VII

Desde la ventana lo vio cruzar la galería, andar por el patio aproximándose al Juez. En tanto, acabó de armar un cigarro y se lo llevó a la boca. Lo encendió mientras el cura limpiaba con la sotana el sudor de su primo. El Padre dijo algo al soldado porque éste giró buscando al Sargento y finalmente le acercó un cucharón de agua. Intercambiaron algunas palabras y después se fue, con las manos cruzadas delante y sin volverse. El ruedo de su hábito se sacudía hacia ambos lados barriendo el polvo a su paso. Le abrieron las rejas del portón y el Cura desapareció tras el muro.

El Coronel volvió la vista a Moral, que con la cabeza alzada sorbía la humedad de sus labios. El sol aplastaba una pequeña sombra bajo su cuerpo, ahogándolo en luz. Mantenía los ojos cerrados, su cabello estaba revuelto y había perdido la arrogancia.

Mendoza levantó la mirada hacia la sierra. Rocas y árboles se fundían bajo la estridencia de los rayos en una masa compacta y amarronada que hacia el cielo culminaba en una línea borrosa, a tramos imperceptible. De todas partes se desprendían brillos y reflejos, quizá de piedras pulidas, de cañas secas o de algún fusil.

Por primera vez buscó un centro. Aunque no podía discriminarlo le complacía saber que allí estaba, que su mirada se posaba en él por un instante, que lo rozaba con los ojos sin verlo. Recorrió la ladera con lentitud. Supo entonces con qué intensidad aquel paraje lo había ido confundiendo, enredando entre sus voces amorfas, hasta hacerlo perder el dominio de sí mismo. Sintió que aquel punto a lo lejos lo rescataba. Retuvo el nombre de la Pachanay entre sus labios, un apodo indígena para una criatura que no alcanzaba a imaginar. Conocía mujeres que acompañaban los ejércitos pero no que los llevaran a la guerra. En cierto modo lo inquietaba. Nunca había matado a una mujer.

Se apartó de la ventana cuando vio venir al Cabo con la bandeja del té. El soldado golpeó la puerta y entró. Depositó la vajilla en el escritorio y estaba por retirarse cuando Mendoza le pidió que se quedara.

—¿Hace cuánto que servís en el ejército?

—Cuatro años, Coronel, y dentro de poquito van para cinco.

—¿Y de dónde sos…? —volvió a preguntar untando mantequilla en un pan.

—De Pampa del Infierno, Coronel.

—¿Salta?

—Santiago, Señor.

—¿Hay sierras ahí?

El Cabo sonrió pasándose una mano por el pecho.

—Lo más alto deben de ser los hormigueros, mi Coronel. Eso no es, un decir… Tucumán. Allá al hombre se lo ve venir desde que nace. Usted lo mide por el tamaño y sabe cuánto va a tardar en llegar.

—¿Estuviste en las sierras de Tucumán?

—Tenía una novia, Coronel.

Mendoza torció la boca y tomó otro sorbo.

—¿Y tus compañeros conocen la sierra o no?

—Sí, Señor, algunos creo que la vieron de lejos pero otros como yo la vieron de cerca.

El Coronel se pasó una mano por la nuca y volvió a alzar la vista. Observó la mirada franca del Cabo y sonrió con tristeza.

—¿Tenés familia? —preguntó.

—Sí, mi Coronel.

—¿Dónde?

El otro arrugó la barbilla y negó con la cabeza.

—No te preocupa…

—¿Cómo no me va a preocupar…? —dijo el Cabo revoleando las manos con exageración—. Es que con tanta guerra vaya a saber uno adónde fueron a parar…

Mendoza asintió en silencio. Se recostó sobre el espaldar y le mandó llamar al Sargento. Después de todo, también él ignoraba el paradero de su hijo y sólo suponía dónde estaba su mujer.

Cuando Saravia entró, acababa de terminar el té y se limpiaba la comisura de los labios con un paño.

—Buen provecho, mi Coronel —dijo adelantándose. Mendoza le indicó que tomara asiento.

—¿Sabe pelear en la sierra?

El Sargento afirmó.

—¿Y los demás?

El otro se pasó la mano por la quijada y se rascó la barba a medio crecer. Sus ojos lo estaban pensando aunque aparentaran interés por la vajilla o por la mosca que rondaba el platillo de dulce.

—Algunos sí —dijo—, otros no.

—¿Cuántos?

—Unos seis deben saber.

—Hay guerrilleros arriba —dijo el Coronel apoyando una mano en el escritorio. Saravia asintió dejando que la noticia penetrara por sus oídos y se demorara lo suficiente en su cerebro. Después volvió a mirarlo.

—¿Cómo lo sabe?

Mendoza se reclinó en el asiento.

—Es suficiente con que se lo diga.

El otro volvió a asentir. Su cabeza se sostenía sobre los hombros con pesadez y su cabello renegrido caía hacia los costados pegoteados de mugre.

—¿Y bien…? —dijo.

—Los iremos a buscar —contestó el Coronel. No lo había decidido aún pero algo le molestaba en la actitud del Sargento y quería averiguarlo.

—Deje que bajen —retrucó Saravia ladeando un poco la cabeza.

—Saldremos mañana —insistió.

El Sargento volvió a rascarse la barba y se reacomodó en el asiento.

—Mire, Coronel, mejor los esperamos acá. Si están ahí, quizá se vayan a otra parte. ¿Para qué meter a la gente en un lío?

—Somos soldados, Sargento.

Saravia lo miró un instante con ojos vacunos y luego apartó la vista.

—Coronel —dijo—, no vaya a ofenderse pero no son mis órdenes.

—Sus órdenes las doy yo.

—Y mi General —dijo Saravia con labios ardientes, como mordidos por un lonjazo.

Mendoza se alzó del sillón y fue hasta la biblioteca. Se sirvió una copa. Quedó parado, de espaldas, apretando el vidrio de la botella. Quería aplastarlo. Saravia no le temía, era fiel a su amo como un perro. Había subestimado a Taboada, había cometido demasiados errores. Sintió que un paso más allá rompería un equilibrio que no volvería a conquistar. Tenía pocas posibilidades de vencer en la sierra y mientras estuvieran en el pueblo por alguna razón absurda era probable que le obedecieran. Bebió el licor de un trago y se sostuvo de la tarima.

—Retire la vajilla —dijo sin volverse y esperó que el Sargento recogiera la bandeja, se despidiera con respeto y abandonara la habitación.

Fue hasta la ventana y lo vio entregar la bandeja a un soldado, llegar a la ronda donde los demás yerbeaban y acomodarse. Le pasaron un mate y debió decir algo gracioso porque los otros rieron.

Mendoza desvió la vista hacia la sierra. Una luz rojiza atenuaba los brillos. Lo que hace poco había sido una mole aplanada mostraba ahora la profundidad de sus cañadones, las quebradas que la cruzaban como heridas abiertas y ahogadas en malezas. Los peñascos todavía iluminados por el sol ocultaban senderos escarpados en los que un paso invitaría a otro sólo para buscar lo que la vista nunca podría abarcar.

Se apartó de la ventana y volvió a sentarse en el sillón. Puso los pies sobre el escritorio y quedó mirando a ningún sitio. Registró inmóvil el paso de un segundo a otro. Al cabo de un tiempo sintió que los instantes caían en el vacío de la luz que sostenía los objetos con una indiferencia aplastante. Permaneció varias horas sin que ni siquiera la memoria motivara su voluntad. Vio caer la noche sobre las casas que lo rodeaban. La ventana fue un agujero en llamas, un rectángulo cruzado por jirones de nubes amarillas y anaranjadas sobre las aristas de un techo de paja que también se hundía. Sintió su cuerpo latir en la oscuridad del cuarto, la total prescindencia con que seguía respirando.

Al rato bajó una pierna, después la otra. Se levantó despacio. Desde la ventana vio a los soldados que rodeaban un fuego, junto al costado de la cocina. Sobre la puerta de entrada la guardia había sido reforzada. Moral, en el centro del patio, permanecía atado con el torso caído hacia delante. Mendoza se pasó una mano por la nuca, tomó la botella y salió.

Bajó de la galería y caminó hacia el Juez. Lo empujó con la bota y esperó que levantara la cabeza para llevarle a los labios el pico de la botella. El otro bebió hasta atorarse. Se sacudió en convulsiones y escupió. Finalmente respiró hondo y se irguió hasta donde se lo permitieron las ataduras. Mendoza buscó un sillón y tomó asiento a un costado. La noche era fresca y las estrellas titilaban como antorchas en un océano. Tosió sin necesidad y luego preguntó:

—¿Conoce el mar? —El Juez asintió. El licor lo había reanimado pero su garganta era una masa pegajosa incapaz de emitir un sonido.

—Deme agua —pidió con dificultad. El Coronel ordenó que le dieran de beber. Un soldado se acercó con un cubo y el Juez zambulló la cabeza hasta saciarse.

—En un mar podría tener la misma sed, aun cuando estuviese rodeado por una inmensidad de agua —volvió a decir Mendoza—. También en la vastedad puede sentirse uno prisionero.

El Juez lo miró en silencio mientras su piel afiebrada sufría pequeños espasmos a medida que el agua la humedecía y refrescaba.

—En un viaje a Europa sufrí esa sed —continuó el Coronel armando un cigarro—. Se malograron los depósitos de agua y llegamos a puerto casi moribundos. Parte de la tripulación bebió agua del mar, parte la sangre de los cerdos que llevaba el barco. Hubo motines, duelos. La sed puede matar a un hombre civilizado de muchas maneras… —El Coronel volvió la vista hacia el Juez. Guardó silencio un momento y siguió—: Yo no bebí ni una cosa ni otra, pero maté a un tendero italiano que quiso robarme una cajilla de tabaco. Creo que nunca sentí tanto asco.

Mendoza se interrumpió y quedó ensimismado. Luego encendió el cigarro y se lo puso al Juez en los labios.

—¿Cuándo estuvo en el mar?

Moral dio una pitada larga y lo miró por el rabillo del ojo. Después recostó la nuca contra el poste y extendió las piernas. Carraspeó acomodando la garganta:

—Mi abuelo era francés, tenía un bergantín. Una vez viajé con él.

—¿De dónde era?

—De una aldea sobre la costa, cerca de Marsella.

—¿Estuvo allí?

El Juez negó con la cabeza. Inhaló una bocanada de humo y se atoró. Sus ojos lloriquearon irritados. Mendoza titubeó pero al fin se levantó y le dejó libre una mano.

—¿Qué hacía su abuelo? —preguntó volviendo a sentarse.

—En su juventud vendía negros del África con su padre. —Moral miró las marcas que la soga había grabado en su muñeca.

—¿Y cómo llegó hasta acá?

—Después de la Revolución en Francia vinieron a Sudamérica y continuaron el negocio. Su barco se hundió en las costas del Brasil. Consiguió salvarse y llegó al Río de la Plata como marinero. Por esa época conoció a Santiago de Liniers y navegó con él. Tuvo una tienda en Montevideo. Le fue mal. Cerró y vino a La Rioja buscando minas. Se casó con mi abuela y heredó estas tierras.

—¿Qué fue él? —dijo Mendoza armando su cigarro.

—Como no encontró nada, a los dos años abandonó a su familia y se volvió al mar. Liniers acababa de derrotar a los ingleses y corrían noticias de que sería elegido Virrey. Cuando tuve doce años hice un viaje de Montevideo a Río de Janeiro acompañado por mi nodriza. Él era el capitán del barco. Lo reconocí porque mi abuela contaba que, de muchacho, un esclavo le había mordido la cara dejándole un aro morado que se interrumpía arriba y abajo. Al negro le faltaban esos dientes.

—¿No le dijo quién era?

Moral guardó silencio y luego continuó:

—Era corpulento, usaba unos bigotes largos que disimulaban la cicatriz y sonreía a todas las mujeres.

—Su apellido no es francés —dijo Mendoza.

—Mi padre lo hizo cambiar, pero en las letras que dejó debe haber sobrevivido parte de su espíritu. Se apellidaba Moreau.

El Coronel encendió su cigarro y alzó la vista. La noche rodaba sobre ellos, sobre la historia del Juez que quizá fuera inventada. Se reacomodó en el sillón con cierta placidez.

—¿Y su abuela? —preguntó sin mirarlo.

—Era española. Su casamiento fue un escándalo pero él les hizo creer que era dueño de una opulenta fortuna y que tenía el derrotero de varias minas que coincidían con las tierras de la familia. En aquella época se habían perdido varias cosechas y las rentas disminuían. Mi abuelo los convenció de que con el mineral duplicarían los beneficios, que cogeríán el oro y la plata como antes las aceitunas de los olivares y los granos. Los más viejos desconfiaron. Aunque se había casado por iglesia veían en él a un demonio de la revolución francesa. Para ellos, explotar una mina no era propio de gentiles, era comerciar con el diablo. Las mujeres, seducidas, le brindaron su apoyo. Las mujeres, Coronel, son las cerraduras que guardan las puertas de todas las conquistas. Sólo se trata de dar con la llave indicada y de introducirla en el momento oportuno. Mi abuelo sabía eso. Vino aquí y estuvo dos años buscando metal entre los cerros. Cuando se fue, mi abuela quedó con un bebé recién nacido y acompañada por algunas hermanas. Le gustaba decir que mi padre había detenido al desierto, que si no hubiese sido por él se habría quedado quieta hasta que el polvo y los pastos la cubrieran. Ella dominó a mayordomos y peones, los llevó a pelear contra la indiada, trajo el agua hasta la arcilla y amasó un pequeño fundo que su hijo consolidó y su nieto destruyó con remordimiento, porque tenía la frente liberal de un francés y una nuca española. Cuando aprendí leyes acabé con las esperanzas de mi abuela. Yo era su orgullo y la arruiné. Al morir mi padre me aseguré una renta pero repartí la tierra entre los peones. No tengo hijos, ¿para qué las tierras…?

Moral dejó caer la colilla del cigarro y la aplastó con la bota. El Coronel guardó silencio un rato. Disfrutó las últimas palabras del Juez como si fueran un vino.

—¿Por qué no disparó? —dijo luego bajando la cabeza. Moral miró hacia otro lado.

—¿Por qué me amenazó con la pistola? —insistió Mendoza.

—Quería que viera lo que hacía conmigo.

—De otro modo quizá le hubiera ido mejor.

—¿Usted cree? Me estoy acostumbrando a que me tomen prisionero.

—No se atormente.

El Juez se irguió y lo miró fijo.

—¿Sabe cuál es la diferencia entre los ideales democráticos franceses y los nuestros? No tuvieron que independizarse de ningún país. Si la Revolución de Mayo no hubiera sido apoyada por Belgrano y San Martín habría durado lo que un fósforo. Se lo habrán enseñado de mil maneras, pero ni San Martín ni Belgrano sospechaban que dejaban antecedentes aprovechables para una sarta de capitanejos. Nuestros militares son políticos porque nuestra política sigue siendo militar. Necesita un solo enemigo adelante, y triunfar es exterminarlo.

Mendoza arrojó el resto de su cigarro y aspiró profundo el aire de la noche.

—Seré sincero con usted —dijo mirándolo de frente—. No alcanzo a entender de qué nos acusa. Usted no pertenece a esto…

—Su problema, Coronel, es que sigue creyendo que el país recién está naciendo cuando llevamos aquí más de doscientos años. Le diré algo, aquí nació la olivicultura. Cuando el Rey Felipe, por el mil seiscientos, se enteró de las cualidades de las aceitunas riojanas, mandó un ejército a quemar los campos por temor de que algún día llegaran a competir con las andaluzas. Mientras las plantaciones ardían en Aimogasta y el aire se cubría de azufre, una mujer de apellido Quiroga cubrió una plantita de olivo con una batea y se sentó encima a mirar los esfuerzos de los soldados. De aquel olivo, pasados los infantes, se volvieron a extender las plantaciones. No se confunda. Aun bajo el dominio de España sabíamos defender lo nuestro.

Mendoza sonrió de costado:

—Es una bonita historia, pero la Colonia era un nudo pequeño en el cuello de un gigante.

—Qué maravillosos son ustedes, Coronel. Como les apretaba el pescuezo cambiaron de moño, pero se dejaron el nudo porque quedaba elegante. Importaron un corbatín inglés y lo trajeron a las provincias ¿Pero se fijó que no les ajustó bien? Aquí extendíamos los cultivos, elaborábamos aceites, se prosperaba sin ingleses. Hoy los valles se siembran de cardos, ya no se elabora lo que se produce y se compran en Buenos Aires artículos al doble de lo que se pagaban aquí.

El Coronel torció la vista.

—Alguien debía hacerlo y lo hicimos nosotros. Tendrían que reconocerlo…

—¿Acaso debo agradecerle su visita? ¿Deben agradecer los hombres que apaleó en la iglesia? ¿Tengo que agradecerle las marcas en mi muñeca?

—Yo no le sugerí que se pusiera a jugar con una pistola.

—Pero sí que me quedara callado, ¿verdad? Que me arrodillara y bajara la cabeza como un perro para que apoye encima sus inmundas botas.

Mendoza se alzó del asiento:

—Usted es un imbécil, Moral. Podría haberlo ayudado.

Saravia se levantó de la ronda, junto a la cocina, y miró al Coronel.

—No le pedí su ayuda —dijo el Juez—. No le pedí que viniera a conversar conmigo.

El Sargento se adelantó unos pasos.

—Le diré por qué vino —agregó Moral pasándose una mano por la cara—. Vino porque se pudre rodeado de animales, porque detesta a sus propios hombres y se siente enterrado en este pueblo que para usted sólo es un baldío miserable.

El Sargento pateó una y otra vez el estómago de Moral, que se dobló en dos sacudido por convulsiones. Le volvió a atar la mano al poste y le tiró de la cabellera hacia atrás. Los ojos del Juez giraron blancos en sus órbitas. Saravia escupió en ellos y lo soltó. La cabeza se desplomó como una piedra.

Mendoza permaneció inmóvil, con la vista fija en el cuerpo caído de Moral. Tenía la cara pegada al suelo y un hilo de baba colgaba de sus labios que, a intervalos, se abrían en un vómito como las arcadas de un pez moribundo. Miró a los soldados que se habían levantado de la rueda y luego al Sargento. La luz nacía del espacio y se hundía en el galón de una chaqueta, en el pedazo de un hombre, en las cuencas oscuras de unos ojos deformes.

—La noche se va poniendo fresca, Coronel —dijo Saravia alzando la vista al firmamento y limpiándose las manos en la ropa.

Mendoza recogió la botella de licor. Retrocedió unos pasos y volvió a su cuarto.