El cabo Frank Ulman no soportaba ni un minuto más en aquella cama. Le dolía la espalda, le dolía el trasero y le dolían las piernas. Lo único que todavía no le dolía era la cabeza, pero prefería arrancársela de cuajo antes que contar otra vez las manchas del techo.
Sin duda, aquélla no era la mejor manera de pasar la noche de un sábado. Lo peor era que su propia estupidez lo había llevado a aquella situación. La noche anterior había querido salir a tomar una copa, quizá a buscar una chica, ya que su novia tenía que trabajar, y despertarse al día siguiente fresco como una rosa. Sólo eso. Nada más. Así pues, tras una larga conversación con el sargento, había obtenido un pase, había cambiado su uniforme por ropa de civil y había conseguido que un par de oficiales medio calvos, que no habían dejado de quejarse porque el Ministerio de Defensa no acababa de decidirse a cerrar la base de Dix, lo acercaran hasta Marville.
Se había tomado una copa en el bar de Barney, mientras charlaba con el fornido camarero y veía el partido de los Phillies. Aquella noche el tema de conversación había sido la muerte del pobre Grady, a quien alguien había rebanado el cuello el fin de semana anterior.
Había sido una lástima. Le caía bien aquel tipo. Alguna vez lo había invitado a una copa y había disfrutado con sus historias. Grady siempre lo llamaba Sal porque, según él, Frankie era clavado a un viejo actor llamado Sal Mineo. Después de corregirle un par de veces, había acabado acostumbrándose a su nuevo apodo. Si el viejo creía que se parecía a un actor, a él le daba igual.
Grady había muerto y, con él, Sal. Era una pena.
Había cometido el primer error de la noche tras la segunda copa y el segundo asalto de los Phillies: intentar ligarse a una mujer que estaba sentada sola en una mesa en la parte posterior del local. Frankie no era muy remilgado con las mujeres y aquélla no tenía mala pinta. Angie no estaba allí. Sin embargo, la muy perra no tenía ganas de ligar y, cuando él insistió, le sugirió a gritos que volviera a casa con su mamá y que por el camino realizara toda clase de porquerías sexuales.
Segundo error: dejar un billete de treinta dólares sobre la mesa e instarla a cerrar el pico o a cogerlo y devolverle el cambio cuando hubieran terminado.
Tercer error: no escuchar la sugerencia del corpulento camarero de que se largara si no quería meterse en un buen lío.
El cabo Ulman y unos cuantos caldereros con ganas de bronca y muchas razones bajo su cinturón habían replicado al camarero llamándolo maricón.
Cuando despertó, se encontraba en Walson, el hospital de las fuerzas aéreas, donde un médico le cosía la barbilla y le escayolaba el brazo bajo la furiosa mirada del sargento.
«A la cama —le habían ordenado—. Tómate estas pastillas y no nos des más problemas. No queremos volver a verte por aquí».
Durante todo el día había estado tumbado en aquella cama mirando al techo, con el brazo izquierdo en cabestrillo y la cara como un mapa.
Nadie sentía lástima por él. El sargento le había comunicado que, en cuanto se levantara al día siguiente, lo rebajarían de grado. Otra vez.
Así pues, se dijo que no tenía mucho que perder. Se sentó en el borde de la cama y esperó hasta que se le pasó el mareo. Necesitaba salir de allí, caminar un poco y respirar aire fresco. Quizá jugar una partida y contar alguna historia. Cualquier cosa antes que quedarse en aquella cama contando las manchas del techo.
Se vistió y se calzó las botas torpemente. Cuando llegó a la puerta sintió un dolor agudo en la mandíbula que casi lo obligó a retroceder hasta la cama. Era una cuestión de orgullo. ¿Qué soldado se quedaría en la cama por una simple fractura y unas cuantas magulladuras?
Asomó la cabeza al pasillo y comprobó que no se veía ni se oía a nadie. ¿Qué esperaba? Todos debían de estar en Marville o en Browns Mills divirtiéndose, bebiendo y pasando un buen rato con las chicas.
Estaba furioso consigo mismo. Un error estúpido, un puñetazo bien dado y allí estaba, convertido en un paralítico. No le extrañaría que cualquiera de los muchachos hubiera llamado a Angie y le hubiera dado un informe completo de lo ocurrido. Hijos de puta.
Necesitaba una copa y una partida. Algo que lo tranquilizara y lo ayudara a olvidar el dolor. Sabía dónde conseguirlo.
Tras meterse en el bolsillo del mono una pequeña linterna y tomarse una de las pastillas que le había recetado el médico, se coló en la habitación de Howie Jacker y salió a los pocos segundos con dos botellas de Southern Comfort escondidas bajo la chaqueta. El muy idiota nunca cerraba su taquilla. Peor para él. Y mejor para Frankie.
Cinco minutos después se encontraba fuera del edificio. Detrás del cuartel de ladrillo sólo se distinguía la espesura del bosque. Llegó hasta un estrecho camino y se dirigió a un claro situado a unos quinientos metros. Lo había descubierto el verano anterior. Era un lugar reservado para aquellos que querían beber o hacer cualquier otra cosa a solas.
A decir verdad, el claro estaba fuera de los límites del cuartel, lo que significaba que había razones para acusar a sus usuarios de abandonar su puesto.
¿A quién le importaba? Daba igual una parte del bosque que otra.
Antes de perder de vista por completo el cuartel, dio el primer sorbo a la botella. Saboreó largamente el licor. Se alegró de haber mandado a paseo las malditas manchas del techo y de salir a dar una vuelta. Dio otro sorbo, se guardó la botella en el bolsillo y extrajo la linterna. No era muy potente, pero sí suficiente para evitar tropezar con alguna rama. No obstante, el camino se utilizaba con tanta frecuencia que casi no había vegetación en el suelo.
Apuró el paso y levantó la vista con la esperanza de divisar alguna estrella o la luna. No es que la oscuridad del bosque lo asustara, pero él era un hombre de ciudad y apenas conocía los secretos del bosque.
Lo que no le gustaba nada era el sonido de aquellos árboles.
La brisa les arrancaba inquietantes murmullos que le recordaron los gemidos de un anciano; cuando reinaba la calma, las hojas se movían mecidas por los poderes de la noche que escapaban del haz de luz de su linterna.
Otro trago. El bosque intentaba decirle algo.
Se detuvo, volvió la cabeza y siguió con la linterna el borde del camino. Nada. Sólo troncos y arbustos.
Dio otro sorbo y siguió caminando. Cuando se dio cuenta de que acababa de terminarse la primera botella, la lanzó lejos de si furiosamente. Acarició la otra botella y decidió que la guardaría para más tarde.
La brisa se había convertido en una violenta ráfaga de aire, húmeda y fría. Las ramas de los árboles bailaban y susurraban.
«De acuerdo —admitió—. Quizá no haya sido tan buena idea. Tal vez fuera mejor regresar al cuartel, tumbarse en la cama, beber hasta perder el sentido y esperar la bronca del sargento al día siguiente».
Le dolía la cabeza, le dolía el brazo y le dolía la mandíbula.
—Dios… —murmuró.
Otra fuerte ráfaga estuvo a punto de apartarlo del camino, mientras la niebla enturbiaba la luz de su linterna. Algo se movió en la oscuridad. Algo enorme.
Frankie se tambaleó y lamentó haber bebido tanto después de haberse tomado los calmantes. El estómago le ardía y el sudor bañaba su espalda.
Comenzó a sentir frío. El viento era helado.
Algo se acercaba a él sin tomarse la molestia siquiera de no hacer ruido. Recordó el Diablo de Jersey y rio. ¿Conque un monstruo de verdad en medio de Nueva Jersey? «Venga ya, cuéntame otra».
Su estómago se quejó ruidosamente. Tragó saliva y apresuró el paso mientras los arbustos espinosos le arañaban las piernas. El dolor en el brazo era cada vez más intenso. Se lo sujetó con la mano libre mientras barría la oscuridad del camino con la linterna.
Tropezó con una rama y cayó al suelo. Gritó, lanzó una maldición y, levantándose trabajosamente, preguntó quién demonios estaba allí. Maldita sea, estaba enfermo, se había perdido y comenzaba a hartarse.
El viento le alborotó el cabello, y una gota de lluvia cayó sobre su nariz.
—Perfecto —gruñó—. Lo que faltaba.
Había algo detrás de los árboles; algo camuflado tras la oscuridad que lo rodeaba.
Se secó la cara con el brazo e intentó abrirse paso hasta un claro. Sabía que no era el camino correcto, pero a alguna parte lo conduciría y en ese momento sólo deseaba salir de allí.
Era un idiota. Un auténtico idiota. El sargento lo mataría, Angie lo mataría y Howie lo mataría cuando descubriera que sus reservas habían desaparecido.
Había algo detrás de él. Algo encima de él.
La fina lluvia se filtraba hasta el suelo a través de las ramas y las hojas.
—Dios, sácame de aquí —suplicó.
Inició una alocada carrera, rodeó un roble caído y esquivó un abedul. Los únicos sonidos perceptibles eran su propia respiración, la lluvia y el silbido del viento. Pero no podía detenerse. Sentía que el dolor aumentaba de intensidad a cada paso que daba, pero no podía dejar de seguir el fino haz de luz que le guiaba. Rodeó un matorral y el mundo desapareció de su vista.
Rodó hasta el interior de una zanja, aulló de dolor cuando cayó sobre su brazo herido y se desmayó hasta que el mismo dolor le hizo volver en sí. La fría lluvia que caía sobre su rostro le recordó las finas patas de una araña.
Se arrodilló y vomitó hasta que le ardió la garganta. Todavía conservaba la linterna en su mano y enfocó hacia arriba para calcular la altura. Un metro escaso. Y, posiblemente, había una carretera al otro lado.
Medio mareado, tragó saliva y trepó. Cuando estuvo fuera, miró hacia la inmensidad del bosque que se extendía a sus espaldas.
Ni loco volvería por allí. Ni hablar. Prefería regresar al cuartel haciendo autostop. ¿Y si se topaba con un coche patrulla? Estaba dispuesto a enfrentarse con lo que fuera antes que adentrarse de nuevo en el bosque. Lo que fuera, incluso las iras del sargento.
El camino terminaba unos cuantos metros más adelante.
El dolor incesante lo obligó a detenerse. Se apoyó en un pino al que habían despojado de todas sus ramas. Algunas de ellas estaban esparcidas por el suelo. «Alguien ha debido de hacer fuego aquí», pensó.
—Vamos —se ordenó—. Vamos, mueve el culo.
Un trago. Sólo uno.
La lluvia era fría, y el viento, helado: hacía demasiado frío para ser primavera. Se llevó la mano al bolsillo y sonrió al comprobar que la segunda botella seguía allí, intacta. Desenroscó el tapón y la elevó sobre su cabeza. Bebió un largo sorbo y se pasó la lengua por los labios.
Aguzó la vista y distinguió la silueta de un jeep aparcado a su izquierda, a unos cuarenta y cinco metros de distancia.
Sonrió, agitó la linterna y apresuró el paso apoyándose en los árboles. Gracias a Dios, no era un coche patrulla. Seguramente se trataba de una parejita. Rió aliviado. Un jeep no era el lugar más cómodo para hacerlo.
Bebió otro trago y volvió a agitar la linterna.
La puerta junto al asiento del copiloto se abrió y una mujer asomó la cabeza.
—¡Eh! ¿Me lleva? —gritó, sofocando un hipido.
La mujer desapareció dentro del coche. Frankie bebió, se tambaleó y se apoyó en un tronco.
Nunca habría dicho que los árboles fueran blandos, tan blandos como aquél.
Gritó e intentó ponerse en pie mientras la botella se le escurría entre los dedos y caía al suelo.