—Le va a salir unos pesos más —dijo el viejo haciendo sonar la bombilla del mate.
Mendoza se recostó y golpeteó con los dedos sobre los billetes esparcidos en la mesa.
—Me va a cobrar el secreto…
—Puede que les vaya el pellejo, y los postillones son muchos jóvenes. Además, ¿usted cree que me van a pagar…? —dijo señalando con la cabeza hacia la parte delantera del boliche, desde donde llegaba un estruendo de voces y carcajadas.
—Me funden —agregó—. Son buena gente pero me funden —volvió a decir, esta vez sacudiéndose con los ojos muy abiertos. Mendoza miró hacia la puerta que separaba los ambientes y después lo encaró de nuevo.
—Ya le di el doble de cuando me trajo y ahora sólo es hasta Córdoba.
El hombre cargó el mate y llamó a su mujer. Ella entró al momento secándose las manos en el delantal. Era más joven que el pulpero y sus ojos lo miraron con ansiedad.
—¿Preparaste el pedido de los Villa? —La mujer negó con la cabeza.
—Hacelo ya. ¿Qué hacen? —agregó el viejo.
—Se toman todo… —contestó ella, casi gimiendo.
—¿Les dijiste que los iba a cagar a tiros si se metían con vos? —La mujer asintió.
—Meté todo lo que puedas y que Juan te dé una mano. Decile que le pida a Don Mariano que nos guarde el resto, hasta que se vayan.
Ella volvió a asentir y salió. El hombre se fregó una rodilla y quedó pensativo. Mendoza sintió que el otro lo ignoraba. Arrojó otros tres billetes sobre la mesa y el viejo miró primero de reojo. Después recogió todo el dinero.
—Usted decide cuándo salimos —dijo poniéndose de pie.
—Mañana a las seis en punto.
Mendoza se despidió. Estaba por salir cuando vio al sargento Saravia en una de las mesas. Quiso retroceder pero el otro lo reconoció y se saludaron. El Coronel se abrió paso entre los soldados tratando de ganar la puerta. Saravia lo llamó.
—Está por viajar, Coronel… —dijo a toda voz. Mendoza se detuvo y un sudor frío le corrió por el cuello. Inventó una sonrisa y se le acercó.
—Sólo vine a buscar noticias.
—Seguro —dijo el Sargento sonriendo—; noticias hacen falta siempre… A ver si usted nos resuelve un problemita. —Agarró de la pechera a un soldado borracho que estaba en la mesa y volvió a mirarlo—. Usted estuvo en el ala izquierda con nosotros. Este buen soldado dice —se interrumpió para echarlo hacia atrás y el hombre quedó mirándolo con ojos boleados y alegres— que después de la primera carga y cuando se produjo el desbande, Irrazábal nos mantuvo juntos bajo amenaza de muerte. Yo le digo que si el cuerpo de caballería resistió unido fue porque las pelotas que les faltaron a los infantes estaban todas ahí.
—Sargento… —dijo Mendoza con fastidio—, usted mismo estaba encargado de hacer cumplir esa orden. Por lo demás, también es cierto que no hubo que balear a nadie.
Saravia se reclinó hacia atrás y se frotó la cara como si hubiera recibido un cachetazo. El otro sonrió.
—Che, Sargento —interrumpió uno—, escuchá lo que cuenta Felipe. —Todos miraron a un hombre bajito, de pómulos salientes y aindiados, que en la mesa vecina había conquistado la atención de los demás.
—Después de ese choque quedé perdido. Las líneas ya estaban muy abiertas y en el aire había un humo que no dejaba ver a tres metros. Caminaba por ahí tratando de encontrar a los nuestros cuando de pronto me topo con uno. Estaba algo maltrecho, el hombre, y cuando me vio se quedó tieso. Yo le pregunto: «¿De quién sos?». Y él dice: «De los nuestros». «Pero ¿quiénes son los nuestros?», pregunto de nuevo. «Los nuestros», me responde. Ya veía yo que el tipo tampoco sabía con quién hablaba. Entretanto se me había ido retrocediendo hasta un fusil que había ahí, tirado entre los pastos. «Decí de quién sos o te chumbeo» le digo. El otro agarró el fusil, me apuntó y disparó, pero el arma estaba descargada. Yo le tiro a mi vez y se me traba la bala. Nos quedamos frente a frente mirándonos en silencio y sin saber qué hacer. Al final el tipo se dio vuelta y echó a correr.
—¿No lo seguiste? —dijo uno.
—No…, pobre cristiano. Si Dios no había querido que nos matásemos y yo tenía tal susto que ni sabía dónde estaba.
Los otros rieron y Mendoza aprovechó el momento para irse. Había llegado a la puerta cuando sintió que lo tomaban del brazo. Se volvió y encontró el rostro sonriente de Saravia.
—¿Y buscaba alguna noticia en especial? —dijo—. No crea que soy indiscreto pero quizá pueda ayudarlo. Me gusta ser útil… —agregó.
—Mañana salgo para Olta —dijo tratando de disimular su excitación—. Prepárese porque es posible que lo lleve conmigo.
—Será un gusto, Coronel.
—Ahora tengo muchas cosas que hacer. Preséntese mañana temprano.
Saravia asintió con la cabeza y volvió a entrar en el boliche. Mendoza quedó parado en la puerta. Por un momento pensó en cambiar sus planes. Después desistió y atravesó la ciudad.
Caía la noche y el desorden de las calles iba en aumento. Soldados borrachos vagaban por todas partes, canturreando y gimiendo, solos o abrazados con algún compañero. En las tiendas y ante el ruego inútil de los comerciantes, hombres robustos cargaban lienzos, telas y bolsas repletas de mercancías. «Me lo encargó mi madre», decían. «No llores, papito, defendimos tu dinero».
En la plaza, frente al Municipio y al compás de las guitarras, los soldados se entregaban al ritmo de zambas y chacareras. Un tucumano enorme, en el círculo de los bailarines, se quitó la venda de la cabeza y danzó, usándola de pañuelo, mientras la sangre chorreaba por su chaqueta. Tenía una pierna herida y se bamboleaba. Una larga melena le cubría la cara y entre las mechas sudadas de la frente sus ojos fulguraban. El golpe de las palmas fue un solo latido y el fragor de los encordados creció hasta sangrarlo. Tambaleaba en el centro de la ronda cuando lo cargaron cuatro hombres ante el aplauso de sus compañeros. Deliraba el tucumano y nombraba a una mujer.
Cuando Mendoza llegó a la casa de Dávila los criados cerraron las ventanas que daban a la calle. Apagaron los candelabros y dejaron iluminado el sector de los sillones. El rumor de la ciudad se silenció, pero los estrépitos se recostaron contra los postigos. El Coronel saludó y se acomodó entre los asistentes, momentos antes de que la profesora de música tomara asiento frente al clave y el primer acorde interrumpiera las conversaciones.
Una humareda de tabaco flotaba en la sala hacia el patio, por donde entraban las criadas con bandejas de refrescos. La luz de las velas aceraba los perfiles de las damas que se abanicaban guardando el más duro silencio. Alguna tos acalló los últimos murmullos y la melodía envolvió el aire de la noche. Los dedos de la Señora Eloísa corrieron de un extremo a otro del teclado, regordetes y blancos, aplastando con dulzura negras y corcheas.
La música enlazó especulaciones, miradas lascivas, un tráfico de mutuos entendimientos. Cada tanto los acordes eran interrumpidos por detonaciones cercanas, por el golpe de los fusiles contra los cerrojos, por el grito arrebatado de la tropa buscando domicilios montoneros. Se crispaban los dedos sobre el teclado, aferrados y mudos. Eloísa carraspeaba, pedía disculpas y trataba de recuperar el ritmo.
Apartado del grupo, el Doctor Dávila se acariciaba la barbilla con la vista fija en la alfombra. Giraba la cabeza pero sus ojos hinchados permanecían inmóviles, como dos piedras en sangre. De a ratos hundía una mano en el bolsillo del chaleco. Contemplaba la hora en su reloj de oro y volvía a guardarlo pasándose una mano por la cara.
A las nueve de la noche golpearon la aldaba del frente. Uno de los criados llevó el mensaje hasta la sala luego de asegurar la puerta y despedir a los chasques. El vocerío creció al verlo avanzar con la nota extendida en la mano. Matilde se alzó del asiento y fue junto a su esposo. Dávila abrió la carta y leyó primero para sí. Sus ojos habían retomado el brillo y la papeleta tembló entre sus manos.
—Te felicito —dijo Matilde por lo bajo. Él asintió con la cabeza. Le buscó la cara pero ella habla dado media vuelta regresando a su sillón. El silencio fue total y Dávila leyó en voz alta:
—«A la honorable sociedad riojana, con mis distinguidos respetos. A través de ésta hago llegar a vuestras mercedes mi voluntad de no intervenir en los asuntos internos de la provincia. Respetaré las condiciones de la carta traída por el Coronel Mario Mendoza, avalando con el Superior Gobierno de la Nación, la candidatura del Doctor Don Nicolás Dávila como nuevo Gobernador de La Rioja. Saluda a vuestras mercedes el General del Ejército del Norte, Don Antonio Taboada».
Dobló el papel y bajó la cabeza conteniendo el nudo de su garganta mientras hombres y mujeres aplaudían al unísono. Matilde, con una seña indicó a las criadas que podían traer las copas para el brindis.
—¡Tenemos nuevo gobernador! —gritó exaltado el sobrino del nuevo gobernador. Junto a la chimenea, recostado contra el borde de mayólica, el coronel Mendoza contestó con una sonrisa las miradas de agradecimiento.
Los invitados fueron acercándose a Dávila que, ruborizado, tendía la mano y agradecía a media voz. A un costado su madre lloriqueaba abrazándose con las damas. Luego de los brindis Dávila se retiró con un grupo de hombres al salón comedor para discutir las medidas a tomar. Los demás invitados regresaron a sus casas y el Coronel permaneció en la salita luego de rechazar la invitación a participar en las deliberaciones.
Uno a uno; no era un buen resultado después de atravesar tantas leguas de camino polvoriento. Era casi una derrota. Se dejó caer en un sillón y aceptó la copa que le tendió una criada. Fue bebiendo con lentitud mientras imaginaba la furia del general Taboada cuando lo buscara por toda la ciudad para mandarlo a ese mísero confín del mundo. La cara morena del General iría enrojeciendo y, rasgándose, sus ojos llegarían a ser una sola línea de odio. Un chasque urgente a Buenos Aires pediría su encarcelación por desertor y era posible que tomaran alguna medida. Sus enemigos recibirían la noticia con agrado.
Matilde salió del salón comedor y llamó al criado. Le entregó una carta para el general Taboada y ordenó que la llevase enseguida, que si lo liberaban, dijese a Don Miguel que en unos días se reuniría con él en su casa. Cuando advirtió la presencia del Coronel se acercó y tomó asiento en el sillón de enfrente. Le alcanzó una bandeja de bocadillos pero Mendoza negó con la cabeza y agradeció. Comenzó a armar un cigarro tratando de descifrar el sentido de lo que acababa de escuchar. Ella cruzó las manos recostándose en el espaldar. Desde el comedor llegaba el murmullo excitado de las conversaciones.
—Es una noche agitada ésta… —dijo Matilde apartando los rizos negros que caían sobre una de sus mejillas. Mendoza encendió el tabaco mirándola con atención. Las luces de los candelabros jugaban en su cuello y sus labios rojos oscilaban como si fueran a decir algo pero volvían a cerrarse.
—Devuelve favores… —dijo el Coronel. Matilde lo miró sorprendida.
—No pude evitar oírla —agregó Mendoza. Ella sonrió dándose tiempo, sin evitar que los músculos de su cuello, demasiado desnudo, delataran su nerviosismo.
—Se trata de un pariente. Es algo impulsivo y lo han confundido. Mi esposo está preocupado por él y me dio el encargo.
—Lamento que sucedan estas cosas. ¿Dónde se encuentra? ¿Puedo hacer algo por él?
—No, no —contestó Matilde adelantándose—. No se preocupe usted. Acaso ya se encuentre bien.
—Si me diera el nombre… —insistió Mendoza, atento a la creciente perturbación de ella.
—De verdad se lo agradezco —contestó Matilde rehaciéndose—. Si es necesario contaré con usted. ¿Se quedará mucho tiempo?
Mendoza guardó la cajilla de fósforos antes de contestar.
—Parto en la mañana.
—Vuelve a Buenos Aires…
—Debo ir a Olta a reflexionar sobre mi habilidad militar.
—¿Por qué a Olta?
—Necesito ambiente pueblerino.
Ella sonrió, apretando la gracia entre los labios.
—No iré a creerle semejante mentira…
—Y yo no iré a contarle órdenes confidenciales.
Matilde, inclinada hacia delante, lo miró fijo; había en sus ojos oscuros mezclado desprecio y diversión. El Coronel la observaba con serenidad, envuelto en el humo del cigarro.
—Quiere decir que no estará para el nombramiento oficial… Se librará de una pésima pantomima.
—¿Lo cree usted?
—Aquí no tenemos teatro como en Buenos Aires, pero tenemos una iglesia catedral en donde hubo más nombramientos que misas de gallo.
—Nuestra última conversación no fue muy agradable ¿verdad? —contestó Mendoza reacomodándose en el sillón—. Podríamos no repetirla tratándose de mi última noche aquí.
—¿Lo ofendí de veras con aquello de los perritos falderos?
—Conozco a muchas personas, incluyendo a su esposo, a quienes la comparación no les hubiera causado mucha gracia.
—Sólo estaba bromeando. Creí que era menos sensible a esas cosas.
El Coronel mordía el cigarro con fuerza pero Matilde no pudo percibir ni un solo gesto de sobresalto.
—A decir verdad, creo que trató de ofenderme. Sería más sincera si lo manifestara directamente. Claro que ustedes aquí, no tienen teatro como en Buenos Aires…
Ella lo escuchó con gravedad. Luego cambió el semblante y sonrió.
—Coronel, me gusta usted porque no hace ningún esfuerzo por caer simpático. Si hay algo que disfruto es la soberbia militar. Tuve un tío que fue Mayor de Campo. Nunca mostró lo que sentía, para todo tenía una opinión absolutamente formada, jamás cedió ante la exigencia de nadie y era capaz de batirse por la más mínima ofensa. Me trataba con frialdad pero sin indiferencia. Lo mató en un duelo un jovencito de la ciudad que había insinuado cosas que me comprometían. Su bala quedó trabada en el pistolón.
—Fue valiente…
—Valiente y muy estúpido. Aceptó el arma que le ofreció su enemigo. Nadie supo explicarme hasta ahora, si estar muy seguro de sí mismo es una virtud o una idiotez. Ahí lo tiene al bravo Quiroga. Estaba tan seguro de su autoridad que la creyó eterna. Sólo el balazo que Pérez le entró por el ojo pudo convencerlo de que había nacido el hombre capaz de matar a Facundo Quiroga.
—Una bestia puede con otra bestia…
—Sobre todo si se la entrena bien…
Mendoza torció la boca y exhaló una bocanada de humo.
—Pensé que las mujeres del interior, aun más que las porteñas, pasaban el tiempo bordando detrás de las ventanas y ocupándose de la servidumbre.
—Se equivoca.
—No quise ofenderla.
—De ninguna manera. Lo tomo como una ignorancia.
El Coronel se levantó del sillón y aplastó el cigarro en el cenicero.
—Con su permiso —dijo inclinándose—, me retiraré a mi habitación. Si es esta la última vez que nos vemos quiero agradecerle la hospitalidad que me han ofrecido.
Matilde se levantó.
—Ha sido un placer, Coronel. Espero que no quede enojado conmigo…
Mendoza volvió a inclinarse, dio media vuelta y atravesó la puerta que comunicaba al patio.
Se sentía abatido. Le esperaban muchos días de viaje y no estaba en las mejores condiciones para afrontarlo. Las negociaciones habían terminado y la batalla perduraba en su memoria como un rumor sangriento que iría desvaneciéndose. Su estadía en La Rioja lo había sumido en una agitación constante y ahora, frente a la posibilidad de regresar, una fuerte angustia lo ganaba. Estaba en juego su carrera militar pero lo inquietaba más la confusión que lo envolvía en un anillo de imágenes y voces. Le dolía el pecho como si algo allí se hubiera quebrado y su respiración moviera las astillas. Nadie de quienes lo rodeaban parecía tener que ver con él y sin embargo algo en ellos lo atraía con fuerza. Un sentimiento orgulloso y retrógrado que no obstante les daba cierta dignidad envidiable. Quizás una predisposición al ímpetu irracional y franco. Una especie de ceguera del espíritu que no reconocía otras reglas que la propia necesidad de manifestarse.
En medio del desasosiego, sólo la idea de volver a Buenos Aires lo tranquilizaba. Sentía una inmensa necesidad de caminar otra vez por su ciudad y olvidarlo todo. En lo más callado de la noche palpó su soledad. Recorrió su vida como si se tratara de una larga sucesión de acontecimientos articulados por su voluntad, y sintió por primera vez que la voluntad era su virtud y su tragedia.
Clareaba el día cuando el criado llamó a la puerta y el Coronel lo hizo pasar indicándole el lugar de las maletas. Acababa de afeitarse y su rostro cansado reflejaba cierto entusiasmo. Caminaron en silencio por la galería bordeando el patio. El aire limpio del amanecer anticipaba buen tiempo y los objetos recuperaban sus formas bajo la luz azul de la mañana. El criado iba adelante cargando las valijas y al llegar a la puerta las depositó en el suelo para quitar el cerrojo. Abrió la hoja y salieron. Cuatro soldados hacían guardia junto al portal y uno de ellos se les acercó.
—¿El coronel Mario Mendoza?
El Coronel asintió con la mirada desencajada.
—El general Taboada, interesado por su seguridad, nos mandó montar guardia en su domicilio. Tenemos órdenes de acompañarlo hasta el campamento.
Mendoza miró hacia un lado y otro aspirando con violencia el aire de la mañana. Cerca de la esquina, una res yacía sobre la calle con el costillar abierto.