunos soldados, más allá, cepillaban los caballos rodeados de bateas. Los animales resoplaban exhalando un vaho azul por sus hocicos y sacudían sus crines polvorientas.
Terminaba de abrocharse la chaqueta cuando vio a Matilde cruzar la entrada y correr por el patio. Sólo comprendió su apuro al verla arrojarse sobre el Juez. Los dedos de Mendoza se detuvieron en el último botón del cuello y quedaron inmóviles. Permaneció tieso mirándola alzarlo, sostener su espalda y pedir agua. Matilde limpió la cara de Moral con la falda de su vestido y luego le dio de beber. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y no cesaba de acariciarle los cabellos, de abrazarlo, de besarlo en la frente, en los labios.
Mendoza volvió a desabrochar el cuello de su uniforme. Se apartó de la ventana y fue hasta el escritorio. De pronto recordó el diálogo que mantuvo con ella la noche anterior a su partida de La Rioja, su nerviosismo, su negativa a revelarle el nombre del pariente. Tomó asiento y comenzó a desayunar.
Al rato golpearon a la puerta. Se limpió las comisuras de la boca, se recostó hacia atrás y autorizó el paso. El Cabo intentó anunciarla pero ella lo hizo a un lado abriéndose camino hasta el escritorio. Tenía corrida la pintura de la cara y sus ojos parecían destilar el lodo negro que corría por sus mejillas. Su cabello se había desacomodado, en nada parecía ya la elegante mujer del Gobernador.
Mendoza ordenó retirarse al Cabo y la miró en silencio. Sintió que sus ojos lo buscaban en alguna parte de su ser. Ella clavó las uñas en el respaldo de la silla.
—Abandonen su casa. Pídanle perdón. Laven sus pies…
Mendoza sonrió.
—¡Miserable! —dijo Matilde arrojando la silla al piso y abalanzándose sobre el escritorio—. No sabe quién es él. No sabe lo que es un hombre.
El Coronel revolvió con la cuchara el resto de té que quedaba en la taza. Los labios de Matilde se contrajeron en una mueca de indignación. De un golpe barrió la loza que se desparramó por el suelo hecha añicos. Mendoza mantuvo la cabeza gacha, como si sólo su cuerpo estuviera allí. Pudo sentir su aliento, soportarlo, incómodo.
—Pagará por esto —dijo ella. Fue hasta la biblioteca y quedó de espaldas—. Un correo vendrá de la ciudad. Trae órdenes de Taboada para que lo deje en libertad. Haré que lo encarcelen, Coronel, que le quemen las manos. Pagará, se lo juro. —Matilde sollozó sujetándose de la tarima.
Mendoza aguardó a que se desahogara. Luego se acercó y le ofreció un pañuelo que ella tomó sin mirarlo.
—No quise hacerlo, pero él forzó las cosas.
—Usted las provocó.
—Cumplía órdenes.
—Por lo que sea. Invadió su casa. ¿Quién carajo se cree? —dijo Matilde dándose vuelta.
Mendoza bajó la vista. Quedó inmóvil un instante y luego regresó a su sillón. Recogió un pedazo de loza y jugueteó con él entre sus dedos.
—Señora, cuidaría yo el lenguaje, a no ser que, además de adúltera, quiera parecer guaranga.
—No me ofenda. Soy la esposa del Gobernador.
—Y la amante del Juez de Paz.
—No es asunto suyo.
—Pero podría interesarle a su marido. Yo que usted lo tendría en cuenta. Un amante no es lo mismo que un pariente.
—No me amenace.
—Le sugiero.
—Y yo le sugiero que libere a don Miguel.
—No por ahora. Paga lo suyo como yo pagaré lo mío.
—No se equivoca. Lo pagará y muy caro. Pero, si lo deja en libertad, puede que más tarde consiga la suya.
—No es algo que me preocupe.
—Debería comenzar a pensarlo.
—¿Vino sólo a insultarme?
—Vine a llevarme a don Miguel.
—Entonces su viaje ha sido inútil.
Matilde se restregó las manos, sudorosas y frías. Contuvo el aliento y fue hasta la ventana.
—Me amenazó con una pistola —dijo Mendoza reclinándose—. De no haberlo hecho estaríamos ahora los tres tomando el té en la vajilla que acaba de romper.
—No lo veo muerto, ni siquiera herido. Le perdonó la vida como usted no es capaz de hacerlo.
—Un rapto de cordura no es lo que puede llamarse un mérito. Yo al menos no lo humillé.
Ella asintió con la cabeza.
—Bebe su orgullo en la sed de don Miguel…
—No debió haber venido —dijo Mendoza alzándose del asiento. Matilde giró la vista hacia afuera y miró al Juez que, inclinado hacia un costado, resistía los rayos del sol. No soportaba ver degradado así al único hombre que le inspiraba respeto y admiración. Respiró hondo y acarició el marco de la ventana con la mano.
—Negociemos —dijo sin volver la cabeza—. Pida algo a cambio. Lo que quiera.
Mendoza se acercó hasta ella y miró por la ventana. Detuvo la vista en Moral.
—Es un hombre —dijo—, igual a otro hombre; y usted una mujer, igual a cualquier mujer. Son valientes, sin duda, pero más que torpes. No voy a negociar.
—¿Por qué?
—Me humilló, y fue aún más allá.
Ella bajó la cabeza y arqueó la espalda.
—Puedo lavar su humillación —dijo—. No hay nada mejor que una mujer para reparar el orgullo de un hombre. Alguien que conoce la urgencia del sentimiento, capaz de descender a los límites de la dignidad y devolver las jerarquías perdidas. —Matilde giró y lo miró a los ojos. Su boca entreabierta había perdido toda ingenuidad y sus pupilas centelleaban de un modo provocador.
—¿Podrá conmoverlo mi súplica, será suficiente para saciar su sed…? ¿O aumentará su desprecio? ¿O me dirá ramera?
Mendoza permaneció inmóvil, temeroso y atraído a la vez por la ambigua sugerencia de sus labios. Sintió que maduraba una decisión que lo involucraba sin que pudiera concebirla. Quiso detenerla, buscar la forma de eludir su pregunta antes de que fuera demasiado tarde. Su proximidad lo perturbaba. El rostro de Matilde endureció como una máscara. Los trazos de pintura que aún cruzaban sus mejillas acentuaban la voluptuosidad de sus ojos. Ella fue dejándose caer hasta quedar de rodillas.
El Coronel trató de resistirlo pero en algún lugar de sí mismo un regocijo crecía con fuerza seducido por la expectativa de la súplica. Había estado oculto y ahora desatado, lo atormentaba el deseo irresistible de ser nombrado con dolor, de poder perdonar y ser cruel como un dios.
Matilde abrazó sus rodillas y fue descendiendo hasta el suelo. Rodeó sus pies como delante de un ídolo aborrecido al que se satisface y se desprecia.
—Coronel —dijo echándose en el piso—, lamento lo ocurrido. Se lo suplico. Deje en libertad a don Miguel. Nos destruye.
Mendoza guardó silencio, atento a las manos de Matilde que aferraban sus botas.
—Coronel —volvió a decir ella—, si no sabe perdonar obedece a sus impulsos como un ciego la oscuridad.
—Intentó matarme —contestó Mendoza.
—Pero se arrepintió.
—Buscó mi ruina.
—¿Qué otra cosa lo habría detenido?
—Jugó con mi terror… Lo siento.
Matilde dejó caer la cabeza.
—Una herida leve, para don Miguel, le será de muerte.
—¿Y soy yo el culpable de que se haya metido en esto? ¿No sabía a quién amenazaba?
—Ignoramos qué daños vienen detrás de los primeros. Devuélvale la libertad por bien de todos. Figuremos que se escapa. Le daremos cualquier cosa que pida. Figuremos que se escapa…
—Es tarde.
Matilde se mordió los labios. Descansó la cabeza en el piso y alzando sus dedos acarició el acordonado de las botas.
—Qué poca cosa somos los civiles —dijo— y qué poderosos los que calzan estas botas. Qué bien saben doblegar las palabras al dominio de la fuerza y rendirlas a su voluntad. Lo que ya no se sostiene ustedes pueden mantenerlo levantado, y lo que goza aún de jerarquía, con qué facilidad saben degradarlo. No sólo nos dieron la libertad, también demostraron a sus hermanos qué clase de brillo emana de sus sables. Jamás la civilidad sola, moral, hipócrita, acostumbrada a convivir con sus más rabiosos adversarios, hubiera podido llegar a tanto. Lo que devora nuestras conciencias ustedes lo resuelven con un solo golpe de puño. Sin duda son más sabios que nosotros, porque hacen de los hechos algo suficiente. ¿Qué otro poder habría de atreverse con el trueno de sus armas? Un tiro de cañón vale trescientas de nuestras discusiones. Cómo no arrodillarse ante quien se teme, ante quien es capaz de darlo todo o castigar con mano tan cruel. Cómo no glorificar a nuestros guardianes, no arrepentirse después de haberlos ofendido, no secar nuestra saliva limpiando las botas de los padres de la patria.
Mendoza la alzó por los hombros y la retuvo frente a sí. Tenía los ojos enrojecidos y las venas de su frente parecían a punto de estallar. Le temblaban los labios. Sus manos lastimaron los brazos de Matilde.
—Usted es una cínica…
Ella lo miró a los ojos y sonrió.
—Y usted un ingenuo…
—¡Perra…! —le gritó. Levantó una mano pero la contuvo en el aire. Se abalanzó sobre la puerta y llamó al Cabo.
—¡Qué se lleven de acá esta víbora y que no vuelva a entrar!
Salió a la galería y pidió su caballo. Deambuló de un lado a otro tropezando y maldiciendo. Volvió al cuarto pero se detuvo antes de entrar. Retrocedió, giró sobre sí mismo. Las piernas apenas lo sostenían.
—Carajo —gritó—. ¡Dónde está mi caballo!
Pasó el día en el desierto. Al salir del pueblo bordeó las sierras hacia el sur y luego se internó en los llanos hasta que el macizo fue una sombra recostada en el espacio. Después de unas horas, los rayos del sol, el balanceo de su caballo y la infinita extensión de los pastos habían adormecido su memoria sumiéndolo en un silencio profundo y neutral. Por más que se esforzaba en reconstruir imágenes y situaciones, dislocadas, sin destino, las ideas se sucedían unas a otras deshaciéndose como arena. Avanzó sin rumbo, alzando cada tanto la cabeza para desentumecer el cuello y salir del sopor en que otra vez volvía a caer. Reducido a la sequedad de su garganta, al monótono rumor de los insectos, al fuego que abrasaba su cerebro, Mendoza sintió que la distancia lo rodeaba desplazando con él el centro de su circunferencia. Avanzar fue persistir en un esfuerzo inútil, una estupidez de los sentidos.
Pasado el mediodía se detuvo a descansar bajo la sombra abierta de una brea. Humedeció los labios en el último resto de agua que cargaba el chifle y quedó quieto, con el torso apoyado contra el árbol y las piernas extendidas. Pensó que podía permanecer allí hasta pudrirse, inmóvil bajo la brea. Una voluntad se evaporaría tras otra, algún hocico salvaje lo empujaría por fin y moviendo el rabo comenzaría a devorar sus restos.
Le ardían los párpados, contrahechos en dos órbitas pequeñas y endurecidas. A lo lejos, la arenilla reverberaba confundida con el cielo en una franja azulada y borrosa. Dentro, luces y vapores titilaban en todas direcciones. Fijó la vista allí y al cabo de un rato, como si fuera un boquete, vio la Avenida de la Alameda que bordeaba el puerto de Buenos Aires, con su tráfico de carruajes y paseantes. Pudo sentir el olor de aquella brisa fresca que alzada del río llegaba hasta los primeros edificios de la ciudad. Vio otra vez las damas de alto sombrero, acompañadas del brazo por hombres seguros y ambiciosos, de maneras sobrias y estudiadas. En aquel boquete vio las ruedas enchapadas de los coches girando sobre el empedrado de las calles, los jóvenes pálidos que aguardaban frente a las libreas detenidas que fuera una mujer la que, al descender, les mostrara la tersura de su tobillo. Sintió el rumor, otra vez ese rumor de la humanidad en movimiento. Los pasos apurados en los pasillos. El ruido de los morteros de la construcción. El sonido hueco de todos los zapatos, de todas las botas, de todos los calzados sobre los adoquines. El tráfico sutil de las apariencias con sus saludos y sus gestos. El carraspeo pudoroso en los entreactos del concierto. La melodía graciosa de los clarinetes y el respaldo de las tubas, aquella música satisfecha de las bondades del mundo, aplomada y triunfal.
Pensó que toda aquella gente vivía de espaldas al desierto, que la seguridad y elegancia de sus señoras estaba rodeada de cueros crudos, de melenas salvajes, de pies brutales aún, y una risa primero ahogada le fue creciendo en el pecho, unas ganas incontenibles de festejar el absurdo, de reír a carcajadas.
Rió de todos los jóvenes pretendientes a los cargos públicos, de los pañuelos que los ganaderos se llevaban a la boca después de pedir seguridad para sus negocios. Giró dando carcajadas sobre el polvo al recordar brindis y discursos, las manos de todos los oficiales sacudiendo el polvillo de sus uniformes, los ojos vacunos de los banqueros y su disimulada voracidad, el proceso de reconstrucción nacional anunciado por el Presidente.
Exhausto, con lágrimas en los ojos, se dejó estar boca arriba y rió de sí mismo. De sus aspiraciones a ser un general como San Martín. De sus pretensiones a la grandeza, de las ilusiones de su madre y de todos los que le habían hecho creer que la Patria y el Deber lo aguardaban en ese pueblo de mierda para cubrirlo de gloria.
Poco a poco fue recuperándose y con la respiración todavía agitada logró incorporarse. Miró alrededor mientras se sacudía el polvo del uniforme como si viera el desierto por primera vez. Un viento caluroso estremecía los pastos y negros nubarrones cubrían parte del cielo. Los insectos habían callado y el silencio era total. Su caballo se había alejado unos pasos espantado por las carcajadas. Quizás el silbido del viento o la extensión de los llanos, quizá la sensación de que era una criatura extraña en aquella pampa, lo llevaron a tomar las riendas, inquieto por un repentino temor. Montó su caballo y taconeando los flancos buscó el regreso, oprimido por la intemperie.
Cuando llegó al pueblo el cielo deshacía sus luces y la tierra exhalaba un perfume seco y penetrante. Avanzó por las calles volcado sobre el lomo del animal, ausente a las miradas temerosas de los campesinos. Afiebrado y abatido por el cansancio, la tarde lo arrastraba en su lento derrumbe. Un perro salió al encuentro de su caballo que corcoveó y apuró el paso sin que Mendoza hiciera nada por ahuyentarlo.
Al verlo llegar los guardias abrieron el portón y el Coronel penetró en el patio vacío. Una luz oblicua doraba los muros sumiendo al Juez en la penumbra. Se detuvo enfrente y con la cabeza gacha permaneció en silencio, como si el caballo se hubiera detenido por propia voluntad cargando un peso muerto. Al rato alzó la vista y lo miró. Moral tenía la cara ladeada hacia un costado y respiraba con dificultad. Una herida amoratada y abierta caía de su párpado derecho hasta la mitad de la mejilla y algunas moscas zumbaban alrededor, posándose en la sangre seca. Sus huesos parecían más grandes ahora, detrás de la piel enflaquecida de sus pómulos. De su cuerpo emanaba un olor nauseabundo. Sintió pena por él, y una enorme pena de sí mismo. Nada de lo que hasta entonces lo había sostenido alcanzaba a justificar la postración del Juez, su propio abatimiento.
Mendoza desmontó y fue a buscar un cubo de agua. Al aproximarse, Moral giró la cabeza y lo miró de frente. Tenía los ojos enrojecidos y una expresión ahogada. Se miraron un momento, sin odio, con mutua compasión.
—Nunca se perdonará —dijo el Juez— haber insultado así a una señora.
El recuerdo de Matilde lo abrumó. Mendoza alzó la vista y oyó las risotadas en la barraca.