Cuando el soldado estaba por cerrarlas, el jinete taconeó su caballo y se abrió paso entre las rejas. El guardia llamó al Sargento y Saravia desde la galería mandó apuntar al intruso. Vestía de negro y el sombrero que le cubría la frente, de alas anchas y de fieltro, acentuaba un aire de dignidad que desconcertó a la tropa.
Saravia fue a su encuentro y sujetó con una mano las bridas del animal.
—En mis pagos se pide permiso —dijo. El hombre lo miró y asintió con la cabeza.
—Llamá a tu Coronel —ordenó.
—Antes me va a pedir permiso y también va a saludar. Después veremos lo que se puede hacer por usted.
—Permiso tendrías que pedir vos, indio de mierda…
El Sargento retrocedió arrastrando el caballo por las bridas y llevó su mano a la cintura. Iba a echársele encima cuando el Coronel lo tomó de un brazo y lo apartó. Acababa de reconocer al hombre que esperaba y, por el estado del animal, dedujo el agotamiento de ambos. Saravia se frotó el cuello sin dejar de mirarlo.
—Mi casa no es un fortín, Coronel —dijo el Juez de Paz con ojos furibundos.
—Lo es en estos momentos —contestó Mendoza. Sostuvo su mirada primero y luego la desvió hacia la entrada. Moral se volvió. Algunas personas se habían agolpado en las rejas de la calle y apretadas contra los barrotes resistían las amenazas del guardia. Junto al muro una yegua arrancaba sus manojos de flores y comenzando por el tallo las hacía desaparecer entre sus enormes dientes amarillos. El Juez se reacomodó en la montura y volvió a mirarlo. El sol de la tarde ardía volcado sobre el patio y los hombres.
—Coronel, desaloje mi casa —dijo mirándolo con gravedad.
Mendoza se apoyó en uno de los postes que sostenían el tinglado. Apretó los labios y negó con la cabeza.
—Lo lamento pero no será posible. —Quedaron un momento en silencio.
—Coronel, desaloje mi casa —repitió el otro como si lo dijera por primera vez. Mendoza hundió las manos en los bolsillos de su pantalón y trazó con la punta de su bota una línea sobre el polvo.
—En cuanto se baje del caballo podré explicárselo. —Moral permaneció un rato con la vista fija en el Sargento. Luego se arrojó de la montura y penetró en la casa.
La recorrió de una punta a la otra registrando el estado de las habitaciones y sólo entonces entró en su cuarto, ocupado con los bagajes del Coronel. Tomó asiento en el sillón de su escritorio y apartó con el brazo unos papeles. Mendoza cerró la puerta tras de sí y quedó observándolo mientras Moral revisaba la cerradura de los cajones, los anaqueles de la cómoda que lindaba con el camastro; iba y venía colocando los objetos en distintas posiciones. Por último volvió a sentarse y golpeteó con los dedos en el brazo del sillón.
—De verdad me gustaría que nos entendiéramos —dijo Mendoza recostado aún contra la puerta—, y dudo que lo hagamos sin esfuerzo.
Moral había bajado la cabeza pero sus ojos se agitaban vehementes.
—No he venido a su casa sólo a ensuciarle los pisos…
—Y las cortinas. Están manchadas… —agregó el Juez.
Mendoza caminó hacia el escritorio y tomó asiento. Trató de mantener un tono cordial.
—Conoce mi nombre y sabrá que respondo órdenes del general Taboada.
El otro asintió.
—Debo cumplir una misión y es necesario que aquí me quede. Este es el mando del General.
Moral leyó la papeleta y la dejó caer sobre el escritorio. Luego se recostó y alzó la vista.
—Reemplazará mi autoridad —dijo y Mendoza afirmó. El Juez enrojeció. Se levantó del sillón y aplastó los papeles del escritorio.
—Usted responde órdenes de un ckéchoj, un policía miserable… —Sus párpados latían sobre los ojos inmóviles y fijos en el Coronel—. Ocúpese de mandar en el pueblo pero desaloje mi casa.
Mendoza bajó la vista y se sacudió el polvo de la bota. Podía sentir las palpitaciones de Moral, su inútil excitación. Se reclinó en la silla y volvió a mirarlo. Permaneció un rato en silencio; tenía suficiente como para olvidarse, si quería, del Juez de Paz. Chasqueó los labios y apoyó un brazo sobre el escritorio.
—Colabore conmigo y seré atento con usted. —Y adelantándose aún más agregó—: No sea necio.
El Juez hizo esfuerzos por contenerse. Retrocedió con lentitud. Acomodó unas plumas en el tintero y fue hacia la ventana. Permaneció de espaldas al Coronel mirando unos soldados que conversaban echados bajo el techo de la galería. Tenían las ropas abiertas y gesticulaban comentando el incidente.
—Nadie quiso darme su nombre —dijo Mendoza sin volverse—. Sé que no está vinculado a los Montoneros pero necesito confirmarlo. ¿Quiere responderme por qué?
Moral no contestó. El Coronel giró en la silla colocándose de frente
—¿Dónde estuvo?
—En la ciudad.
—¿Qué hacía allí?
—Descansaba en un pesebre mientras la ciudad era saqueada.
—No es fácil contener las desmesuras —dijo el Coronel con la vista fija en las espaldas del Juez—. Los hombres ganan una batalla y piden a cambio algo que los haga olvidar. ¿En qué pesebre descansaba usted?
—En el Regimiento de Caballería. No se lo recomiendo.
—¿Y por qué?
—Hay mucho olor a bosta.
—¡Le pregunté por qué estuvo preso en el Regimiento 1º de Caballería!
El Juez se recostó contra la pared y lo miró de frente.
—En Olta no encontrará muchas cosas para llevarse.
—No vine a saquear. No forma parte de mi disciplina.
—Si se lo ordenaran, ¿qué haría?
—No es de su incumbencia.
Moral volvió a enrojecer.
—Si yo no puedo meterme en sus asuntos, por qué usted lo hace en los míos…
Mendoza contuvo la respiración.
—No volveré a explicárselo.
—¡No puede explicármelo! —gritó el Juez con los puños apretados. Comenzó a caminar por la habitación de un lado a otro. El Coronel se alzó de la silla y se aferró al respaldo.
—Señor Juez, estamos en guerra.
—No sea hipócrita —dijo Moral sin detenerse—. Siempre estuvimos en guerra.
Mendoza se pasó una mano por la cabeza y apretó los labios.
—El país no es su mísera casa. No abrimos las puertas del mundo para seguir montando vacas. —Sus ojos seguían los movimientos del Juez—. No hicimos una revolución para entregarla a indios catequizados… —Alzaba el tono buscando detener al otro, cubrir el taconeo de sus pasos agitados.
—Fueron muchos los que dieron la vida por esto. Nos toca terminar la obra. Peleamos para tener dignidad. Importa la Patria, no sus cortinas. Es un destino…
—¡Es una perra…! —gritó Moral deteniéndose. Había alzado la cabeza y sus ojos estaban humedecidos.
—Pide nuestra sangre, para bebérsela. Nadie salva a la Patria porque es ella quien nos devora.
El Juez quedó mirándolo como si lo viera por primera vez. Después giró y fue hasta una repisa. De un golpe arrojó una estatuilla y los pedazos se desparramaron por el piso. Permaneció de espaldas, con los brazos caídos a los costados del cuerpo.
Mendoza, inmóvil, escuchó el silencio de Moral. Lo invadió una sensación de ahogo y sintió que los ruidos de la tarde caían sobre él como una maza. Quedaron un rato callados. Luego el Juez habló sin volverse.
—Su sucio General fusiló a Machorca. Fue mi criado desde que era niño. Ordenó que le rociaran la cara de plomo, sólo por haber simpatizado con los montoneros. Lo vi doblarse sobre su propia sangre y a su General beber sediento. Estuve preso en el Regimiento por tratar de salvarlo. Yo lo hice libre cuando heredé a mi padre, «Machorca», le dije, «toma tu suerte. Hazte tuyo». Ahora está muerto y su cuerpo se pudre en un campo lleno de cadáveres.
Moral volvió a callar y Mendoza caminó hacia la ventana. La tarde se desvanecía en los cerros y una luz violácea caía sobre los árboles y los muros. En el patio, los soldados preparaban un fuego que comenzaba a humear entre los troncos y ramas apiladas. El olor de los chañares encendidos, denso hasta la náusea, lo penetró dándole ganas de olvidar otra cosa que no fuera ese humo negro y el fuego. Apenas podía entender cómo había llegado hasta allí, y comenzaba a no importarle. Pero ¿qué tenía que ver él con un criado muerto, con la soberbia rural de un juez de pueblo? En Buenos Aires hubiera reído de buena gana. Ahora en cambio, sus propios argumentos le parecían débiles e incapaces de sostenerlo. Las palabras del Juez le habían sumado un cansancio infinito. Pensó que debía encontrar la forma de lograr un acuerdo con él. Su cooperación le sería imprescindible y lo necesitaba, más tal vez de lo que pudiera sospechar.
El ruido fue preciso, metálico. Sostuvo el instante sólo con su voluntad. Cuando giró detuvo la vista en la pistola que lo encañonaba. Moral estaba reclinado en el sillón con la culata del arma apoyada en el estómago y sostenida por ambas manos. La penumbra envolvía la habitación y sólo el cañón del arma conservaba un destello dorado de luz. Moral lo exploraba con los ojos.
—Piense, ante todo —dijo—, que algo tan minúsculo como mi dedo puede acabar con la totalidad de su vida. Luego reflexione e intente algo.
El Coronel se apartó de la ventana apretándose contra la pared.
—Ayer casi mata a un anciano en la plaza —agregó—. Supongo que sabrá comportarse ahora…
—Se suicida —balbuceó Mendoza. El Juez sonrió.
—Carne que se desploma; ¿qué otra cosa es un hombre en una guerra?
—Está loco —volvió a decir el Coronel—. Un sudor frío comenzaba a humedecerle las sienes. —Regala su vida, se desprecia…
El Juez asintió con la cabeza.
—No tomé partido cuando debí hacerlo. Me doy asco. Nadie puede permanecer limpio en un chiquero. —Quedó callado un momento y dijo—: Usted que se ama, intente salvarse. —Dejó el arma sobre la orilla del escritorio, del lado del Coronel y, reclinándose en el sillón, cruzó las manos. Permanecieron un momento en silencio. Mendoza titubeó. Miraba la pistola y al Juez, apretando y relajando los puños. Hizo un ademán y retrocedió. Moral lanzó una carcajada.
—¡Siente miedo, Coronel…! —El otro se abalanzó pero el Juez llegó primero y lo encañonó. Volvió hacia atrás Mendoza, con el brazo extendido y sacudiendo la cabeza. Gruesas gotas le corrían por el cuello y tenía el rostro desencajado.
—El miedo Coronel —dijo Moral— es un compañero terrible. Es capaz de hacernos arrodillar ante el enemigo y creer que sólo estamos siendo inteligentes. Hace de valientes hombres cobardes y, a los cobardes, asesinos.
Mendoza permanecía inmóvil, mirándolo con ojos extraviados. Sentía deshacerse las palabras en su garganta.
El Juez fue bajando el arma y rodeó el sillón. Se pasó un brazo por la cara y retrocedió. Quedó de espaldas un momento y después giró dando un golpe en el escritorio.
—¿Por qué ha de morir un hombre? No un ejército sino sólo un hombre. —Sus ojos estaban inyectados en sangre y jadeaba—. ¿Muere por una idea? ¿Porque en su maldita cabeza se le metió una idea? ¿O muere porque sí y queda colgado en la rueda de una carreta? ¿Muere porque ha perdido un brazo, una pierna, porque le siembran de balazos la cara? Por qué ha de morir un hombre, usted no sabe. Sabe lo que el país necesita pero eso no sabe. Tiene sable y manda, veinte hombres armados y manda, manda. ¡Responda si se cree Júpiter con una espada de latón en la mano! —Moral se adelantó con el arma en alto y Mendoza, temblando, se fue dejando caer contra la pared hasta quedar en cuclillas con la cabeza entre las manos:
—Yo no elegí esto —murmuró—. Se divierte conmigo. Maté a muchos hombres pero nunca los humillé. Dispare de una vez.
Moral quedó apuntándolo. Tragó saliva. El cañón se paseaba sobre el bulto. Giró después con el arma entre las piernas, dio media vuelta y la arrojó contra la pared. La pistola se estrelló arriba del Coronel y el estruendo retumbó en la habitación. La bala abrió un boquete en el techo.
Cuando los soldados ingresaron en el cuarto Mendoza continuaba en cuclillas y lo señaló. El Juez fue sujetado por los brazos.
—Átenlo al palo del patio —dijo—; que quede ahí hasta que se pudra.