19

El ascensor los dejó en un pequeño pasillo iluminado por una bombilla colgada del techo. El suelo y las paredes eran de cemento, lo que daba una sensación de frío y desnudez.

—Parece un bunker —susurró Scully.

Mulder había ordenado una inspección rápida. Se detuvieron frente a la primera puerta y la abrieron sin esfuerzo. La habitación estaba vacía. Él mobiliario era muy sencillo: una mesa de despacho, estanterías de metal en la pared, una caja fuerte abierta y una pizarra.

Abrieron todos los cajones e inspeccionaron los rincones más escondidos. Tonero había dicho que Tymons se había ido, pero Mulder dudaba de que se hallara en el nuevo destino del equipo de investigación; saltaba a la vista que aquella habitación había sido vaciada a toda prisa: había papeles y cuadernos esparcidos encima de la mesa y algunos libros en las estanterías.

—Huele a pólvora —dijo Scully, arrugando la nariz cuando volvieron al pasillo—. Y a humo. Y a algo más, pero no sé qué es.

La segunda puerta estaba entreabierta. Mulder la empujó suavemente con el pie y retrocedió unos pasos sacudiendo la cabeza.

—Mira esto.

La habitación presentaba un aspecto lamentable: el mobiliario había sido quemado, los ordenadores estaban destrozados y había media docena de casquillos del bala incrustados en lo que parecía una falsa ventana. Demasiado impresionados para hablar, curiosearon entre los restos sin saber muy bien que buscaban. Sabían que lo sabrían cuando lo encontraran.

—Mulder, mira —exclamó Scully señalando una enorme mancha de sangre oculta tras un montón de plásticos y papeles—. No parece una herida de bala.

—Los duendes…

—No empecemos, Mulder —replico Scully rozando la sangre con un dedo—. Es bastante reciente.

Mulder estaba convencido de que el primer despacho había pertenecido a Tymons y que no lo había compartido con la doctora Elkhart. Éste tenía que ser el centro de control del proyecto.

—Vamos, Scully —la apremio, señalando la última habitación—. No nos queda, mucho tiempo.

Aunque también estaba destrozada, el aspecto de las paredes les llamo la atención. Cada una era de un color: crema, marrón, verde y negro. Mulder chasqueó los dedos. Ya lo tenía: ésa era la habitación del duende. Era muy sencillo; cada pared, un color.

—¿Qué hacen exactamente, Mulder? —preguntó Scully—. ¿Ponerlo contra la pared y esperar? Podrían haber hecho lo mismo con una sabana.

Mulder movió los labios como si estuviera hablando consigo mismo antes de contestar a la pregunta de Scully.

—¿No lo entiendes? —replico, apoyándose en la pared de color crema—. El duende se entrena en esta habitación. Hay una cama, una mesa y discos, lo que significa que alguien ha vivido aquí, aunque no sé durante cuanto tiempo; puede ser una noche o una semana. Alguien que… —añadió, extendiendo los brazos.

—Déjalo ya, Mulder —suplico Scully—. No compliques más las cosas, ¿de acuerdo?

—Todo encaja a la perfección, Scully —replicó el paseando arriba y abajo—. El duende aprendió a cambiar de color en esta habitación aquí aprendió a provocar el cambio, Scully; a no tener que esperar a que ocurriera. Tú misma lo dijiste, ¿te acuerdas? —añadió avanzando hacia ella—. ¿Cómo va a llevar un equipo de camuflaje a cuestas a todas partes? Es demasiado peligroso. Un asesino profesional necesita campo libre para hacer y deshacer a su antojo; nunca perdería un tiempo precioso en cambiarse de traje.

Miró alrededor en busca de algún objeto personal que le proporcionara alguna pista sobre el misterioso ocupante de la habitación antes de comprobar que habían agotado su tiempo y era hora de salir de allí.

Scully volvió al centro de control y salio a los pocos segundos con unos cuantos folios que guardo en su bolso. Mulder no creía que fuera necesario analizar las muestras de sangre. Ya sabía a quien pertenecía.

Cuando llegaron al vestíbulo, Mulder depositó las llaves sobre la mesa de la recepcionista disimuladamente y siguió a Scully deseando verse fuera de allí cuanto antes. La lluvia había arreciado y grupos de soldados desfilaban en silencio.

—Mulder, te comunico que no tenemos coche —dijo Scully.

Mulder, con la vista clavada en el suelo y absorto en sus pensamientos, no contesto.

—Y tampoco tenemos paraguas —insistió ella.

Finalmente, se rindió, le golpeo cariñosamente un brazo y volvió al hospital para llamar por teléfono. Mulder se quedo allí quieto, contemplando la lluvia. «Un camaleón humano —pensó hundiendo las manos en los bolsillos—. El más cruel de los asesinos, capaz de realizar su trabajo a la perfección y desaparecer sin dejar rastro. O, peor todavía, un ejercito de asesinos despiadados deslizándose entre las sombras de la noche».

Sin embargo, tenía la impresión de que el experimento no había sido precisamente un éxito. Seguramente, el duende no podía mantener su camuflaje en plena luz del día ni durante mucho rato. Después de todo, hasta Scully había visto la polilla en la pared.

Si el mayor Tonero estaba detrás de aquel proyecto, si conocía hasta el mínimo detalle, si estaba informado de la muerte de Tymons, la última victima de el duende hasta el momento, ¿qué le había llevado a deshacerse del director de un proyecto tan ambicioso? ¿Estaba el duende a las órdenes del mayor?

La respuesta era demasiado sencilla: Rosemary Elkhart, la eterna segundona, una mujer convencida de su capacidad para hacerse cargo del proyecto. Y la mejor manera de conseguirlo era asegurarse de que era indispensable. De repente, recordó la imagen que le había llamado la atención y le había confundido: ella estaba sentada en el sillón de él y no parecía nada incomoda, como si no fuera la primera vez.

—¡Vaya, vaya! —exclamo frotándose las manos.

—¡Mulder, deja de pensar y muévete! —exclamó. Scully abriendo un enorme paraguas negro. Lo cogió del brazo y lo arrastro calle abajo.

—¿De donde has sacado esto? —pregunto Mulder arrancándoselo de las manos por el temor de perder ojo.

—No te imaginas todo lo que se puede encontrar en el lavabo de señoras en un día de lluvia —replicó—. Hawks dice que viene para acá.

—Pero ¿Porque…?

—Piensa un poco, Mulder. No creas que el mayor se va a quedar quietecito en su despacho cuando se dé cuenta de que sus llaves han desaparecido. Cogerá las de la doctora Elkhart, descubrirá que hemos estado en ese sótano y saldrá detrás de nosotros como alma que lleva el diablo. Para entonces, espero estar muy lejos de aquí.

—Nos seguirá hasta el fin del mundo.

—No lo creo. Si nos ocurre algo tendrá que rendir cuentas a su senador Carmen.

Mulder se detuvo.

—¡Carl! —exclamo.

—¿Qué pasa con él? —replico Scully tirando de él.

—Juraría que anoche estuvo haciendo preguntas sobre los duendes y que alguien muy asustado intenta deshacerse de cualquier prueba comprometedora. Espero que Hawks no tarde mucho.

El teléfono del despacho del mayor sonó y Rosemary Elkhart se abalanzo sobre él.

—¿Estas loca? ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames aquí? ¿No se te ha ocurrido pensar que podía haber contestado él? Has tenido suerte —añadió, jugueteando con el cable—. No, ahora está abajo. Esos entrometidos del FBI nos han hecho una visita y le han quitado las llaves del centro. Si es así, me temo que sus sospechas se han convertido en absoluta certeza.

Volvió la cabeza hacia la ventana y contemplo un pedazo de cielo gris.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó, poniéndose en pie—. He dicho que no. No quiero que les pongas la mano encima, ¿me has entendido?

—¿Por qué no? —replico el duende.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no me escuchas cuando te hablo? Haz lo que te he dicho y no compliques más la situación.

—Doctora, yo haré lo que me de la gana. Además, creo que todo ese rollo suyo no es más que un cuento chino.

Rosemary no daba crédito a sus oídos. Primero, Tymons y ahora, esto. Era demasiado.

—Escúchame bien…

—¿Quiere que le diga algo más? Me parece que no estoy tan enferma como usted pretende hacerme creer. Y, si de verdad lo estoy, ¿quién tiene la culpa, doctora?

—¡Escúchame de una vez, maldita idiota! —grito; furiosa—. ¡Si tengo que volver a…!

—Doctora…

—¿Qué pasa ahora? —suspiro desfallecida.

—Hicimos un trato. Voy a hacer lo que me pide.

—Gracias —replicó Rosemary, sentándose de nuevo—. No te preocupes, todo saldrá bien si no nos ponemos nerviosas.

—Haré todo lo que usted me pida.

—Buena chica; así me gusta.

—¿Me oye bien, doctora?

—Perfectamente, querida.

—Entonces no vuelva a hablarme así. Nunca más, ¿me ha entendido?

—¿Es una amenaza? ¿Y que pasa si…? Mierda… ¿Oiga? ¿Oiga?

Furiosa, Rosemary colgó el auricular bruscamente. Lo más importante era conservar la calma. Por mucho que aquellos malditos agentes curiosearan, nunca averiguarían toda la verdad si conseguía terminar su trabajo y Joseph no perdía la cabeza.

No era demasiado tarde. Sin embargo, le preocupaba saber que había perdido toda autoridad sobre el duende. Igual que a los demás, pobres diablos ocultos en las profundidades de los bosques, el tratamiento había acabado por desquiciarla. Este duende había durado más que ninguno y era la prueba indiscutible de su triunfo.

Cogió su bolso y su abrigo y salió del despacho a toda prisa. Para variar, Joseph tendría que acudir a ella. Además, todavía no había terminado de hacer su equipaje.

«Por favor —suplicó mientras esperaba el ascensor—, solo unas cuantas semanas más. Sácame de aquí sana y salva, dame un par de semanas y todo habrá terminado».

La puerta se abrió. Rosemary dio un paso al frente y se detuvo paralizada. El ascensor estaba vació, pero se sentía incapaz de entrar. Gimió y se dirigió a la escalera de incendios maldiciendo su debilidad pero increíblemente aliviada al escuchar el reconfortante eco de sus tacones en los escalones.