A Webber no le resultó fácil regresar al Royal Barón. Una vez allí, Scully, esta vez como médico y no como compañera de trabajo, ordenó a Mulder que se tomara una aspirina, se metiera en la cama con una bolsa de hielo en la cabeza y que no se moviera de allí hasta que ella regresara, Mulder se limitó a esbozar una media sonrisa y a suspirar con resignación, pero no protestó. Scully sabía que no iba a pegar ojo; se quedaría tumbado, dándole vueltas a sus pensamientos hasta que acabaran tomando la forma de un duende.
Licia estaba en la habitación que ambas compartían, pasando en limpio las notas de la entrevista con Babs Radnor.
—Taquigrafía —se disculpó mientras guardaba los folios en su maletín—. Es la única manera de no perder detalle cuando odias las grabadoras.
Scully preguntó sí había averiguado algo interesante.
—No mucho. Esa mujer no ha colaborado demasiado —se quejó—. Aunque dice que tiene un libro de registros que, por cierto, utiliza sólo cuando se acuerda, bebe como una esponja. Pero me ha dicho que conocía al cabo Ulman —añadió.
—¿De veras?
—Parece que el futuro cuñado del mayor traía aquí a sus ligues de fin de semana —explicó con una sonrisa irónica.
—¿Has averiguado los nombres de esas mujeres?
—Dice que nunca las vio bien, que el cabo era muy discreto. Dudo que este montón de chismes nos sirva de gran ayuda.
Scully estuvo de acuerdo y le indicó que se preparara para salir mientras ella avisaba a Webber que se quedara con Mulder por si alguien intentaba atacarlo de nuevo o se le ocurría salir a investigar por su cuenta.
Tomaron otro coche y se dirigieron a casa de Sam Junis. Por el camino aprovechó para comunicarle a Andrews los últimos acontecimientos y para poner en orden sus pensamientos.
Era evidente que había dos sospechosos. Aunque la persona que había atacado a Mulder no fuera la misma que había iniciado el tiroteo, le extrañaba que el asesino de Pierce y Ulman hubiera decidido cambiar el cuchillo por el rifle. Era demasiado bueno con el cuchillo y, además, ésta era un arma más personal que requería contacto físico con la víctima; un rifle le parecía demasiado distante, demasiado frío.
Al plantear este razonamiento a Webber y Mulder, ambos habían estado de acuerdo, pero ninguno de ellos había sido capaz de encontrar una explicación lógica a este hecho.
—Quizá alguien está intentando proteger al duende —aventuró Andrews.
—¡No es un duende! —replicó Scully exasperada—. No vayas a empezar tú también. Mulder ya ha logrado convencer a Hank.
—¿Y cómo se supone que debo llamarlo? ¿Bill?
—Me da igual. ¡Pero no vuelvas a pronunciar la palabra duende nunca más!
Andrews se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Vaya, vaya, esto sí que le pone nerviosa, ¿eh?
Scully no contestó.
El chalet del doctor Junis se encontraba en mejores condiciones que los de sus vecinos gracias a un enorme jardín cuya disposición y enorme cantidad de flores revelaban el tiempo y la dedicación invertidos en su cuidado. Encontraron al médico sentado en las escaleras del porche fumando un cigarrillo. Tendría unos cincuenta años, llevaba el cabello peinado hacia atrás y, a pesar del viento helado, iba en mangas de camisa. Era un hombre de complexión delgada y sus brazos musculosos contrastaban con el resto del cuerpo.
—Es igual que Popeye —murmuró Licia mientras se acercaban a él.
Scully tuvo que hacer grandes esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas allí mismo. Andrews tenía razón. Sólo le faltaban la pipa y la gorra de marinero.
—Estaba disfrutando de la puesta de sol —dijo a modo de saludo—. Es la alternativa a no morirse de aburrimiento delante de la tele.
A Scully le gustó inmediatamente. Contestó a todas sus preguntas y pasó por alto el hecho de que Andrews no apartara los ojos ni un momento del bosque.
La entrevista no duró mucho tiempo. Junis estuvo de acuerdo con la reconstrucción del asesinato de Pierce y se disculpó por la mala calidad de las fotografías. El arma del crimen le había llamado poderosamente la atención.
—Afilado como una hoja de afeitar pero, a juzgar por el corte, no era un vulgar cuchillo de cocina.
—Entonces, ¿qué era?
—No dejo de darle vueltas, pero no consigo entenderlo.
Scully se alegró de que Mulder no estuviera allí cuando formuló al doctor la siguiente pregunta.
—Hábleme de las anotaciones que hizo en el margen del informe.
—Los duendes, ¿no? —replicó, echándose a reír.
—¿Qué vio exactamente que le hizo incluirlo en la autopsia?
—No mucho, la verdad —confesó. Sacó un segundo cigarrillo del bolsillo y lo apoyó en sus labios sin encenderlo—. En realidad, nada. Acababa de regresar de casa de Elly Lang. Le había dado un sedante y la pobre mujer no había hablado de otra cosa. ¿Ustedes también han oído hablar de ellos? —preguntó mirando a Scully de reojo.
—Ella misma nos ha dado todos los detalles.
—No está loca, agente Scully —replicó el doctor siguiendo con la mirada a una camioneta de reparto que se dirigía al oeste—. Yo no sé qué vio, pero no es una vieja tonta.
—Le recuerdo que estaba borracha, doctor.
El doctor se echó a reír con tanta fuerza que las lágrimas asomaron a sus ojos y su rostro se congestionó hasta adquirir un tono escarlata.
—Perdone —se disculpó, enjugándose los ojos con el dorso de la mano—. Lo siento mucho. ¿Borracha Elly? Ya veo que ha estado hablando con Todd Hawks. No hay nada de eso. Se pasa el día en ese bar, pero sólo busca compañía. No tiene familia ni amigos. Se sienta allí, pide un Bloody Mary y lo hace durar hasta que es hora de regresar a su casa. Jamás he visto a esa mujer borracha.
—¿Y qué me dice de la pintura naranja?
—Ella cree que existen, agente Scully. Está tan segura de que son reales como usted de que son producto de su imaginación. Eso no prueba que sea una demente.
Scully no estaba tan segura pero prefirió cambiar de tema.
—Hábleme de la otra testigo —pidió.
—¿Fran? —replicó el doctor, bajando los ojos—. Si quieren, les diré dónde pueden encontrarla pero me temo que no les será de gran ayuda.
—¿Por qué dice eso?
—Aquella noche estuvo a punto de morir por una sobredosis de heroína. He conseguido que la admitan en una institución de Princeton. Es un sanatorio para enfermos mentales, ¿sabe? Aquí no tenemos nada parecido y la pobre estaba bastante ida —añadió encendiendo el cigarrillo—. Se recuperará de la sobredosis pero lo otro… Creo que se va a tener que quedar allí durante mucho, mucho tiempo.
«Perfecto —se dijo Scully—. Justo lo que necesito: una adicta a la heroína que ni siquiera sería capaz de reconocer su propio rostro frente a un espejo. Adiós a la entrevista con Fran Kuyser».
—¿Pasa mucho tiempo aquí sentado, doctor? —intervino Andrews sin mirarlo.
El doctor se volvió hacia Dana algo desconcertado por el súbito cambio de tema.
—Supongo que sí, nunca he pensado en ello. Me gusta ver moverse el mundo alrededor y saber quién va adonde. Por aquí sólo vive gente que trabaja en el fuerte o en la base y tienen sus propios médicos, y los otros… No tengo mucho trabajo, supongo que ya se habrán dado cuenta —añadió, encogiéndose de hombros.
Scully también se había dado cuenta de que aquello no parecía importarle en absoluto. Si bien aún era joven para pensar en jubilarse, parecía haber aceptado que no le quedaban muchos años de práctica profesional y que la pensión que recibiría no le permitiría moverse de aquella casa. Por alguna extraña razón, parecía conforme.
—También tengo días de mucho trabajo —añadió.
Scully dio por terminada la entrevista y, poniéndose en pie, le dio las gracias y la dirección del motel por si recordaba algo importante.
—No se moleste. Ya sé dónde se alojan —dijo con una sonrisa.
Cuando estuvieron de nuevo en el coche camino del hotel, Andrews sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto.
—En este pueblo no se puede ni respirar sin que se entere todo el mundo. ¿No conocen la palabra intimidad? Me saca de quicio.
Dana contestó con un gruñido. En realidad, no había escuchado ni una palabra. Había algo que no le gustaba, algo que nadie más había visto. Intuía que ese algo no estaba directamente relacionado con los asesinatos de Pierce y Ulman pero era importante. Pequeño, pero muy importante. Sabía que a Mulder le ocurría lo mismo. No era el ataque sufrido aquella tarde lo que le inquietaba. Quizá después de descansar un poco hubiera conseguido dar con ello.
«Sólo espero que no vuelva a empezar con los duendes otra vez», suspiró.
Cuando llegaron al motel ya había anochecido. Las luces plateadas iluminaban la fachada y el aparcamiento, dando a las nubes cargadas de lluvia un aspecto todavía más plomizo. Scully ordenó a Andrews que fuera a buscar las notas de su entrevista con Babs Radnor y que se reuniera con el resto del grupo en la habitación de Mulder. Subió por las escaleras saltando los escalones de dos en dos y entró en la habitación justo a tiempo para oír las palabras de Mulder:
—… todos sus pecados.
—¿Qué pecados? —interrumpió Scully—. ¿Y se puede saber por qué no estás en la cama?
Estaba sentado frente a una pequeña mesa sobre la que se amontonaban notas y documentos. Webber se hallaba sobre una cama y se había rodeado de almohadas.
—Hola, Scully —saludó Mulder alegremente—. Estoy curado.
Webber intentó esquivar la mirada cargada de reproche que Scully le dirigió mientras se dejaba caer en una silla.
—Ni estás curado ni deberías estar trabajando —replicó.
Pero sabía por experiencia que era inútil reñirle. Todo lo que conseguía era una demostración de las dos mejores muecas de su repertorio: la de niño enfurruñado tras una regañina o la media sonrisa de zorro astuto. Y todo para acabar haciendo lo que le daba la gana. Esta vez se decidió por la sonrisa.
—Hemos estado investigando al mayor Tonero.
—Es muy extraño —intervino Webber—. Nos han confirmado que está al frente del Departamento de Proyectos Especiales del ejército del aire, pero nadie ha querido decirnos qué significa eso exactamente.
—Lo que nos lleva a preguntarnos por qué nuestro mayor se empeña en ocultar sus pecadillos —añadió Mulder, sacudiendo la cabeza—. Y lo que resulta más curioso, ¿qué pinta un oficial del ejército de aire, que además no tiene idea de medicina, en un hospital del ejército que no es un hospital, sino un centro de entrenamiento de reservistas y el lugar de partida de las tropas destinadas a misiones especiales en el extranjero? Y no me digas que hay una explicación perfectamente razonable —terminó antes de que Scully pudiera replicar.
«Oh, no, aquí tenemos al agente Mulder en estado puro», se dijo horrorizada.
—Y todavía hay más —exclamó Webber, cada vez más excitado—. ¿Qué tiene que ver nuestro mayor con la emboscada de esta tarde? ¿Y qué me dicen de sus ayudantes, esos científicos, o lo que sean?
Scully le miró tan fijamente que el joven empezó a perder pie.
—Bueno… A mí no me parece una mala pregunta, ¿no creen? —añadió, rascándose la cabeza.
—Claro que es una buena pregunta, Hank —contestó Mulder al ver que Scully se negaba a replicar.
—Mulder —empezó Scully en tono amenazador—, te lo advierto, no compliques las cosas más de lo que ya están.
—No estoy complicando nada —protestó Mulder, reclinándose en su silla—. Yo no he dicho que el mayor tenga algo que ver con los duendes. De hecho, ni siquiera los he nombrado.
—¡Pero no has dejado de pensar en ellos en toda la tarde! —le acusó Scully—. Escúchame bien, tenemos…
En ese momento Andrews entró en la habitación sonriendo ampliamente y, sin siquiera disculparse por el retraso, se sentó en el borde de una cama y dijo:
—Y bien, ¿ahora qué?
Dana miró su reloj. Eran más de las cinco.
—Creo que es hora de tomarse un respiro y bajar a comer algo —contestó acallando la silenciosa protesta de Mulder con una mirada—. Por hoy ya hemos tenido suficientes emociones fuertes. Si no descansamos un poco acabaremos peor que los jinetes de caballos salvajes.
—¿Cómo dice, agente? —preguntó Webber.
—Quiere decir confusión, desconcierto —explicó Mulder cruzando las manos tras la nuca y estirando las piernas—. Saltó sobre el caballo y huyó a toda velocidad sin dirección fija —citó—. Scully es una devoradora de libros y una experta en encontrar la cita perfecta para cada situación.
Hank se echó a reír mientras Andrews se limitaba a resoplar y sacudir la cabeza.
Mientras tanto, Dana hacía grandes esfuerzos por conservar la calma. La mente de Mulder trabajaba frenéticamente; reconocía los síntomas: empezaba a darle vueltas a una idea en la cabeza y no dejaba de pensar en ella hasta que las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Lo malo era que a menudo el resultado final era incomprensible para la mayoría de los mortales.
Por esa razón, trabajar con el agente Mulder resultaba una experiencia fascinante y exasperante a la vez. Sabía que lo mejor que podía hacer en momentos como ése era seguirle la corriente, en lugar de intentar quitarle de la cabeza sus descabelladas ideas. Por lo menos de momento.
Así, dio por terminada la reunión y propuso que se reunieran los cuatro en el restaurante media hora después para tomar café. El tono de voz empleado indicaba que se trataba más de una orden que de una sugerencia y que no había lugar para discusiones. Andrews se levantó y salió de la habitación sin mediar palabra y Hank hizo lo propio tras interceptar una mirada más que elocuente procedente de Scully.
—Lo he visto, Scully. Te juro que lo he visto con mis propios ojos —dijo Mulder cuando estuvieron a solas.
—Mulder, por favor, no empieces otra vez.
—Sabes que no soy el único —replicó—. Hawks dijo que otras personas aseguran haberlos visto también. Y no sólo lo he visto —añadió levantando una mano—, también lo he tocado. No ha sido producto de mi imaginación. Lo he tocado y era tan real como tú y yo.
—Está bien —admitió Scully—, te concedo el beneficio de la duda: de acuerdo, era real. Pero no era un duende ni otra criatura sobrenatural.
—Pero su piel…
—Camuflaje, Mulder, piensa un poco. Fort Dix es un centro de entrenamiento donde trabaja toda clase de expertos en armamento… y también en técnicas de camuflaje. Sólo Dios sabe cuánto han avanzado desde la época en que se untaban la cara con grasa.
Mulder intentó levantarse de la silla, gimió y volvió a sentarse lentamente.
—Mi chaqueta.
Scully se la alcanzó y ambos la examinaron con atención.
—Estoy seguro de que lo rocé por lo menos dos veces —dijo Mulder, acercando la prenda a la luz—, pero no hay rastro de pintura o grasa.
—Quizá llevara un traje —sugirió Scully arrojando la americana sobre una cama—. Un traje de plástico o algo parecido. Los duendes no existen, Mulder; sólo son disfraces. Y ahora, acuéstate —ordenó.
Supo que no se encontraba nada bien cuando, en lugar de protestar, como de costumbre, asintió y se arrastró hasta la cama. Scully le ayudó a acostarse y le dio una aspirina.
—¿Y qué hay del mayor y sus ayudantes? —preguntó mientras sus ojos empezaban a cerrarse—. Hank tiene razón, es más que sospechoso.
—Luego —replicó Scully—. Te necesitamos en plenitud de facultades. Sabes que no nos eres de gran ayuda cuando no estás bien. Descansa un poco, lo digo en serio —añadió, con seriedad—. Pasaré luego para ver cómo te encuentras.
—¿Y los otros?
—Ya nos arreglaremos —contestó con una sonrisa.
Cuando se disponía a salir de la habitación volvió la cabeza. Mulder no dormía; sus ojos estaban clavados en el techo.
—Scully, ¿y si resulta que tengo razón?
—Duérmete, Mulder.
—Pero ¿y si existen? ¿Y si están ahí fuera?
—No existen, Mulder. Por el amor de Dios, duérmete antes de que… —replicó antes de cerrar la puerta.
—¿Y tú cómo lo sabes? —insistió—. Tú no puedes verlos. ¡Están ahí fuera y tú no los ves!