III

La tarde se agitó cuando la renga apareció en la calle seguida por sus perros. Los que la vieron pasar enmudecieron. La Martita parecía quebrarse a cada paso y sacudía la cabeza en el frenesí de la carrera. Algunos la siguieron hasta que se detuvo en la puerta de la iglesia. El sol daba sobre la fachada inundándola de luz y los pájaros peleaban un lugar para la noche en la torre del campanario. Giró y quedó quieta, estremecida de fatiga frente al barullo. El pelo le cubría la cara y de sus labios brotaban globitos de saliva que se empeñaba en quitar con la muñeca. Una rodilla le chorreaba sangre y miró con susto y risa, todo mezclado en lo barroso de sus ojos. Algunos insistieron, pero la mayoría a los gritos dispersó la nueva.

La noticia rebotaba en cada uno y a todos abrazaba. ¿Y si fueran mentiras de la condenada, sólo placer de alborotar y vengación? El Padre Roque, subido al campanario, llamó al poblado:

—¡Nada más seguro que la casa de Dios! ¡Apuren el paso y dejen los valores! —Su voz potente abrió la confusión como un rayo de luz—. ¡Que los hombres cierren las puertas y postigos y se junten luego en la capilla! ¡Nicolás, sube a tu montura y avisa en la sierra, que nadie baje! ¡Suncho, deja de corretear esa maldita cabra y ve con los que te sigan a componer la iglesia! ¡No traigan animales que no es el diluvio lo que viene!

Por las puertas del atrio entraron atropellándose mujeres y niños, ancianas llevadas en andas, perros, gallinas y chivos; iban apretujándose unos contra otros sobre los costados de la nave. La luz que penetraba por las altas ventanas proyectaba círculos amarillentos sobre los santos y las paredes. Sacudidas de estruendo las calles fueron vaciándose y un viento caluroso lamió los muros y las puertas. Por último los hombres ingresaron en la iglesia y el padre Roque trancó las puertas tras de sí.

Algunas ancianas se agolparon frente al altar y se persignaron: «Ahuyenta la guerra mi Señor, échala como a perro hambriento. Corre la desgracia, que no roben ni nos maten los maridos, que no haya rabia en su corazón. Protégenos, virgen patrona…». En medio de la penumbra, entre el lloriqueo de changos y mujeres la voz del cura ordenó rezar como cristianos.

La coja se apretó contra una de las paredes sumida en la inquietud y el ansia. ¿Sería su soldado, aquel hombre que tumbándola bajo el monte prometió buscarla? Sólo tenía que esperar así, con la cabeza gacha y apretada en el tumulto hasta escucharse pronunciada o alzar la cabeza para verlo entrar. Resonaría su quebrado paso ante el murmullo del pueblo. La despreciada y para todos huraña, robada en amor correría el miedo, las malas lenguas… Fuera su soldado y agradecía a Dios la vida.

Cuando oyeron el ruido de los cascos interrumpieron el salve y quedaron callados. El galope de los caballos rodeó la plaza como un río desbordado sobre la tarde. Hombres y mujeres miraron las puertas donde acababa o irrumpiría el mundo, apretándose entre sí, buscando el cuerpo del otro, el calor y la respiración del otro. Sólo sentían el bufar de la caballada y el sonido de su paso que finalmente se detuvo frente a la iglesia. Era tenaz el gorjeo de los pájaros sobre los árboles, extenso como un silencio. Detrás de las puertas, lo otro palpitaba en acechante, desconocida presencia.

Cuando tronó la voz el cura saltó del altar y corrió a grandes pasos hacia la puerta aquietando el desconcierto, lo habían llamado. Se recostó contra el portón y miró por la rendija. Bajó la cabeza y enrojeció. Volvió a poner el ojo:

—¿Qué quieres? —gritó.

—Vamos, abre…

—¿Qué diablos haces aquí, por dónde has venido?

—Roque ¿es ésta una manera de recibir a tu prima? ¿Dónde está la gente?

—Responde por dónde has venido…

—Por la cuesta del Comeguaico, pues.

—Llega una tropa de soldados por la pampa norte…

La mujerona se sacudió en la montura y miró a sus hombres.

—Déjanos entrar.

—Nada tienes que hacer en la casa de Dios, vete antes que te sea tarde.

—¿Pecarás contra el pariente? ¿Así me tratas después de andar leguas sólo para traerte un recado de tu madre?

—A otro con el cuento.

—Lo tomas o lo pierdes…

—Jura que es cierto.

—Sal a recibirlo o acá mismo lo quemo por ingrato.

El cura se recostó de espaldas y apretó los labios. La escuchó desmontar y aproximarse. Titubeó. Las mejillas le temblaban. Cuando sintió el ruido del yesquero quitó la tranca y entreabrió el portón extendiendo el brazo. El puñal atravesó la mano y se incrustó en la madera de la puerta. Roque quedó inmóvil mirándose la herida que, primero pálida, fue cubriéndose de sangre. La mujer le acarició la cabeza y se abrió paso. Un sombrero negro le cubría la frente y su cuerpo robusto parecía reventar el chaleco de lana de cabra y sus pantalones. Dos aros de cobre pendían de sus orejas y un pañuelo rojo le ajustaba la garganta. Algunos la reconocieron y murmuraron su nombre. La Pachanay saludó tomándose el ala del sombrero. Retrocedió unos pasos y ordenó a sus hombres que desmontaran. Uno de ellos llevó a ocultar los caballos en la sierra y los demás ingresaron confundiéndose entre la gente. El padre Roque la miraba con ojos furibundos.

—Satanás es mejor que tú —dijo entre dientes. Ella le sujetó el brazo y arrancó el puñal. Lo limpió en su pierna y volvió a calzárselo en el cinto. Rasgó un pedazo de su camisa y le envolvió la mano con cuidado.

—Curará en unos días —dijo—. Más tarde hablaremos.

La Pachanay ordenó que lo encerraran en la sacristía y se quedaran con él. Después trancó nuevamente las puertas. Corrió hacia una de las ventanas y, parada sobre las espaldas de dos hombres, miró la calle.

A los pocos minutos un jinete entró al galope en la plaza y la rodeó agazapado sobre el lomo del animal. Lo siguió otro y luego desaparecieron por donde llegaron. Un momento más tarde escucharon el ruido de la tropa. De tres en línea arribaron los milicos por la calle norte. Avanzaban atentos, con los fusiles desenfundados y en cruz sobre las monturas. Traían los uniformes cubiertos de polvo y las cabezas altas. Veintitrés contó, con el que iba adelante. La tropa dobló en la esquina de la tienda y tomó por la calle de la iglesia. Caminaron unos metros y se detuvieron. El que los comandaba se adelantó unos pasos. Contempló el caserío, erguido sobre los estribos. El sol descendía sobre los cerros y su luz amarillenta se recostaba en los cercos de pircas y los paredones de las casas dorando los revoques. Dos cuadras más allá comenzaban las huertas y luego el monte salvaje de la sierra. Un chico cruzó a lo lejos arrastrando una oveja por el cogote. El hombre miró hacia todos lados girando en su caballo. Escudriñó los techos bajos de las casas por donde el viento silbaba entre las cañas y aguardó.

Desde la capilla llegó la queja de una cabra. A una seña suya cuatro soldados corrieron hasta ambos lados del pórtico y prepararon los fusiles. Los demás cubrieron la entrada, alzaron las carabinas y apuntaron. El Sargento ordenó que abrieran. Ladraron algunos perros y luego el portón crujió. Los hombres se lanzaron contra las hojas abriéndolas de par en par. Retrocedió la gente hacia el fondo de la nave y la tropa se atascó en las puertas; unos de pie, otros montados en sus caballos, quedaron inmóviles como negros muñecos de cera con las carabinas altas. El pueblo guardó silencio amontonado sobre el altar y envuelto en la luz rojiza que penetraba por las ventanas. El Sargento miró al Coronel, sacó del bolsillo una papeleta y acomodando la voz leyó:

—«El Coronel Mario Mendoza, a cargo de esta partida y por orden del General del Ejército del Norte, don Antonio Taboada, saluda al pueblo de Olta informando que el día 11 de este mes, fueron vencidas en el campo de Vargas las tropas rebeldes de Felipe Varela. El Ejército del Norte ha devuelto la tranquilidad a la Provincia y de ahora en más la única autoridad del pueblo se constituye en la persona del Coronel de este regimiento, y su palabra ha de ser acatada y respetada como la del representante del Superior Gobierno de la Nación». —Tomó aire y continuó:

—¿Quién es la autoridad en este pueblo?

Apenas un murmullo nació del tumulto. Algunos mantenían la cabeza gacha y otros miraban acongojados a la tropa, haciendo girar sus sombreros en las manos o apretujándolos entre sus dedos. Aguardaron unos minutos, pero nadie contestó. El Coronel ordenó retroceder hasta el centro de la calle. Dos soldados penetraron en la iglesia y arrojaron un hombre hacia fuera. El viejo quedó parado, balanceándose, con las manos tomadas adelante. El Sargento volvió a preguntar y el otro respondió con voz profunda, apenas entendible:

—Y tiene que haber… cómo no va a haber…

—Decí quién.

El viejo se rascó la nuca, miró al suelo y después al Sargento. Entre las arrugas de la cara sus ojos destellaban.

—Pero es cuestión de estarse y rispetar. Los que están de seguro tienen… el que no está también. —Mendoza se adelantó:

—¿Quién no está?

—El hombre no está, pues.

—¿El Juez de Paz…?

—Ése… —contestó el viejo echándose hacia atrás.

Mendoza se esforzó por entender.

—¿Quién es el Juez de Paz? —insistió.

—Pero digo yo que será ése que le dicen el Churo.

—¿El Churo…?

—El que tiene los animales gordos.

¿Era posible que el anciano se insolentara sin miedo o sólo desvariaba? Mandó que trajeran a otro. Los soldados volvieron a entrar y un hombre salió a los tropezones deteniéndose junto al viejo.

—¿Cómo te llamás? —preguntó el Coronel.

—Brisiano, señor.

—Brisiano qué…

—No más que Brisiano.

—¿No tenés apellido?

—Yo no sé, señor…

—¿Tu padre cómo se llama?

—Era Justino mi padre.

—Justino qué…

—Huertaba, señor, demás tejía puyos y vendía lejos…

Mendoza se reacomodó en la montura y se quitó el sudor de la frente con el brazo. Trató de contener una súbita furia y volvió a preguntar:

—¿Dónde está el Juez de Paz?

El otro se encogió de hombros.

—No lo he visto —dijo. El Coronel le arrojó su fusta al Sargento que atajándola en el aire avanzó hacia Brisiano y le golpeó la cara una y otra vez.

—¿Quién es el Juez de Paz? —vociferó el milico. El otro alzó la vista hasta el Coronel. Tenía la cara marcada y habló conteniendo la respiración:

—De cuántas fue el viejo y después su hijo, el Rumbiadito. A veces hace y a veces no hace, yo no sé por qué.

Nuevamente el Sargento le cruzó la cara. Lo agarró de la pechera. Lo arrojó al suelo y le hundió la bota en el estómago. Brisiano se dobló en un quejido. Los soldados volvieron a penetrar en la iglesia.

Mendoza desató el chifle y bebió un trago de agua. Quería terminar cuanto antes y no lograba entender por qué el pueblo le ocultaba ese nombre. Esperaba una contienda armada y había caído en una emboscada de palabras. Dos soldados se le habían fugado durante la travesía después de apuñalar y robar a un compañero. Desde entonces los hombres habían empezado a desconfiar unos de otros y permanecían muy atentos a sus armas. Sabía que la misión no les gustaba y que buscarían algún modo de sacarle provecho. Sólo el Sargento parecía responder fielmente a sus órdenes. Si quería mantenerlos debía exagerar su autoridad.

Cuando bajó la vista un muchacho flaco lo miraba asustado con las manos apretadas a los costados.

—¿Cómo te llamás? —preguntó.

—Suncho me dicen y mis padres son muertos.

El Coronel asintió en silencio. Lentamente Brisiano se puso de pie. Recogió su sombrero y volvió a colocarse junto al viejo. Suncho lo siguió con la mirada y luego giró bruscamente la cabeza:

—Ayudo en haceres a mi patrón. Junto leña y sé llevar los animales pur ai.

—¿De quién son los animales?

—De mi papacito, pues.

Mendoza se reclinó sobre la montura. Apretó los puños y acentuó cada palabra:

—Quiero saber cómo se llama, no cómo le decís.

El muchacho hizo señas de no entender.

—¡El nombre! —gritó el Coronel. Retrocedió unos pasos el otro y contestó tartamudeando:

—Se… se llama patrón pai, el Churo, pregúntele a él que le dirá con gusto…

Mendoza quedó mirándolo fijo. Tenía los ojos enrojecidos y retorcía con furor las riendas de su caballo.

—Traigan a otro —dijo sin sacarle la vista de encima. Suncho se apretó contra Brisiano y bajó la cabeza.

—Justino Miranda, de Talamuguna —dijo un hombre bajo, de pómulos salientes, que se detuvo junto a los otros. Mendoza hizo una seña y el Sargento le preguntó por el Juez de Paz. El otro vaciló, frunció el entrecejo, negó con la cabeza y arrugó la quijada. El fustazo le mordió el cuello y el hombre gritó exaltado:

—¡No sé, señor, maraña es… paz qué, maraña es…!

Dos rebencazos más en las rodillas lo dieron por tierra. El indio vociferaba sujetándose las pantorrillas.

Mendoza saltó de su montura y entró en la iglesia. Los que estaban allí retrocedieron empujándose. Agarró a una mujer, por el brazo y con la otra mano le sujetó la mandíbula.

—¿Quién es? —dijo entre dientes. Ella cerró los ojos temblando y empezó a sollozar. La soltó y arrancándole el bastón a un viejo fue contra los hombres. Se detuvo frente a ellos, jadeando, y comenzó a descargar palazos sobre los cuerpos que en vano trataban de cubrirse. Las mujeres gritaron apretando los niños contra sus vientres mientras los hombres se dispersaban bajo la lluvia de golpes. Tomó a uno de la bayeta y lo empujó hacia afuera girando con él.

—¡Quién! —gritó y su voz tronó en la capilla rebotando en las paredes altas de la nave que repitieron una y otra vez la pregunta. El hombre quedó parado en el pórtico conteniendo la respiración. Le temblaron los labios y pareció querer pronunciar algo.

Salió a grandes pasos de la iglesia y fue hasta su caballo. Apoyó la cabeza sobre la montura. Sus manos se aferraron a los arreos. Sintió en la nuca la mirada de la tropa y creyó oír una burla. Lentamente alzó la vista hacia los campesinos que guardaban fila frente a la capilla. Desenfundó la carabina y fue hasta ellos. Empujó al anciano hacia atrás y preparó el tiro.

—No me mates, Coronel —pidió el viejo—. ¿Qué preguntas?

Mendoza le apuntó entre las cejas. Dos lágrimas resbalaron por las mejillas terrosas del anciano. De su pecho brotaba un sonido afónico, profundo.

—No me mates, Coronel —repetía. De pronto giró, y comenzó a correr a los saltitos dándole la espalda. El sol se había ocultado tras los cerros y una luna azulada cubría el caserío. Mendoza, con la vista fija en las espaldas del viejo, llevó hacia atrás el percutor.

—¡Miguel Jacinto del Moral! —la voz llegó desde la iglesia. El Coronel torció la cabeza y vio al padre Roque que se abría paso entre la gente agolpada en las puertas.