9

Mulder y Scully tomaron la calle principal y se dirigieron a la parte este del pueblo. La gente entraba y salía de las tiendas y los automóviles y taxis circulaban ordenadamente. Muy pocos transeúntes se molestaron en dirigirles una mirada y, los que lo hicieron, se limitaron a sonreír educadamente y proseguir su camino.

El viento helado jugaba con la gabardina abierta de Mulder y se colaba hasta los huesos.

Scully siguió con la mirada a un chucho callejero que correteaba por la acera.

—¿Te has fijado en la actitud de Hawks? —pregunto.

—Uno a cero a favor nuestro. Lo siento por Licia, pero ese hombre no tiene un pelo de tonto. Me extraña que no haya pedido ayuda al FBI el mismo. De todas maneras, ¿qué mosca ha picado a Andrews?

—¿Qué te parece nervios de novata? —sugirió Scully, encogiéndose de hombros.

Podía ser pero no le gustaba. Ni tampoco el procedimiento de asignación de aquel maldito caso. Él no dudaba de la profesionalidad de Licia Andrews; una incompetente nunca habría llegado tan alto. Sin embargo, había que hacer algo para eliminar esa actitud de superioridad o Hawks se cerraría en banda y no habría manera de hacerle hablar.

El bar de Barney le pareció un bar cansado en una ciudad cansada. Si lo hubieran trasladado de Marville a Michigan o a Oregon, su aspecto no habría cambiado ni un ápice. De repente pensó que había sido un error enviar a Webber a investigar acompañado de Andrews. El muchacho tenía un don especial para tirar de la lengua a la gente: su cara y su cabello rojizo desarmaban a cualquiera al instante. Esperaba que Licia Andrews mantuviera la boca cerrada y no lo echara todo a perder.

Cada vez había menos luz y cada vez se sentía más cerca la lluvia.

Scully intentaba imaginar el recorrido seguido por Grady Pierce cuando salio del bar la noche que había sido asesinado. Calles desiertas y una ligera lluvia.

—Nadie lo vio —dijo Mulder cuando llegaron al callejón, flanqueado a ambos lados por dos edificios de ladrillo de tres pisos de altura cada uno.

—Quizá no se diera cuenta de que alguien lo seguía —replico Scully.

—¿A esas horas y en un sitio como éste? ¿Un sábado por la noche? Reconozco que no es el pueblo más animado del mundo, pero tampoco está muerto. Tuvo que haber oído algo. Y más si llovía.

—A menos que no se tratara de un desconocido.

—Un comentario muy sexista, Scully. Me ofendes.

—Género neutro, Mulder. Soy imparcial.

Cuando se disponían a entrar en el callejón, un coche patrulla se detuvo junto a ellos. El jefe de policía Hawks, impecablemente vestido, descendió del coche. Algunos peatones lo saludaron y él les contesto llamándolos por su nombre. Se quitó la chaqueta y se les acercó.

Mulder reconoció la funda de la pistola en un costado.

—¿Seguro que quieren verlo? —pregunto el jefe de policía.

—Ya se que han pasado dos semanas —contesto Mulder—, pero preferimos comprobar personalmente los datos del informe.

—Visualización —añadió Scully.

—¿Y que les parece?

El callejón tenía algo más de un metro y medio de anchura y unos dieciocho metros de longitud. Aunque no había papeleras, el viento había depositado montones de basura aquí y allá. No había salidas de incendios. Ni ventanas.

Recorrieron la acera lentamente mientras los sufridos transeúntes se veían obligados a aminorar la marcha.

Todos los escaparates de las tiendas del callejón, menos uno, anunciaban rebajas. En los pisos superiores todas las persianas estaban bajadas y las cortinas echadas.

«Alguien murió aquí —se dijo Mulder—. Un pobre diablo se desangro aquí mismo».

Era hora de ponerse manos a la obra.

—Encontramos a Grady aquí —indico Hawks—, a la entrada del callejón, sentado en el suelo. A pesar de la lluvia, parecía que se había bañado en su propia sangre.

Mulder se inclinó y examinó la pared con atención. No halló rastro alguno de la victima, pero sentía su presencia.

—¿Dónde cree que se produjo el asalto exactamente? —pregunto Scully.

—Si seguimos el rastro de la sangre, y recuerde que llovía, parece que fue atacado aquí; intento llegar a la calle y murió exactamente donde está el agente Mulder —dijo Hawks, apartándose a un lado para que Scully ocupara el lugar que le indicaba—. Estas farolas apenas alumbran, así que apuesto a que no vio nada.

—Mulder…

Mulder se puso en pie lentamente mientras Scully retrocedía hasta apoyar la espalda en la pared de la derecha.

—El asesino estaba aquí de pie.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Hawks ceñudo.

—La autopsia —replico ella mientras sus ojos recorrían inquietos el suelo y la pared—. Si el doctor Junis hizo un buen trabajo, el asesino tenía que estar aquí. ¿Me presta su bolígrafo, por favor?

Hawks esperaba una reacción o un comentario por parte de Mulder, que no llego a producirse. Tendió su bolígrafo a Scully y ella lo cogió con su mano derecha, no como si fuera a apuñalar a alguien sino como si quisiera cortar algo.

—Las fotografías no eran muy claras —murmuro—, pero observen…

Con un gesto indico al jefe de policía que se diera la vuelta y se situara frente a la pared. Se coloco delante de él y, antes de que pudiera moverse, le paso el bolígrafo por la garganta.

Hawks dio un respingo y Scully se disculpo con una sonrisa algo sardónica.

—Según el informe, no había sangre en las paredes. Un corte limpio y preciso que le secciono la yugular y la carótida. Si el asesino hubiera estado frente a la pared, habría rastros de sangre —añadió, devolviendo el bolígrafo al atónito jefe de policía—. Pero la autopsia indica claramente que no se encontró sangre en las paredes.

—Estaba lloviendo —le recordó Hawks—. Además, cuando le encontramos llevaba más de una hora muerto.

—Pero, a pesar del tiempo transcurrido y de la lluvia, el rastro de la sangre parecía muy claro, por lo menos en las fotografías.

Levanto la cabeza y señalo con un gesto los tejadillos de los edificios situados a ambos lados del callejón, que casi se rozaban. Habría hecho falta un autentico aguacero y un fuerte viento para que el agua hubiera llegado a las paredes del callejón.

—El asesino salio de la pared —añadió mirando a Mulder.

Aquello complicaba muchísimo las cosas y lo sabía. Si Scully estaba en lo cierto, Grady Pierce tenía que haber estado ciego para no ver a su atacante. A menos que fuera invisible, claro.

—No, Mulder —replico Scully, leyéndole el pensamiento—. Hay otra explicación.

Mulder no contesto. Avanzo lentamente hasta el final del callejón y paso un dedo por la valla. La madera estaba carcomida y no parecía que nadie hubiera pasado por encima. Ni siquiera que lo hubiera intentado. El asesino se había ido por donde había venido.

—Pierce tenía que conocerlo —dijo Scully.

—Yo tampoco encuentro otra explicación razonable —convino Hawks—. A menos que hagan caso a Elly.

—¿La testigo? —preguntó Mulder.

—Si se la puede llamar así… Yo no lo diría muy seguro. Verán, Elly es lo que aquí, en Marville, llamamos «un pastelito de fruta». Es un encanto, pero su teoría es un poco inverosímil.

—¿Qué quiere decir?

—Oh, no, no pienso decírselo. Eso es algo que tienen que oír de su propia boca.

El apartamento de Elly Lang estaba en un primer piso y era tan oscuro como el ciclo que presagia tormenta.

Un único quinqué sobre una mesita coja apenas iluminaba el sofá donde Elly estaba sentada. Hawks no pasó de la entrada del comedor, hundió las manos en los bolsillos y apoyo la espalda en la pared. Scully se acomodo en una mecedora estilo reina Ana que olía a humedad y Mulder se sentó en un taburete bajo con los codos apoyados en las rodillas.

El apartamento era pequeño. Un estrecho pasillo desembocaba en una diminuta cocina. Un cuarto de baño y una habitación en la que apenas había sitio para una cama y una cómoda a la que le faltaban tres o cuatro cajones completaban el resto de las estancias. Algunos retratos enmarcados colgaban de las paredes empapeladas. En una esquina, sobre la repisa de una falsa chimenea había una colección de caballitos de cerámica y plástico. El suelo estaba cubierto por una vieja alfombra descolorida. Las cortinas amarillentas estaban hechas jirones por los lados y la parte inferior. No había televisor; solo una radio-despertador portátil.

Elly Lang calzaba unos zuecos de enfermera descoloridos y vestía un traje de color marrón sin cinturón con unos calcetines color arcilla hasta media pierna. Su edad era difícil de calcular; podía tener cientos de años: sonrisa desdentada, mejillas caídas y unos mechones de sucio cabello blanco recogidos en una redecilla. Ni rastro de maquillaje. Sus manos, sin anillos ni reloj, descansaban en su regazo.

Pero Mulder solo veía sus ojos. No eran ojos de anciana y su color gris pálido los hacia parecer casi transparentes.

—Un duende —dijo dirigiendo una mirada de «no se atreva a contradecirme» al jefe de policía.

—Continúe —invito Mulder.

—He dicho un duende —repitió.

—Continúe.

—Viven en el bosque, ¿sabe? —dijo bajando la voz—. Llegaron con el ejército, en el año dieciséis o diecisiete, no me acuerdo, yo no había nacido. A veces pasan cosas que no les gustan —añadió con ojos brillantes.

—¿Qué cosas? —pregunto Mulder.

—¿Cómo quiere que lo sepa? Yo no soy uno de ellos.

Mulder sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

—Señorita Lang…

—Señora —corrigió—. Yo no soy ciega. Leo los periódicos, ¿sabe?

—Perdone, señora. Lo que mi compañera y yo necesitamos saber es si vio algo la noche de la muerte de Grady Pierce.

—Sacrilegios, eso es lo que vi —contesto sin dudar un segundo.

Mulder esperaba con la mirada clavada en los ojos y los labios de la anciana.

—Grady Pierce era un sacrílego de pies a cabeza. De su boca solo salían blasfemias, sobre todo cuando estaba borracho, lo que ocurría bastante a menudo —añadió con una mueca de desagrado—. Siempre hablando de sus malditos fantasmas, como si fuera el único que los ve. Nunca quiso escucharme, ¿sabe? Le dije una y mil veces que se quedara en casa cuando los duendes salen ahí fuera pero él no me hizo caso. Nunca.

—¿Usted salio aquella noche? —pregunto Mulder, escogiendo las palabras cuidadosamente.

—Por supuesto. Tengo obligaciones.

Mulder la interrogo con la mirada.

—Yo los señalo —explico—. Cada vez que veo uno, le hago una señal y llamo a este policía de pacotilla para que lo encierre hasta que la luz del sol acabe con él. Pero el nunca me hace caso. Si no fuera tan cabezota habría salvado la vida al pobre diablo.

—Eso cambiara muy pronto, señora Lang —intervino Scully.

—Estoy segura.

—Díganos que vio exactamente, por favor, señora Lang —insistió Mulder.

—Venía hacia aquí…

—¿De dónde venía?

—Del Company G.

—¿Y eso que es? ¿Un bar?

—Es un restaurante, jovencito; usa el cerebro que Dios te ha dado. Yo no voy a bares. Nunca he puesto un pie en ellos y nunca lo haré.

—Naturalmente que no. Lo siento.

—Está al este del cuchitril lleno de putas y viejos donde Grady solía emborracharse, en la calle Marchant. Es un lugar muy respetable. Conozco al dueño desde hace mucho tiempo.

Mulder oyó a Scully y al jefe de policía rebullirse impacientes.

Elly se aclaro la garganta y se dispuso a continuar su relato.

—Vi a Grady entrar en el callejón. Habrá visto que una de las tiendas está cerrada. Sisaban el cambio, y la ropa que vendían no le servia ni a una vaca. Los duendes se los llevaron. A veces se llevan a los ladrones.

La lluvia golpeaba los cristales.

—Grady me traía sin cuidado. Me insultaba continuamente, cuando estaba borracho y cuando estaba sobrio, así que ni siquiera me moleste en mirarlo. Seguí mi camino; no me gusta ir sola por la calle a altas horas de la noche —añadió mirando a Scully, que asintió—. Entonces oí una voz.

—¿Al otro lado de la calle?

—Grady Pierce gritaba como un condenado, como siempre. Se quedo sordo cuando estaba en el ejército y por eso siempre hablaba a gritos.

—¿Entendió lo que decía?

—Yo nunca me meto donde no me llaman —replicó muy digna—. Le oí gritar y seguí mi camino, eso es todo.

Sus inquietas manos dejaron de moverse. Golpeo el suelo con el talón como si siguiera el ritmo de una canción.

—Bueno, la verdad es que me acerque un poco al callejón. Sentía curiosidad por saber que estaba gritando ese borracho.

Entrelazo las manos con tanta fuerza que Mulder temió que se destrozara las articulaciones. Hubiera querido apoyar una mano sobre las de la anciana para tranquilizarla, pero no se atrevía a moverse.

—Cuando llegue a la entrada del callejón solo vi una de sus piernas. Al duende si lo vi.

—Claro que si.

—No me trate como a una loca, señor Mulder. No me gusta. El duende salio de la pared, dio una patada a la pierna del viejo y huyo calle abajo.

—¿Llamo a la policía?

—Naturalmente que no. ¿Para que? Ya sabía lo que dirían. No quiero que vuelvan a encerrarme. Soy vieja y quiero morir en esta casa, no en una celda.

—Entonces, ¿por qué los llamo más tarde? —insistió Mulder con una sonrisa.

—Si, lo hice —confeso Elly Lang—. Mi conciencia me decía que debía hacerlo, aunque sabía que no harían caso de mi historia.

—Señora Lang… —intervino Scully.

Mulder escuchaba atentamente.

—Señora Lang, ¿cómo era el duende?

—Era negro, pequeña.

—¿Quiere decir que…?

—No, no quiero decir un hombre de color. Era negro. Negro de pies a cabeza. No tenía color.

Salieron del edificio y se detuvieron en la acera. Varios chiquillos jugaban al béisbol en un parque situado justo enfrente. Las nubes habían desaparecido, la breve llovizna había cesado y el aire olía a alquitrán.

Hawks parecía incomodo.

—Bebe, ¿saben? —dijo con una sonrisa entre divertida y avergonzada—. Como una esponja. Eso es todo lo que hace cuando no anda persiguiendo duendes. Los rocía con pintura de color naranja, ¿pueden creerlo? El resto del tiempo lo pasa aquí sentada mirando a los niños. ¿Ven ese banco junto a la tercera base? Es el suyo. Pero, nadie sabe por qué, de vez en cuando pierde la cabeza, se lanza a la calle y se dedica a embadurnar de pintura naranja a cualquiera que pase junto a ella. Luego viene a la comisaría y me pide que encierre a los duendes.

Esperó a que estuvieran dentro del coche patrulla para meterse un palillo en la boca y reanudar su relato.

—Todo el mundo la conoce, así que no la arrestamos. Pagamos la ropa o lo que haya echado a perder y se acabo. En el fondo es inofensiva. Es lo que podríamos llamar una curiosidad local —añadió con una sonrisa.

—¿Así pues, no cree que haya visto nada? —pregunto Mulder desde el asiento trasero.

—¡Ojalá lo supiera! Echamos un vistazo para asegurarnos, pero no encontramos nada. Personalmente, opino que todo lo que vio fueron sombras. Llovía, había viento… Eso es todo.

Nadie hablo durante unos segundos.

—Pero ¿y si no fueron sombras lo que vio? —insistió Scully.

Hawks se paso el palillo de un lado a otro de la boca.

—Estamos hablando de un duende negro, agente Scully. ¿Qué se supone que debo hacer con él? Como he dicho, bebe muchísimo y opino que solo vio sombras —añadió sin esperar respuesta.

«Es posible —pensó Mulder—. Pero ¿sombras de que?».

—¿Es la única, señor? —pregunto Scully.

—¿La única que? —replico el jefe de policía en tono crispado.

—¿Es la única que dice haber visto duendes por aquí?

Pasaron por delante de otro pequeño parque en el que un grupo de curiosos asistía a un improvisado partido de béisbol.

—No —confeso Hawks—. No es la única, maldita sea.