La calle Diamond era tan estrecha que apenas admitía los dos carriles de circulación que llevaban directamente a orillas del río Potomac. A ambos lados de la acera, espesos nogales y arces ocultaban tras su follaje los viejos edificios de ladrillo oscuro y las vallas de jardines demasiado pequeños para considerarlos como tales. En la acera oeste se encontraba el bar de Ripley, un lugar flanqueado a la izquierda por una frutería que hacía esquina y a la derecha por un edificio de tres pisos de estilo Victoriano, cuya planta baja se había convertido en una tienda de ropa, y los pisos superiores, en bufetes de abogados. En la fachada del bar no se apreciaba ningún rótulo, sólo una puerta de color verde oscuro con un letrero rojo. Ni una ventana. Era un bar de barrio donde los forasteros no eran bienvenidos.
Mulder entró y suspiró mientras se quitaba el abrigo y se mesaba el cabello. A la izquierda había medía docena de mesas ocupadas y, a la derecha, una pared de madera cubierta de arriba abajo con anuncios de programas de radio e imágenes de viejas películas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra que reinaba en el interior, se dirigió al fondo del salón, donde empezaba una barra de color caoba. La clientela era numerosa a aquellas horas. El rumor proveniente de conversaciones a media voz, risas sofocadas y unos cuantos saludos y sonrisas dirigidas a él le produjo una agradable sensación de bienestar.
Al final de la barra, el local se abría en un amplio espacio, donde había más mesas y taburetes altos apoyados en la pared. No había televisor, ni máquina de discos. Entre el bullicio apenas se percibía una suave música de fondo. Inmediatamente reconoció la banda sonora de la película Alien. Cualquiera hubiera dicho que Stuff Felstead había presagiado su visita. Según su humor a la hora de comer, unas veces escogía música country y, otras, jazz o bandas sonoras de películas y musicales de Broadway.
Se dejó caer en el único reservado que encontró libre al final de la barra, apoyó la espalda en la pared y arrojó el abrigo en el asiento contiguo. Al cabo de pocos segundos, una camarera alta vestida con uniforme negro y blusa blanca se acercó a él. Saltaba a la vista que era irlandesa de pies a cabeza: cabello pelirrojo, ojos azules, piel blanquísima y una naricilla respingona cubierta de pecas.
—¿Estás muerto o borracho?
—Las dos cosas, creo.
—¿Cerveza?
Mulder asintió.
Ella le hizo un guiño cómplice y regresó a la barra.
Mulder apoyó el codo izquierdo sobre la mesa y se llevó la mano a los ojos mientras se preguntaba si no habría ido a parar a un agujero negro o a un universo paralelo.
Desde luego, lo parecía: Arlen Douglas no le había hecho esperar y se había apresurado a hacerle entrar en su despacho. Sus felicitaciones por el caso Helevito y por la buena coordinación con el equipo de Hank Webber le habían parecido demasiado efusivas. Apenas había tenido tiempo de murmurar unas obligadas palabras de cumplido cuando el jefe de sección le había preguntado su opinión sobre el payaso desaparecido.
—Un truco.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—No es el hombre invisible, señor. Nadie puede chasquear los dedos y desvanecerse en el aire.
—Pero no me negará que es un caso muy curioso.
En cuanto adivinó las intenciones de su jefe, intentó evitar lo que se le venía encima: identificar sospechosos, rastrear el circo, pelear con el alguacil de la ciudad para conseguir unos informes incompletos… Todo fue inútil.
Douglas le comunicó que tenía un día para dejar listo el papeleo del caso Helevito y que el fin de semana lo esperaban en Luisiana.
—Vamos, Mulder, estos casos son su especialidad.
Mulder habría querido contestar «Y la suya también, señor, ¿no es así?», pero un repentino ataque de prudencia le había obligado a guardar silencio mientras tomaba la carpeta azul que el jefe le había tendido sin darle tiempo a protestar.
Al llegar a su despacho, cuando ojeaba la información, se había dado cuenta de lo peor: Scully no iría con él. Hank Webber lo haría en su lugar.
Malo. No le importaba guiar al pobre muchacho a través del complicado mundo del FBI. Aquello no era un problema y, aunque a veces Webber le parecía demasiado entusiasta, no era mala persona.
Pero algo iba mal. El jefe había dicho «su especialidad». Fenómenos paranormales. Sin embargo, ambos sabían que no había nada sobrenatural en aquel caso. Simplemente no tenía pies ni cabeza y se preguntaba a quién se le habría ocurrido llamar al FBI para investigar un caso como aquél.
Además, estaba el hombre del monumento a Jefferson. Invisible, sí, pero a la vez demasiado real.
«Ni a salvo ni atrapado», había dicho.
Un agujero negro; estaba seguro de que se trataba de eso.
—¿Quieres que te traiga un poco de cicuta? Así acabarás de una vez por todas.
Abrió los ojos y miró a la camarera, que depositaba una cerveza y un plato de patatas fritas sobre la mesa.
—Yo no he pedido esto, Trudy.
—Apuesto a que todavía no has cenado.
Su estómago reaccionó con un ruidoso quejido ante el olor de las patatas. La camarera se echó a reír cuando Mulder cogió una, se la llevó a la boca y se quemó los labios. De mala gana, la dejó de nuevo en el plato y descubrió entonces una enorme hamburguesa enterrada bajo la parva de patatas fritas. La miró de reojo y ella le hizo otro guiño antes de marcharse para atender a otro cliente.
Nunca se había esforzado por ocultar su interés por ella. Era una atractiva estudiante de derecho en Georgetown y habían salido juntos un par de veces. Le gustaba su compañía, aunque no siempre estaba de humor para aguantar su instinto maternal. Aquella noche, sin embargo, no le venía mal y comió como si llevara una semana en ayunas. Pidió una segunda hamburguesa antes de terminar la primera y se tomó su tiempo. No tenía prisa.
Estaban a mitad de semana y el local estaba medio vacío. Los reservados, en cambio, estaban todos ocupados. Observó cómo se vaciaban un par de mesas ocupadas por muchachos jóvenes. Los nostálgicos como él preferían los reservados.
Varias mujeres sentadas cerca de él lo observaban con curiosidad. Le dirigieron insistentes miradas hasta que se cansaron del gesto apático de Mulder. Dos hombres vestidos con chaquetas de punto y gorras de golf discutían con un tercero en el reservado contiguo. Una pareja con una indumentaria más propia para ir al teatro que para pasar la noche en el bar de Ripley discutía mientras comía un bocadillo. Unos cuantos estudiantes intentaban ligarse a Trudy y a las otras dos camareras.
Una noche como cualquier otra. En un universo paralelo.
«Hermano, creo que necesitas unas vacaciones», se dijo.
La habitación estaba en penumbra y las paredes eran de diferente color. La pared de la derecha estaba decorada con una reproducción de El chico azul de Gainesborough.
A la izquierda había una cama de estilo militar y, a sus pies, un casillero descascarillado cerrado con llave.
En la pared del fondo había una mesa de metal y, sobre ella, un montón de libros, una cadena musical y varios discos compactos, un bloc de papel amarillo, un bolígrafo y una pequeña lámpara que daba una suave luz verdosa. Detrás de la mesa había una silla giratoria cuyo asiento y respaldo habían sido cuidadosamente tapizados.
El modesto mobiliario de la habitación se completaba con otra silla, una lámpara de pie y una mesilla de noche con un cenicero de concha. El suelo era de cemento y no estaba alfombrado, excepto por un retal de tela frente a la silla.
Un hombre vestido con una bata blanca se paseaba por la habitación curioseando entre los libros y los discos, con el bloc de papel y el bolígrafo en la mano. Aunque no aparentaba tener más de cuarenta y cinco años, su calvicie era pronunciada. Su rostro, de facciones afiladas, no ofrecía un aspecto severo. Era un hombre alto, de hombros anchos y cuerpo musculoso. Miró alrededor y arrugó la nariz al percibir el humo de un cigarrillo mezclado con el olor a humedad, sangre y sudor. Finalmente, asintió complacido y acarició con suavidad una de las paredes de la habitación. Abrió la puerta y se encontró en un pasillo tan iluminado que el cambio le hizo entrecerrar los ojos. Miró a través de la falsa ventana por última vez y entró en la habitación de la derecha.
—¿Estás listo? —le preguntó una mujer vestida de blanco, sentada frente a varios monitores de ordenador, teclados, cuadernos de notas y dos humeantes tazas de café.
Se encontraba frente a la ventana falsa a través de la que se veía el de El chico azul.
—Leonard, te he preguntado si estás listo —repitió la mujer recogiéndose su larga melena rubia en una cola de caballo y dejando al descubierto una amplia frente.
Desde el día que la conoció, Leonard Tymons encontraba a Rosemary Elkhart muy atractiva. Después de cuatro años seguía pensando exactamente lo mismo, pero había cambiado sus planes de mantener con ella sólo una breve relación. Aunque tenía el cabello claro, los ojos claros, la piel clara y los labios pálidos, le recordaba a una viuda negra.
—Leonard, maldita sea.
—Ya lo has visto, ¿no? —repuso él, dejándose caer sobre una silla.
La mujer señaló con un gesto un micrófono unido a uno de los ordenadores.
—Vamos a grabarlo, ¿de acuerdo?
—Está bien. Nada ha cambiado desde la última vez. Dios, ¿es que no puede venir alguien a adecentar un poco este lugar? Huele como a… a… Encárgate de encontrar a alguien que limpie un poco esto —dijo con un gesto de asco.
—Lo haré.
El silencio invadió la habitación cuando ambos se aplicaron afanosamente al trabajo, sin prestar demasiada atención, por el momento, a las cifras y diagramas que aparecían en la pantalla.
Tymons alargó la mano y se acercó el micrófono a la boca.
Rosemary lo miró sorprendida.
—Lo perdimos —dijo en tono contundente haciendo un gesto con la cabeza hacia el cristal—. No podemos recuperarlo, ¿verdad?
Su rostro se endureció y por un momento pareció que iba a perder los estribos. Apretó los labios y no contestó.
—Rosemary.
—Maldita sea —susurró la mujer con gesto abatido.
Sólo se oía el suave rumor de los ventiladores, el chirriar de las ruedas de la silla sobre el suelo cuando él se apartó de los teclados y se cubrió la cara con las manos.
—Quizá encontremos la manera —dijo ella.
—Quizá existe Santa Claus —replicó él.
—Con Santa Claus o sin él, tenemos que encontrar una solución —insistió ella, indicándole con un gesto que era hora de volver al trabajo—. Y si no, ya encontraremos a otro.
Sonaba la banda sonora de Yankees cuando Trudy Gaines se sentó frente a Mulder, encendió un cigarrillo y se apartó de la frente un mechón de cabello mientras lanzaba una bocanada de humo azul hacia el techo.
—Un día de éstos nos va a encontrar a todos asados como pollos.
—¿Hace calor? —preguntó Mulder levantando una ceja—. No me había dado cuenta.
Ella asintió y, a pesar de la penumbra, él apreció las curvas que revelaban que era toda una mujer.
—Creo que he cogido la gripe o algo así.
—Tómate un día libre —replicó Mulder alargando la mano para coger su segunda cerveza.
—¿Y quién va a pagar el alquiler de mi piso? ¿Tú?
—Si me das ese póster que me gusta tanto…
—Ni borracha, ¿me entiendes? No hay trato.
La discusión que mantenían los hombres ataviados con gorras de golf empezaba a subir de tono.
—¡Oh, no! —se lamentó Trudy.
—¿Qué ocurre?
El tercer hombre se hallaba de espaldas, por lo que sólo se veía la manga de un traje de tweed con coderas.
—Los Redskins —contestó ella.
—¿Qué? —exclamó Mulder, sin poder contener una carcajada—. Por el amor de Dios, estamos a principios de mayo.
—Para los seguidores de los Redskins siempre es otoño. ¿No lo sabías?
Uno de ellos se levantó bruscamente e hizo caer la silla. Antes de que los otros dos hombres tuvieran tiempo de reaccionar, apareció Stuff Felstead en mangas de camisa con un delantal blanco atado a la cintura. Mulder pensó que era la viva imagen de un cadáver andante. Si no hubiera sido por las delgadas manos artríticas, habría sido una caracterización perfecta. Saltaba a la vista que aquel hombre no creía que Stuff Felstead pudiera hacer mucho más que lanzarle una mirada furiosa. Se equivocaba. El propietario del bar se inclinó y le dijo algo en voz tan baja que sólo él pudo oírlo. Fue suficiente. El hombre escupió y sugirió a su compañero que salieran de allí cuanto antes.
Todo había ocurrido en menos de diez segundos.
—Magia —dijo Trudy.
—Después de todo este tiempo, todavía no me explico cómo lo hace.
—Es mejor que sigas sin saberlo. Créeme, no te gustaría. Bueno —dijo, levantándose—, creo que es hora de volver al trabajo.
—Me alegro de haberte visto —dijo Mulder, metiéndose en la boca la última patata frita—. ¿Me vas a explicar qué te pasa?
Trudy se detuvo y desvió la mirada, mientras él esperaba. Finalmente, se sentó de nuevo frente a él y sacudió la cabeza.
—Es una tontería.
—No importa.
—Me siento idiota.
Mulder extendió un brazo y esperó hasta que ella le alcanzó el abrigo.
—A ver si lo adivino: sales dentro de diez minutos, te has vuelto a pelear con tu novio, mañana tienes un examen y quieres que te acompañe a casa por si se le ocurre aparecer por aquí.
—¿Sabes una cosa, Mulder? —dijo ella, mirándolo sin pestañear—. A veces eres muy raro.
—Eso dicen —replicó Mulder, encogiéndose de hombros.
—¿Me das quince minutos?
—De acuerdo.
Ella le dio las gracias con una rápida sonrisa y volvió al trabajo. Un cuarto de hora después salía con un grueso jersey en la mano. Mulder pagó la cuenta y la siguió hasta la calle. Su apartamento estaba situado cerca del Potomac, un par de manzanas más allá de la calle King. Trudy vivía a la misma distancia pero en dirección contraria. No importaba. La noche era agradable y soplaba una suave brisa. Durante el camino, Trudy no hizo más que quejarse de su casera. Mulder se rió tanto que dio un traspié y estuvo a punto de caer sobre la acera cuan largo era.
Sus rápidos reflejos evitaron la caída. Sin embargo, tuvo tiempo de ver que el hombre vestido con el traje de tweed los seguía a unos metros de distancia. No le prestó demasiada atención porque, en ese momento, llegaron al edificio de estilo colonial escondido tras un grupo de robles y dividido en seis pequeños apartamentos donde vivía Trudy. Ella le dio las gracias con un rápido beso en la mejilla y se dirigió a la entrada mientras revolvía en su bolso buscando las llaves.
Mulder permaneció junto a la puerta principal hasta que ella entró en el edificio.
Después giró sobre sus talones, metió las manos en los bolsillos y emprendió el camino a su casa silbando suavemente. El ruido de sus pisadas resonaba sobre el asfalto. No había tráfico. Un perro se acercó a olisquearlo moviendo el rabo alegremente y le enseñó los colmillos. Mulder le dirigió una sonrisa y reanudó su camino.
Cuando llegó a la calle King estaba muy molesto consigo mismo. Después de todo, cada uno tenía derecho a vivir donde le diera la gana. El suyo era un barrio muy poblado y no era extraño que él y el hombre del traje de tweed fueran vecinos.
El edificio de apartamentos donde vivía estaba situado en una tranquila calle residencial. Con el delicado arco sobre la entrada y los espesos setos, el jardín parecía más pequeño de lo que en realidad era. Mientras sacaba las llaves del bolsillo empezó a pensar en lo que debía hacer al día siguiente. Lo primero sería intentar hacer cambiar de opinión a Douglas. Un payaso asesino desaparecido no le parecía una razón de peso para desplazarse hasta Luisiana.
Abrió la puerta y, antes de entrar, miró distraídamente hacia atrás.
El hombre del traje de tweed avanzaba por la acera de enfrente fumando un cigarrillo y con el rostro oculto bajo un sombrero calado hasta las orejas.
Mientras trataba de convencerse a sí mismo de que no eran imaginaciones suyas el misterioso individuo se perdió entre las sombras de la noche.