10

El mayor Joseph Tonero adoraba a su hermana, a pesar de que mostraba un gusto pésimo por los hombres. Su padre había muerto y su madre era una pobre inválida, por lo que había tenido que convertirse en el cabeza de familia. No le importaba demasiado. Su misión en el ejercito era bastante parecida: mediar en los conflictos entre personas suficientemente mayorcitas para actuar con más sentido común, expresar ordenes en forma de sugerencias imposibles de desobedecer y hacer planes para el día que cambiara su uniforme militar por un traje como Dios manda.

Por esta razón no dio mayor importancia a la rabieta que Rosemary Elkhart cogió en su despacho del hospital Walson. Se arrellano en su sillón, cruzo los brazos y la dejo gritar hasta que, agotada, se derrumbo en una silla. Cuando cruzo las piernas y su bata se abrió, él no hizo el menor esfuerzo por apartar la mirada. No era la primera vez que tenía el placer de contemplar aquellas caderas.

—O sea, que estas enfadada —dijo con suavidad.

La rabia se reflejaba en su rostro enrojecido pero finalmente prorrumpió en carcajadas.

—Me sorprendes, Joseph. De verdad.

—¿Por qué dices eso?

Ella farfullo algo incomprensible, pestañeo y se golpeo la frente desesperada.

—Con el lío que tenemos y se te ocurre llamar al FBI. Leonard está empeñado en huir a Brasil.

El mayor le dirigió una sincera sonrisa. No necesitaba disimular delante de ella. Rosemary conocía todos sus trucos y hasta le había enseñado algunos más.

—Yo no los llame personalmente.

«Caliente, caliente», parecía decir la mirada de Rosemary Elkhart.

—Los federales no me preocupan, Rosie, y tú tampoco deberías preocuparte. Todo lo que han hecho ha sido leer el informe y visitar la escena de un crimen que ocurrió hace dos semanas.

—¿Y que hay de Kuyser? Es una de las testigos.

—¿De verdad crees que esa loca les será de ayuda?

—De acuerdo, no nos dará problemas —admitió ella mientras jugueteaba con el borde de su bata—. ¿Y que vamos a hacer con Leonard?

La expresión del mayor se endureció.

—Lo necesitamos. Aunque no nos guste, lo necesitamos para terminar el proyecto.

El mayor se puso en pie, rodeo la mesa, se coloco detrás de Rosemary y clavo la mirada en la pared mientras le masajeaba los hombros.

—Cuando hayamos resuelto…

—… este pequeño problema —concluyo él—, cuando todo vuelva a ser como antes, entonces nos ocuparemos del doctor Tymons, ¿no es así?

Rosemary inclinó la cabeza y beso la mano del mayor.

—Puedo hacerlo, Joseph. Sabes que puedo.

—Siempre he tenido fe en ti.

—Solo faltan unos pequeños detalles.

—Sabía que harías un buen trabajo.

—Dame un par de semanas —pidió ella, dándose la vuelta para mirarlo.

La mirada del mayor se poso en el rostro de la mujer y en la mejilla que acariciaba con su mano izquierda.

—¿Y… el aislamiento?

Ella apoyo la mejilla en su mano y cerro los ojos.

—Ni hablar.

La mano se detuvo.

—No podemos, Joseph —dijo, poniéndose en pie—. Tendremos que confiar en Leonard.

El mayor suspiro. Lo sabía, pero temía que el asunto se le escapara de las manos. Si el proyecto tenía que seguir adelante, si había que convencer al Ministerio de Defensa, no podía permitir que un psicópata lo echara todo a perder. Tymons seguiría al frente hasta que todo funcionara a la perfección.

A menos que…

—Rosie, si vuelve a fallar no podré hacer nada por él —dijo, tomándole la mano y conduciéndola hacia la puerta.

—No será necesario, Joseph —contesto ella con una sonrisa.

Lo beso y salio del despacho dejando su olor y su sabor en el aire. El mayor los saboreo durante unos segundos y regresó a su mesa. En esos momentos el proyecto y Tymons era lo que menos le preocupaba. Le importaba poco si aquel sujeto acababa con la mitad de la población del estado; solo necesitaba encontrar las palabras adecuadas para convencer al ministerio de la valía del proyecto había dicho la verdad a Rosie: los federales tampoco le preocupaban excesivamente.

Su problema se llamaba Carl Barelli. El muy idiota le había telefoneado dos veces aquella misma mañana exigiendo una entrevista. El mayor lo conocía y le temía: sabía que si no accedía a hablar con él se presentaría en su despacho y armaría tal escándalo que hasta los muertos se revolverían en sus tumbas.

No quería ni pensar que podía ocurrir si los detalles del proyecto Tymons llegaban a oídos de las personas equivocadas.

«Uno no camina hacia la luz cuando ha escogido trabajar en la oscuridad», se dijo.

El problema era que los malditos periodistas se creían los dueños absolutos de la Constitución había que aplacar a Carl Barelli y temía que la presencia del FBI no contribuiría a mejorar la situación. Se repitió que la situación seguiría bajo control si mantenía el contacto con las autoridades. Sabía lo que hacia. Siempre había tenido a Ulman por un perfecto idiota, pero ése no le parecía motivo suficiente para no hacer todo lo que estuviera en su mano por su hermana. Y si se le ocurría volver a encapricharse de un militar, él mismo se aseguraría de que lo destinaran a Corea del Sur.

Descolgó el auricular y tamborileo los dedos de la mano libre sobre la mesa. Era hora de ocuparse de Carl. Lo invitaría a comer, irían a dar una vuelta, le golpearía la espalda cariñosamente, derramaría unas lagrimitas por la dolorosa perdida del novio de su hermana y se desharía del muy hijo de puta por una buena temporada. ¡Qué se fuera a escribir sobre hockey o baloncesto o cualquier otra cosa!

Por el amor de Dios, solo eran primos.

«Los duendes —se dijo Elly nerviosamente—. Los goblins han vuelto».

Miro el arrugado calendario que colgaba de la puerta de la nevera. Sabía que los federales no le habían creído, como todo el mundo, pero el día siguiente era sábado y los duendes estaban dispuestos a salir de nuevo.

Estaba cansada de ser la única que los veía. Quizás lograra convencer a aquel muchacho. Tenía la mirada de los que creen, la mirada de los que buscan la verdad. Todo lo que tenía que hacer era encontrar un duende y señalarlo para que lo viera con sus propios ojos. Era sencillo. Una vez que lograra convencerlo, él se encargaría de lo demás.

Se humedeció los labios y se volvió hacia un armario situado bajo el oxidado fregadero. Saco una lata de pintura sin abrir, la agito, levanto la tapa y vertió unas gotas en el fregadero.

Funcionaba. Se echo a reír. Sus ojos de color azul pálido parecían frío acero.

—Así pues, cuando se largo a California fui a ver a mi abogado, liquide la cuenta corriente, compre el motel y me convertí en una aficionada a la buena vida —explico Babs Radnor, sin esforzarse por disimular su marcado acento de Tennessee.

Estaba recostada sobre una enorme cama con la espalda apoyada en dos almohadones. Era una mujer extremadamente delgada, con el cabello negro y corto recogido detrás de las orejas. Sus ojos eran oscuros y duros y su voz sonaba algo ronca debido al abuso de alcohol y cigarrillos. Con la mano derecha sujetaba con pudor sobre su pecho una bata de flores mientras su mano izquierda sostenía un vaso de bourbon con hielo.

—No vayas a pensar que soy una borracha —añadió, cambiándose el vaso de mano—. Soy como los franceses. Me gusta regar la comida con una buena copa. Dicen que es bueno para el corazón y la circulación.

Carl, de pie ante una cómoda y un espejo, intentaba hacerse el nudo de la corbata.

—Eso es el vino, Babs, querida.

—¿Qué más da? —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Puede decirse lo mismo de otras bebidas.

Carl no contesto. Solo hacia veinticuatro horas que la conocía y ya sabía que detestaba que le llevaran la contraria. Ni siquiera se había ruborizado al sugerirle que su compañía le depararía una velada mucho más agradable que el televisor.

Quizá podría ahorrarse la habitación y, de paso, mantendría a Mulder y los suyos bajo vigilancia. Babs conocía hasta el menor detalle sobre sus huéspedes y, si no, ya se las arreglaría para enterarse. Según ella misma había confesado, Marville no ofrecía muchas diversiones.

—He decidido que dentro de un año o quizá dos venderé esto y me largare a Phoenix o Tucson. ¿Conoces Arizona, cariño?

Carl negó con la cabeza y se arranco la corbata de un tirón. Seguro que el mayor no se fijaría en aquel pequeño detalle. Como dice el refrán, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Tonero no era más que un sapo asqueroso. No comprendía como Angle y el podían ser hijos de la misma madre. No obstante, el tipo le había parecido sincero cuando le había telefoneado para invitarlo a comer. Aquel encuentro le conduciría directamente a la escena del crimen. Una vez localizado el lugar, podría seguir adelante con su plan.

—Dicen que el clima en San Diego es maravilloso —continuó Babs—. El problema es que está en California. Allí no te dejan beber, ni fumar, ni comer carne. Y tampoco me apetece morir en uno de esos terribles terremotos.

—¿Qué tal? —la interrumpió Carl, dándose la vuelta—. ¿Estoy elegante?

—Estás para comerte —replico ella enarcando las cejas.

Carl se echo a reír y se sentó en el borde de la cama tomando la mano con que se sostenía la bata entre las suyas. La bata se abrió.

—¿Qué te parece si cenamos juntos esta noche?

—¿Me tomas el pelo?

—Lo digo en serio. ¿Conoces algún restaurante bonito?

La bata se abrió un poco.

—Si no te importa conducir un poco…

—¿Cuánto es un poco? —replico, haciendo esfuerzos imposibles por apartar la mirada del pecho de la mujer.

—Una hora.

—¿Adónde me llevaras?

—A Atlantic City. Conozco un par de sitios que no están mal.

Se echo a reír, le saco la lengua y tomando sus manos las apretó con fuerza contra su pecho.

—Esto para que no se te olvide.

—Como si pudiera olvidarlo… —susurro él, inclinándose para besarla.

—Mentiroso.

—Quizá. Pero no me negaras que soy un encanto.

Ella no sonrió.

—Hasta luego —se despidió besándola de nuevo.

—Aquí estaré, cariño. No tengo nada mejor que hacer.

Se detuvo junto a la puerta, le envió un beso, cerro la puerta tras de si y atravesó a toda prisa el estrecho pasillo de color azul y dorado. La habitación de Babs se hallaba sobre la recepción y decidió utilizar la escalera trasera para llegar a donde había aparcado su coche a toda prisa al advertir la presencia del agente pelirrojo. Sabía que tarde o temprano acabaría topándose con Mulder, pero prefería que fuera más tarde que temprano. Suponía que los agentes no se quedarían en Marville más que un par de días, ya que el caso estaba prácticamente cerrado. Con seguridad cenarían en el restaurante del hotel y hablarían durante la comida. Dijeran lo que dijeran, él se enteraría solo una hora después.

Era un plan tan perfecto que cruzo los dedos para asegurarse de que todo saldría bien.

Pero no debía precipitarse. Tenía una habitación gratis, una mujer gratis y una nueva oportunidad para intentar trabajarse a Dana. ¿Qué más podía pedir?

«El asesino —se dijo mientras ponía en marcha el coche—. Quiero al asesino».

Se incline sobre el volante, levanto la mirada y vio a Babs de pie frente a la ventana sonrió, agito la mano a modo de despedida y le envió un beso antes de partir carretera abajo a toda velocidad.

¡El día prometía! Comida con un sapo uniformado que tenía a su propio primo por un idiota, un rápido trabajito de investigación en el pueblo, cena en Atlantic City y un revolcón en una cama tan grande que se podría construir una casa sobre ella después de todo, valía la pena vivir.

Leonard se detuvo a la entrada del pasillo y escucho.

No sabía muy bien que esperaba oír. El único ruido que llegaba a sus oídos era el rumor de los generadores de electricidad.

Siguió escuchando y se lamento de que no hubiera más luz.

Una bombilla a la entrada y otra al final del pasillo era toda la iluminación de que disponía el sótano. Nada más. No era necesario. Rosemary y el eran los únicos que trabajaban allí abajo, y el mayor Tonero era el único que bajaba a hacerles una visita de vez en cuando.

Permaneció a la espera del ruido que quería escuchar.

«Te estas poniendo nervioso», se reprendió a si mismo mientras emprendía la marcha hacia su despacho.

Tenía sus razones para estar nervioso. Algunas cosas habían salido bien, pero otras, no, y empezaba a perder los nervios. Rosemary y sus continuas regañinas no le eran de mucha ayuda. No se cansaba de repetir que esta vez tenía que ser la definitiva o seria el fin del proyecto. Y el suyo también.

Camino unos diez metros y se detuvo frente a una de las tres puertas que se alineaban a la derecha. Nada a la izquierda. La primera conducía a su despacho. Ni siquiera una placa, solo una puerta de metal. La segunda daba acceso al centro de investigaciones. Echo un vistazo dentro. La habitación estaba vacía. Rosemary debía de estar comiendo. La tercera puerta estaba cerrada.

Volvió la cabeza y decidió que debía saberlo. Se llevo la mano derecha al llavero, entro a toda prisa y miro a través de la falsa ventana. No había nadie sentado en el sillón o frente a la mesa, de donde habían desaparecido todos los objetos excepto el bolígrafo y el bloc. No veía la cama.

Acciono un interruptor y dio un respingo cuando un rostro sonriente lo saludo desde el otro lado de la ventana.

—¡Dios! —exclamo cerrando los ojos—. Me has dado un susto de muerte.

—Perdona —respondió una voz distorsionada, asexual—. Me he tomado un descanso y me apetecía echar un vistazo. Siento haberte asustado.

Saltaba a la vista que no lo sentía en absoluto.

—¿Cómo te encuentras?

Se acerco a la puerta con precaución como si aquel rostro perteneciera a una criatura extraña que, con solo proponérselo, pudiera atravesar el aluminio. Era una situación entupida ya que la puerta no estaba cerrada con llave podía entrar si quería. Solo tenía que reunir el valor necesario.

—¿Tu que crees?

Tymons no mordió el anzuelo. No debía sentirse culpable. Aquel sentimiento había desaparecido el día que había tenido que desollar vivo a uno de sus pacientes había sido muy desagradable, pero no quedaba otra solución. No podía permitirse el lujo de sentirse culpable teniendo entre manos algo tan importante como aquel proyecto.

—¿Cuándo veré los resultados? —pregunto.

—Pronto —prometió.

Por si acaso, cruzo los dedos de sus manos ocultas tras su espalda.

—Me encuentro bastante bien.

—Tienes buen aspecto.

—Casi lo he conseguido.

Tymons asintió. Cada semana, cada mes tenía que oír lo mismo.

—Espero que sea así. Empiezan a… disgustarse —añadió con una sonrisa.

—No es culpa mía. Tú eres el medico. No obstante, me encargaré de que funcione.

—Tú no harás nada, ¿entendido? —replico Tymons enojado—. Déjame a mí.

El rostro permaneció imperturbable, pero Tymons tuvo que apartar la mirada de aquellos ojos rebosantes de desprecio.

—¿Puedes devolverme los libros, por favor?

—No me parece una buena idea —replico Tymons sacudiendo la cabeza—. Ni libros, ni música, ni televisión. Demasiadas distracciones. Necesitas tranquilidad para concentrarte.

—¡Pero si ya me concentro! Me concentro tanto que me va a estallar la cabeza.

—Lo se, lo se —asintió Tymons—. Ya hablaremos luego. Ahora tengo trabajo.

—¿Más «pequeños detalles»? —pregunto la voz en tono sarcástico.

Tymons no contesto. Desconecto el micrófono, agito la mano a modo de despedida y regreso a su despacho. Una vez allí, cerró la puerta con llave, se dejo caer en un sillón, encendió su ordenador y cerro los ojos.

Aquello no iba a salir bien. El proyecto no funcionaba y hacia falta algo más que «pequeños detalles» para ponerle remedio.

Suspiro y miro el reloj. Faltaban dos horas para que llegara Rosemary. Tenía tiempo de sobra para acabar de hacer las copias de seguridad y para terminar con el archivo numero 45 del ejercito que Tonero le había encargado personalmente y volver a la habitación contigua. Y utilizarla. Tiempo de sobra para desaparecer después de todo, aquélla era su especialidad.

Volvió a mirar a través de El chico azul y frunció el entrecejo. La habitación estaba vacía.

—Mierda.

Acciono el interruptor que encendía las luces del techo. La habitación quedo reducida a sombras. Ni rastro. Se había largado.

«Como un fantasma —se dijo, mirando nerviosamente hacia la puerta—. Se mueve como un maldito fantasma».

Después de tanto tiempo, todavía no había conseguido concebirlo como algo humano.