15

Cuando Dana regresó a su habitación Andrews no estaba allí. Así pues, decidió acatar la orden que acababa de dar al resto de su equipo y tomarse unos minutos para reflexionar con calma sobre todo lo ocurrido aquella tarde.

A decir verdad, nada parecía tener sentido. Si el ataque había sido perpetrado con afán de entorpecer la investigación, saltaba a la vista que, quienquiera que estuviera detrás de la operación, sabía que aquélla no era la mejor manera de conseguir su propósito. Si lo que había pretendido era acabar con ellos para siempre, también había fracasado.

—A menos que no fuera un experto —reflexionó en voz alta.

Se mesó el cabello y se frotó la nuca. ¡Vaya día! Habían tenido un tiempo horrible y, para colmo, alguien había intentado acabar con sus vidas. Aunque, después de todo, habían tenido suerte.

La desconcertaba el hecho de que Webber y ella habían salido ilesos del tiroteo simplemente porque su asaltante así lo había querido; habían tardado demasiado en ponerse a cubierto. ¿Por qué iba a errar un francotirador sus disparos a propósito?

Cuanto más pensaba, más se convencía de que aquel ataque no había sido más que un aviso. Y, de paso, un intento en toda regla de meter un par de balas en el cuerpo de Mulder. Recordó las palabras del hombre en el monumento a Jefferson:

«No estás a salvo, Mulder, todavía no».

—Oh, Dios, esto no tiene ni pies ni cabeza.

Necesitaba una ducha y aclarar sus ideas si no quería terminar convertida en una paranoica, como Mulder.

Mientras se duchaba recordó al otro asaltante. Había intentado por todos los medios convencer a Mulder de que no había duendes en el bosque ni en ninguna otra parte.

Sin embargo…, cuanto más reflexionaba, más se convencía de que sus conclusiones podían ser equivocadas. Gimió y se volvió de espaldas para que el agua caliente cayera sobre su nuca y sus hombros. Cerró los ojos y respiró profundamente mientras intentaba borrar de su mente la imagen de un hombre armado con un revólver.

El vapor que la envolvía se elevó sobre la mampara de cristal y se transformó en miles de gotitas que cubrieron el pequeño espejo. No sentía ni oía nada más que el agua sobre su cuerpo. Se le ocurrió que era el momento perfecto para que el viejo Norman Bates apareciera cuchillo en mano y listo para llevar a cabo otro de sus crímenes: el vapor le nublaba la visión, el ruido del agua le impedía oír nada más y estaba medio atontada por el calor.

Abrió los ojos y vio una sombra junto a la puerta del cuarto de baño, mirándola y esperando el momento apropiado para acercarse a ella. Naturalmente, sabía que la sombra no era tal sombra, sino un par de toallas colgadas junto al lavabo. Bueno…, eso creía. Mientras contenía la respiración y abría una rendija de la mampara, maldijo a Mulder por sobreexcitar su imaginación. «Es sólo para asegurarme», se dijo.

—Mulder, juro que te retorceré el cuello con mis propias manos —susurró aliviada y enojada a la vez, tras comprobar que las toallas estaban en su lugar y que no había sitio en el pequeño cuarto de baño para que alguien pudiera esconderse allí.

Espesas nubes de vapor se arremolinaban alrededor y, por un momento, se sintió desnuda en medio de la niebla. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras el vapor se desvanecía en el aire; la puerta del cuarto de baño estaba abierta.

Mulder no quería dormir. Su cerebro había trabajado intensamente, pero por fin el dolor había remitido y el sueño había acabado venciéndole.

«Mulder, cúbrete las espaldas».

Soñó con una piel apenas perceptible, suave y brillante como asfalto mojado, aunque había sido un contacto tan breve que no estaba seguro.

«Mulder…».

Aquella voz, aunque amortiguada por el sueño y el cansancio, le resultaba familiar, a pesar de que pertenecía a un completo desconocido. Le había parecido algo ronca y forzada, como si se quejara en voz baja.

«Cúbrete las espaldas».

El duende había dicho la verdad, debía andar con cien ojos; pero ¿por qué le había perdonado la vida? ¿Por qué no había acabado con él, como había hecho con las otras víctimas?

«No lo sé», se contestó mientras la voz y las pesadillas se apostaban junto a él para hacerle compañía.

Rosemary sentía que había llegado al límite de sus fuerzas. Gimió y encogió las rodillas hasta acabar sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared.

—¿Se encuentra bien?

Ella asintió.

—¿Qué ha ocurrido?

«Se acabó —se dijo—. Es el fin y Joseph me va a matar cuando se entere».

—Doctora Elkhart, ¿qué ha ocurrido?

Rosemary levantó la mirada e hizo un gesto de impotencia con las manos.

—Doctora, diga algo, por favor; no me asuste.

—¿Qué no te asuste, dices? Querida, no tienes ni idea del significado de la palabra miedo —replicó con una amarga sonrisa.

—¿Puedo ayudarla?

Rosemary contempló el distorsionado reflejo de ambas en la puerta del ascensor y sus labios se curvaron en una sonrisa malévola.

—Sí, querida; sí puedes.

Scully había tomado la precaución de dejar su bolso en el suelo, entre la bañera y el lavabo. Alargó una mano y revolvió en su interior en busca de su revólver. Se secó las manos, abrió la mampara cautelosamente y se envolvió en una toalla. Sabía que una simple toalla no resultaría una protección muy eficaz, pero por lo menos, así se sentía menos vulnerable. El frío se colaba a través de la puerta entreabierta, le castañeteaban los dientes y tenía la piel de gallina.

Apagó la luz del cuarto de baño y se dejó guiar por el resplandor procedente de la lámpara de la mesilla de noche. El goteo constante de la ducha resultaba casi ensordecedor. No se veía ni oía nada más. Lentamente, abrió la puerta y avanzó en cuclillas hasta la cama más próxima. Cargó su revólver, se puso en pie e inspeccionó la habitación. No había nadie.

«No te fíes de las apariencias —se dijo—. Nunca». Sintiéndose como una idiota, se agachó y comprobó que nadie se ocultaba debajo de las camas. Cuando estuvo completamente segura de que se encontraba sola, se sentó en el borde de una cama e intentó recordar si había sido ella quien había dejado la puerta abierta. Quizá la había cerrado pero se había abierto sola. O quizá Andrews había entrado en la habitación y había preferido no molestarla. Pero sí había ocurrido así, ¿por qué la había abierto? Un hilillo de agua resbaló por su espalda.

—¿Lo ves? —exclamó—. Estás completamente sola.

Pero ni siquiera la certeza de saberse sola evitó que encendiera todas las luces de la habitación y se apresurara a secarse, esta vez dejando la puerta del cuarto de baño abierta de par en par. Se puso una blusa y un conjunto de falda y chaqueta y, mientras se vestía, se prometió a sí misma dejar el FBI algún día y dedicarse a vivir la vida.

Regresó al cuarto de baño y, mientras se cepillaba el cabello, empezó a practicar frente al espejo la regañina que Mulder debía recibir. Sabía que era inútil. Su imagen le devolvía la misma sonrisa sardónica que sabía que asomaría a los labios de su compañero, si se dignaba a escucharla.

Cuando terminó de acicalarse decidió que quizá no era una buena idea hacer partícipe a Mulder de sus aventuras en el cuarto de baño.

Sonrió y se dispuso a salir en busca de sus compañeros. De repente, dio un respingo y sofocó un grito. Una sombra avanzaba hacia ella.

—Escúchame bien —dijo Rosemary apuntando con el pulgar hacia la puerta cerrada—. Tymons quiere acabar con todos nosotros. El muy cobarde está asustado y le traemos sin cuidado tú, yo y el proyecto. En realidad, quiere… matarnos a todos.

Nadie habló durante unos segundos.

—Yo nunca he sido santo de la devoción del señor Tymons, como usted bien sabe. Cree que soy demasiado… sensible.

Rosemary asintió.

—En realidad, lo que ocurre es que me tiene miedo.

—Lo sé —contestó Rosemary.

—¿Qué quiere que haga, doctora? No soy ninguna idiota y sé qué me ocurrirá si me abandonan ahora. ¿Qué quiere que haga? —repitió.

Rosemary cerró los ojos e intentó establecer sus prioridades.

—¿Necesita al doctor Tymons?

—No, no le necesitamos —contestó Rosemary sin dudarlo un momento.

—¿Quién más?

—Otras tres personas —contestó poniéndose en pie cuando un súbito acceso de tos obligó a su interlocutora a hacerse un ovillo en el suelo—. ¿Te encuentras bien, querida? ¿Crees que podrás hacerlo?

—Claro que podré. De verdad. Pero necesito por lo menos un par de días. No puedo…

Un nuevo acceso de tos acompañado de violentos espasmos le obligó a interrumpir la conversación durante unos segundos. Rosemary alargó una mano, la apoyó en su hombro y apretó con fuerza.

—Está bien —dijo con suavidad, intentando tranquilizarla—. Todo va a salir bien.

Lo sabía; todo iba a salir a pedir de boca. A continuación pronunció tres nombres.

Scully se abalanzó sobre su revólver antes de darse cuenta de que la sombra que la había asustado no era más que el reflejo de su propia imagen en el espejo.

«Malditos espejos —se dijo enojada mientras hacía un gesto amenazador en su dirección—. Id a asustar a otra».

Algo se movió en la pared. Si su mirada no hubiera estado fija en un punto en ese preciso momento, habría sido un movimiento casi imperceptible. Scully esperó inmóvil pensando que quizá se trataba del reflejo de las luces de un coche. Pero cuando el movimiento se produjo de nuevo y decidió acercarse un poco más, vio una polilla volando hacia el techo. Scully se encaramó a una cama y buscó el insecto. Tardó varios segundos en localizar la polilla, que seguía posada sobre la pared.

—Vaya, vaya… —murmuró esbozando una enigmática sonrisa.

Saltó sobre la cama, atrapó a la polilla, abrió la ventana y la soltó. Mientras se decía que necesitaba una última prueba oyó pasos en el exterior. Apagó las luces, saltó sobre una cama, apoyó la espalda en la pared y cruzó las piernas. Contuvo la respiración y permaneció inmóvil mientras una silueta se introducía en la habitación.

—Agente Scully, ¿está usted ahí? —inquirió Licia dirigiéndose al cuarto de baño—. ¿Es que piensa dejarme toda la noche con ese pesado? Debería oír…

Andrews dejó de hablar, suspiró y encendió la luz. Un segundo después profirió un grito al encontrarse frente a Scully sentada sobre la cama y apuntándola con su revólver.

—¡Dios! —exclamó llevándose una mano a la garganta—. No la había visto. ¿Por qué no me ha contestado cuando la he llamado?

—No me has visto —replicó Scully con una sonrisa.

—Claro que no. ¿Cómo iba a verla si estaba a oscuras?

—Pero ahora sí me ves.

Andrews era la viva imagen del desconcierto. Abrió la boca para contestar pero no pudo encontrar las palabras adecuadas.

—Bueno… sí, claro —balbuceó finalmente.

Scully se puso en pie de un salto, guardó la pistola en su bolso y se enfundó su abrigo.

—Ve a buscar a Hank —ordenó—. Nos reuniremos en la habitación de Mulder.

—¿Otra vez?

—Otra vez —contestó Scully, empujando a su compañera hacia la puerta—. Que Dios me perdone, pero creo que esta vez Mulder tiene razón.

—No estará hablando de los duendes, ¿verdad, agente Scully? —preguntó Andrews boquiabierta.

—No son duendes, Licia —replicó Scully—, pero, sí algo muy parecido.