La pequeña lámpara sobre la mesilla de noche apenas iluminaba la habitación.
Scully, sentada junto a la ventana, no quitaba ojo a Mulder, apoyado en la puerta. Webber se había acomodado junto al armario y Andrews estaba sentada en el borde de una cama.
A Mulder no le gustaba no ver la cara de sus compañeros mientras hablaba con ellos; parecían fantasmas flotando en la oscuridad. Pensativa, Scully acariciaba la superficie de la mesa.
—Había una polilla en mi habitación —empezó. Al principio no la había visto bien, no sólo por su pequeño tamaño, sino porque su color se confundía con el tono de la pared. Aquello le había hecho pensar en el duende, una criatura capaz de esconderse en un callejón o entre la maleza del bosque sin ser visto. Todavía creía que no era posible llevar a cuestas el camuflaje, la pintura, el carbón y hojas y ramas.
Incluso, si fuera posible, todavía quedaba pendiente una cuestión: ¿cómo sabía el duende dónde encontrar a sus víctimas en cada momento?
—No creo que nadie pueda cargar todo el equipo a su espalda —continuó—. Sería muy pesado y poco práctico.
Pero ¿cómo sabía el asesino, el duende por llamarlo de alguna manera, que Grady Pierce pasaría por el callejón aquella noche a aquella hora? Webber había averiguado que Noel, el dueño del bar, solía acompañar a casa al exsargento cada noche. Ellos mismos no habían decidido visitar la escena del asesinato del cabo Ulman hasta después de comer.
—Quedan dos cuestiones por resolver —murmuró Scully con los ojos bajos.
—Primera —interrumpió Webber—: ¿Cómo sabe el duende dónde encontrar a sus víctimas?
Scully asintió.
—Quizá tenga poderes mágicos —intervino Andrews en tono sarcástico.
Scully asintió de nuevo mientras Mulder observaba el movimiento circular de sus dedos.
—De momento, dejemos el porqué y el quien —continuó ella levantando la mirada—. Concentrémonos en el cómo.
Un coche abandonó el aparcamiento ruidosamente, provocando el sobresalto de Webber. Mulder observaba inquieto el rostro de Scully. Su tersura le fascinaba y le inquietaba a la vez porque le daba un aspecto máscara impenetrable. Sin embargo, sus ojos eran diferentes; brillaban llenos de vida e indicaban la frenética actividad de su cerebro. Se apartó un mechón de cabello de la frente y el gesto atrajo la atención de Scully.
—¡El Departamento de Proyectos Especiales! —exclamó Webber, sobresaltando a todos—. ¡El mayor Tonero y sus ayudantes!
—Exacto —convino Scully—. Pero no consigo adivinar de qué se trata.
—Yo creo que sí lo sabes —intervino Mulder—. No es un duende, como dice Elly Lang.
—¿Y entonces qué es? —resopló Andrews—. ¿Un fantasma?
—No, no es un fantasma. Es un camaleón.
Una fuerte ráfaga de viento movió las cortinas de la habitación.
—¿Un qué? —espetó Andrews—. ¿Un camaleón humano? No se lo tome mal, agente, pero creo que le falta un tornillo. Eso no existe.
—Ni te imaginas la cantidad de cosas increíbles que existen sin que ni tú ni yo lo sepamos, Licia —replicó Mulder—. Scully tiene razón.
—¿Alguien puede explicarme de qué están hablando? —insistió Andrews, volviéndose hacia Scully.
—Explícaselo tú, Mulder —contestó Scully, conteniendo una sonrisa.
Mulder hizo una mueca y se apartó el cabello de la frente.
—Un camaleón… —empezó.
—No necesito una lección de biología, gracias —le interrumpió Andrews—. Sé perfectamente qué es un camaleón.
—Cambian de color, ¿verdad? —preguntó Webber, empezando a pasear nerviosamente por la habitación—. ¡Vaya! ¿De verdad creen que es eso?
—No exactamente —puntualizó Mulder—. Los camaleones no se adaptan a cualquier ambiente; su gama de colores se reduce al blanco, negro, crema y verde. Ponlo sobre un mantel de cuadros rojos y el pobre bicho no sabrá dónde meterse.
Webber prorrumpió en sonoras carcajadas mientras Scully esbozaba una sonrisa.
—En ocasiones pueden modificar su pigmentación —continuó Mulder.
—No lo creo —insistió Andrews.
Mulder decidió no prestar atención a su colega y concentrarse en su razonamiento.
—Al contrario de lo que mucha gente piensa, los camaleones no cambian cuando quieren, ¿me equivoco?
Scully indicó con un gesto que estaba en lo cierto.
—Los cambios son provocados por modificaciones de temperatura o de humor, es decir, cuando se asustan o se enfadan. No creo que decidan el color que van a adoptar durante el día mientras desayunan.
—No te pases, Mulder —le advirtió Scully.
—Sin embargo, los humanos no poseen esa cualidad, ¿verdad? —continuó él dirigiéndose a Webber.
—¿Cambiar de color? Eso sólo ocurre cuando nos ponemos morenos —contestó Hank.
—Correcto —continuó Mulder, chasqueando los dedos y poniéndose en pie—. Pero supongamos que el mayor Tonero y compañía han conseguido…
Se interrumpió cuando a través de las cortinas distinguió las luces de un coche patrulla y un oficial irrumpió en la habitación sin llamar a la puerta.
—¿Son ustedes los agentes del FBI? —preguntó.
Mulder hizo una mueca y asintió.
—Acompáñenme, por favor. El señor Hawks desea; verles inmediatamente. Tenemos a otra víctima.
Dos coches patrulla se encontraban estacionados en una cuneta junto a una zona acordonada. Dos enfermeros esperaban y fumaban apoyados en una ambulancia aparcada frente a una casa. Luces rojas y azules se deslizaban entre los árboles y una docena de curiosos se agolpaban alrededor de la escena del crimen. A lo lejos; la sirena de una ambulancia aullaba.
Mulder y Scully acompañaron al oficial, mientras Webber y Andrews les seguían en otro coche. El jefe de policía los recibió a la puerta de un pequeño chalet.
—Lo encontró mientras paseaba con su perro —indicó Hawks, señalando a un hombre que, sentado en la escalones del porche, sostenía un terrier en sus brazos.
—¿Cómo saben que ha sido el mismo asesino? —preguntó Scully.
—Compruébelo usted misma.
Hawks los condujo hacia un cuerpo que yacía sobre la hierba junto al que dos hombres, uno de ellos el doctor Junis, estaban arrodillados. Mulder se aproximó al grupo pero, antes de llegar junto a ellos, se estremeció y se detuvo.
—¡Dios! —exclamó, cortando el paso a Scully—. ¡Es Carl!
—¿Lo conoce? —preguntó Hawks.
Scully respiró profundamente y llegó junto a los dos hombres, saludando al doctor con una inclinación de cabeza.
—Es un periodista de deportes —explicó Mulder.
—¿Un periodista de deportes? ¿Y qué se le había perdido por aquí?
—Era primo de la prometida del cabo Ulman. Estaba empeñado en que nos ocupáramos del caso. Me temo que había decidido empezar las investigaciones por su cuenta.
—¡Vaya por Dios! —se lamentó Hawks—. ¡El muy idiota! ¿Qué buscaba por aquí? Mulder, ¿está seguro de que no me oculta nada?
Un oficial llamó la atención del jefe de policía, quien se separó del grupo de mala gana, no sin antes ordenar a Mulder que no se moviera de allí. Mulder observó la creciente multitud de curiosos y las sombras que bailaban entre los árboles y las casas. Ya era bastante desagradable cuando la víctima era un desconocido, pero esto… Hundió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza hasta que unos pasos junto a él le sacaron de sus cavilaciones.
—Vámonos de aquí, Mulder —dijo Scully con suavidad.
Hawks los llamó desde el porche. Bajo la puerta de la casa habían encontrado una invitación para cenar en el mejor restaurante.
—¿Quién vive aquí? —preguntó Mulder.
—Maddy Vincent, nuestra telefonista —contestó. Hawks—. En estos momentos no está en casa. No me extraña, hoy es viernes —añadió malhumorado—. Es posible que haya ido a Filadelfia.
Mulder examinó la entrada de la casa. Había sangre en el suelo y en la puerta. Carl había sido atacado exactamente allí, aunque en un desesperado intento por encontrar ayuda, había conseguido llegar hasta el jardín donde se había desangrado hasta morir sin terminar su último reportaje.
—¡Mierda! —exclamó pateando los escalones—. ¡Mierda!
La policía se llevó el cuerpo de Carl, y los vecinos prestaron declaración, aunque nadie había visto ni oído nada. Se estaba intentando localizar a los amigos de Maddy Vincent. En la comisaría les habían dicho que Carl Barelli había estado allí aquella misma noche buscando a la telefonista.
—Pero ¿por qué? —repetía Hawks una y otra vez—. ¿Qué demonios creía saber?
El jefe de policía se apoyó en su coche con aspecto cansado. La mayoría de los vecinos habían regresado a su casas y dos de los coches patrulla habían desaparecido.
—Fuera lo que fuera, no lo escribió aquí —contestó Mulder tendiéndole un pequeño cuaderno de notas—. Estuvo cenando con la señorita…, quiero decir, señora Lang. Todo lo que tenía para Maddy Vincent eran preguntas.
—No es el único —gruñó Hawks.
Mulder comprendía la frustración del jefe de policía, pero no le pareció prudente hablarle del mayor Tonero. Prefería averiguar algo más antes de implicar a Hawks. Finalmente, éste masculló algo sobre regresar a su despacho. Mulder lo acompañó a su coche mientras los demás esperaban. Volvió la cabeza y contempló por última vez la casa rodeada de cinta amarilla. Hawks había decidido dejar a un oficial de guardia para alejar a los curiosos. Estaba seguro de que la investigación no revelaría más huellas que las de Carl y Vincent.
«Los duendes —se dijo— no dejan huellas».
Estaba furioso con Carl por haberse metido donde nadie le había llamado; furioso consigo mismo por no haber llegado a tiempo para salvarle la vida. Sabía que enojarse no le ayudaría a pensar con lógica, pero no podía evitarlo. Carl era un hombre muy fuerte, por lo que su asaltante debía haberle cogido por sorpresa. Un solo corte, limpio y preciso y se acabó.
—Mulder —insistió Scully—. Ya no podemos hacer nada.
—Ya lo sé —contestó él, pasándose la mano por la frente—. ¡Ya lo sé! El mayor Ternero…
—Mañana —replicó Scully—. Estas agotado y necesitas descansar. Él no se va a mover de donde está; mañana iremos a verle.
Sin darle tiempo a contestar, Scully lo arrastró hacia el coche.
Todas las intenciones de Mulder de hacer algunas averiguaciones por su cuenta se desvanecieron en cuanto vio la cama. Sin embargo, no conseguía dormir. Webber roncaba suavemente y murmuraba en sueños mientras él, con la vista fija en el techo, pensaba en los acontecimientos ocurridos durante aquel día.
Cuando se cansó de dar vueltas en la cama, se levantó, se vistió y salió a la terraza. Pensaba en Carl y en los buenos ratos que habían pasado juntos; en el hombre que había intentado matarlo aquella tarde que, de repente, sentía tan lejana. Se estremeció y se frotó las manos mientras se preguntaba las razones que habían llevado a Carl a casa de Maddy Vincent. Su interés por ver a Elly Lang le parecía muy lógico pero ¿qué pintaba la telefonista de Hawks en todo ese asunto?
—Mulder, vuelve a la cama; vas a coger una pulmonía.
—Avísame cuando aprendas a desconectar mi cerebro como si fuera una lavadora, ¿de acuerdo, Scully? —contestó Mulder sin inmutarse—. ¿No te parece fascinante?
—¿Tu cerebro? —contestó Scully, apoyándose en la barandilla—. Hombre, tanto como fascinante…
—Estoy hablando del camaleón —replicó Mulder, señalando vagamente el bosque—. Tenemos a alguien ahí fuera que ha aprendido a cambiar el color de su piel. ¿Cómo lo llamarías tú? ¿Pigmentación de fluidos?
—No lo sé. No creo que…
—Esta tarde parecías muy segura.
—Sí, pero ¿te imaginas el grado de manipulación genética que implica un experimento de esas características?
—No tengo ni idea pero, si me lo explicas, a lo mejor consigo coger el sueño.
—¡Muy gracioso, Mulder! —replicó Scully, sacudiendo la cabeza y dándose la vuelta—. Me voy a dormir. Buenas noches.
Mulder esbozó una sonrisa, bostezó y volvió a la cama, aunque tardó bastante en dormirse. El dolor martilleaba las costillas y la cabeza pero, sobre todo le obsesionaba la idea de que hubiera alguien camuflado en la pared de su habitación, observándolo y esperando en silencio. Y él no lo sabría hasta que la afilada hoja de un cuchillo le desgarrara la garganta.