7

El Royal Barón era un motel de dos pisos situado en la carretera que conducía a Marville. La recepción estaba en el ala oeste del edificio y su techo iluminado imitaba una corona de oro. El restaurante estaba en la parte este, y las habitaciones, doce en cada piso y a las que se accedía por una escalera con barandilla tapizada de color rojo, estaban situadas entre ambos.

El espeso bosque se extendía al otro lado de la carretera.

El restaurante se llamaba La Posada de la Reina, pero no era nada del otro mundo: unos cuantos reservados junto a la ventana, varias mesas redondas y una larga barra.

Exhausto, Mulder se dejó caer como un fardo en un asiento. No conseguía librarse de la sensación de ir en un vehículo a gran velocidad. Le dolía la cabeza, se le nublaba la vista y todo lo que quería era meterse en la cama y olvidar durante unas horas que el mundo existía. Webber y Andrews, que habían llegado antes, estaban esperándolos en recepción con las reservas en la mano. A pesar de las protestas de Mulder, sus compañeros le obligaron a acompañarlos al restaurante.

Eran los únicos clientes. La camarera se entretenía sacando brillo a las mesas y hablando en voz baja con el cocinero a través de la ventana de comunicación.

Mulder se negó a pedir nada. La sola idea de comer le revolvía la tripa. Sin embargo, cuando vio los crepés que Webber se disponía a atacar sobre la mesa, sintió un cosquilleo en el estómago y tuvo que confesar que ofrecían un aspecto inmejorable.

—Toda esa mantequilla acabará contigo —dijo Mulder, señalando el plato.

—Peor para mí —replicó Webber mientras vertía tres litros de almíbar sobre los crepés.

—Tú sabrás lo que haces.

Andrews se contentó con un tazón de sopa. Su rostro reflejaba el cansancio acumulado durante el viaje. Ni siquiera se había desabrochado el abrigo.

Fuera, la brisa jugaba con las hojas muertas y las arrastraba hacia la carretera, donde los coches que pasaban a toda velocidad las arremolinaban a un lado.

—¿Vamos a ponernos manos a la obra esta misma noche? —quiso saber Webber.

—¿Qué estás diciendo? —replicó Mulder atónito.

Webber blandió el tenedor y se apresuró a depositarlo en el plato cuando el almíbar empezó a chorrear sobre la mesa.

—He preguntado si vamos a trabajar esta noche —repitió—. Ya sabe, investigar, hacer averiguaciones y todo eso.

—Esta noche no, Lo primero que haremos mañana por la mañana será presentarnos a las autoridades del pueblo y comunicarles para qué estamos aquí.

—Hawks —dijo Webber.

Mulder pestañeó.

—Hawks —repitió Webber—. Todd Hawks, el jefe de policía. Espera nuestra visita.

—Ah.

Webber dirigió una mirada a su compañera pero ésta estaba demasiado ocupada mirando por la ventana y ahogando un enorme bostezo.

—¿No ha leído el informe, señor? Está todo ahí. Sobre Hawks, quiero decir.

Los faros de un coche se reflejaron en la ventana, deslumbrándoles.

Andrews se estremeció pero no apartó la vista.

—¿Fox? —insistió Webber.

—No me llames Fox —replicó mesándose el cabello—. Mulder está bien.

Webber asintió. Mensaje recibido. No volverá a suceder.

«Este chico me va a volver loco —se dijo Mulder—. Se ha aprendido de memoria todos los detalles del caso, lo que significa que está nervioso o se muere de ganas de empezar a trabajar o está asustado».

Era comprensible. Era la primera vez que trabajaba fuera de Washington. Ahora se encontraba en medio del mundo real, sin un bonito despacho donde correr a refugiarse y trabajando con un tío a quien la mitad del FBI tenía por un paranoico. Eso le hizo sentirse mejor.

Andrews terminó su sopa, bostezó y se desperezó.

—Dios —murmuró con voz ronca—. Dios.

Ni siquiera el abrigo abrochado hasta la barbilla conseguía disimular su figura.

Mulder sintió el zapato de Scully sobre el suyo y supuso que debía estar mirándola con demasiado descaro. En realidad, no veía nada; era un gesto mecánico. Ahora estaba seguro de que había llegado el momento de dejar a un lado las relaciones sociales y despedirse de sus compañeros. Sin embargo, no había contado con la buena voluntad de Webber. Con la intención de ahorrar unos cuantos dólares al FBI sólo había reservado dos habitaciones: una para los hombres y otra para las mujeres.

Mulder abrió la puerta, entró tambaleándose, arrojó su maleta sobre una cama y espetó:

—Te lo advierto, Hank, como te oiga roncar te pego un tiro.

Webber rió nerviosamente, juró que dormía como un bebé y volvió a reír mientras colocaba sus artículos de higiene personal en el cuarto de baño, colgaba un traje impecablemente planchado y guardaba el resto de la ropa en el segundo cajón de una pequeña cómoda.

Mulder estaba demasiado cansado para observar el ritual. Ya se ocuparía de sus cosas por la mañana. Apenas tardó diez minutos en lavarse, desnudarse y meterse en la cama. Ni siquiera prestó atención al televisor encendido.

Soñó con una habitación algo oscura en la que apenas se distinguía el perfil de los muebles y una ventana a través de la que se filtraba la luz de la luna.

Una noche fría y todas las voces que suelen acompañar a las noches frías, desde los susurros de las hojas hasta el croar de las ranas y los grillos.

Un rumor apagado, un tren. Un rumor cada vez más fuerte y la luz que aumentaba de intensidad e invadía la habitación, como un dardo luminoso atravesando las paredes, la cama y el cuerpo que yacía sobre ella.

Estaba asustado y se apoyaba en la puerta, pero las piernas empezaban a fallarle. Demasiado asustado para moverse cuando la luz se hizo más brillante, el traqueteo del tren aumentó y la niña tumbada sobre la cama se levantó.

Quiso detenerla pero seguía cayendo; no podía dejar de retroceder y huir de la claridad que invadía la habitación y le hacía gritar mientras la luz engullía a la pequeña.

No podía dejar de gritar.

Se despertó sentado sobre la cama, intentando recuperar la respiración, apretando la almohada contra el pecho y bañado en sudor. Cuando estuvo seguro de que podía moverse sin caerse de la cama, colocó la almohada en su lugar. Sintió un escalofrío, tragó saliva, se puso en pie y se dirigió a la ventana sorteando la mesilla de noche. Apartó las cortinas y miró hacia fuera, pero sólo vio la carretera y, detrás, el bosque. Aunque no se veían estrellas, sabía que estaban allí.

Webber roncaba suavemente.

«Ay, muchacho —pensó—. Ay, hermano».

Se dirigió al cuarto de baño y cerró la puerta, pero no encendió la luz. Conocía la imagen que el espejo le devolvería: un hombre marcado por la misteriosa desaparición de su hermana Samantha cuando ambos eran niños. Aquel sueño había intentado explicarle cómo había ocurrido. Quizá hubiera ocurrido así, quizá no. Eso no cambiaba las cosas.

Tanto si había sido un sueño como si no, aquello le mantenía vivo.

Se mojó la cara para enjuagarse las lágrimas que habían asomado a sus ojos sin que se diera cuenta, se secó y volvió a la cama. No miró el reloj pero estaba seguro de que era poco más de medianoche.

Un camión pasó cerca.

Se durmió y esta vez no recordó su sueño.

—Dana…

Scully gruñó para dar a entender a Licia que estaba despierta, pero que se moría de sueño y que, fuera lo que fuera, podía esperar hasta el día siguiente.

—¿Le ocurre algo a Mulder?

La voz que le hablaba era demasiado profunda, casi masculina. Había comprobado el efecto que ejercía sobre Webber y Mulder y se preguntaba si Licia utilizaba este recurso muy a menudo. Sin duda, era un arma devastadora. Sonrió. «Siempre que se use para bien…».

—¿Dana?

—No le pasa nada —suspiró.

—A mí no me lo parece.

—Es el comienzo.

—¿El qué?

Scully no sabía cómo explicarse. Después de tanto tiempo, ni ella misma estaba segura de entenderlo.

—Cada vez que empieza a trabajar en un caso que le interesa se vuelve… hiperactivo. Él problema surge cuando tiene que desplazarse. No le gusta viajar. La verdad es que lo odia. Cree que es una pérdida de un tiempo precioso que podría…, quiero decir, podríamos emplear en trabajar. Así que el viaje acaba con todas sus energías. Lo agota.

Licia guardó silencio durante unos segundos.

—¿Crees que mañana estará bien?

Scully frunció el entrecejo. Comprendía que cualquiera que no hubiera trabajado antes con Mulder se preocupara, pero creyó detectar algo más en la voz de la mujer. Cerró los ojos y rezó para que no lo echara todo a perder.

—Estará perfectamente.

—Me alegro.

Scully no contestó.

—No me gustaría que me fastidiara mi primer caso de verdad —añadió Licia.

Scully estuvo a punto de saltar y exigirle explicaciones y, de paso, una disculpa. Era normal que una agente quisiera hacer un buen trabajo en su primer caso. Dios sabía cuánto había rezado porque lo mismo le ocurriera a ella. De hecho, se había convertido en una obsesión. Pero Andrews no parecía nerviosa; al contrario, estaba demasiado tranquila, demasiado dispuesta. Y eso podía ser tan malo como lo otro.

«Seguramente estoy exagerando debido al cansancio», se dijo.

Un camión pasó cerca. Bostezó ruidosamente y se acurrucó.

—Dana…

Esta vez su voz sonaba distinta, casi infantil.

—¿Qué?

—¿Crees que tendré que usar la pistola?

—Casi nunca la utilizamos, créeme —contestó, sonriendo en la oscuridad.

—¿De veras?

—Claro —dijo tras una breve pausa—. El gobierno no nos da mucho dinero para munición.

Se hizo el silencio mientras Scully pensaba horrorizada que empezaba a hablar como Mulder.

—Me temo que he visto demasiadas películas —rió Andrews, moviéndose entre las sábanas—. Buenas noches. Y gracias.

—De nada y hasta mañana.

Otro camión pasó frente al hotel, esta vez en dirección contraria. Scully oyó el ruido del motor hasta que se perdió en la distancia y se dispuso a dormir. Su último pensamiento fue para Mulder. Ojalá no estuviera soñando.