Caminó hacia la barraca con lentitud. Se detuvo primero frente a su caballo y lo palmeó. Mientras preparaba la pistola y el revólver pensó en todo lo que no volvería a suceder. Era una hora precisa. Se demoró respirando el aire de la tarde. El silencio reinaba sobre los pequeños ruidos y el gorjeo de los pájaros, como un manto echado sobre la vida. Contempló la escasa luz que sostenía el tono celeste del cielo y se frotó el cuello. Después arremetió contra la puerta.
Se pusieron de pie los que pudieron. Otros, más borrachos, tardaron en darse cuenta. Por el suelo había un reguero de botellas vacías, algunos naipes, una media de mujer. Buscó con la vista al Sargento y lo encontró recostado contra unas bolsas. Tenía el torso desnudo y sostenía un palillo entre los dientes. En su dedo meñique brillaba una sortija de oro. Saravia lo miró con serenidad, como si hubiera estado esperándolo y ahora midiera las consecuencias de cada uno de sus movimientos. Mendoza se apartó de la puerta y continuó encañonándolos. Algunos soldados bajaron la vista pero la mayoría la sostuvo de un modo desafiante. Tenían las caras cruzadas de arañones.
Preguntó por ella y nadie se movió. Fue necesario que Saravia se levantara y los empujara hacia un lado y otro, despejando el paso hacia la piecita trasera. Cuando terminó volvió a dejarse caer y continuó masticando el palillo. Mendoza avanzó despacio, atento a los movimientos de los que dejaba detrás. Giró el picaporte y empujó la hoja de la puerta. Sobre unas bolsas de harina estaba tendido el cuerpo desnudo de Matilde, con las piernas abiertas y la cabeza vuelta hacia la pared. Desde lo alto, una ventana pequeña proyectaba un cono de luz sobre su pecho. Respiraba con dificultad y el Coronel pudo verla apretar uno de sus puños antes de que la puerta se le viniera encima aplastándolo contra el marco. Forcejeó tratando de zafarse. Un golpe le hizo arrojar el revólver y disparó su otra pistola contra la madera. Al fin la resistencia cedió. Buscó con el brazo detrás de la puerta y, aferrándolo del cabello, sacó al Cabo que con los ojos muy abiertos se dejó conducir. Mendoza lo empujó y el otro cayó de rodillas; trató en vano de sostener las tripas sobre las que se desplomó. Los soldados lo rodearon y Mendoza entró en el cuarto. Envolvió a Matilde con los restos de su vestido, la alzó y salió con rapidez. Cruzó entre los hombres pero esta vez Saravia le cortó el paso.
—Hizo mal —dijo el Sargento señalando la pistola. Apartó un pedazo de tela del vestido y acarició un muslo de Matilde. Ella sólo apretó aún más los ojos, que en todo el rato había mantenido cerrados.
—Peor hiciste vos —contestó Mendoza—. Más te hubiera valido cogerte una cabra que a la esposa del Gobernador.
El Sargento frunció el ceño. Apretó la piel tibia de Matilde y lo miró descreído.
—¿La prienda del Juez?
—La esposa del Gobernador —repitió el Coronel. Saravia meneó la cabeza.
—Eso dijo, pero no le creímos —contestó, buscando con la mirada el apoyo de los demás.
—En tu vida te vas a arrepentir tanto… Hacete a un lado o sos compañía del Cabo. —Mendoza llevó hacia atrás el percutor de su revólver. Saravia volvió a cubrir el muslo de Matilde. Se quitó el palillo de los labios y, rascándose la cabeza, se apartó.
Cuando Mendoza llegó a su habitación trancó la puerta. Dejó a Matilde sobre la cama. Fue hacia la ventana y volvió a cargar el arma. No vio movimiento por parte de los hombres, así que regresó adonde estaba ella y la cubrió con una manta. Matilde temblaba y mantenía los ojos cerrados. La obligó a beber de la botella un trago de licor y comenzó a revisar la habitación buscando armas. Tenía la pistola y el revólver pero el fusil había quedado en su montura. Encontró algunas municiones y una pistola pequeña de mujer. Regresó a la ventana y permaneció allí, atento a lo que ocurría afuera. La noche había extendido sus sombras y la figura del Juez era apenas distinguible en el centro del patio. Los soldados no habían encendido fuego y sólo de la puerta abierta de la barraca salía un rectángulo de luz por el que habían entrado los soldados de la guardia juntándose con los demás.
Trató de imaginar la desesperación del Sargento, ahora que sabía terminada su carrera en el ejército. Taboada lo fusilaría; era tan imperdonable no distinguir una dama de una mujer como confundir un caballo con un animal. O desertaba junto con sus hombres, o venía por ellos y no paraba hasta degollar a todos los testigos.
Mientras escudriñaba las sombras pensó en Isabel. A esa misma hora quizá paseara con su padre por las orillas del Sena, sin sospechar que él estaba muriendo en un agujero de América. Quizá lo supiera desde siempre, cuando eligió los beneficios de la civilización a sus pretensiones de hacerse un destino en el país. Estarían ahora con Federico, los tres juntos, viviendo de las rentas familiares, gozando de la ópera y del vapor, bostezando en medio del tráfico. Jamás le perdonaría, Isabel, haber enrolado a su hijo en el ejército, habérselo arrebatado para la guerra. Tal vez en ese mismo momento también él estuviera en una cueva, roído por el miedo, cercado de paraguayos hambrientos de su vida. En París estaban los libros que le había negado, los juegos y las muchachas que le había negado, los trajes y los paseos y las fiestas y las risas que nunca iban a conocerlo.
La voz de Matilde lo sobresaltó. No había pensado en ella. No había querido hacerlo.
—Hace falta luz —dijo. Mendoza torció apenas la cabeza y volvió a mirar hacia afuera.
—No conviene que vean hacia dentro. Es probable que vengan por nosotros.
—¿Tiene armas?
—Algunas.
—Si se fija en el recodo derecho de la biblioteca verá que uno de los anaqueles se desprende. Detrás hay un rifle a repetición y municiones.
El Coronel buscó y encontró un Bonfield 65 y algunas cartucheras. Regresó a la ventana y continuó vigilando. Matilde guardó silencio un rato pero luego habló con voz entrecortada.
—Si salimos con vida, sepa que me cobraré.
Mendoza bajó la cabeza. Le aconsejó que se pusiera alguna ropa de hombre y volvió la vista. En el centro del patio, Moral había comenzado a cantar. Apenas podía distinguírselo pero su voz, primero quebrada, se fue templando hasta alcanzar cierta solidez: «Que la vida es un río, digo / y en la mar se muere / que mi corazón es tuyo / y de amor se duele».
Los hombres salieron de la barraca y comenzaron a encender el fogón. Dos de ellos se aproximaron a Moral y lo empujaron con los pies.
—¿Qué pasa, tío? —preguntó uno.
El Juez los miró de frente y los soldados retrocedieron asqueados. El tajo de la mejilla, abierto como una flor, se había llenado de pústulas y la gangrena le desfiguraba el rostro.
—Que voy a morir, hijo —contestó—, y quiero hacerlo cantando.
—Si quiere lo ayudo… —dijo el otro llevando la mano al facón. Un brillo de pavor asomó a los ojos de Moral. Le temblaron los labios y estaba por pronunciar algo cuando Saravia los llamó.
—Total va a cagar igual —se dijeron y regresaron con los demás.
Junto al fuego, los soldados fabricaban antorchas con estopa. El Sargento daba las órdenes yendo de un lado a otro y se irritaba con facilidad. Mendoza buscó el fuentón de agua y lo acercó a la ventana. Preparó las pistolas y acomodó el rifle contra la pared.
—Ya vienen —dijo. Matilde fue hasta la ventana y se colocó al lado del Coronel. Acercó una mesita baja y preparó las municiones. Con cada antorcha el patio se había ido iluminando y su reflejo en la habitación les permitió mirarse a los ojos. Ella pareció querer decir algo pero desvió la vista hacia afuera. Moral había recomenzado a cantar.
Cuando estuvieron todas las antorchas encendidas los soldados se abrieron por el patio y la claridad fue total. El Coronel alcanzó a distinguir una sombra inexplicable encaramada sobre uno de los muros, junto al portón.
La primera antorcha pegó en el vidrio sin romperlo y cayó bajo la ventana. Al tiempo que Mendoza rompía el cristal y comenzaba a disparar, una segunda antorcha penetró en la habitación derramando fuego por el piso. Matilde corrió hacia la cama y, agarrando los acolchados, se arrojó sobre las llamas tratando de ahogarlas. Otro soldado corrió por el frente y arrojó su antorcha antes que Mendoza le disparara en el vientre. Se dobló en dos, pero antes de caer otro chumbazo lo levantó del suelo, impulsándolo hacia delante. Los hombres giraron y vieron sobre los muros a un grupo de gauchos que, disparando, se dejaban caer hacia adentro.
A las corridas Saravia ordenó que arrojaran las antorchas y se cubrieran. Un hombre intentó abrir el portón pero una bala le partió la cabeza. Dispersos, los soldados apenas podían hacer frente a los fogonazos nacidos de las sombras. Un segundo gaucho consiguió correr el cerrojo pese a la descarga que le quebró la cintura y un grupo de jinetes arremetió contra el portón penetrando en el patio. Los tiros se cruzaron en todas direcciones y la confusión fue general.
Mendoza echó el agua del fuentón bajo la ventana y consiguió disminuir las llamas. Comenzó a disparar, esta vez contra los hombres de la Pachanay. Los jinetes se lanzaron de los caballos y, usándolos de escudo, trataban de cubrirse. El aire de la noche se impregnó de pólvora y gritos.
Algunos soldados consiguieron parapetarse en la galería, trente al cuarto de Mendoza, y desde allí abrían un fuego discontinuo. Cuando el humo y el fuego de la ventana volvieron a crecer, el Coronel empujó a Matilde hacia un rincón y abriendo la puerta comenzó a disparar con el rifle. Dos gauchos cayeron cuando trataban de alcanzar con sus lanzas la valla de la galería. En medio de la lucha se oía el canto de Moral que continuaba repitiendo una y otra vez la melodía.
Una boleadora se le vino encima a Mendoza desde la oscuridad y, arrebatándole el rifle, se le enroscó en el cuello. El Coronel cayó hacia atrás empujado por el impacto. Las bolas estuvieron a punto de romperle el cráneo. Consiguió reponerse y, sacando la cuchilla, arremetió contra la barriga del gaucho que acababa de ocupar la entrada. Rodaron hacia afuera y cayeron en el patio. Mendoza empujó el acero hasta hundir los dedos en las entrañas del hombre que finalmente dio vuelta los ojos y dejó de resistir.
Las antorchas dispersas por el piso iluminaban siluetas que se cruzaban en todas direcciones. Algunos heridos se arrastraban en el suelo y, buscando socorro, encontraban la muerte. A unos metros un caballo agonizaba con el vientre reventado. El Coronel alcanzó a darse vuelta cuando vio a Saravia correr por la galería, detenerse y apuntarlo con una pistola. Distinguió el fogonazo y sintió un dolor agudo sobre su sien izquierda antes de perder el conocimiento.
Cuando volvió en sí, un peso enorme le aplastaba la espalda. Se palpó la cabeza. Su mano buscó vanamente la oreja que le faltaba. Mendoza se estremeció. Con gesto imbécil buscó el cartílago alrededor suyo, como si no acabara de convencerse. Estiró el brazo y alcanzó una masa tibia y deforme, cubierta de polvo. Sus dedos temblaron y la dejaron caer. Sintió latir la herida como un nuevo corazón, como si su cabeza entera, ahora, se dilatara y comprimiera, y los objetos mismos se alargaran a ese ritmo irradiando colores macizos, capaces de prolongarse sobre los objetos y entrechocar, azules con verdes y rojos furiosos. Trató de incorporarse y no pudo. Tenía dos cadáveres arriba.
La lucha continuaba y acabada la pólvora, las dagas decidían el ritmo en una danza siniestra. Por donde mirara veía hombres entrelazados en abrazos de muerte. El silencio, sólo interrumpido por un grito de dolor o por el chasquido de las vainas, era más aterrador que los estruendos. Unos metros delante, un gaucho acababa de matar a un soldado. Estaba todavía arrodillado frente al cadáver cuando otro gaucho se le plantó detrás y lo agarró por la cabellera.
—Yo te vi, Churqui —dijo—. Yo te vi con la Tía, perro… nos perdemos por tu culpa… —y le hundió el cuchillo en la nuca. El cuello se quebró como un tallo y cayó hacia delante. En lo borroso de su conciencia Mendoza trató de entender. Se le nubló la vista y lo arrebató un mareo. Cuando se recuperó, alguien desataba al Juez mientras un jinete los aguardaba. Mendoza juntó fuerzas y finalmente consiguió zafarse. Se incorporó pero lo retuvo una fuerte puntada en la cabeza. Corrió hacia Moral cuando quedaba libre y trataban de subirlo al caballo. Alcanzó a colgarse de una pierna del Juez al tiempo que el jinete iniciaba la carrera. Moral quedó prendido de la montura y el Coronel tironeó revolcándose por el suelo. Cayeron ambos a corta distancia uno del otro. Cuando el jinete pegó la vuelta Mendoza pudo reconocer a la Pachanay. Tendido boca abajo, exhausto, la vio mirarlo con fiereza y cargar contra él. Ella arremetió con el caballo, y lo habría destrozado bajo los cascos si un soldado no hubiera hundido su lanza en los ijares del animal, que rodó por tierra desangrándose. La Pachanay quedó atrapada y pidió ayuda. Varios hombres formaron un escudo a su alrededor mientras otros la quitaban de abajo del caballo. Finalmente un jinete la alzó sobre la grupa y emprendió la fuga. Los demás los siguieron, unos montados y otros a pie.
El Coronel miró al Juez que yacía tendido con la respiración agitada y al apartar la vista distinguió a Saravia, a pocos metros, tumbado en el suelo. Se arrastró hasta él y lo miró de cerca. Tenía un agujero en el estómago y boqueaba sangre. Sus ojos nublados giraban en sus órbitas como pájaros buscando una salida. El Coronel le quitó la pistola que tenía en la mano y el Sargento forcejeó sin fuerzas. Por un instante Saravia pareció reconocerlo, antes que le acercara el caño a la boca y disparara.
Mendoza giró y quedó tendido de espaldas. Allí arriba la noche se extendía ante sus ojos como un testigo indiferente y lejano. El brillo de las estrellas se ahogaba en la oscuridad y una luna mezquina subía por la bóveda del cielo. De pronto percibió el silencio, un silencio profundo carente por completo de sonidos, que parecía descender desde la noche y abrazar los cuerpos inertes, la luz de las antorchas, las armas inútiles en los brazos mudos. Tragó saliva y sintió el dulzor de la sangre inundándole la boca como un néctar tibio y espeso. Miró lo que quedaba: el movimiento diminuto del último estertor, una mano que se crispaba, los espasmos de un caballo que no acababa de morir. En la habitación, Matilde y unos soldados echaban baldes de agua sobre las últimas llamas de la ventana. El fuego había comido la parte baja y la puerta era un boquete que se prolongaba por la pared. Más allá, en la galería, un soldado agachado se abrazaba el cuerpo y temblaba.
Con las últimas fuerzas que le quedaban Mendoza se incorporó y fue hasta el Juez. Lo arrastró de los brazos hasta el poste y volvió a maniatarlo. Cuando terminó, se irguió y vio que Moral no se movía. Pensó que estaba desmayado como él. «No, yo no», se dijo. Avanzó dos pasos y se derrumbó.