14

La habitación estaba vacía. En realidad, Rosemary no esperaba encontrar a nadie allí. La tarde había sido muy movida y sabía que a su amiga no le resultaría fácil salir del bosque sin levantar sospechas. Sin embargo, no estaba preparada para enfrentarse al caos y la destrucción reinantes en la habitación. Se apoyó en el umbral de la puerta y se acarició un brazo pensativamente mientras un escalofrío le recorría la espalda. Sentía el viento aporreando las paredes del hospital y el peso del edificio sobre sus hombros. Odiaba saberse débil y vulnerable.

«Maldita sea», se dijo, cubriéndose la cara con las manos.

El colchón estaba hecho jirones, la mesa tenía una pata rota y la silla había sido reducida a astillas. El chico azul había sido mutilado sin piedad. En su lugar había un mensaje escrito con grandes caracteres negros:

«Te estoy buscando».

El mayor Tonero, sentado tras su mesa de trabajo, no podía apartar la vista del teléfono. No estaba asustado; tampoco se sentía optimista. Sin embargo, el incidente ocurrido aquella tarde en el bosque le había dado que pensar. La solución a sus problemas se le ocurrió mientras recorría nerviosamente su despacho. No estaba dispuesto a admitir que su proyecto había fracasado; a decir verdad, habían progresado muchísimo. Lo que le inquietaba era…

El teléfono sonó y el mayor lo miró fijamente durante unos segundos sin mover un músculo. Por fin, se aclaró la garganta y descolgó el auricular.

—Buenas tardes, señor —dijo con voz firme antes de lanzarse a hacer un detallado resumen de lo ocurrido aquella tarde.

Cuando terminó, se limitó a escuchar atentamente a su superior y contestar de vez en cuando sus preguntas.

Aunque la voz que le hablaba desde el otro lado del teléfono le pareció tranquila, sabía que no debía confiarse. Tras media hora, la conversación llegó a su punto clave.

—Sí, señor, con su permiso —dijo el mayor escuetamente—. Creo que ha llegado el momento de desaparecer del mapa durante una temporada. No ha sido culpa nuestra, pero no podemos continuar aquí durante más tiempo, sobre todo después de lo ocurrido esta tarde. Son agentes federales, lo que significa que no estamos autorizados a inmiscuirnos en sus investigaciones. Creo que lo más conveniente es desaparecer discretamente y dejarles el campo libre. Le garantizo que no encontrarán lo que buscan.

Escuchó de nuevo y, por primera vez, una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Tiene toda la razón, señor; a veces se gana, a veces se pierde. Pero quiero que sepa que avanzamos a pasos agigantados. Casi lo tenemos; no podemos abandonar ahora.

Una pausa.

—Se lo agradezco de veras, señor —dijo sonriendo ampliamente—. ¿Indispensable, dice? —añadió borrando la sonrisa de su rostro—. No, señor, nada de eso. En realidad, creo que ha perdido la ilusión y la confianza en nuestro proyecto. Tiene los nervios destrozados. En cambio, la doctora Elkhart ha demostrado ser una excelente profesional.

Esperó y escuchó.

—Sólo necesito cuarenta y ocho horas, señor.

Asintió, colgó el receptor y durante unos segundos fue incapaz de reaccionar. Dio un respingo como si alguien le hubiera atacado por sorpresa. Su frente estaba cubierta de sudor y le temblaban las manos.

—Dios… —susurró.

Carl Barelli estaba sentado ante una mesa junto a la ventana y empezaba a preguntarse si no estaría perdiendo el tiempo. No dudaba de sus dotes de periodista; sabía que era el mejor. Pero, después de pasar una hora con el sargento y el resto del personal de la comisaría, no había conseguido averiguar nada nuevo. Todo lo que había sacado en claro era que Frankie estaba muerto, el asesino andaba suelto por ahí y nadie entendía qué demonios ocurría.

Y ese cuento chino del duende… Por el amor de Dios, ¿por quién le habían tomado aquellos paletos?

Su reloj marcaba casi las seis. Dio un sorbo a su café, ya frío, y volvió la mirada hacia la calle. Era evidente que el mal tiempo no había sido suficiente para hacer desistir al fuerte al completo de echarse a la calle. Hombres uniformados y soldados vestidos de civil intentando disimular su porte militar entraban y salían del bar y se agolpaban alrededor de la barra.

Viernes por la noche en mitad de la nada.

Su estómago empezaba a quejarse a causa de la cafeína ingerida a lo largo del día. Mecánicamente se llevó un comprimido antiácido a la boca y lo masticó mientras se preguntaba qué hacer. Recordó su cita con Babs Radnor. No le apetecía demasiado salir con ella, pero la verdad era que no tenía nada mejor que hacer.

Volvió la mirada hacia la calle, dejó un billete junto a la taza medio vacía y salió del bar. Espesos nubarrones grises encapotaban el cielo. Carl odiaba ese tiempo. ¿Por qué no caía un buen chaparrón de una vez? Se moría de ganas de volver a ver el sol.

Se dirigía a su coche, aparcado frente a la comisaría, cuando se cruzó con una anciana vestida de negro que se cubría la cabeza con una gruesa bufanda y apretaba un enorme bolso contra su pecho. Carl se detuvo y la siguió con la mirada. Estaba seguro de que había visto un bote de pintura naranja dentro de ese bolso. No hacía falta ser un genio para adivinar quién era aquel curioso personaje.

—Perdone, ¿es usted la señorita Lang? —preguntó, interponiéndose en su camino.

Señora, si no le importa —replicó ella secamente—. Y usted, ¿quién es?

—Me llamo Carl Barelli y soy periodista —contestó con voz melosa esbozando su mejor sonrisa—. Estoy investigando el asunto de… los duendes.

Esperó pacientemente mientras ella se esforzaba por adivinar cuánta verdad había en sus palabras. Un viejo autobús pasó junto a ellos mientras tres soldados apostados en una esquina entonaban una canción.

—¿Me toma por loca? —inquirió con desconfianza.

—Uno de ellos mató a un amigo mío. ¿Todavía cree que le estoy tomando el pelo? Me gustaría invitarla a cenar —añadió.

—¿Habla en serio?

—Desde luego, señora Lang.

—No sé qué pretende pero no suelo rechazar una invitación a cenar —contestó ella, tomándole del brazo—. ¿Me va a llevar a un sitio elegante o es usted un tacaño de esos que odia rascarse el bolsillo?

Carl sentía deseos de echarse a reír pero le pareció más prudente prometerle una velada inolvidable en el mejor restaurante del pueblo. Después de todo, quizá la noche resultara provechosa. Sólo esperaba no tropezar con Mulder y Scully.

Rosemary llevaba un buen rato buscando al mayor Tonero por todas partes. Intentó mantener la calma mientras se repetía una y otra vez que todavía estaba a tiempo de salvar el trabajo de tantos años.

Regresó al hospital, saludó a la recepcionista con una inclinación de cabeza y enfiló por un pasillo al final del cual se leía: «PROHIBIDO EL PASO AL PERSONAL NO AUTORIZADO». Sacó un pequeño llavero del bolsillo de la bata y accionó la llave. Cuando la puerta se abrió, comprobó que nadie la hubiera seguido y entró en el ascensor que recorría los tres pisos del edificio: el primer piso, donde se encontraba el despacho del mayor, la planta baja y el sótano.

El ascensor se detuvo con una suave sacudida y la puerta se abrió automáticamente. El pasillo que se extendía ante sus ojos le pareció aquella noche más largo que nunca y el ruido de sus tacones sobre el suelo resultaba casi ensordecedor. A lo lejos se oía el rumor producido por los ordenadores en constante funcionamiento.

Rosemary se alisó las arrugas de la bata y se arregló el cabello. Si quería que todo saliera de acuerdo con sus planes, debía mantener la calma. Todo saldría bien si no perdía la cabeza.

Se detuvo frente al despacho de Tymons e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Se dirigió al centro de investigaciones y casi gritó al encontrar a su compañero inclinado sobre uno de los ordenadores.

—¡Leonard, me has dado un susto de muerte! —exclamó—. No esperaba encontrarte aquí. ¿Qué estás…?

Tymons se dio la vuelta para mirarla. En su mano derecha sostenía una pieza de metal de unos quince centímetros de largo y en la izquierda empuñaba una pistola.

—Será mejor que no te muevas, Rosemary. Quédate donde estás.

—Leonard, ¿qué demonios haces?

—Corregir unas cosillas, eso es todo —replicó él con una sonrisa triste.

La mujer recorrió la habitación con la mirada y sus ojos asombrados se posaron en el primer monitor. El ordenador estaba encendido, pero en la pantalla no había nada. Y lo mismo ocurría con el segundo monitor.

—Ha sido tan fácil que no sé cómo no se me ha ocurrido antes. Parece mentira la cantidad de trabajo que un simple imán te puede ahorrar —exclamó, blandiendo el pedazo de metal con aire triunfante.

—¡Pero Leonard…!

—Un paso más y te vuelo la tapa de los sesos, pequeña —replicó arrojando el imán al suelo.

La rabia y el miedo que sentía al pensar qué diría Joseph cuando se enterara le impedían articular palabra.

—Además… —continuó Tymons mientras disparaba sobre otro monitor provocando el sobresalto de Rosemary—, nadie lo sabrá. ¿Qué van a hacer? No pueden acudir a los periódicos o la televisión; nadie les creería.

Un segundo disparo hizo volar por los aires miles de trocitos de plástico y cristal. Horrorizada, Rosemary retrocedió unos pasos.

—Estoy dispuesto a intentarlo —dijo mirándola de reojo—. Sé que no tengo muchas posibilidades pero la voy a intentar.

—No podrás —replicó ella con voz ronca—. Piensa en todos los años que hemos pasado juntos; piensa en el tiempo y el esfuerzo que hemos dedicado a este proyecto. ¡Piensa, Leonard!

—¿Acaso has olvidado nuestros últimos fracasos? Debemos ocultarlos, Rosemary, ¿comprendes? Enterrarlos para siempre.

«Dios mío —se dijo—, se ha vuelto loco».

—Escúchame, Leonard. Si realmente quieres… Si tanto tiempo y esfuerzo no significan nada para ti piensa en… —balbuceó apuntando al piso superior—. No puedes hacerlo.

—¿Por qué no? —replicó, disparando al tercer monitor y protegiéndose con un brazo de la lluvia de cristales—. Me traen sin cuidado los cuatro papeluchos que firmamos. Cuando termine con esto no significarán nada; serán papel mojado.

—Lo negaré todo ——amenazó ella—. Diré que no sabía nada.

—Mi querida doctora, me temo que no vas a vivir para negar o confirmar nada —replicó Tymons.

Rosemary retrocedió hasta tropezar con la pared. A su derecha, la puerta abierta de par en par aparecía como su única escapatoria, pero el miedo la mantenía paralizada y el humo procedente de un pequeño incendio empezaba a invadir la habitación, impidiéndole respirar.

—No lo conseguirás, Leonard —susurró—. Aunque consigas salir de aquí, ¿cuánto tiempo crees que podrás permanecer escondido? ¿Una semana? ¿Un mes? Acabas de firmar tu propia sentencia de muerte —añadió sin atreverse a dar un paso en dirección a la puerta.

—¿Y a mí qué me importa? —replicó él, encogiéndose de hombros.

Vació el cargador sobre las estanterías provocando un estruendo ensordecedor y el caos total. Rosemary sofocó un grito y se cubrió la cara con las manos para protegerse de las llamas. Leonard cargó la pistola de nuevo y la apoyó en la sien de su compañera mientras ella cerraba los ojos y se repetía una y otra vez: «Esto es una locura».

—Lárgate.

Rosemary no daba crédito a sus oídos.

—He dicho que te vayas —repitió.

Cuando abrió los ojos, la pistola apuntaba al suelo y el impasible rostro de Tymons intentaba disimular la decepción que su voz transmitía.

—¿Quién sabe? Quizá vuelvas a trabajar pronto —dijo Tymons.

Ella hizo una mueca de asco pero no despegó los labios por miedo a su reacción. Aunque hubiera dado cualquier cosa por salvar su trabajo, no estaba dispuesta a perder la vida en el intento.

—Lárgate de un vez —susurró.

Rosemary decidió no tentar a la suerte durante más tiempo y salió de la habitación precipitadamente, golpeándose un codo con el quicio de la puerta. El golpe le produjo más sobresalto que dolor. Dos detonaciones consecutivas procedentes del centro de investigaciones llegaron a sus oídos. Rosemary gritó, se sujetó el brazo lastimado y echó a correr.

Al llegar al ascensor, se detuvo y hurgó afanosamente en el bolsillo de su bata en busca de la llave que le permitiría abrir la puerta y escapar de aquel infierno.

—Vamos, vamos… —masculló entre dientes.

Cuando finalmente lo consiguió, entró precipitadamente en el ascensor, se dio la vuelta e insertó la llave por segunda vez. No se percató de que no estaba sola hasta que la puerta se cerró tras ella.

«Oh, no —se dijo—. Ahora no».

—¿Qué le parece, doctora? —inquirió una voz áspera a sus espaldas—. ¿A que cada vez lo hago mejor?