Aquella noche la taberna estaba llena a rebosar de fantasmas.
Grady Pierce los sentía muy cerca, pero lo único que le importaba en ese momento era que el camarero le sirviera otra copa.
Se trataba de los fantasmas de los viejos tiempos, cuando los reclutas, la mayoría de ellos novatos, eran conducidos a Fort Dix en autobús para ser instruidos. Algunos acudían asustados, y otros, pavoneándose orgullosamente. Una vez allí, los instructores, hombres de rostro severo y mirada impenetrable que sólo sabían hablar a gritos, los obligaban a ocupar sus puestos apresuradamente. Entre los que llegaban asustados pronto cundía el pánico; en cuanto a los más gallitos, no tardaban en perder su aire de superioridad. Desde el momento en que se les afeitaba la cabeza quedaba muy claro que no se habían alistado para participar en una película de John Wayne.
Aquello era real.
El verdadero ejército.
Y tenían todos los números para que los enviaran a algún frente a morir.
Grady lo sabía perfectamente. Él mismo había sido instructor de reclutas. Pero de eso hacía muchos años. Las cosas habían cambiado y le importaba poco si los fantasmas de aquellos muchachos que nunca regresaron se empeñaban en colocarse tras él y exigirle que esta vez los instruyera correctamente. Eso hacían, sí, pero a él le traía sin cuidado.
Últimamente sólo se dedicaba a beber, y en ese terreno se consideraba un auténtico maestro.
Estaba sentado en un taburete, con la delgada espalda encorvada y las manos entrelazadas sobre la barra, como si estuviera rezando antes de levantar el vaso. Tenía el pelo gris, cortado a cepillo, y las sombras conferían un aspecto afilado y oscuro a su rostro anguloso. Vestía un mono de cintura ancha, una americana demasiado grande y unas botas viejas con las suelas desgastadas.
Desde el extremo de la barra donde se encontraba divisaba una docena de mesas de madera, seis reservados alineados contra la pared y una veintena de clientes inclinados sobre sus bebidas. Normalmente reinaba en el local una alegre algarabía. Las discusiones sobre los Giants, los Phillies, los 76ers y el gobierno se mezclaban con las canciones de Waylon sonando en la máquina de discos, la voz de un locutor de televisión retransmitiendo un partido y el entrechocar de las bolas de billar sobre el tapiz verde mal iluminado por una lámpara colgada del techo. A veces se les unía un par de mujeres, no siempre en busca de clientes.
«Está bien eso —pensó—. Hoy día a las chicas les falta de todo menos ganas de hablar».
Sin embargo, esa noche el ambiente era deprimente.
Había llovido durante todo el día y al atardecer una densa niebla había invadido la ciudad.
Había subido la temperatura y eso había provocado que la niebla se extendiera por los callejones. Aunque abril estaba a punto de finalizar, el tiempo era tan desapacible como en noviembre.
Echó un vistazo a su reloj. Pasaban pocos minutos de las doce. Se frotó los ojos con sus huesudos nudillos y pensó que era hora de largarse; eso si conseguía encontrar el camino de salida.
Alargó la mano y asió el vaso lleno hasta la mitad de Jack Daniels con hielo. Frunció el entrecejo y retiró la mano. Hubiera jurado que un minuto antes el vaso estaba lleno hasta el borde.
«Dios, estoy peor de lo que creía».
Extendió la mano de nuevo y tomó el vaso.
—¿Estás seguro? —preguntó Aaron Noel echándose el trapo con el que había secado la barra sobre un hombro y apoyándose en una estantería bajo el espejo empañado.
Aaron Noel era el hombre más corpulento que había visto en su vida; lo curioso era que eso no le impedía moverse con bastante agilidad. Llevaba una camiseta blanca ajustada a la que había cortado las mangas para moverse con soltura. Era un hombre joven, que parecía haber vivido más años de los que en realidad tenía.
—No te estoy echando, Grady, pero no pienso llevarte a casa esta noche.
—¿Desde cuándo necesito una señorita de compañía? —contestó Grady con una amplia sonrisa.
—De acuerdo, nunca. Pero ha estado lloviendo y cada vez que llueve los viejos fantasmas deciden hacerte una visita, te emborrachas, te desmayas y luego me toca arrastrarte hasta ese agujero que llamas hogar. Pero esta noche no, ni hablar —dijo sacudiendo la cabeza—. Debo ver a alguien cuando cerremos.
Grady dirigió una triste mirada a la puerta de entrada al local. Tras las luces de neón se adivinaban la niebla, la calle oscura y los escaparates vacíos al otro lado de la calle.
—Entonces, ¿qué? —insistió el camarero haciendo un gesto con la cabeza hacia el vaso medio vacío.
Grady se enderezó, se estiró una oreja y se pellizcó las mejillas. Era su particular manera de averiguar si estaba suficientemente borracho para irse a casa y asegurarse un sueño libre de pesadillas. No, todavía no lo estaba, pero no se veía con fuerzas para enfrentarse a un hombretón que podía partirle el espinazo con el dedo meñique.
La verdad es que Noel siempre se había portado bien con él. Durante los últimos quince años había evitado en más de una ocasión que se metiera en peleas de las que habría salido convertido en uno de sus fantasmas. No tenía ni idea de por qué lo hacía; simplemente así ocurría.
Volvió la vista a su vaso, hizo una mueca al oír un quejido de su estómago y suspiró resignadamente.
—¡A la mierda!
A Aaron le pareció una idea excelente.
Grady se bajó del taburete, apoyó los pies en el suelo y se asió a la barra con la mano izquierda hasta que recuperó el equilibrio. Cuando le pareció que sería capaz de llegar hasta la puerta sin tambalearse como una barcaza de vapor zarandeada por un huracán, se despidió del camarero y depositó un billete sobre la barra.
—Quédate con el cambio, muchacho.
—Está bien —replicó—. Vete a casa y métete en la cama.
Grady se llevó la mano a un bolsillo, extrajo una gorra de los Yankees, se la encasquetó y se dirigió a la puerta.
Cuando volvió la cabeza y miró por encima de su hombro, Aaron ya se había enfrascado en otra conversación con un cliente.
—Buenas noches, caballeros —exclamó y salió del bar riendo.
Al oír su sonoro saludo, algunos de los clientes dieron un respingo, como si acabaran de despertarse de una cabezada.
En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, la risa se transformó en un acceso de tos que lo obligó a apoyarse en la pared de ladrillo.
—Jesús —murmuró secándose la boca con el dorso de la mano—. Será mejor que dejes el tabaco y la bebida, viejo idiota, si no quieres que cualquier día te encuentren tirado en medio de la calle.
Se detuvo al llegar al bordillo, cruzó la calzada y enfiló por la calle muy pegado a las tiendas vacías cuyos escaparates estaban cubiertos de contrachapados de madera. El gobierno seguía recortando las asignaciones de los veteranos, cada vez abandonaba más gente y nadie ocupaba sus puestos.
Joder, si pensaba emborracharse hasta morir, era mejor hacerlo en un lugar más acogedor, como Florida, donde por lo menos hacía calor durante todo el año.
Hipó, escupió y eructó ruidosamente.
Cada noche se decía lo mismo, pero allí seguía.
Maldito ejército.
«Eres demasiado viejo, tío, ya no te necesitamos. Coge tu pensión y muérete, capullo».
Eructó y escupió de nuevo. Empezó a darle vueltas en la cabeza la idea de regresar al bar de Barney a tomar la última copa.
Se detuvo y, ceñudo, miró de reojo hacia un lado de la calle. El asfalto brillaba como un espejo oscuro en el que se reflejaban las luces de neón y de las farolas. Sólo se veían tiendas y oficinas vacías y la intermitente luz ámbar de los semáforos.
Miró detrás de sí. La calle estaba desierta. Sólo la niebla se movía.
«Son imaginaciones tuyas, capullo. Déjalo ya».
Se encogió de hombros, levantó la cabeza y cruzó la calle. Sólo dos manzanas más, una calle a la derecha y otra a la izquierda y llegaría al viejo edificio de apartamentos donde había vivido desde el día de su retiro forzoso.
Podría encontrar el maldito edificio con los ojos cerrados.
Creyendo que alguien lo había seguido desde el bar, volvió la cabeza por segunda vez.
Cuando llegó a la esquina giró de pronto sobre sus talones. Estaba seguro de que había alguien. Sentía su presencia, aunque no había oído ruido de pisadas. Era un presentimiento. Tenía la certeza de que no se encontraba solo. Conocía aquella sensación a la perfección. La había sentido miles de veces en medio de la selva, rodeado de espesos árboles mientras esperaba con el dedo apoyado en el gatillo.
—¡Eh! —gritó, sintiéndose aliviado al oír su propia.
No hubo respuesta. Pero sí, allí había alguien.
«Déjalo ya —pensó dándose la vuelta y haciendo un gesto despectivo con la mano—. No debo ponerme nervioso».
Poco le importaba si se trataba de otro borracho o de un chaval en busca de una presa fácil a quien robar. No llevaba encima nada de valor.
Siguió andando. Al llegar a la esquina no pudo evitar volver la cabeza de nuevo.
Nada. Absolutamente nada.
Una brisa repentina lo obligó a entornar los ojos. Entonces distinguió algo que se movía detrás de él, a unos diez metros de distancia.
—¡Eh, tú!
No hubo respuesta. Eso le sentó como una patada en el estómago.
El ejército lo había jodido; no había sido capaz de abandonar aquel lugar y dejar atrás sus fantasmas, pero no estaba dispuesto a permitir que un punk de mierda se riera de él.
Sacó las manos de los bolsillos y volvió sobre sus pasos hacia la entrada del estrecho callejón respirando profunda y lentamente mientras sentía que su ira era cada vez más intensa.
—¡Eh, tú, hijo de puta!
Nadie contestó. Nada se movió.
Cuando llegó a la entrada del callejón se detuvo, separó las piernas ligeramente y puso los brazos en jarras.
—¿Vas a salir o no, tío?
Un suspiro fue todo lo que obtuvo por respuesta.
La niebla le impedía ver más allá de cinco metros. Sólo distinguía un edificio de ladrillo de tres pisos a cada lado del callejón, un par de contenedores de basura a la izquierda y unos cuantos envoltorios de papel con los que la brisa jugueteaba caprichosamente.
No estaba seguro pero le parecía que aquél era un callejón sin salida. Quienquiera que fuera, el muy mamón estaba atrapado. La cuestión era cuánto debía arriesgarse. ¿Estaba demasiado borracho para enfrentarse a ese tío?
Se adelantó unos pasos y volvió a oír un suspiro.
«Despacio —se dijo—. Alguien intenta no hacer ruido».
Nada de aquello tenía sentido. Si había alguien escondido allí dentro, tenía que haberle oído. Había demasiada basura y el suelo estaba muy mojado. Una sola pisada habría sonado como un disparo. Aquella respiración parecía acercarse cada vez más.
—No puedo perder más tiempo —gruñó dándose la vuelta.
Fue entonces cuando vio un brazo que surgía de la pared de ladrillo a su derecha. Un brazo, una mano y un machete. Lo reconoció al instante. Dios sabía que lo había utilizado docenas de veces.
También sabía cómo era de afilado.
Casi no sintió nada cuando le rozó la garganta. Consiguió salir del callejón antes de que las rodillas le fallaran y se viera obligado a apoyarse en la pared sin apartar la vista del brazo y el machete, mientras resbalaba hasta el suelo y permanecía sentado con las piernas encogidas.
—Maldito fantasma —murmuró.
—No tanto —contestó una voz—. No tanto, viejo amigo.
Fue en ese momento cuando sintió el fuego en su garganta, el calor de su sangre cayendo sobre su pecho y salpicando los montones de basura acumulados en el suelo y la niebla arremolinándose en su cara.
Y entonces vio el rostro de la criatura que acababa de matarle.