—Nos quedamos —dijo el Chaparro. De las hojas de coca los ojos del Churqui fueron hasta el indio. Esperó como a la boca de un camino; supo que había más. Demetrio les echó una mirada rápida y desvió la vista. Tomó un trago de agua y escupió.
Bajo la noche, la sierra era una inmensa oscuridad atenuada por el brillo de los astros y el fuego. A su alrededor los hombres conversaban en grupo o con sus armas, esperando la llegada de la Pachanay y el sueño. Joaquín había cazado dos peludos y los giraba en las llamas para que se cocieran parejos dentro del caparazón. Algunos masticaban charque o fumaban apartados, donde la luz no alcanzaba más que a rozarles una mitad del cuerpo.
El Churqui sabía que ésa era la mirada de un hombre que tenía tratos con lo que nunca se mostraba como el agua o la piedra. Creía en él aunque esas cosas lo inquietaran. Cuando pensaba en sus años de arriero, de salteador de caminos, la sangre se le iba a los ojos. La guerra hizo de él un matador y después, perdido el miedo a la muerte, se había entregado al saqueo buscando la huella que dejaba tras de sí. Una venganza siguió a la otra, como un lazo al que estuviera sujeto. Cuando se juntó a las tropas del Chacho pelear era un motivo, algo había en la gente alzada que lo emocionaba. Las derrotas lo encontraron con cuentas personales que saldar, un hermano, una mujer, pocos muertos pero suficientes para obligarse a tomar revancha. Al tiempo de juntarse a la Pachanay se cobró la muerte de la mujer y siguió de bandido con los demás. Tuvo más enemigos que antes pero ninguno de valer. Cada vez que el Chaparro leía sus coquitas le parecía oír la voz del que le había puesto ese lazo y le venían ganas de volver sobre la cuerda y embestir.
—Seguí —pidió— que más dice…
—Habrá bala, mucha rabia…
—¿Adónde dice eso? —interrumpió Demetrio alzándose del suelo.
—Digo lo que veo —contestó el otro.
—Lo que veo yo es que mentís, de acá vamos no más aclare.
—Un parecer camina con otro…
Demetrio se alejó unos pasos y luego dio media vuelta:
—Yo te voy a preguntar algo bonito. El Churqui pregunta tristezas. A ver si tus coquitas saben eso… —Giró y llamó a los demás—: ¡Vengan a escuchar algo buenazo que pregunto para que conteste el Chaparriento!
—¿Y para qué? —respondió uno sin moverse de su sitio—. No hace falta poner la oreja en la cara del burro para escucharlo rebuznar. —Los otros rieron y Demetrio frunció el entrecejo. Rió después, dándose tiempo.
—No te contesto porque me apura la pregunta. La voy a hacer en voz bien alta así la escuchan hasta las culebras… —Giró otra vez y quedó parado frente al Chaparro—: ¿A quién ha de llevarse la tía esta noche a dormir con ella?
Los demás festejaron la pregunta, rieron y esperaron exaltados. El Chaparro cruzó una mirada rápida con el Churqui, que se había apartado unos pasos. Algo trató de insinuarle que no llegó a entender. Sus manos juntaron las hojitas y las volvieron a derramar. Se sucedieron las bromas mientras el indio acariciaba las nervaduras contemplándolas. Demetrio lo vigilaba tan expectante como descreído.
—Eso no dice —murmuró.
—¿No sabés quién?
—No sé.
—¿Pero has leído o no has leído?
—He leído.
Quizás el tono o la inclinación de su boca, hizo que los hombres fueran haciendo silencio. Los que estaban alejados se aproximaron y los demás se reacomodaron en sus sitios ganados por un repentino temor.
—Dice que un hombre esta noche compartirá su deseo. El hombre pondrá una semilla que le crecerá dentro. Si se la quita muere el hombre, si la deja… moriremos todos.
Demetrio intentó decir algo. Se pasó una mano por el cuello y caminó despacio, dejándose caer junto al fuego. Los demás quedaron callados, como arrojados a una intemperie. Miraban las llamas que, chisporroteando entre los leños, se iluminaban a sí mismas. Un jarro, un puñal clavado en tierra, dos peludos asándose. Alcanzados por la luz que avanzaba y retrocedía peleando con las sombras, eran bultos abandonados a la oscuridad, arrojados a la forma, frágiles como una ilusión o un sueño.
—¡El Chaparro miente! —gritó Demetrio incorporándose—. Dice porquerías, nos quiere meter chucho de puro cabrón. Está envidioso porque la Tía ya no lo lleva a dormir con ella, no le da la satisfacción.
El indio le clavó la mirada y fue levantándose, sus mejillas terrosas se habían encendido. Recogió las hojitas y las guardó. Después llevó su mano a la cintura. Con el antebrazo envuelto en un poncho los dos hombres se entreveraron. Los demás hicieron rueda entusiasmados con el combate que los libraba del presagio.
—Voy a marcarte para que apriendas a no mentir —dijo Demetrio y se abalanzó. Amagó abajo y tiró a la cara. El acero del Chaparro desvió la puñalada, lo empujó hacia atrás y le saltó encima. La punta de su facón se trabó en el poncho del otro y reculó. Giraron dentro de la rueda atentos a cada movimiento, con las piernas abiertas y el cuerpo echado hacia atrás. Demetrio balanceaba su daga dejando floja la muñeca para tensarla sólo cuando fuera preciso. Sabía que el indio era rápido pero menos fuerte. Si conseguía trabarlo lo marcaba.
Los aceros volvieron a chocar cuando el Chaparro amagó a un lado y entró por el otro. Las vainas chirriaron y Demetrio torció la cabeza sin evitar que la punta le rasgara el cuello. Le apoyó la daga en el pecho y el indio retrocedió. El tajo fue ligero pero la piel se cubrió de sangre. Se pasó una mano midiendo la herida y quedó un momento con la vista extraviada. El Chaparro lo esperaba a distancia, bien echado hacia atrás y afirmando su parada. Sabía que, de haberlo hecho más profundo, hubiera decidido la pelea. Ahora en cambio lo había sobado.
Los ojos de Demetrio enrojecieron mientras volvía a acomodarse. Demoró como si estuviera delante de nadie y luego alzó la cabeza esperando que el miedo entrara en el corazón del indio. Los demás en ronda, presintieron. Fue hacia adelante y se detuvo en la mitad de la acometida. Otra vez se repitió y a la tercera cayó sobre el otro. Quedaron atajados con los brazos mientras los puñales cruzados en alto descendían hasta sus cabezas. El acero de Demetrio fue acercándose a la mejilla del Chaparro y se hundió despacio en su piel. La muñeca llevó el filo hacia arriba y abajo ensanchando la herida.
—Tomá, para que apriendas… —dijo entre dientes. El indio se estremeció y tomando impulso logró despedirlo hacia atrás. Con la cabeza gacha y el facón caído, quedó palpándose la carne abierta mientras la sangre corría por su brazo. Permaneció atontado en el centro del círculo hasta que escucharon el silbido del Rosario avisando la llegada de la Pachanay. Los hombres rompieron la rueda y el Chaparro y Demetrio se alejaron buscando el arroyo.
Cuando la Tía arribó al campamento saludó apenas y se recostó junto al fuego. Paseó la mirada sobre sus hombres y hundió la vista en las llamas. Joaquín le alcanzó una presa y comenzó a comer sujetándola con ambas manos. Los demás seguían sus movimientos y esquivaban la mirada cada vez que la Pachanay alzaba la cabeza. No tardó en percibir la inquietud de su gente.
—¿Qué hay…? —preguntó. Los hombres calzaron miradas y bajaron la vista.
—Si nadie habla voy a hacerlo yo —dijo dándose vuelta. Arrojó un hueso a las llamas y bebió un trago de alcohol. Luego se alzó el ala del sombrero.
—Hablé con mi primo Roque y sé que no le dijo nada. Lo que no es ventaja porque todo el pueblo sabe que estamos en la sierra. Vinimos a visitar a mis primos y no a pelear; sabemos lo que se merece ese collarejo pero no está solo y esa tropa llegó bien armada. —Se interrumpió y guardó silencio mirando a sus hombres—. Podríamos darle un merecido —continuó—, hacerles saber que también por aquí hay valientes, pero… están muy completos con sus fusiles y cartucheras, con sus botoncitos dorados… —Esta vez los miró de reojo y se llevó otra presa a la boca. Se ocupó en devorar la carne, como si eso concentrara toda su atención.
—Yo digo que nos volvamos —dijo el Chato alzándose sobre los demás—. La Tía tiene razón, están hasta los dientes. Cuando se enteren van a venir a buscarnos.
—Y van a encontrarte de culo y rezando —contestó el Chileno provocando la risa de los demás.
Rosendo se incorporó acercándose al Chato. La mirada le brillaba.
—¿Y para qué hemos de pelear? ¿Para qué vamos a poner la sangre nuestra? ¿Plata hay…? ¿Hay que demostrar que somos corajudos al pedo…?
—Al pedo no —contestó el Musha jugando con una rama entre las manos—. Los demás guardaron silencio.
—Si alguno más cree que no hay motivo, que se pare y lo diga —interrumpió la Pachanay mirando al resto. Nadie dijo nada.
—Chato, ¿cuántas madres has tenido? —increpó ella arrojando los restos de la presa y limpiándose las manos en el pantalón.
—Responde. ¿Te acuerdas?
—Sí, Tía —contestó el otro.
—¿Qué fue de ella?
—Se fue.
—A buscar a tu padre, ¿no? —El otro asintió con la cabeza.
—A buscar a tu padre que se había ido con el Chacho. ¿Y qué fue lo que les pasó a ellos?
—Los fusilaron.
—¿Y no es motivo vengar sus muertes?
El hombre asintió con la cabeza.
—Y Rosendo, ¿por la plata nomás peleas?
—Por la plata —contestó el otro.
—¿Y para qué querés plata?
—Para tener, pues.
—¿Y si yo te cobrara lo que te he mantenido?
—Te pagaría.
—¿Cómo?
El otro titubeó.
—Pagame ahora —dijo echándose hacia atrás—. Lo haremos pedazos, pero antes dejaremos que nos busque. Ya hablaremos de eso. El Chato, Juan y el Churqui harán guardia esta noche. El Chato y Juan vigilando las dos sendas, en lo alto, y el Churqui más acá, cerca del campamento. —Se incorporó quitándose el sombrero y desprendió sus cabellos. Su mirada había perdido la expresión dura y sus labios recuperaron cierta sensualidad.
—El día ha sido largo —dijo— durmamos ahora. —Se apartaba hacia donde estaban sus mantas, separadas del resto por un peñasco, cuando ordenó:
—Musha, ven conmigo.
Permaneció en su sitio el hombre, paralizado. La Pachanay le buscó los ojos sin entender.
—Ven, te digo.
El otro bajó la vista y jugueteó con la ramita.
—Ven tú, Rosendo —dijo y dio media vuelta. El otro intentó un gesto de disculpa y desapareció en las sombras. Ella se detuvo por segunda vez. Giró y les clavó la vista. Su respiración se había agitado y los labios le temblaban conteniendo la furia. Los hombres permanecían con las cabezas gachas, quietos y turbados. Escupió al suelo y se alejó.
El Churqui sacó tabaco y armó un cigarro. El sonido de los grillos y la letanía de la noche estaban a punto de adormecerlo. La luna había nacido entre los cerros y ahora iluminaba poderosa en lo alto, blanca y preñada. Dejó el fusil recostado contra una roca y caminó hacia el campamento buscando el fuego de las brasas. No supo por qué pero se detuvo cuando llegó a la senda que llevaba hasta la Pachanay. Permaneció quieto unos instantes, confundido, como si lo del tabaco hubiera sido una excusa y de pronto se le revelara su intención. Titubeó atrapado por el deseo, un deseo violento que lo incitaba con voracidad. La boca se le inundó de saliva y se pasó una mano por el cuello. Creyó sentir que lo llamaban y se estremeció. Bajo el frío de la noche su cuerpo ardía. En vano trató de contenerse, de creer que no había escuchado, de simular que sólo había ido a buscar una brasa. Otra vez oyó la voz o le pareció oírla. Inútil tratar de alcanzar el fuego, tironear del lazo, pensó. Caminó sin hacer ruido con la esperanza de no encontrarla. Cuando se acercó lo suficiente vio a la Pachanay sentada, recostada contra una roca y cubierta por una manta. Ella abrió las piernas descubriendo su desnudez.
Su mirada parecía atravesarlo y sus abultados senos se erguían erizándole la piel. Fue hacia ella como hacia lo irreparable, seguro ya de que Dios era esa mujer.