Scully se prometió a si misma unas largas vacaciones mientras se encontraba, junto con Mulder, en un coche patrulla que les había recogido pocos minutos después de abandonar el hospital. Su conductor se había negado a contestar a cualquier pregunta.
—Hablen con el jefe —había sido todo cuanto habían conseguido arrancarle.
Scully hubiera jurado que Hawks intentaba mostrarse indiferente ante el hecho de tener agentes federales trabajando en su territorios Todo iba demasiado deprisa. Hubiera dado cualquier cosa por disponer de unos minutos a solas para pensar con calma; no era propio de ella sustituir la reflexión por la acción. Solo eso explicaba que hubiera aceptado de buenas a primeras la teoría de Mulder sobre un camaleón humano con un alto grado de autocontrol. No, ella no podía trabajar así.
El coche estuvo a punto de salirse de la carretera al tomar una curva a demasiada velocidad. Scully cayó de costado mientras lamentaba haber llamado a aquel kamikaze.
—Lo siento, señorita —se disculpo el conductor mientras Scully reprimía sus deseos de ahorcarlo.
Mulder, con la barbilla apoyada en sus manos, no había dicho esta boca es mía. Scully cerró los ojos cuando el coche se llevo por delante la rama de un árbol. Cuando los abrió de nuevo dijo:
—Mulder, siento mucho lo de Carl.
El contesto con un gruñido, A Scully Barelli nunca le había caído bien. Siempre le había parecido un tipo tosco, astuto y demasiado pagado de sí mismo pero, por alguna incomprensible razón, Mulder y el habían sido buenos amigos y, tras su muerte, ella había sido incapaz de ofrecerle unas palabras de consuelo. En cuanto había visto el cuerpo sin vida de Carl, se había apresurado a adoptar el papel de agente del FBI, decidida a que aquel asesinato no la afectara. Saltaba a la vista que Mulder estaba pasando un mal trago.
—Deberíamos ir a ver a Elly —dijo por fin.
Scully estuvo de acuerdo y pidió al conductor que les condujera allí.
—Lo siento, señorita, pero tengo órdenes de llevarles a la comisaría.
—No te preocupes por Hawks —replicó Mulder—. Nosotros nos hacemos responsables. Dile que esos brutos del FBI te pusieron una pistola en el pecho o algo así.
Por un momento, Scully temió que se negara a hacer lo que le pedían pero, finalmente, asintió y sonrió.
—Como quiera, señor.
—Entonces pisa fuerte, muchacho.
Cuando lo hizo, Scully tuvo que contenerse para no emprenderla a golpes con los dos.
El tráfico era intenso a la entrada de Marville. Como cada sábado al mediodía, los habitantes del pequeño pueblo paseaban y realizaban sus últimas compras. Su conductor tomó un atajo para evitar el denso tráfico de la calle principal y finalmente detuvo el coche frente al bloque de apartamentos donde vivía Elly Lang.
—¿Quieren que les espere aquí? —preguntó educadamente.
—Si, por favor —contesto Scully, abrió la puerta y descendió del coche.
El conductor tomo la radio y dijo:
—Maddy, soy Spike. Estamos en casa de la señora Duende. Díselo al jefe por si quiere reunirse aquí con ellos.
—«Esta bien, se lo diré. Cúbrete las espaldas, muchacho».
—Ya está —dijo el conductor, apagando la radio.
—¿Eso es todo? —replicó Mulder algo decepcionado.
—¿Qué esperaba? —se mofó el conductor sacudiendo la cabeza—. Aquí diez cuatro, repito diez cuatro. Cambio. El jefe dice que los polis solo hablan así en las películas. Además —añadió con una sonrisa—, no hay manera de que nos aprendamos los números de nuestros coches y como Maddy nos conoce…
Scully escudriñaba a través de las ventanas pero Elly había echado las cortinas y era imposible ver el interior de la casa. De repente, se llevo la mano a la garganta y echo a correr en dirección al pequeño parque.
—¡Sígueme, Mulder! —gritó atravesando la calle sin reparar en el trafico.
Elly Lang, arrebujada en un abrigo negro, sostenía un paraguas abierto sobre su cabeza. Estaba sentada en su banco y parecía tan absorta en la contemplación del campo de béisbol que no volvió la cabeza cuando Scully grito su nombre.
«No, por favor —suplicó ésta atravesando el campo mojado mientras Mulder le daba alcance y se situaba a su derecha—. Ahora no».
—¡Elly! —grito.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si algo malo le ocurría a Elly Lang, estaba dispuesta a arrancar todas las medallas de la guerrera del mayor Tonero y clavárselas en el pecho una a una.
De repente, una mano surgió por detrás del paraguas y, antes de que Scully pudiera hacer nada para impedirlo, le estampo una mancha de pintura naranja en la blusa.
—Oh, eres tú, pequeña —dijo la anciana, guardando el bote de pintura en su bolso—. Creo que empiezo a perder reflejos.
Scully, demasiado asombrada para replicar, se limitó a asentir mientras intentaba recuperar la respiración.
—Creía… —balbuceo.
—Lo se, pequeña, lo sé. Pero a mi nunca me harían daño —añadió volviéndose hacia Mulder, que llegaba en ese momento junto a ellas—. Supongo que piensan que una vieja como yo es completamente inofensiva.
—Señora Lang —intervino Mulder—, éste es diferente.
—Ya ha matado a tres personas —añadió Scully sentándose junto a ella y cerrando el paraguas— y es posible que ataque a más gente; creemos que su vida corre peligro.
—Jovencita, me temo que todavía te queda mucho por aprender sobre los duendes —replicó Elly Lang muy digna—. Eres una buena chica pero no sabes nada. Los duendes no matan a la gente. Nunca lo han hecho y nunca lo harán.
Dana dirigió una mirada suplicante a Mulder y éste se volvió hacia la anciana apoyando una mano en su rodilla.
—Señora Lang, éste está enfermo.
—Ellos no se ponen enfermos —replico ella obstinadamente.
—No es nada físico, ¿sabe? Es de aquí —dijo Mulder, llevándose un dedo a la sien—. No es como los otros. Es… —balbuceó—, no se como decirlo; es un duende maligno, señora Lang.
Las últimas palabras pronunciadas por Mulder sembraron la duda y el temor en Elly Lang y añadieron veinte años a su ya ajado rostro.
—No debería estar aquí fuera —dijo Scully. Tomó a la anciana de un brazo y la ayudo a ponerse en pie mientras Mulder recogía el paraguas del suelo—. Hace mucho frío y va a empezar a llover de un momento a otro. ¿Ve a ese hombre? —añadió señalando el coche patrulla al otro lado de la calle—. Se llama Spike y apuesto a que estará encantado de hacerle compañía durante un rato.
—¿Esta casado? —pregunto Elly.
—No lo se… —titubeo Scully—. No lo creo.
—Es un buen chico, ¿verdad? —dijo Elly señalando a Mulder, que se había adelantado unos metros.
—Si que lo es.
—Eso que dijo… —murmuro la anciana deteniéndose en medio de la calle—, ¿es verdad?
Scully asintió.
—No quiero morir. Todavía no estoy preparada.
—No se preocupe —la tranquilizo Scully—. Nosotros estamos aquí para evitar que le ocurra algo malo.
—Soy una vieja tacaña y chiflada, ¿verdad?
—Bueno, yo no diría tanto —replicó Scully con una sonrisa cariñosa—. Vamos a dejarlo en cabezota.
—¿Y tú, pequeña? —pregunto inesperadamente—. ¿Eres cabezota?
Scully vaciló. Afortunadamente, Todd Hawks llegó en ese momento. Minutos más tarde, Elly Lang descansaba en su apartamento mientras Mulder y Scully ponían al jefe de policía al corriente de sus últimas averiguaciones.
—A ver si lo he entendido bien —dijo este último cuando le informaron de que sus sospechas se centraban en el Departamento de Proyectos Especiales—. ¿Me están diciendo que buscamos un experto en disfraces?
—Más o menos —contesto Scully.
—El mejor —añadió Mulder con una sonrisa—. Digamos que seria un buen empapelador de paredes.
—El muy hijo de puta —se lamentó Hawks mirando al cielo e implorando ayuda divina—. Dios, ¿qué he hecho yo para merecer esto? Si no es mucho preguntar —añadió en tono cansado—, ¿sospechan de alguien? Lo digo porque hay tres familias y unos cuantos políticos que no dejan de pedirme explicaciones y yo no se que decirles. A lo mejor ustedes pueden explicarme que tiene que ver con todo esto un senador que ha llamado a mi despacho esta mañana mientras yo estaba en casa de la oficial Vincent.
«Lo que faltaba», se dijo Scully. Aunque aquél era un vecindario tranquilo, el rumor del tráfico llegaba a sus oídos. La noche empezaba a caer sobre Marville y se encendían las primeras luces de las casas. Un perro negro se pavoneaba orgulloso por el campo de béisbol. Como ella, parecía estar a la expectativa de que ocurriera algo decisivo.
—Señor —dijo—, ¿le importaría localizar por radio al resto de nuestro equipo?
—Desde luego —contesto Hawks con una sonrisa triste—. La última vez que he sabido de ellos se dirigían a la comisaría a buscarlos.
Mulder interrogó a Scully con la mirada pero ella sacudió la cabeza y guardo silencio hasta que Hawks estuvo dentro de su coche.
—Mulder, hemos estado haciendo el idiota. El mayor está a punto de despedirse a la francesa y nosotros no hacemos más que dar bandazos de un lado a otro.
—Vamos a comer algo —propuso él.
—¿Tienes hambre?
—No, pero Hank es insuperable delante de un plato de crepes.
—Mulder, por favor… —se lamentó Scully—. De acuerdo —accedió—, lo que tú digas.
Entró en el apartamento de Elly y comprobó que Spike sostenía la gorra entre las manos y escuchaba atentamente el interminable relato sobre la lucha de la anciana contra los duendes. Ni siquiera advirtieron su presencia cuando cerró la puerta suavemente tras de si y se reunió fuera con los otros. Mulder le hizo una seña desde el coche para que se acercara.
—¿Cuándo sabré algo más? —preguntó Hawks, interponiéndose en su camino.
Scully le prometió que pronto y maldijo entre dientes cuando su bolso se le escurrió del hombro y su contenido se desparramo por el suelo. «Tengo que mantener la calma», se dijo mientras Hawks bromeaba sobre la cantidad de cosas que se pueden encontrar en el bolso de una mujer y se agachaba para ayudarle a recoger las cosas. Scully se arrodillo para alcanzar un lápiz que había rodado debajo del coche y vio algo que le hizo contener la respiración.
—¿Necesita ayuda, agente Scully?
Ella sacudió la cabeza, retrocedió y se guardo el lápiz en el bolsillo. Hawks se inclinó para ayudarla a levantarse y, mientras lo hacia, su mirada se clavó en la matricula del coche.
—Agente Scully, si no se encuentra bien…
—Estoy bien, de verdad. Se me acaba de ocurrir algo, eso es todo —mintió sabiendo que, aunque Hawks no creía ni una palabra, no acertaba a formular la pregunta adecuada—. De todas maneras, muchas gracias —añadió, entrando en el coche.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Andrews, como de costumbre, en cuanto se reunió con ellos—. Si les interesa mi opinión, pienso que estamos perdiendo el tiempo. Parecemos peces mordiéndonos la cola.
—Eso es —replico Scully, sorprendiéndoles—. Por eso, lo que vamos a hacer ahora es ir al restaurante, disfrutar de una buena cena y reflexionar sobre los últimos acontecimientos.
—¿Y cuando vamos a ocuparnos de nuestro duende?
—Nuestro duende se estará quietecito hasta esta noche.