—¿Has dicho Vincent? —preguntó Scully buscando donde asirse mientras Mulder salía del aparcamiento a toda velocidad—. ¿La oficial Maddy Vincent, la telefonista?
El llamativo Cadillac rosa tomó una curva, dejó atrás el Royal Baron y se perdió en la espesa niebla. Webber y Andrews les seguían a corta distancia, aunque apenas distinguían los faros del coche. A pesar de la tormenta, Mulder se negó a reducir la velocidad. Si los otros coches no se apartaban de su camino, era problema de ellos. Él ya tenía bastante intentando ver la carretera a través de la lluvia.
—Por eso Carl quería hablar con ella —explicó mientras recuperaba el control del coche después de estar a punto de volcar—. Quería que ella le dijera dónde estaban todos cuando ocurrieron los asesinatos. Es la única persona que sabe donde se encuentran los polis en todo momento… y de las pocas que sabía donde estábamos ayer.
—Mulder, eso no es suficiente para acusarla. Necesitamos más pruebas.
—Cúbrete las espaldas.
—¿Cómo?
—El duende murmuró «Cúbrete las espaldas» justo antes de golpearme y esta mañana, cuando volvíamos del hospital, Vincent ha dicho lo mismo a Spike. Era la misma voz, estoy seguro.
Se metió en un enorme charco lleno de barro y salpicó a todos los coches que pasaban junto a él. Una camioneta lo adelanto, llenándole el parabrisas de agua. Miro a Scully de reojo y observó que se rebullía inquieta en su asiento.
—Todo ese maquillaje —dijo ella—. Y la laca. Es…
Murmuró algo que el no llego a entender, pero se interrumpió y contuvo la respiración cuando Mulder estuvo a punto de meterse debajo de la camioneta al tratar de adelantarla.
—Algo va mal —continuó—. Sea lo que fuere lo que le están dando, empieza a fallar. Si fuera un tratamiento efectivo, la oficial Vincent podría recuperar su color normal. Pero no es así, Mulder, y tiene que disimularlo de alguna manera.
Mulder estuvo de acuerdo con Scully. El proyecto había fracasado y estaba seguro de que no era la primera vez que ocurría. Sin embargo, sospechaba que esta vez Tymons y la doctora Elkhart habían estado a punto de conseguirlo.
Por esa razón, la doctora y el mayor planeaban salir de allí cuanto antes y empezar de nuevo en otro lugar. No podía apartar de su mente la estremecedora imagen de un ejército entero de sombras deslizándose silenciosamente a través de la oscuridad de la noche.
El coche de adelante frenó. Mulder gruñó, efectuó, una arriesgada maniobra para cambiar de carril y dio un volantazo a la derecha cuando distinguió entre la lluvia los faros delanteros de un camión que se aproximaba a toda velocidad. Era demasiado tarde para frenar, así que aceleró, adelantó al coche y se aferró al volante con la intención de desviar la trayectoria de su vehículo, que se dirigía directamente al bosque.
—Mulder —dijo Scully suavemente—, no vamos a solucionar nada matándonos en la carretera.
—¡Oh, no! —exclamó el golpeando el volante con rabia—. ¡Elly!
—¿Qué pasa ahora?
—Vincent es la telefonista, ¿no? Le basta con una simple llamada para mandar a Spike a cualquier otro sitio y dejarse el campo libre.
Frenó en seco y salió del coche provocando las iras de los demás conductores, que estuvieron a punto de llevárselo por delante. En cuanto lo vio en medio de la carretera, agitando los brazos como un loco, Webber freno de golpe mientras Andrews se sujetaba como podía para no salir despedida por el parabrisas.
—¡Hank, ve a la comisaría! —grito Mulder—. ¡Averigua donde está la oficial Vincent, ve allí y espéranos!
—¿Vincent? —replicó Webber incrédulo—. ¿Es una broma o que?
—¡Hank, haz lo que te digo y no preguntes! —ordenó—. Y tened cuidado. Si Scully tiene razón y esa chica ha empezado a perder la cabeza, no tendrá inconveniente en rebanar un par de cuellos pertenecientes a dos agentes del FBI.
No había tiempo para más explicaciones. Volvió al coche y piso a fondo el acelerador. Cuando consiguió ponerlo en marcha, el coche de Webber había desaparecido a toda velocidad entre la lluvia.
Elly Lang dio un respingo cuando un golpe de viento hizo temblar los cristales de su pequeño salón. «No hay nada que temer», se dijo. Tenía su bote de pintura naranja y el bastón con mango de nácar que ese muchacho tan amable, el oficial Spike, había encontrado en su habitación antes de salir «sólo diez minutos».
Sin embargo, estaba asustada. La tormenta había estallado con tanta violencia y había oscurecido tan deprisa que no parecía que fueran las cinco de la tarde. No, no podían ser las cinco; debía de ser medianoche, la hora en que los duendes salían a pasear. Seguramente, se había quedado dormida.
Las sombras bailaban a su espalda y sobre su cabeza mientras el sonido de la lluvia sobre el alero de la ventana resultaba más ensordecedor que el estruendo provocado por los truenos. El oficial Spike le había dicho que dejara la lámpara encendida, pero ella había preferido apagarla, así veía mejor el exterior de la casa y esperaba que resultara más difícil vislumbrar el interior a cualquiera que atisbara desde fuera.
Los cristales temblaron de nuevo. La lluvia arrecio mientras el granizo ametrallaba las ventanas.
«Estoy preparada», se dijo.
Y entonces se preguntó si había cerrado la puerta de atrás.
Rosemary, de pie en medio del salón de su apartamento, se lamentaba de haber ido a dar con semejante idiota. No hacia ni cinco minutos que había llegado cuando había recibido una nueva llamada del mayor, que deseaba asegurarse una vez más que su reputación quedaría intacta y que nadie encontraría el cuerpo de Tymons en el bosque. Había hecho cuanto había podido pero esta vez había ido demasiado lejos.
Después de tanto tiempo trabajando juntos intentando perfeccionar el descubrimiento de Tymons y de haber sido trasladados en numerosas ocasiones, Joseph se había mostrado como lo que realmente era: un inútil perdido y un estorbo.
Después de tanto tiempo a su lado, había acabado por aprender lo que eso significaba: soltar amarras, procurarse una buena coartada y empezar de nuevo bien lejos… con otra persona.
Volvió la mirada hacia su equipaje. Joseph siempre había sido esplendido con ella y la había colmado de regalos caros, regalos que ella no había dudado en vender en cuanto había empezado a intuir que la última fase del proyecto tocaba a su fin.
«Una mujer sola debe andar con cien ojos —se dijo—. Buscate una buena coartada, suelta amarras y, lo más importante: si no quieres despertar sospechas, no viajes con demasiado equipaje».
Se arrodilló frente a su bolsa de viaje, comprobó que los disquetes de Tymons estaban dentro, cerró la cremallera y tomó su abrigo. No le iba a resultar fácil ni barato conseguir que un taxi la llevara a Filadelfia, pero lo consideraba más una inversión que un gasto inútil. Sonrió al pensar que cualquier país pagaría una fortuna por conseguir los detalles del experimento.
Presa del nerviosismo, volvió a comprobar que los disquetes estuvieran dentro de la bolsa y recordó que debía deshacerse de su revolver antes de llegar al aeropuerto.
—Tranquilízate, Rosemary —dijo con una sonrisa—. Todo va a salir bien.
En cuanto a Madeline Vincent, iba a tener que arreglárselas ella solita. De todas maneras, no le quedaba demasiado tiempo.
Tomo su bolsa y, cuando se disponía a salir, alguien llamó a la puerta.
Mulder maldijo entre dientes y golpeó el volante con rabia cuando el tráfico lo obligó a detenerse. Esta vez Dana no le reprochó nada. Se había contagiado de su impaciencia hasta el punto de hacerle bajar la ventanilla y asomar la cabeza. Por si acaso, no se atrevía a sugerirle que se subiera a la acera; era capaz de hacerlo.
—No veo siquiera donde empieza el atasco —dijo—. Podemos pasarnos horas aquí.
Lo más desesperante era no poder comunicarse con los otros. Scully habría dado cualquier cosa por una radio con la que poder ponerse en contacto con Spike, el jefe de policía o Webber. Suspiró, abrió su bolso y cargo su revolver por si tenía que utilizarlo. Mientras lo hacia, sus dedos rozaron algo más.
«Oh, Dios», se dijo mientras ponía a trabajar a su cerebro a toda velocidad.
—Mulder… ¡Mulder! —repitió, levantando la voz para hacerse oír sobre el estruendo de la lluvia.
—Ojalá pudiera volar —se lamentó el clavando la mirada en el parabrisas, como si aquello fuera a despejar la carretera al instante.
—Mulder, te estoy hablando.
—Perdona. ¿Qué decías?
—El tiroteo en el bosque…
—¿A que viene eso ahora? —replicó él, golpeando el volante nerviosamente.
—Mira esto —contestó Scully mostrándole una ramita de pino—. Lo he encontrado en el coche de Hank esta tarde cuando se me ha caído el bolso.
—¿Y qué?
—Pues que la señora Radnor ha dicho que el interrogatorio de Licia apenas duró cinco o diez minutos. Creo que Licia ha estado poniéndonos las cosas difíciles. Hank y yo somos los únicos que hemos conducido ese coche y estoy segura de que no me he acercado a un pino. Hawks dijo que habían encontrado el lugar donde el tirador aparcó su coche… y no era un claro. No leí las notas de Licia, Mulder —se acusó, retorciéndose las manos—. Dijo que las tenía e incluso vi como las guardaba en un maletín… pero no las leí. Y cuando se reunió con nosotros en tu habitación no las llevaba.
—Scully…
—Mierda, la he hecho buena.
—Nada de eso; habrías metido la pata si yo hubiera muerto. Y ahora yo sería un espíritu errante y te perseguiría y…
—Mulder, hablo en serio.
—¡Pero si tú no crees en duendes y fantasmas! —replicó Mulder mientras el granizo empezaba a martillear el techo del coche—. Y bien, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Vamos a solucionar todos los asuntos que tenemos pendientes.
Mulder asintió y profirió un gruñido de desesperación cuando el tráfico se detuvo de nuevo.
—Conduce tú —ordenó, quitándose el cinturón de seguridad.
—¡Mulder! —gritó Scully, intentando sujetarlo por un brazo—. ¿Adónde vas?
—No puedo quedarme aquí parado —contestó él, encogiéndose de hombros—. No puedo… Reúnete conmigo en casa de Elly en cuanto consigas salir de aquí.
Scully lo vio alejarse corriendo bajo la lluvia y desaparecer tras doblar una esquina. Se apresuró a ocupar el asiento del conductor cuando los coches que la seguían empezaron a impacientarse. No debía de haber ni una sola regla que el agente Mulder no se hubiera saltado en alguna ocasión.
«Ten cuidado, Mulder, por favor —suplicó—. Cúbrete las espaldas».