VI

Ella aguardaba la oscuridad junto a la puerta del patio. Tenía las manos cruzadas sobre la falda y el cuerpo inclinado hacia delante. La galería había quedado en sombras pero la paja aún reverberaba en el techo del galpón. Debía cambiarse y se demoraba viendo la imagen que le devolvían los vidrios como frente a un ser oculto en sus propias formas. Sus gruesos dedos buscaron el vientre y lo presionaron. Un llamado estremecía su memoria. La cintura de su padre, el enorme pistolón sujeto bajo el cinto, la cabeza del hijo de Batista incrustada en el palo del convento. Esta vez no haría otro duende que fuera de noche a pelear con sus perros, a gritar hasta la mañana que lo devolvieran a la vida. Pariría alguien capaz de jurar sobre el cadáver de su madre.

Recordó el amanecer en que los soldados asaltaron el rancho, la luz azulada que iluminó todo. Su padre había forcejeado sin zafarse. Lo vio frente al pelotón, atadas las manos y con el sombrero puesto, mientras el viento revolvía los pastos. Cayó un metro hacia atrás traspasado por la descarga. Cuando la tropa se fue supo, al arrastrarlo, que muerto pesaba el doble. Desde entonces nunca más había vuelto a parecerse.

Primero lejos, luego muy cerca, sintió la voz de su primo y el golpe de las puertas que se abrían a su paso. Al entrar en la cocina el cura quedó parado detrás de Martina con los puños apretados.

—¿Qué le hiciste…?

Ella continuó mirando hacia afuera pero su rostro había vuelto a endurecer.

—¿Qué fue lo que le hiciste a María?

—No la he matado —dijo la Pachanay, sin volverse—, sanará pronto y tendrá otras…

El cura fue hasta ella y la sacudió colocándola de frente. Su mirada era iracunda y la aferraba con fuerza. Ella fue arrancando los dedos de su hombro. Sujetó la mano. Miró el vendaje que la envolvía y luego la soltó.

—Deja de hacer lío por una cabra —dijo y volvió a mirar hacia afuera.

—¡Explica!

—Te pagaré las crías.

—¡Explica! —insistió Roque sujetándola otra vez. Ella se zafó y fue hasta la chimenea. Arrojó un leño y quedó en cuclillas frente al fuego. Permaneció un momento allí, luego volvió a incorporarse. Cuando giró su rostro se había iluminado y echó el torso hacia atrás.

—Pariré —dijo tomándose el vientre con las manos—. ¡Roque, pariré…! —repitió.

El cura frunció el entrecejo y se adelantó. Quedó mirándola contrariado y después retrocedió. Caminó alrededor de la mesa hasta quedar de espaldas junto a la puerta.

—¡Mientes! —gritó pegando un puñetazo en el marco. Ella bajó la vista y se acarició la barriga.

—Eres necio, primo. Llevo un hijo dentro.

—Tú sólo llevas dentro al demonio.

—Un hijo, Roque.

—No me engañarás de nuevo. No otra vez.

—¿Por qué le habría hecho eso a la cabra?

El cura giró y la miró en silencio.

—Te lo diré cuando te convenzas —agregó ella. Roque se pasó una mano por la nuca y desvió la vista. Hizo esfuerzos por contener la ira.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él.

—Soy mujer.

—No tendrá padre.

—Tú tampoco lo has tenido.

—Pero mi madre no fue como tú —contestó Roque alzando la cabeza—. Tú no conoces el amor. Sólo la carne, como las bestias.

—Las bestias saben parir. Tienen lo que tú no tienes. Vigor para engendrar…

Roque fue hasta ella y se detuvo enfrente. Apretaba los puños para no golpearla.

—Eres cruel… —dijo entre dientes.

—¿Y tú no…? ¿Le dices esto a una madre…?

Él bajó la vista. Se alejó otra vez y quedó de espaldas junto a la pared. Permanecieron un instante así, aliviando cada uno sus heridas en el silencio del otro.

—¿Qué quieres de mí? —dijo Roque sin volverse. Ella no contestó. Cuando se dio vuelta la Pachanay apartó la mirada y fregó las manos en su pollera.

—Tu bendición —dijo y titubeó queriendo agregar lo que se atascó en su vergüenza.

Roque la miró fijo, se detuvo extrañado en el inseguro movimiento de sus manos, en el inquieto balanceo de su cuerpo. Primero quiso creer que mentía de nuevo pero aun así algo lo conmovía. ¿Una simple bendición bastaba para derrumbar el alarde de su seguridad? ¿No era ella la que reducía el mundo a su pura voluntad? ¿Pedía ella permiso para entrar donde avasallaba?

La Pachanay mantenía la cabeza gacha. Sus hombros vencidos le daban un aspecto infantil que contrastaba con la magnitud de su cuerpo. Roque percibió lo pequeño de su corazón, y lo indefenso. Casi hubiera preferido que aquello nunca sucediera. Un corazón era igual a otro. «Cuando miente se cree», pensó, «cuando dice verdad se miente». Se miró las manos y midió su extraño poder.

—Tú duermes con La Rioja entera —dijo. La Pachanay alzó la vista:

—Dejaré eso.

—Robas, matas…

—Se la diste a los hombres de Varela.

—Ellos no son como tú. Tienen fe en lo que hacen y mueren por ella. Pagan su devoción. En cambio tú, ni siquiera conoces la vergüenza.

—Dámela, primo —insistió la Pachanay.

—¿Por qué le hiciste eso a María?

—Necesitaba una de sus crías. Mis hombres lo saben. Un indio les metió en la cabeza que si no me lo quito morirán todos. Prometí llevar el coágulo de sangre. Con sus restos tendrán confianza y sacaremos a nuestro primo de allí. No voy a dejar que un sucio oficial humille así a un pariente. Tú tampoco debes.

El cura meneó la cabeza. Fue hasta la chimenea y se sentó en una silla. La Pachanay enfrente.

—¿Qué sabes de él? —preguntó ella.

—Lo tienen en el palo del patio desde ayer.

—¿Qué pasó?

—Entró en la casa, discutieron, hubo un disparo. Conoces a Miguelito.

—¿Cómo es la guardia?

—El patio está siempre lleno de hombres. Dos hacen guardia en la puerta de entrada.

—¿Qué pasa en la noche?

—No lo sé. No son de Buenos Aires; sólo el Coronel. Los demás son gente habituada.

—Mañana irás a decirle que Martina Figueroa anda por ahí. Que robó animales y víveres y que la vieron en la sierra alzando hombres para la revolución. Te preguntará por mí y les dirás todo menos que somos parientes. Debilitaremos primero sus fuerzas. Le entraremos después.

Roque asintió mirando las llamas del fuego. La oscuridad se había derramado sobre el cuarto y la luz de la chimenea les iluminaba el rostro. Sintió compasión por ella y por sí mismo.

—Nunca te cansas de pelear… —dijo sin mirarla.

—Igual que tú de dar sermones. —Se respaldó en la mecedora y añadió:

—Pero qué otra cosa haríamos… —Roque alzó la vista y sonrió con tristeza. No harían ninguna otra.

—¿Qué edad tienes? —preguntó. Ella se sonrojó adelantándose.

—Pierdes el tiempo, Roque.

—¿Treinta y siete, treinta y ocho? Vuelves ya.

—También tú.

—¿Qué piensas que será el mundo después de nosotros? ¿Un agujero en nuestra memoria?

—¿Por qué quieres saberlo?

Roque volvió la vista al fuego. Cruzó las manos y su voz trastabilló.

—Moriremos un día —dijo.

—Dios te salvará a ti. Eres su siervo. O no…

El cura enrojeció y bajó la cabeza. Aferró el brazo de la silla, sus labios ardían.

—Cuando entré en el convento mis ropas eran harapos y el hambre mi único enemigo. Aprendí a leer español junto con el latín. Los padres pasaban el día sin expresar ninguna pasión humana. Sólo en la misa sus rostros se iluminaban, aferraban el crucifijo y sacudidos por una extraña violencia de su espíritu condenaban el mundo con gestos desmesurados. Luego de alabar a Dios se retiraban como si hubiesen extirpado un inmenso temor. —Roque apretó las mandíbulas. Alzó los ojos hasta ella y la miró con vehemencia.

»¿Sabes qué es el deseo de Dios? Una necesidad furiosa de evidencias. La Fe es una hoguera donde lo quieres tocar, besar, sacudir, herir para que te condene. Lo amas y le temes. Lo abrazas y lo niegas. Es incierto como tú. Un gigante solitario en el Universo. Te equivocas si lo esquivas pero jamás lo conoces. Lo quieres ver reír pero temes que tus tímpanos estallen. Lo quieres ver llorar pero tienes miedo de que su dolor te rompa en pedazos. Te ciega su luz, pero más su oscuridad. Lo amas y no entiendes por qué te ha abandonado. Por qué ha elegido su soledad. Por qué lo amenazas cada vez que intentas conocerlo. Lo he ofendido. No una sino muchas veces. He inventado Su imagen y Su deseo. He castigado por Él, condenado por Él, hablado por Él como si su voz no fuese muda, como si su corazón no fuera ciego. —Sus labios se quebraron en una mueca de dolor. Después continuó—: Pensé en dejar el hábito, olvidarlo, ser una simple criatura. Nunca pude volver a ver un árbol en un árbol, una injusticia en una injusticia, impotencia en mi impotencia.

Roque calló. Su mano temblaba sobre el brazo de la silla.

La Pachanay bajó la vista. Quedó en silencio un momento y luego dijo:

—Primo, con la mitad de lo que has dicho te colgarían por hereje.

—Lo harían —contestó él—. Te lo dije a ti porque apenas te interesa y lo comprendes.

Ella se alzó del asiento.

—Eres sacrílego, Roque. Sucio como yo. —Giró y salió de la habitación. El cura permaneció inmóvil, con la vista fija en las llamas. Una sensación de náusea lo envolvía. Cuando la Pachanay regresó, vio que había cambiado de ropas y sostenía un atado en la mano.

—Ya parto —dijo ella.

Roque miró la sangre que humedecía el género y se volvió.

—Matas un hijo para ser una madre…

La Pachanay buscó dinero.

—Eran tres crías… —dijo.

—No vayas a darme nada. Bastante tendrás que pagarlas.

—¿Le dirás al Coronel lo que acordamos?

El cura asintió con la cabeza.

—¿No me das tu bendición…?

—Vete —contestó sin volverse.

—¿No te apiadas?

—¡Vete! —gritó otra vez.

La Pachanay estaba por salir cuando se detuvo.

—Roque —dijo mientras cruzaba la puerta—, teme y reza por ti.