16

Apenas cubierto con una toalla de baño, Mulder examinó su imagen en el espejo del cuarto de baño. Su pálido rostro reflejaba el cansancio acumulado en las últimas horas aunque, teniendo en cuenta que había estado a punto de morir asesinado dos veces aquella misma tarde, su aspecto no era tan malo. Se puso de puntillas y contuvo la respiración al contemplar el hematoma producido por los golpes recibidos en las costillas. Sabía que el dolor sería insoportable a la mañana siguiente.

Se secó con sumo cuidado intentando no lastimarse. Le dolía la cabeza pero, como Scully había intuido, su cerebro había iniciado una actividad frenética imposible de detener.

Webber, en cambio, debía de estar al borde del ataque de nervios, y Andrews, obsesionada por brillar en su primer caso. Era normal; una inspección rutinaria había acabado en un tiroteo, por lo que era lógico que la adrenalina estuviera haciendo de las suyas. Debían de estar pensando que una investigación exhaustiva era una pérdida de tiempo y que poco importaba que no hubieran encontrado pistas concluyentes en la escena del crimen. Acción y movimiento; eso era lo principal. Sentarse frente a una taza de café y analizar cuidadosamente la situación estaba lejos de lo que ellos consideraban la mejor manera de resolver un caso.

Mientras se vestía, paseó la mirada por la habitación distraídamente. Voces y recuerdos de lo ocurrido aquella tarde se agolpaban en su cabeza, creando una gran confusión. Las pesadillas que le habían asaltado mientras dormía se resistían a abandonarlo. Cada latigazo en su cabeza y cada punzada en sus costillas le recordaban lo que había visto; lo que había visto, no lo que creía haber visto.

Se puso la americana, se metió una corbata en el bolsillo, cogió su abrigo y se dirigió hacia la puerta. Había quedado con los otros en el restaurante del hotel pero… ¿por qué no deshacerse de la omnipresente doctora Scully durante unos minutos e investigar un poco por su cuenta?

La puerta se abrió de golpe. Mulder retrocedió unos pasos, tropezó y cayó sobre una cama cuan largo era.

—¡Dios! —exclamó llevándose las manos a la cabeza, que amenazaba con explotarle.

—Vamos, Mulder —dijo Scully—. Se me ha ocurrido una idea.

El mayor Tonero estaba sentado en las escaleras del porche de su modesta vivienda situada a las afueras de Marville fumando un cigarrillo y bebiendo un whisky. Aunque había esperado durante toda la tarde la visita de los agentes federales, no le extrañaba que hubieran decidido dejarlo para otro día. En esos momentos debían de tener otras preocupaciones. Quienquiera que hubiera iniciado el tiroteo, le había hecho un gran favor.

Todo lo que tenía que hacer era hablar con Rosemary sobre la conversación mantenida con su superior y discutir las distintas opciones de traslado. Con un poco de suerte, el domingo por la tarde podían estar bien lejos. Bebió un sorbo de whisky y dio una calada a su cigarrillo.

La noche era algo fresca pero le encantaba sentarse allí fuera. Era un vecindario pequeño y muy tranquilo; tan tranquilo que a veces creía haber retrocedido en el tiempo hasta 1955. Pero, sin duda, era mucho mejor que vivir con ellos: un montón de oficiales cortos de vista y de mente estrecha dispuestos a dar su vida por el ejército sin llegar a conocer el verdadero poder. Brindó por la verdad que sólo él y otros pocos privilegiados conocían y dio otro sorbo a su whisky.

Todavía quedaban dos problemas por resolver: qué hacer con Leonard Tymons y con el sujeto del experimento. Sin embargo, no estaba excesivamente preocupado. Sabía que, tarde o temprano, la solución acudiría a su mente, como siempre.

Un coche se acercaba a toda velocidad. El mayor frunció el entrecejo; odiaba las interrupciones bruscas cuando se hallaba ensimismado en sus pensamientos. El coche se detuvo frente a su pequeño chalet. El mayor se puso en pie. Segundos después, Rosemary Elkhart salió del coche y corrió en dirección a la casa. El mayor la recibió en sus brazos y la acompañó al interior.

—Leonard… —murmuró, dejándose caer en el sofá.

El mayor advirtió que tenía un aspecto horrible. Era la viva imagen de un cadáver viviente: un sudor frío humedecía su cabello, y sus mejillas ruborizadas acentuaban la palidez de su rostro.

«Mierda —se dijo—. ¿Por qué no pueden salir las cosas bien, para variar?».

—Cuéntame qué ha pasado —pidió con suavidad.

No hizo el menor movimiento para aproximarse a ella cuando le explicó lo ocurrido en el centro de investigaciones; no la tocó cuando empezó a temblar y ni siquiera pronunció una palabra de consuelo cuando ella terminó su relato y le dirigió una mirada suplicante. El mayor se volvió hacia la ventana, cruzó las manos por detrás de la espalda y contempló su pequeño jardín.

—¿Estás segura de que está muerto? —preguntó con una sonrisa, dándose la vuelta.

—Yo diría que sí… —titubeó ella.

—Supongo que había copias de seguridad de toda la información, ¿me equivoco?

—Sí, claro —contestó Rosemary, pasándose una mano por la frente—. Pero no sé si son recientes ni qué contienen exactamente. Leonard siempre…

—No importa —la interrumpió el mayor—. ¿Están en su despacho?

—Sí.

—¿Y qué hay de nuestra amiga? —preguntó el mayor alarmado mirando hacia la puerta.

—No te preocupes —suspiró Rosemary. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y se desabrochó el abrigo como si le faltara el aire—. Estaba conmigo en el ascensor y luego… no sé.

—¿Es cierto que sin nuestra ayuda y la medicación apropiada… desaparecerá?

—Por Dios, Joseph, ¿qué te pasa hoy? —exclamó exasperada—. ¿No has escuchado una sola palabra de lo que he dicho?

El mayor le tendió las manos, la obligó a ponerse en pie y la estrechó entre sus brazos mientras la besaba.

—Joseph… —estaba helada y temblaba de miedo.

Él le habló de la conversación telefónica mantenida aquella tarde, y de las excelentes referencias que había dado sobre ella a sus superiores. Propuso regresar al centro de investigaciones y hacerse con las copias seguridad.

—Aunque, si quieres —susurró, estrechándola con más fuerza—, podemos esperar a mañana.

—Joseph, ¿te han dicho alguna vez que eres un autentico hijo de puta? —replicó Rosemary, empezando a desabrocharle la camisa.

—Sí, pero nunca sin un buen motivo. No lo olvide, doctora Elkhart.

Carl Barelli había dudado antes de dejar sola a Elly Lang en el Company G, pero su sentimiento de culpa desapareció pronto al comprobar que a la agradable anciana no parecía importarte demasiado.

Aquélla había sido una noche de sorpresas desde el principio. El restaurante, situado muy cerca del bar de Barney, era un establecimiento cuya fachada estaba decorada con un soldado de neón azul que daba vueltas disciplinadamente alrededor de las letras que formaban el nombre del local. Una fina cortina de color negro impedía ver el interior.

Carl se había llevado una grata sorpresa al entrar en el comedor, una habitación espaciosa, suavemente iluminada y decorada con un gusto exquisito en tonos oscuros y cristal. La barra se extendía a lo largo de la pared izquierda, y la parte trasera estaba ocupada por una pequeña pista de baile. De la veintena de mesas, sólo la mitad estaba ocupada.

La comida fue excelente, y el precio, razonable. Elly Lang había mostrado tener muy buen apetito. Comió lentamente, como si quisiera hacer durar la cena toda la noche. Cuando Carl le pidió que le hablara sobre ella, se limitó a repetir sus increíbles historias sobre los duendes, corroborando así la reputación que se había ganado. Cuando terminó de cenar, Carl supo que no conseguiría averiguar nada nuevo. Hubiera jurado que Elly Lang había explicado miles de veces aquella historia que, a decir verdad, no difería mucho de la versión que había escuchado en la comisaría.

Elly se dio cuenta de que el joven había dejado de prestarle atención y le indicó con un gesto que podía marcharse. Carl hizo ademán de besarla en la mejilla, lo que provocó las carcajadas de la anciana. Una vez en la calle, Carl consideró seriamente la posibilidad de regresar a la comisaría para interrogar a la telefonista, Maddy Vincent, quien, a buen seguro, debía poseer información muy interesante. En ese momento, recordó su cita con Babs Radnor.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Maldita sea!

Tendría que regresar al hotel e inventar una buena excusa; la pobre infeliz se tragaría cualquier historia de periodistas. Mientras avanzaba por la calle principal decidió que una llamada de teléfono sería suficiente y le evitaría regresar al hotel. Si conseguía ser convincente, quizá ella se ofreciera a esperarlo despierta.

Sintió un escalofrío y lamentó no haber cogido el abrigo. La noche había caído sobre el pequeño pueblo. Las luces de neón dibujaban las siluetas de las casas y los edificios e iluminaban las aceras, dando al pequeño pueblo una falsa apariencia de vida y color que desaparecía bajo la luz del sol. Algunos transeúntes paseaban por la calle; un policía regañaba a un grupo de adolescentes ruidosos; un camión avanzaba lentamente sin que, al parecer, a su conductor le importara demasiado la larga cola de vehículos que empezaba a formarse detrás de él; algunas tiendas aún permanecían abiertas, atendiendo a los últimos clientes.

Aunque la calma total había sustituido al fuerte viento de aquella tarde, Carl se estremeció y apuró el paso mientras buscaba una cabina telefónica. Se encogió de hombros, masculló un «qué más da», cruzó la callé y entró en la comisaría. La actividad a aquellas horas de la noche era frenética: un par de polis se disponían a acomodar a dos borrachos en el calabozo y la radio emitía sin descanso; un hombre vestido de civil y parapetado tras un mostrador discutía a gritos con dos mujeres, una de las cuales se envolvía una mano ensangrentada en una venda. Cuando por fin Carl consiguió que el sargento le prestara atención, éste le dijo bruscamente que la oficial Vincent tenía la noche libre.

Carl no podía esperar hasta el día siguiente; una idea le rondaba por la cabeza y necesitaba saber si estaba sobre la pista correcta. Insistió y abrumó al sargento con un montón de mentiras sobre la importancia del testimonio de Maddy Vincent hasta que éste acabó dándole su dirección a cambio de un autógrafo. Salió a la calle de nuevo y advirtió que apenas podía respirar.

«Tranquilo, tío —se dijo—. No lo estropees todo ahora».

El sargento había dicho que Maddy Vincent vivía a tres manzanas. El corto paseo le sirvió para pensar las preguntas que le formularía a la muchacha. Cuando llegó a la casa llamó al timbre repetidas veces e incluso rodeó la casa y probó la puerta trasera, pero era evidente que la oficial Vincent no estaba en casa.

«No importa», se dijo. Se sentó en las escaleras del porche, dispuesto a no irse de allí sin hablar con la joven operadora. Esperó, fumó un cigarrillo tras otro e incluso dio algunas vueltas alrededor de la casa para entrar en calor. Minutos después miró su reloj; eran casi las ocho. Maddy Vincent podía tardar horas en regresar. ¿Desde cuándo una mujer soltera se quedaba encerrada en su casa un viernes por la noche? ¿En qué había estado pensando?

Sin dejar de maldecir su suerte, se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la esquina tuvo una idea: le dejaría una nota; tenía que ser algo sugerente y misterioso que picara su curiosidad de policía. Después de cuatro intentos, consiguió la versión perfecta; regresó a la casa pensando cuál sería el mejor lugar para dejarla. Finalmente, decidió doblarla por la mitad y pasarla por debajo de la puerta.

Se frotó las manos satisfecho y se volvió en el momento en que una sombra aparecía frente a él.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

—Eso no importa —contestó la sombra.

Barelli no vio la brillante hoja hasta que fue demasiado tarde y no pudo hacer nada más que intentar proferir un grito que no llegó a salir de su boca.