Mulder nunca se había molestado en negar que su departamento rara vez cumplía las reglas. Cada vez que su intuición le indicaba un camino, los jefes lo obligaban a tomar la dirección equivocada. Un amigo solía calificar la situación como tornado controlado; él prefería llamarlo completo desastre y encogerse de hombros. Y nunca pedir disculpas. No le importaba que su oficina estuviera situada en los sótanos del edificio J. Edgar Hoover. Le parecía un milagro disponer de un despacho propio después de haber revolucionado la sección Expediente X.
Allí estaba sentado, reclinado en la silla, mientras hacía bolas de papel y las arrojaba a una papelera de metal. Al igual que visitar el monumento a Jefferson, aquel mecánico ejercicio le ayudaba a pensar.
Aquella mañana también le estaba ayudando a matar el tiempo mientras esperaba la llamada de su inmediato superior, Arlen Douglas. El tipo tenía «grandes aspiraciones» y, aunque sólo ocuparía el puesto durante unos meses, no estaba satisfecho del rendimiento de sus hombres, por lo que había iniciado una exhaustiva búsqueda de chivos expiatorios.
Por esa razón, aquella mañana el suelo de su oficina parecía una pista de esquí cuando Carl Barelli hizo su aparición con un pase de visitante sujeto en el bolsillo de su elegante americana.
Mulder lanzó otra bola de papel, falló e hizo girar su silla.
—Menos mal que tenemos a Michael Jordán.
—Michael Jordán se retiró el año pasado.
—Ése es tu problema, Carl —suspiró Mulder——. Prestas demasiada atención a los detalles. La idea principal es lo que importa.
Ante su sorpresa, su viejo amigo no replicó, sino que empezó a pasear arriba y abajo moviendo las manos nerviosamente pero sin rozar ningún objeto, deteniéndose frente a las fotografías de los criminales más buscados y los pósters de la NASA clavados en la pared, aunque sin ver nada.
Carl tenía la clásica planta italiana y una abundante cabellera oscura, pero no resultaba un tipo muy atractivo debido a sus numerosas cicatrices. Había sido jugador de rugby semiprofesional, pero un exceso de entrega y una acusada falta de técnica le habían impedido hacer carrera en la liga profesional o en el extranjero. Afortunadamente, había descubierto a tiempo sus limitaciones y había reorientado su carrera hacia el periodismo deportivo. Ahora escribía para el New Jersey Chronicle y cada seis semanas se daba una vuelta por Washington para seguir de cerca a los Redskins o informarse sobre los avances del Congreso en la nueva legislación sobre seguridad en el deporte. Siempre iba a visitarlo en busca de una invitación para comer o una noche de diversión.
Mulder nunca había querido averiguar cómo se las ingeniaba su amigo para hacerse con un pase; su intuición le decía que era mejor no saberlo.
—Bueno, pues… —empezó Barelli y se desplomó sobre una silla, apartando con los pies las bolas de papel esparcidas por el suelo.
Dirigió la mirada distraídamente hacia el exterior del despacho, observando a través de los cristales el pausado ir y venir de agentes, y luego volvió a clavarla en la pared.
—Pues ¿qué? —insistió Mulder.
—Esto… ¿Dónde está Scully?
—Se ha tomado unos días de vacaciones. Creo que ha ido al Oeste a ver a unos amigos. Me echa tanto de menos que ni siquiera me ha enviado una postal —añadió enarcando las cejas—. Estamos a miércoles, ¿no? El lunes que viene ya estará aquí.
—¡Qué lástima! Tenía ganas de verla.
Mulder sonrió. Desde que la había conocido, hacía poco más de un año, Carl había intentado, sin éxito hasta el momento, sacar a Scully del FBI y hacerle un sitio en su corazón, y no necesariamente en este orden. Aunque Scully se sentía halagada, siempre decía que Carl Barelli no era el hombre de su vida.
Mulder no podía menos que darle la razón. Le caía bien y habían pasado buenos ratos juntos, pero aquel hombre parecía sentir un irrefrenable deseo de perseguir mujeres. Para Mulder, Scully era sólo su compañera de trabajo.
Barelli cruzó las manos sobre el estómago, apretó los labios y emitió un tenue silbido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mulder extrañado.
Ni un apretón de manos, ni la invitación a salir de rigor, ni siquiera la intención de enseñarle a encestar una buena canasta. Había roto la rutina habitual.
—Lo siento, tío —dijo forzando una sonrisa y cruzando las piernas—. La verdad es que he pasado una semana de mierda y estar sentado aquí me deprime aún más. ¿Cuándo te van a dar un despacho con una buena vista?
—Me gusta éste. Es muy tranquilo.
—¿Tranquilo? Una tumba, eso es lo que parece.
—¿Qué te pasa, Carl? —repitió.
El periodista dudó un momento antes de aclararse la garganta y empezar a hablar.
—¿Recuerdas a Frank Ulman?
—Me parece que no —contestó Mulder haciendo otra bola de papel—. ¿Lo conozco acaso?
—Creo que os conocisteis en casa de mi hermana hace un par de navidades. Un chaval muy delgado. Quería ligarse a mi prima Angie pero no daba una, así que decidiste enseñarle cómo hacerlo.
Lanzó la bola y una imagen se formó en su mente mientras sus labios se curvaban en una sonrisa. Aquel tipo se había presentado en la casa de los Barelli, a las afueras de Nueva Jersey, con la esperanza de deslumbrar a alguna mujer con su uniforme y sus historias sobre el ejército. Parecía tan desesperado que Mulder había acabado sintiendo pena por él. Desgraciadamente, la charla de hombre a hombre que habían mantenido nunca llegó a dar los frutos deseados. Habían hecho falta varios hombres para impedir que el hermano de la muchacha lo echara de la casa a patadas.
—Ya —asintió—. Ya me acuerdo.
La bola de papel entró acertadamente en la papelera.
—Bien, empezó a salir con Angie hace un par de meses. Salir en serio, quiero decir. Creo que habían hablado de boda y todo eso.
—¿Tu prima y ese tío? —exclamó Mulder—. ¿En serio? ¿Por qué sujetaron a su hermano aquella noche?
Barelli hizo una mueca y apartó la mirada.
«Mierda —pensó Mulder—. Ya he metido la pata».
—Sigue —invitó, irguiéndose en la silla.
—Murió el sábado pasado.
—¡Joder! Lo siento, Carl —se disculpó—, no quería…
—Está bien, está bien —lo interrumpió Barelli sonriendo amargamente—. Tú no podías saberlo. No es el tipo de noticias que se dan en los informativos nacionales. Estaba destinado en Fort Dix, pero no le gustaba el trabajo que hacía allí. Estaba harto de hacer de chupatintas y quería algo más heroico, tipo Boinas Verdes o algo así. Es igual, la cuestión es que el viernes por la noche se enzarzó en una pelea en un bar de Marville, la población vecina.
—Apuesto a que fue por una mujer.
—Algo así. Acabó en el hospital de la base y se le ordenó no moverse de la cama hasta el domingo. Pero, al parecer, a Frankie no le agradó la idea de quedarse todo el fin de semana encerrado. Lo encontraron el domingo por la mañana en una carretera situada al sur del cuartel.
—¿Cómo murió?
Barelli se aflojó el nudo de la corbata.
—Le rebanaron el cuello.
Mulder cerró los ojos al imaginar el dantesco espectáculo.
—¿Han cogido al asesino?
—No.
—¿Algún testigo?
—¡Testigos! ¿En plena noche y en mitad de la nada? No me fastidies, Mulder. En realidad —añadió tras una pausa—, creo que hay uno. Una mujer. Pero estaba histérica, borracha y, probablemente, drogada. ¿Sabes lo que dijo? Dijo que el árbol tenía brazos y que iba armado con un cuchillo.
Arlen Douglas podía tener cualquier edad comprendida entre los cuarenta y pocos y los sesenta años. Su rostro permanentemente bronceado y surcado por finas arrugas, sus sienes plateadas y su atlética figura le daban un aire aristocrático. Se sentó tras su mesa y se ajustó el nudo de la corbata antes de cerrar la carpeta que tenía frente a sí.
Saltaba a la vista que se sentía en su nuevo despacho como en su propia casa. La mesa estaba abarrotada de retratos de su familia y de fotografías suyas en compañía de tres presidentes, y las paredes, decoradas con pósters de artistas de cine y una docena de senadores. A la derecha había una bandera norteamericana con pie de cobre y, detrás de la mesa, una enorme ventana cuyas cortinas de color beige impedían disfrutar de una vista maravillosa.
Cuando su intercomunicador zumbó, apretó un botón y dijo:
—Hágalo pasar, señorita Cort.
El agente especial Webber abrió la puerta, sonrió con timidez y atravesó el umbral. Dudó un momento antes de cerrar la puerta y acercarse a la mesa.
Douglas rezó para que el muchacho no se cuadrara ante él.
—¿Quería verme, señor?
—Así es —contestó tamborileando con los dedos sobre la carpeta—. Quería felicitarlo por el excelente trabajo realizado por su equipo en el caso Helevito.
Webber se ruborizó.
—Gracias, señor, pero no ha sido mi equipo, sino el del agente Mulder.
—Naturalmente —replicó Douglas con una sonrisa—. Sin embargo, he oído que usted tuvo un papel destacado y exhibió un amplio conocimiento de las más modernas técnicas de investigación.
Hizo una pausa mientras observaba cómo el joven se esforzaba por contener su satisfacción. Iba a ser más fácil de lo que había imaginado.
—Dígame una cosa, Hank. ¿Le ha gustado trabajar con Fox Mulder?
—¡Desde luego! —exclamó Webber, dando rienda suelta a su entusiasmo—. Ha sido fantástico. Quiero decir que me pasé años estudiando en Quantico y ahora me he dado cuenta de que no tiene nada que ver con… —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. No he querido decir que no hagan un buen trabajo en Quantico, señor. Nada de eso. Lo que quiero decir…
—Lo entiendo —le interrumpió Douglas con una sonrisa—. La mejor escuela es la vida, ¿no es así?
—Eso es, señor.
«Pues claro, idiota», pensó. Alguien iba a tener que devolverle aquel gran favor. Se merecía una gran recompensa.
—¿Diría que trabajar con el agente ha sido una experiencia instructiva?
—Desde luego.
—Pero ¿No es cierto que muestra una tendencia constante a saltarse las reglas?
Sabía que su pregunta causaría un gran sobresalto al muchacho. Webber se rebulló inquieto en la silla, atrapado entre el aprecio que sentía por Mulder y la lealtad que debía al FBI. Douglas era consciente de que, aunque Mulder acataba las reglas cuando le convenía, prefería dejarse llevar por su intuición. Ahí estaba el problema: sus intuiciones. Casi siempre eran extraños presentimientos o meras conjeturas. Douglas se extrañaba de que alguna vez hubieran conducido a la resolución de algún caso.
—Está bien, Hank. No tiene importancia —replicó, acariciando la carpeta con las manos—. Como he dicho, ha hecho un buen trabajo. Gracias a usted, nos será muy fácil poner a Helevito a la sombra durante el resto de su vida. Pero, antes de que convierta a Mulder en un héroe, creo que debería saber un par de cosas sobre él —añadió cambiando la sonrisa de su rostro por una expresión que invitaba a la vez a unirse al exclusivo círculo de privilegiados y a desconfiar de las apariencias.
Webber lo miró ceñudo.
—Quiero pedirle un favor, Hank —dijo Douglas enseñando los dientes en una amplia sonrisa—. Un favor personal que puede catapultar su carrera en el FBI.
Mulder no sabía qué decir. Había intentado explicar a Barelli que no era posible investigar el caso sin autorización previa o una petición del fiscal, pero su amigo parecía no comprenderlo. No dejaba de repetir que era un caso perfecto para Mulder.
«Fenómenos paranormales —pensó Mulder dolido—. Mundialmente conocido por mi dominio de los fenómenos paranormales».
—Tú mismo has dicho que esa mujer es una histérica y, para colmo, estaba borracha —señaló Mulder haciendo visible su descontento—. Sólo alguien en esas condiciones tan lamentables podría decir algo así. Ésta es la razón por la que no solemos confiar ciegamente en los testigos. Coge a tres testigos de un crimen y tendrás tres versiones distintas del mismo hecho.
—Vamos, Fox, ya sé que…
—Lo que quiero decir, Carl, es que esa mujer estaba muy trastornada. ¡Cómo para no estarlo! Y además…
—Habla por ti, Mulder —le interrumpió una voz desde la puerta.
Barelli se puso en pie de un salto y dio un grito de alegría, olvidando momentáneamente sus preocupaciones.
—¡Dana, cariño!
—Llegas pronto —dijo Mulder a modo de saludo.
Dana Scully hizo una mueca, le arrojó el bolso y se desprendió de su abrigo.
—Llegué ayer por la noche. El paisaje del campo me cansa. ¡Es tan monótono!
A Mulder le pareció que ofrecía un aspecto excelente. Su cabello castaño claro estaba cuidadosamente peinado, no se apreciaban signos de cansancio en su rostro apenas redondeado y vestía impecablemente una camisa con chorreras y una falda de color vino con chaqueta a juego.
—Estás preciosa —dijo Barelli, mientras atravesaba la habitación para abrazarla.
Dana soportó el abrazo durante unos segundos y se apresuró a desprenderse de él con tanta habilidad que Mulder sintió deseos de aplaudir.
—Carl tiene un pequeño problema, pero me temo que no podemos ayudarle —dijo.
—Tonterías —replicó Barelli alegremente—. Sólo necesito encontrar a alguien que me ayude a convencerte, y Dios me ha enviado a esta hermosa señorita.
Scully, deseosa de evitar a toda costa un nuevo abrazo, cazó al vuelo su bolso cuando Mulder se lo arrojó y se sentó en una silla libre.
—Cuéntame, ¿cómo ha ido el viaje?
—Bien. Ha sido muy… relajante —contestó tras pensarlo un momento.
—Deberías haberte quedado unos días más.
—¿Bromeas? —intervino Barelli con una sonrisa seductora—. Mulder, tú no conoces a esta mujer. No puede olvidar el trabajo durante más de dos horas. Me alegro. Si no fuera así, no habría tenido oportunidad de verte. Tal vez tú puedes convencer a este cabezota de que eche una mano a un viejo amigo.
Scully miró a Mulder, que había empezado a aplaudir. Sonó el intercomunicador. Unos segundos después se rascaba la cabeza con la mano derecha mientras sujetaba el auricular con la izquierda.
Escuchó en silencio, mirando a Dana, que tenía la vista clavada en él.
—Carl, lo siento pero debo ver al jefe —dijo cuando colgó—. Dile a Dana dónde te alojas y ya te llamaré.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Dana.
—No te preocupes. No he hecho nada. Creo —añadió poniéndose la chaqueta—. Todo está bien, acabamos de cerrar un caso.