Dana Scully parecía perdida en medio del desorden reinante en el despacho de Mulder. A veces le fascinaba comprobar que era capaz de encontrar diminutas agujas en aquel revuelto pajar y otras veces tenía que contenerse para no encender una cerilla y pegar fuego a todo. No obstante, sabía que con eso nada cambiaría. Estaba segura de que al cabo de dos días todo volvería a estar desordenado como siempre. Todavía con su maletín en la mano, se volvió hacia la mujer apoyada en el dintel de la puerta.
—Lo siento, Bette, pero me temo que no está aquí —suspiró resignada.
—Estoy segura de que sí —replicó la secretaria. Entró en la habitación con paso decidido, se detuvo frente a una estantería, apartó un montón de papeles y blandió triunfante una carpeta de color azul.
—Soy capaz de olerlas a kilómetros de distancia. Se despidió con una amplia sonrisa y salió de la habitación dejando a Scully con la boca abierta. No le importaba que sus casos fueran transferidos a otros departamentos; sabía que el FBI funcionaba así. Y precisamente aquel caso tenía unas características tan vulgares que se preguntaba cómo era posible que Mulder no se lo hubiera sacado de encima antes. Lo que le molestaba era la reticencia de su nuevo jefe a dar explicaciones. Cuando no le gustaba cómo iban las cosas, pasaba el caso a otro equipo y listo, «Necesito mentes y cuerpos en plenitud de facultades». Eso era todo lo que decía cuando se dignaba a dar alguna razón.
—Hola.
Mulder entró en el despacho y arrojó el abrigo despreocupadamente sobre una silla.
—¿Sabes? He estado pensando sobre ese asunto de Luisiana…
—Mulder… —lo interrumpió Dana, sacudiendo la cabeza.
Él se acomodó en su silla y la hizo girar hasta situarse frente a ella.
—Sigo pensando que no es un caso tan interesante como el todopoderoso jefe Douglas cree, pero le he echado un vistazo y creo que lo que ha ocurrido es… —añadió volviéndose a buscar la carpeta azul.
—Mulder…
Mulder frunció el entrecejo, se levantó de golpe y empezó a revolver entre los papeles.
—Maldita sea, juraría que anoche la dejé aquí. Seguro que ha sido Webber. Ese chico es un metomentodo. Me saca de quicio.
Dana cogió aire, cerró los ojos y golpeó el hombro de su compañero.
—Mulder, ¿quieres escucharme?
—¿Qué? ¿No puedes esperar un minuto? —exclamó exasperado—. Quizá archivé el caso. Dios, no sé dónde tengo la cabeza.
—Eso ya no importa.
—¡Claro que importa! ¿Acaso crees que yo…? —se interrumpió y se volvió para mirarla—. ¿Querías decirme algo?
Dana miró al cielo agradecida y se mesó el cabello antes de empezar a hablar.
—Para empezar, te diré que no me gustó nada que me dejaras a solas con el pulpo de tu amigo. Juro por Dios que tiene tentáculos hasta en las orejas.
Por lo menos, Mulder tuvo el detalle de parecer arrepentido.
—Lo siento. Tenía una cita con el jefe Douglas. No podía dejarlo plantado.
Tras informas a Scully sobre la reunión mantenida con el jefe de sección, se enteró que ella había recibido instrucciones al respecto antes de que pudiera llegar al despacho.
—Pero ahora eso ya no tiene la menor importancia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mulder cada ves más confundido.
—Volvamos al tema. Quiero que me des tu palabra de que no volverás a dejarme a solas con ese periodista nunca más —dijo mientras un escalofrío le recorría la espalda—. Te recuerdo que soy médico, Mulder, y que tengo ciertos conceptos de cirugía. Si vuelve a ponerme la mano encima, juro que me aseguraré de que no vuelva a tocar a ninguna otra mujer en toda su vida.
—Está bien, está bien —contestó Mulder en tono conciliador—. Creí que se comportaría. De verdad. Supongo que ese asunto del novio de su prima ha debido trastornarlo.
Todavía enojada, Dana replicó que ésa no era una excusa. Era comprensible, pero no le daba derecho a comportarse como un salvaje. Mientras Mulder se disculpaba de nuevo, aprovechó para calmarse un poco. Se sentó y tomó su maletín.
—¿Querías decirme algo más? —preguntó Mulder, dirigiendo una mirada desconfiada al maletín de su compañera.
—Tengo buenas y malas noticias.
Se quedó mirándola tan fijamente durante unos segundos que Dana creyó que no la había oído. Por fin, se acomodó en la silla y se dispuso a prestarle toda su atención.
—Las buenas noticias son que no tendrás que ir a Luisiana. Bette acaba de llevarse la carpeta que estabas buscando.
Mulder apenas pestañeó.
—Más buenas noticias: seguiremos trabajando juntos.
Una media sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios y se desvaneció inmediatamente.
—Déjame adivinar el resto: las malas noticias son que nos mandan a Dakota y que tendremos que dormir en una tienda de campaña sin cuarto de baño y todo eso.
—No exactamente —replicó Scully.
Si no hubiera estado tan furiosa con sus jefes se habría echado a reír de buena gana.
—¿Qué te parece Nueva Jersey?
—¿Qué?
—He dicho Nueva Jersey.
—¿Por qué Nueva Jersey? ¿Qué…? —añadió con los ojos abiertos como platos—. No, por favor, el hombre invisible no.
Scully abrió el maletín, extrajo una nueva carpeta con un letrero de color rojo, dejó el maletín en el suelo y la carpeta en su regazo mientras esperaba pacientemente a que Mulder acabara de refunfuñar y le indicara con un gruñido que podía continuar.
—Bien… —empezó.
—Espera un minuto —la interrumpió Mulder—. ¿Qué ha hecho cambiar de opinión al todopoderoso jefe Douglas? Ayer eran payasos desaparecidos, y hoy esto. No lo entiendo. ¿De verdad piensa que éste es un caso para la sección Expediente X?
—No lo sé —contestó Scully con una sonrisa—, pero parece que tu amigo tiene amigos.
—¿Te refieres a Carl? ¿Al periodista deportivo Carl Barelli? No puedo creerlo. ¿Carl tiene amigos en las altas esferas? —Mulder sacudió la cabeza—. Asombroso.
—Algo así —replicó Scully—. Resulta que su prima, Angie Tonero, tiene un hermano, aquel que intentó partirle la cara a su novio, ¿te acuerdas? Es el mayor Tonero, del ejército del aire. Está asignado temporalmente al servicio médico. Adivina dónde está destinado.
Mulder no se molestó en contestar. Sabía la respuesta: la base aérea de McGuire se encontraba junto a Fort Dix.
—¿Y el mayor Tonero es…?
—Amigo íntimo del senador John Carmen.
Mulder no sabía si reír o llorar y Scully, que no estaba mucho mejor, se limitó a asentir levemente.
—Así es que el senador llamó directamente al mismísimo director del FBI. Seguro que lo hizo a medianoche y seguro que a nuestro director no le hizo ni pizca de gracia. Eso significa que habló con el todopoderoso jefe Douglas, quien ha debido de perder un montón de horas de sueño por culpa de este caso. Y ahora ha decidido pasarnos el muerto.
—Más o menos —contestó Scully, jugueteando con un mechón de cabello—. Eso no quiere decir que tengamos que estar a la disposición de los miembros del Congreso. Esta vez hay dinero. No debemos olvidar que el senador es miembro de un par de comités bastante importantes.
—Adoro esta ciudad.
—Aquí tienes el informe sobre Frank Ulman.
Mulder tomó de mala gana los folios que Scully le tendía y se resistió a echarles un vistazo hasta que ella casi lo obligó con la mirada. Cuando terminó de hojearlos, Dana le entregó un segundo fajo de folios.
—¿Y esto qué es? —preguntó irritado—. ¿Una segunda opinión?
—No —repuso Scully pacientemente—. ¿Por qué no lo lees, en lugar de perder el tiempo protestando?
Suspiró con resignación, hizo un gesto de mártir y se dispuso a obedecer. Scully tuvo que hacer grandes esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas cuando Mulder dio tal respingo que estuvo a punto de caer de la silla.
—Scully… —murmuró pensativo, mesándose el cabello.
—Ya lo sé. Dos asesinatos en una semana. Uno el sábado por la noche y el otro el domingo siguiente por la mañana. A ambos les rebanaron el cuello. No se han encontrado otras heridas ni huellas de robo o agresión sexual. Eso no quiere decir que estén relacionados, pero tenemos un testigo del primer asesinato.
—¿Crees que nos enfrentamos a otro hombre invisible?
—Es posible.
—O quizá al mismo.
—Es posible.
—El primer tipo, Pierce, estaba borracho, ¿verdad? Y el testigo también.
—Así es.
—Y la testigo del asesinato de Frank también estaba borracha —siguió Mulder tras consultar el informe—. Y además drogada.
—Exacto. Heroína.
Scully reconoció aquel brillo en los ojos de su compañero.
—Así que… —empezó Mulder entornando los ojos—. Quizá…
—Es posible.
—Me rindo, ¿de acuerdo? —exclamó—. Ya te has despachado a gusto con Barelli y ya te he dicho que no volverá a ocurrir. ¿Qué más quieres?
—Todavía no he terminado.
—¿Qué significa esto? ¿Es un castigo por no haber querido ver las fotografías de tu viaje o por no haberle roto los brazos a Carl aquí mismo?
—No. Lo que ocurre es que no me has dejado terminar de darte las malas noticias.
—¿Hay más? ¿Y a qué esperas, si se puede saber?
—Se trata de Hank.
Mulder tardó unos segundos en comprender y apartar un horrible pensamiento de su mente con un «no pasa nada, lo soportaré».
—De Hank y compañía, quiero decir.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Qué demonios significa «y compañía»? —exclamó—. Por el amor de Dios, Scully, ¿me vas a decir qué ocurre o no?
Scully se puso en pie y señaló la puerta.
—Fox Mulder, te presento a la compañía.
—Hola, ¿qué tal? —saludó una mujer rubia y alta, entrando en el despacho mientras Mulder se ponía en pie como impulsado por un resorte—. Soy Licia Andrews. Encantada de conocerlo, agente Mulder. Hank me ha hablado mucho de usted.
—¿Hank? —repitió Mulder atónito mientras le estrechaba la mano.
—Sí, Hank Webber —contestó Licia, dirigiendo una rápida mirada a Dana—. ¿No le ha dicho que trabajamos juntos? Bueno, más o menos. Vamos a ir con ustedes a Nueva Jersey. ¿Verdad que es una idea excelente, agente Scully?
—Desde luego —contestó Dana pensando que hacía tiempo que no se divertía tanto a costa de Mulder—. Una idea excelente.
La vista desde el puente sobre el río Delaware era realmente espectacular. La bahía, con su paseo marítimo, la inmensidad del océano y las fábricas que unían ambas orillas del río se extendían a sus pies. Era un espectáculo magnífico, pero Carl Barelli no lo disfrutaba en absoluto. Odiaba las alturas y odiaba las gaviotas que volaban alrededor a escasa distancia. De todas maneras, prefería atravesar el puente a pie. Volar le daba mucho más miedo.
Cuando llegó al otro lado del puente se introdujo a toda velocidad en su maltrecho Ford Taurus amarillo. A pesar de la llamada que había hecho antes de ver a Mulder y de las tranquilizadoras palabras del senador asegurándole que el problema se solucionaría cuanto antes, no acababa de creerlo.
Sobre todo después de lo que había dicho Dana. Tras negarse a sucumbir a sus irresistibles encantos por enésima vez, lo había acompañado al amplio y silencioso vestíbulo y le había palmeado el brazo como si él fuera un crío.
—Limítate a escribir sobre béisbol, Carl, —le había dicho fríamente—. Siento lo del novio de tu prima, pero no pierdas la cabeza, ¿de acuerdo?
Sus palabras le habían puesto tan furioso que había estado a punto de negarle un abrazo y un beso de despedida.
«Limítate a escribir sobre béisbol. ¿Quién se había creído que era, Sherlock Holmes con falda?».
Además, él no era un periodista deportivo, sino un periodista interesado en el deporte. No era lo mismo y estaba dispuesto a demostrárselo.
Quince minutos después, cuando el crepúsculo empezaba a dar paso a la oscuridad de la noche, enfilaba su viejo Taurus a toda velocidad por la autopista en dirección norte, sin prestar atención al bosque a ambos lados de la carretera ni a los halcones que planeaban sobre los robles y los pinos en busca de las últimas presas del día. Un partido de los Yankees transmitido por la radio, el asiento trasero lleno de papeles que se colaban por la ventanilla abierta y un cigarrillo en su mano izquierda.
La muy perra. Se preguntó por qué perdía el tiempo con ella y sonrió con amargura. Estaba muy claro: era una cabezota y no estaba dispuesta a ceder. Dios, cómo la admiraba. Algún día ella también lo admiraría. Pronto. Muy pronto.
Carl Barelli sabía que su nombre era bastante conocido, aunque no en todo el país. Por lo menos, esperaba que su fama le ayudara cuando llegara a Marville, dondequiera que estuviera. Sonaba a típico pueblo pequeño y aburrido que, con toda seguridad, sobrevivía gracias a Fort Dix y la base McGuire. A una celebridad como él no le sería difícil conseguir que la gente se fuera de la lengua. Unas cuantas copas, unos golpecitos amistosos, un par de guiños, unas cuantas preguntas y estaría en poder de una información tan interesante que el gran Fox Mulder correría a besarle el culo.
Además, Ulman era casi de la familia. La última vez que la había visto, Angie tenía los ojos tan hinchados por el llanto que parecía imposible que pudieran ver.
No podía permitir que un miembro de su familia tuviera semejante final. Con un poco de suerte, él mismo encontraría al asesino y le daría su merecido.
Sonrió y encendió las luces.
La sonrisa se borró de su rostro inmediatamente. Se aferró al volante y se repitió a sí mismo que un mamarracho armado con un cuchillo no era quién para reírse de Carl Barelli. Sabía que muchos lo consideraban un blando. Desgraciadamente para ellos, cuando conocían al verdadero Carl Barelli ya era demasiado tarde.
«Tranquila, Angie —prometió—. Aguanta un poco. El primo Carl va a ayudarte».
Dana odiaba el reflejo de la luna y los faros del coche sobre el asfalto. Todo lo que veía era oscuridad y sombras grises, como en un cementerio.
Se llevó la mano a la oreja izquierda y se pellizcó el lóbulo hasta hacerse daño para despejarse. Se había hecho la ilusión de que el largo viaje por carretera se pospondría hasta el día siguiente, pero Mulder se había negado. Salir aquella misma noche les permitiría estar listos para empezar a trabajar el viernes a primera hora.
No podía quejarse. Mulder se había ofrecido a conducir, había comprado café y bocadillos y se las había arreglado para meter a Webber y Andrews en otro coche con la excusa de que aquélla podía ser una excelente oportunidad para estrechar su relación. El sermón había incluido un alegato en favor de los compañeros de trabajo compenetrados a la perfección, ya que permitía intuir las reacciones de cada uno y guardarse las espaldas cuando las cosas se ponían feas. Lo que no dijo fue que pocas veces las cosas se ponían realmente feas. Eso sólo ocurría en las películas. O si estaba involucrado Fox Mulder.
A Licia no había parecido importarle y, ante el asombro de Scully, Webber se había mostrado encantado. Se los imaginaba haciendo las reservas en un motel llamado Royal Barón que Mulder había encontrado gracias a no sé qué agencia de viajes de Filadelfia.
Seguro que era tan horrible como el nombre sugería. Aquélla era la especialidad de Mulder. Él lo llamaba mala suerte; ella, una maldición.
—¿Estás bien? —preguntó Mulder—. ¿Por qué no duermes un poco?
—Mulder, aún no son las nueve. Si me duermo ahora, me despertaré antes del amanecer —replicó Scully apagando la calefacción—. ¿Ocurre algo?
—No pasa nada —contestó él, encogiéndose de hombros.
—Eso de dividir a tus agentes en dos grupos no es propio de ti.
—Quizá. Pero ¿no crees que cuatro agentes metidos en un coche e intentando encontrar un lugar llamado Marville llamaría mucho la atención?
—Ya entiendo. Dos coches con dos agentes en cada uno resulta muy discreto.
Mulder no contestó y siguió conduciendo. Al cabo de unos minutos, Scully repitió la pregunta.
—Y no te columpies, Mulder, no estoy de humor.
—¿Columpiarme? Por el amor de Dios, ¿qué has estado haciendo estas vacaciones?
—Por lo menos, no me he dedicado a cambiar de conversación cada vez que alguien me hacía una pregunta.
Mulder golpeó suavemente el volante.
—El otro día recibí una visita.
Scully escuchó con atención la historia del misterioso hombre en el monumento a Jefferson mientras se ceñía el abrigo y cruzaba los brazos sobre el estómago. No dudaba de la veracidad de aquel curioso encuentro, pero no compartía el convencimiento de Mulder de que existían criaturas extraterrenales y de que algunos personajes de las altas esferas opinaban igual que él y eran, por lo tanto, sus peores enemigos.
Y eso no era lo peor. Estaba convencido de que algunos de estos seres estaban de su parte. Si no lo hubiera conocido tan bien, Scully habría asegurado que estaba ante un auténtico paranoico.
Sin embargo, para Mulder todo encajaba a la perfección.
El hombre del traje de tweed podía no ser más que una coincidencia y, cuando así se lo sugirió, él le contestó con un gruñido, no del todo convencido pero sin argumentos para demostrar lo contrarío.
—Dime una cosa. ¿Qué significa este caso para… quien sea? —preguntó Scully—. ¿Y qué vamos a hacer en Nueva Jersey?
—Ni idea. No soy adivino.
—Mulder, fenómenos paranormales; tu especialidad, ¿recuerdas?
—Lo llevo escrito aquí —replicó llevándose la mano a la frente.
Scully sonrió y guardó silencio hasta que el sueño empezó a tentarla.
—Entonces, ¿tú qué crees?
—No sé. Lo único que tengo claro es que dos personas han sido asesinadas y que, probablemente, algunas más morirán. Sólo eso, Scully, nada más —añadió con una rápida sonrisa.
Aunque estaba segura de que mentía, Scully asintió complacida ante aquel destello de sentido común.