Aquella tarde la temperatura era muy agradable. El sol brillaba y no se divisaba una sola nube. Aunque los cerezos todavía no habían florecido, los nuevos brotes acallaban el rumor del tráfico de los jueves. Había pocos turistas en el monumento a Jefferson, la mayoría de ellos ancianos equipados con máquinas fotográficas o cámaras de vídeo que no parecían tener mucha prisa en realizar su visita. Unos cuantos corredores se entrenaban junto al borde del lago, mientras dos botes de remos se deslizaban lentamente por sus tranquilas aguas.
Por todas estas razones, entre otras muchas, aquél era el lugar preferido por Fox Mulder cuando buscaba paz y tranquilidad. Le gustaba sentarse en los escalones de mármol sin tener que aguantar la aburrida cháchara que los guías turísticos repetían como loros o las risas de los críos alborotando o cualquier otro de los espectáculos que se montaban alrededor de la vieja catedral y el monumento a Washington.
Su americana azul oscuro estaba cuidadosamente doblada junto a él. Se había aflojado el nudo de la corbata y se había desabrochado el botón superior de la camisa. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Su rostro estaba libre de arrugas y ni siquiera la suave brisa conseguía despeinar su cabello castaño. Los pocos que se percataran de su presencia creerían que se trataba de un estudiante universitario.
En ese momento sentía que todo le daba exactamente igual. Cuando se disponía a comer su bocadillo, divisó a un hombre alto vestido con un traje marrón oscuro que paseaba alrededor del lago como si buscara a alguien. Mulder miró rápidamente a un lado y otro y, apesadumbrado, comprobó que ya no tenía posibilidad de esconderse detrás de ningún edificio o entre los árboles.
—¡Eh! —gritó el hombre, agitando la mano al advertir su presencia.
Mulder sonrió educadamente, pero no se levantó.
Aquello no era lo que el cuerpo le pedía en un día tan magnífico como aquél. Deseaba acabar en paz su bocadillo y su soda, aunque fuera allí, en lugar de en el bar de Ripley, en Alejandría, frente a una cerveza fría. También podría disfrutar de la compañía de aquella morena bajita que patinaba haciendo círculos. Mantener el equilibrio sobre unos patines en línea como aquéllos se debía parecer bastante a patinar sobre hielo. La verdad es que nunca había tenido habilidad para patinar. Solía pasar más tiempo sentado en el suelo que consiguiendo grandes hazañas.
La patinadora pasó tan cerca de él que pudo apreciar perfectamente el intenso bronceado de su piel; una camiseta y unos pantalones de satén rojo le ceñían el cuerpo. Una sombra se interpuso entre él y la muchacha. Era el pelirrojo.
—Mulder —exclamó el hombre sonriendo como un idiota—, ¿dónde diablos se había metido?
—Estaba aquí, Hank.
El agente especial Hank Webber se quedó plantado frente a Mulder mirando por encima de su cabeza en dirección a la estatua de Thomas Jefferson.
—Nunca había venido aquí a estas horas —comentó sacudiendo la cabeza—. ¿Qué se le ha perdido aquí?
—Es un lugar bonito y tranquilo —contestó Mulder encogiéndose de hombros—. Nada que ver con la oficina —añadió.
Webber no captó la indirecta.
—¿Así que no sabe la última?
Mulder ni siquiera se molestó en contestarle.
—Oh —siguió diciendo—. Naturalmente que no lo sabe. Estaba aquí.
—Hank, me fascinan tus dotes de deducción —replicó Mulder con una sonrisa.
Webber empezó a farfullar y Mulder le indicó con un gesto que sólo se trataba de una broma. Hank no era mal tipo, pero muy a menudo demostraba no tener muchas luces.
—¿De qué se trata?
—Helevito.
—¿Qué pasa con él? —preguntó súbitamente interesado.
—Ya es nuestro.
No sabía si reír, gritar, abrazar al muchacho o hacer como los restantes miembros del FBI y limitarse a asentir levemente, como si el intenso trabajo realizado durante los tres últimos meses para capturar a un peligroso secuestrador no hubiera tenido la menor importancia, especialmente desde que el niño secuestrado había sido rescatado sano y salvo. Optó por dar otro mordisco a su bocadillo.
Webber apoyó una mano en la cintura.
—No hace ni un par de horas que lo han cogido. Tenía usted razón, Mulder. Mandamos varios hombres a casa de su primo en Biloxi y no tardó nada en salir de su agujero. Ha pasado la noche escondiendo la mitad del dinero en una de esas barcas que hay junto al río. El resto debe de estar en manos de alguna rubia de dudosa reputación. Lo primero que dijo cuando lo cogieron fue: «Ya sabía yo que debía haber apostado al treinta y seis rojo».
Mulder asintió, mordió su bocadillo, bebió un sorbo de soda y esperó pacientemente.
—¿Entonces…? —empezó Webber mirándolo de reojo.
Cuatro monjas pasaron junto a ellos charlando animadamente y les dirigieron una sonrisa.
La patinadora se marchó sin siquiera dirigirles una mirada.
Webber aspiró y jugueteó con el nudo de su corbata nerviosamente.
—¿Entonces…? —repitió.
—Hank, es la hora de comer. He venido aquí para disfrutar del sol y de un poco de aire fresco… y de paso escapar del ajetreo de la oficina, ¿qué quieres que diga?
—Pero señor —replicó Webber desconcertado—, si no hubiera sido por usted nunca lo habrían cogido. Quiero decir que fue usted quien averiguó lo de sus deudas de juego. Y nadie más sabía lo de su primo. ¿Es que… no se alegra?
—Estoy emocionado —contestó Mulder impasible.
Inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Webber era la viva imagen de la decepción. El pobre muchacho todavía creía que cada arresto era un gran acontecimiento y que por cada malviviente que acabara entre rejas debía celebrarse una gran fiesta. No había tenido tiempo de descubrir que la alegría nunca desaparecía. Siempre estaba allí, junto con la satisfacción de saber que, por una vez, los malos habían perdido. Pero los buenos agentes, los mejores, nunca olvidan que tras tanto regocijo los espera un nuevo caso. Nunca se acaba. Nunca.
Percatarse de un hecho tan simple era suficiente para que un buen agente se transformara en un cínico incompetente. Y a veces podía incluso llevarle a la muerte.
Mulder no quería acabar así. Aún tenía mucho que hacer.
Todavía no había acabado de comer y ya sabía que habría cinco carpetas esperándolo sobre la mesa del despacho. Ni siquiera era el agente encargado de los casos, pero a menudo sus compañeros le pedían que echara un vistazo por si descubría nuevas pistas.
En eso sí era realmente bueno; muy bueno, a juzgar por los comentarios que corrían por la oficina. Sin embargo, él no lo creía así: las cosas salían como salían y nunca se había molestado en analizar por qué.
Cuando advirtió que Webber lo miraba como si estuviera a punto de gritar o llorar, tragó saliva, se llevó un dedo a la barbilla y dijo:
—Si no recuerdo mal, fuiste tú quien relacionó a Helevito con Biloxi. A todos se nos pasó por alto ese detalle, menos a ti.
Webber enrojeció hasta la raíz del cabello.
Mulder no daba crédito a sus ojos: el chico se había ruborizado y, con la cabeza gacha, miraba fijamente la punta de su zapato.
—Gracias —musitó al fin el muchacho, haciendo esfuerzos por contener una sonrisa—. Este caso significaba mucho para mí. No quería interrumpirlo, señor, pero… pensé que le gustaría saberlo.
—Desde luego. De verdad, Hank.
—Entonces… —dijo dando un paso atrás y casi perdiendo el equilibrio—. Entonces creo que será mejor que vuelva a la oficina.
—De acuerdo.
—¿Está…? Ya veo que se encuentra perfectamente —añadió cuando vio que Mulder se concentraba de nuevo en su bocadillo.
Agitó la mano a modo de despedida y sacó del bolsillo de su americana unas gafas de sol demasiado oscuras.
De repente dejó de ser el joven Hank Webber para convertirse en un hombre vestido con un traje demasiado oscuro para la época del año en que se encontraban. Ya no estaba a tono con la armonía del paisaje. Cualquiera hubiera dicho que quería que todo el mundo supiera que era un agente del FBI.
Mulder sonrió mientras lo seguía con la mirada y se apresuró a terminar de comer. Miró alrededor distraídamente, se puso en pie, se echó la americana a la espalda y se encaminó hacia el monumento a Jefferson.
Le encantaba ir allí, especialmente a esa hora del día, cuando el lugar estaba casi desierto. Siempre había sentido un gran respeto y una devoción casi religiosa por el hombre que miraba desde las alturas, a pesar de saber que Jefferson no había sido un dios, sino un hombre con muchos defectos. Pero sus defectos no habían hecho sino resaltar aún más sus virtudes.
Era su lugar preferido para resolver misterios, para intentar adivinar el siguiente movimiento de ladrones y asesinos, quizá porque esperaba que se le contagiara algo del ingenio del tercer presidente de Estados Unidos.
Aquel lugar estaba tan apartado del rumor del tráfico y los turistas que sólo se oía el ruido de sus pisadas sobre el frío mármol.
Esa tarde le preocupaba un extraño suceso ocurrido en Luisiana en relación con un brutal asesinato y un robo de veinticinco mil dólares en plena luz del día: varios testigos juraban sobre la Biblia que el autor del crimen se había desvanecido en el aire vestido de payaso, en mitad de un campamento de circo.
Sus intuiciones solían ser bastante acertadas y esta vez algo le decía que este caso no era un expediente X.
Los casos de fenómenos paranormales eran su especialidad. Al FBI no le agradaban en absoluto, pero no se atrevía a rechazarlos.
El caso de Luisiana no parecía un expediente X, aunque podía estar equivocado. No sería la primera vez. Dana Scully, su compañera, se lo repetía tan a menudo que Mulder había acabado por sugerirle que imprimiera tarjetas con la leyenda: «Mulder, éste es un caso normal y corriente. Sólo hay un par de puntos oscuros; nada que ver con OVNIS, monstruos y alienígenas». Cada vez que él sugiriera la posibilidad de un fenómeno sobrenatural, ella podría descubrir la tarjeta o pegársela en la frente y volverlo a la realidad.
A Scully no le había hecho la menor gracia, excepto lo de pegarle la tarjeta en la frente. Por otra parte, casi siempre acertaba, por mucho que la muy cabezota se empeñara en negarlo.
Lo que le preocupaba era que cada vez que se enfrentaba a un caso con «un par de puntos oscuros» se lanzaba a investigar por su cuenta, provocando la ira de sus superiores. En una ocasión habían cerrado por su culpa la sección Expediente X y no quería que volviera a ocurrir.
Especialmente ahora que tenía la certeza de que los terrícolas no eran los únicos habitantes del universo. Estaban tan cerca…
Algunos lo tenían por un paranoico. Él lo llamaba simplemente cubrirse las espaldas.
Su afición a saltarse las reglas en repetidas ocasiones se había granjeado la enemistad de sus superiores. Había sido un golpe de suerte que hubieran vuelto a abrir la sección, pero no debía confiarse.
Se limitaba a hacer su trabajo: mirar, siempre mirar, y perseguir a los crápulas.
Rodeó la estatua recorriendo la base de mármol con los dedos.
Quería asegurarse de que sus obsesiones no le impidieran ver la realidad y que el suceso ocurrido en Luisiana sólo tenía «un par de puntos oscuros», nada más.
No le resultaba fácil, especialmente cuando había estado tan cerca…
Retrocedió unos pasos, se puso la americana, y miró hacia arriba.
—¿Tú qué crees? —preguntó suavemente—. Tú construiste este maldito lugar. ¿Crees que hay alguien ahí fuera?
Una mano se clavó en su hombro y le sujetó el cuello.
Cuando quiso darse la vuelta la presión se hizo más intensa, ordenándole que no se moviera.
Sentía la garganta reseca pero no se atrevió a desobedecer. No estaba asustado, era una manera de protegerse.
Agachó la cabeza lentamente para impedir que los músculos del cuello se le agarrotaran.
La mano no se movió ni aflojó su presión.
—¿Y bien? —preguntó.
Menta. Olía a loción de afeitar o a colonia con un ligero aroma a menta y también al calor del sol en la ropa, como si quienquiera que fuese hubiera tenido que caminar durante mucho rato. Era una mano muy fuerce, que le impedía volver la cabeza.
—Señor Mulder.
Era una voz suave, no muy grave.
Asintió. Era un hombre paciente, aunque no siempre. Su mal genio y su carácter nunca se habían llevado bien con las bromas pesadas. Intentó mover los hombros, pero no pudo.
—Luisiana —dijo la voz—. No es lo que usted cree, pero debe tenerlo presente.
—¿Le importaría decirme quién es usted? —preguntó suavemente, sin perder la calma.
—Sí.
—¿Le importaría decirme…?
—Sí.
La presión de aquella garra en el cuello se acentuó hasta que el dolor lo obligó a cerrar los ojos. Asintió. Lo había comprendido perfectamente: «Mantén la boca cerrada, abre bien los ojos y no hagas preguntas».
Un grupo de niños se aproximaba. Para variar, no gritaban sino que avanzaban respetuosamente. A lo lejos se oyó la bocina de un coche.
—Su sección vuelve a funcionar, pero eso no significa que los que desean verlo fuera de combate para siempre hayan arrojado la toalla.
La voz se aproximó un poco más convirtiéndose en un susurro casi imperceptible junto a su oído izquierdo.
—No crea que se encuentra a salvo, señor Mulder. Tampoco está atrapado. No lo olvide.
De repente, el dolor en la espalda se hizo tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas y sus piernas, incapaces de sostenerlo durante más tiempo, se doblaron como si fueran de trapo, mientras sofocaba un grito. Al caer se golpeó en la cabeza con el pedestal de mármol y cuando, segundos después, recuperó el sentido, se encontró arrodillado en el suelo. Hizo una mueca de dolor, volvió la cabeza hacia la derecha y descubrió a una niña peinada con trenzas que sostenía un cucurucho de helado y lo miraba con curiosidad.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó tras lamer su helado.
Una mujer apareció detrás de la pequeña y la apartó con suavidad.
—¿Necesita ayuda, señor?
Mulder levantó la cabeza y sonrió.
—No es nada. Sólo estoy un poco mareado.
Apoyó una mano en el pedestal y se levantó trabajosamente. La mujer y la niña, junto con una docena de curiosos, retrocedieron unos pasos.
—Gracias.
La mujer asintió mientras Mulder se apresuró a salir de allí.
Una vez fuera, la brisa alborotó su cabello y él se lo atusó con gesto ausente tras enfundarse la americana. Le dolía el hombro, pero sobre todo sentía un frío helado junto a la base del cuello.
Quienquiera que fuera aquel hombre, había desaparecido sin proferir ninguna amenaza, aunque tampoco le había hecho ninguna promesa.
Por primera vez en mucho tiempo sintió aquel cosquilleo que le indicaba que la búsqueda estaba a punto de comenzar.
Esta vez no se trataba de buscar a tipos perversos, sino de la búsqueda de la verdad.