8

El cielo azul de la víspera se había tornado gris plomizo. Cuando Mulder y su equipo se pusieron en marcha, empezó a soplar un frío viento del este que arremolinó las hojas de los árboles contra el coche que Webber conducía. A Mulder no le gustó nada aquel tiempo. Le recordaba al final del otoño.

Marville empezaba a menos de quinientos metros del hotel con unas cuantas casuchas diseminadas a ambos lados de la carretera y construidas sobre un suelo arenoso.

Enseguida se dio cuenta de que el pueblo estaba muerto. El centro comercial se reducía a cinco manzanas. Ninguno de los edificios sobrepasaba los tres pisos de altura y, excepto unos pocos construidos con piedra o ladrillo, la mayoría era de madera. Varios de ellos se ofrecían en alquiler. Casi todas las ventanas estaban tapadas con contrachapados de madera o pintadas de blanco de arriba abajo. Una pancarta colgada a la entrada de la calle principal recordaba a los ciudadanos el 150 aniversario de la fundación del pueblo. Mulder se preguntó qué demonios habrían visto en semejante lugar los primeros pobladores. No había río ni madera de buena calidad y Fort Dix no se había instalado allí hasta el año 1917.

—El bar de Barney —indico Webber señalando a la izquierda.

Mulder volvió la vista hacia un edificio situado en una esquina donde había otros establecimientos. El pueblo, que sobrevivía gracias al comercio con el fuerte y la base, ofrecía un triste aspecto. A pesar de que a la mayoría de los edificios les hacia falta unas cuantas reparaciones y una buena mano de pintura, saltaba a la vista que en otro tiempo había sido una localidad prospera, capaz de soportar la competencia de los núcleos urbanos próximos.

Un sólido edificio de granito, el banco, se erigía en la siguiente esquina. Las tiendas de alrededor mostraban una actividad casi frenética, o por lo menos así lo parecía, a pesar de que el presupuesto del ejército había sufrido numerosos recortes en los últimos años.

—Esto es deprimente —se quejo Andrews desde el asiento trasero—. ¿Cómo puede vivir alguien aquí?

—Supongo que las viviendas deben ser muy baratas —explico Webber, reduciendo la velocidad al llegar a un cruce peatonal—. Si no me equivoco, no estamos muy lejos de Filadelfia, pero no creo que el pueblo este bien comunicado.

Mulder sospechaba que la respuesta a la pregunta de Andrews era simplemente «inercia». ¿Para qué mudarse a otro sitio cuando se podía sobrevivir en un lugar como aquél? Estaba seguro de que cada habitante se lo habría explicado con palabras distintas pero en el fondo siempre era lo mismo: ¿Para que molestarse?

—Allí —señaló Scully, que no había dicho esta boca es mía desde la hora del desayuno.

Se encontraban frente a un espacioso edificio blanco de un solo piso que ocupaba un tercio de la manzana. Un letrero en la pared del frente indicaba que estaban en la comisaría de policía. Una bandera americana ondeaba a un lado de la entrada.

Webber aparco, se froto las manos satisfecho y casi se arrojo del coche en marcha para abrir la puerta trasera galantemente a su compañera. Mulder se hizo el remolón hasta que tuvo a Scully a su lado. En lugar de hablar, intercambiaron una elocuente mirada de «listo para la acción» e iniciaron la marcha. Andrews pregunto por qué demonios debían molestarse en hablar con un vulgar jefecillo de policía cuando el senador se codeaba con los altos mandos de Fort Dix y el ejército.

Scully hizo una mueca.

—Digamos que la experiencia nos dice que es mejor empezar por aquí.

—Perfecto. ¿A que esperamos? —dijo Webber, entusiasta como de costumbre.

Mulder miro a Webber y luego a Scully con complicidad. Abrió la puerta que los condujo a un amplio vestíbulo que ocupaba la tercera ala de la fachada principal del edificio. Un mostrador de madera atravesaba la habitación y, en la ventanilla del centro, una oficinista uniformada, sentada tras una radio, garabateaba extraños mensajes en un bloc de notas. Detrás, había tres mesas de oficina vacías.

A la derecha de la entrada había otra mesa mucho mayor que las demás, ocupada por un policía cuyo uniforme tenía como mínimo diez años de uso y soportaba unos quince quilos más de los previstos. Por lo menos, ésa fue la impresión de Mulder. Su cara parecía la de un hombre que pasa la mayor parte del día al aire libre y emplea buena parte del tiempo bebiendo. Su cabello, cortado a cepillo, había sido pelirrojo.

Mulder extrajo la cartera y le mostró su identificación.

—Buenos días, sargento. Somos agentes del FBI —dijo con estudiada educación—. Nos gustaría hablar con el señor Hawks —añadió tras hacer las presentaciones de rigor.

El sargento Nilssen no pareció muy impresionado. Sin mediar palabra, se levanto lentamente y llamo a una puerta junto a la pared trasera. Mulder vio desconcierto reflejado en el rostro de Webber e indignación en el de Andrews.

—Es parte de la pantomima —comentó—. Recordad que no nos han pedido que viniéramos.

—Todavía —puntualizo Webber.

Mulder no tenía tiempo ni ganas de sermonear a su compañero sobre las competencias del FBI. Prefería no perder de vista al sargento, que seguía apoyado en la puerta con una mano en la cadera mientras se rascaba la espalda con la otra. «Grueso pero no fofo», se dijo Mulder. Volvió la vista hacia la oficinista, que lo observaba abiertamente. Era obvio que estaba frente a una veinteañera enamorada del maquillaje y orgullosa de su larga melena de color castaño.

Cuando ella le dirigió un saludo el contesto educadamente.

—Un día tranquilo, ¿no es cierto? —pregunto Scully, recorriendo el vestíbulo con la mirada.

La muchacha, Vincent, según se leía en su identificación, se encogió de hombros.

—Los chicos están patrullando. Hora punta, ¿entiende?

Scully ahogo una carcajada cuando la pobre muchacha empezó a estornudar y a moquear.

—¿Es usted alérgica? —pregunto Mulder.

—Si…

—Eh, ustedes —les interrumpió el sargento, señalando con el dedo la puerta abierta.

Webber saco pecho e inmediatamente Scully le golpeo el brazo con disimulo, mientras Mulder se deshacía en sonrisas y palabras de agradecimiento al sargento y cedía el paso a sus compañeros.

El sargento Nilssen no le devolvió la sonrisa y regreso a su puesto, dejando a Mulder la tarea de hacer las presentaciones al señor Hawks.

El jefe de policía era más joven de lo que Mulder había imaginado. Seguramente no pasaba de los cuarenta y cinco años y tenía un cabello negro y brillante peinado hacia atrás que casi se juntaba con las espesas cejas y la nariz algo aguileña. No llevaba uniforme ni corbata. Su atuendo consistía en una camisa blanca, unos pantalones negros y una americana a juego cuidadosamente colgada en un perchero situado en una esquina del despacho.

Su mesa era exactamente igual a las que habían visto en el vestíbulo. El único toque personal era una fotografía de su mujer y sus tres hijos con marco de plata.

Hawks se puso en pie, les tendió la mano e indico con un gesto a Scully y Andrews que podían ocupar las sillas frente a su mesa. Webber se apoyo en la pared y cruzo los brazos.

El jefe de policía tomo un papel, le echo un rápido vistazo y frunció el entrecejo.

—Debo confesarle, agente Mulder, que el fax que me envió su amigo Webber me cogió desprevenido. No esperaba que los federales tomaran cartas en el asunto. Aunque si he de ser sincero —añadió colocando el papel sobre la mesa—, me alegro de que hayan venido. La verdad es que este asunto nos viene un poco grande.

Se detuvo, saco un lápiz del bolsillo de la camisa y lo puso sobre la mesa.

—Aunque el cabo no estaba de servicio cuando fue asesinado, sus compañeros de Fort Dix no nos están facilitando el trabajo precisamente. En teoría, el asesinato del cabo Ulman es cosa nuestra pero no consigo hacer que lo entiendan.

Mulder le dedico su mejor sonrisa de «nosotros contra ellos», como él decía.

—Por eso estamos aquí, señor. Vamos a necesitar toda la ayuda que pueda prestarnos, así que sus sugerencias serán siempre bienvenidas.

—No hay problema —respondió Hawks, tan poco intimidado como el sargento Nilssen pero por razones muy diferentes—. Dígame que necesita y haré todo cuanto esté en mi mano. El problema es que yo no conocía a este tal cabo Ulman —añadió jugueteando con el lápiz—. En cuanto a Grady Pierce, era peor que un grano en el culo, pero podría darle el nombre de una docena de tipos que merecían más que el una muerte tan cruel. ¡El pobre hijo de puta!

—¿Eran amigos? —pregunto Webber desde la puerta.

—No —contesto Hawks sacudiendo la cabeza—. Pero lo conocía desde hacia bastante tiempo. Era un instructor retirado. Su mujer lo dejo cuando el ejercito se deshizo de él. Sus habilidades se reducían a empinar el codo y a Atlantic City.

—¿Atlantic City? —pregunto Andrews con una mueca.

—Si, a las apuestas, agente Andrews.

—Entiendo —replico, esbozando un gesto de desprecio.

Hawks asintió sin pestañear.

—Así, ¿cree que se trata de un ajuste de cuentas? —intervino Webber—. ¿Deudas de juego o algo parecido?

—No lo creo —replico Hawks con una sonrisa—. Pierce casi siempre ganaba. Era un buen complemento a su escasa pensión. Esto es todo lo que tenemos, agente Mulder —añadió, abriendo un cajón y tendiéndole una carpeta—. Me temo que no es mucho. Aunque el caso está prácticamente cerrado, me gustaría conocer su opinión.

Mulder le dio las gracias y alargo el informe a Scully, quien lo ojeo y frunció el entrecejo.

—En esta autopsia no hay esquemas ni dibujos de los cuerpos; solo fotografías y apenas algún comentario.

—Eso es cosa de sus compañeros de Fort Dix. Creo que el pobre Grady les importaba tan poco como a nosotros.

«Bien, bien», pensó Mulder. Saltaba a la vista que las relaciones entre el jefe de policía y Fort Dix no eran precisamente cordiales.

Scully intentaba descifrar unas anotaciones en el margen de uno de los folios.

—¿Qué demonios pone aquí? ¿Duende?

—¿Has dicho duende? —pregunto Mulder con interés.

—Vayan a ver a Sam Junis —sugirió Hawks—. Es el medico del pueblo y la persona que realizo la autopsia a los cuerpos. Su caligrafía es tan infame que solo él la comprende. No les será difícil localizarlo. Vive junto al Royal Baron y espera su visita.

—¿Cómo ha averiguado donde nos alojamos? —pregunto Andrews.

Aunque el jefe de policía no dijo nada, Mulder esperó que no se tomara mal la impertinente pregunta.

—Mi querida señorita —contesto Hawks con una picara sonrisa—, por si no se ha dado cuenta, esto no es Washington. Además, en esta época del año la buena de Babs solo tiene clientes durante los fines de semana. Si quiere, hasta puedo decirle que ha desayunado esta mañana.

—¿Qué? —inquirió Webber en tono retador, como si estuviera frente a un hechicero a punto de revelar un importante secreto.

Hawks miró a Mulder incrédulo y se puso en pie.

—Bien, usted debe de ser el joven pelirrojo. Creo que ha tomado demasiados crepes. Me temo que pronto vas a necesitar un nuevo agujero en ese cinturón, hijo. La agente Scully ha tomado salvado, café y tostadas; la agente Andrews, cereales, te y tostadas, y el agente Mulder, tostadas con mermelada de arándano, café, zumo de naranja y huevos con tocino.

Mulder sonrió mientras el perspicaz jefe de policía los acompañaba hasta la puerta.

—¿Y también sabe en que lado de la cama he dormido? —insistió Andrews.

—También lo he preguntado pero, desgraciadamente, usted tomo la precaución de cerrar las cortinas.

Mulder no pudo contener por más tiempo una ruidosa carcajada. Hawks les pidió que esperaran fuera un momento y se ofreció a acompañarlos a la escena del primer crimen. Mulder aceptó, le dio las gracias antes de que a Andrews se le ocurriera reanudar sus protestas y condujo a sus compañeros al exterior del edificio. Al salir, saludó al sargento con una ligera inclinación de cabeza. La oficinista había dejado su puesto a un muchacho que los miraba atónito. Antes de salir, Andrews dirigió a Webber un malintencionado comentario en voz innecesariamente alta sobre «los modales de la gente de este pueblucho de mala muerte». Mulder hundió las manos en los bolsillos y alzo la vista al cielo clamando paciencia e inspiración mientras Scully le aconsejaba con una elocuente mirada que intentara no perder los estribos.

—Vosotros dos, escuchadme bien —dijo finalmente—. Tanto si nos gusta como si no, tenemos que trabajar con esta gente, ¿entendido? Nos conviene que estén de nuestra parte. Solo así podremos solucionar este caso rápidamente y regresar a nuestro querido Washington. Vuestras opiniones personales me traen al fresco y, a partir de ahora, no quiero volver a oír otro comentario, ¿me he explicado?

Andrews dudo unos segundos antes de asentir dócilmente y tomo nota mentalmente de pedir algunas explicaciones a Scully más tarde.

A pesar de que la regañina no iba dirigida a él, Webber parecía culpable como un niño cogido con las manos en la masa.

—Esto… Mulder —pregunto—, ¿quién es esa tal Babs?

—Babs Radnor —contesto Mulder señalando vagamente un extreme de la ciudad—, la propietaria del Royal Baron.

—¿Y usted como lo sabía? —insistió desconcertado.

—Porque soy muy listo, Hank. ¿No se me nota? Basta de cháchara. Nos veremos en el restaurante de ahí enfrente a la una, ¿de acuerdo? Quiero que vayáis al bar de Barney y averigüéis todo lo que podáis sobre las victimas, la reputación del bar, la noche del crimen o cualquier otra cosa que pueda arrojar algo de luz sobre el caso.

Webber estuvo a punto de cuadrarse y contestar «a la orden, señor». Tomo a Andrews de un brazo y la arrastro calle abajo.

—Agente Webber, FBI —bromeó Mulder—. Dígame todo lo que sepa o sonreiré hasta que se me desencajen las mandíbulas.

—No te pases —replico Scully, golpeándole el brazo cariñosamente—. Dale otra oportunidad. A mi no me parece mal chico.

—No es el quien me preocupa.

Levanto la vista al cielo encapotado y atisbó la lluvia mientras el viento, que empezaba a soplar con fuerza, hacia ondear la bandera de la entrada. La calle estaba desierta. Ni coches, ni peatones, ni siquiera un perro.

—Una ciudad fantasma —comento Scully.

—Un cementerio —corrigió Mulder.