EL taxi nos esperaba y el chofer abrió la portezuela. Berta Cool le ordenó dirigirse al edificio Stillwater y subió. Yo la seguí y cuando el conductor cerraba la puerta, pregunté a mi compañera si deseaba ir a ver a Sandra.
─Aún no ─contestó.
─Acabo de tener una idea disparatada ─dije en el momento en que el coche se ponía en marcha.
─Oigámosla, Donald.
─En este asunto hay dos detalles muy raros ─contesté─. Tengo la impresión de que Cunweather está interesado en el asunto de las máquinas tragamonedas. Tal vez es el jefe. Morgan Birks era el encargado de establecer contacto. Le daban dinero para pagar a la gente y llevar a cabo los sobornos necesarios, y cuando este asunto ha sido denunciado al tribunal, resulta que Morgan Birks se quedaba con una buena parte del dinero que se le confiaba. Es decir, que cuando le daban, por ejemplo, cien dólares él se limitaba a entregar la mitad a los policías y el resto lo depositaba en alguna arca de alquiler.
─Eso no me parece disparatado ─contestó Berta Cool, encendiendo un cigarrillo─, ni tampoco original. Es cosa vieja y tal vez tenga usted razón.
─Espere, porque voy a decirle algo más. A primera hora de la noche anterior, Cunweather estaba persuadido de que Morgan Birks no llegó a entrar en el hotel Perkins. Estaba muy enterado de todos mis movimientos en el hotel y no hablé allí más que con una persona, es decir, con el jefe de los «botones», de modo que éste, sin duda, era un hombre puesto allí por Cunweather.
─Eso me parece bien ─replicó Berta Cool.
─Con toda probabilidad ─añadí─, ese hombre llevaba algunos días en el hotel. Pero conviene tener en cuenta que ese hotel careció de importancia hasta el momento en que llegó Sally Durke. Yo la seguí de cerca. Ahora bien, ¿cómo era posible que supieran de antemano que Sally Durke iría allá? Ella no tuvo ninguna ocasión de verse con Morgan Birks hasta después de mi visita. Y por esta simple razón decidió ir al encuentro de Morgan…
─Adelante. ¿Cuál es su idea, Donald?
─Cunweather ─añadí─, sabía que Birks utilizaría el hotel para verse con su amiguita. Ignoraba quién era ella y sabía únicamente que Morgan Birks iría allí, antes o después, para verse con esa muchacha. Por consiguiente, hizo vigilar el hotel para estar seguro de que podría informarse de la llegada de Morgan Birks, en cuanto apareciese. Sin embargo, Morgan entró y salió, y Cunweather no logró enterarse.
─¿Qué demonio está usted diciendo, Donald? ─preguntó la señora Cool─. Primero asegura que Morgan no habría podido entrar y salir sin que lo supiera Cunweather; y luego afirma que entró y salió sin que el otro se enterase.
─Vamos a examinar el asunto desde otro punto de vista ─repliqué─. Fíjese usted en que nos dieron la habitación seiscientos veinte. Yo había intentado tomar otra que estuviese frente al seiscientos dieciocho. Eso es lo que habría hecho cualquier detective para poder vigilar la puerta. Pero todas aquellas habitaciones habían sido tomadas. Eso, desde luego, pudo ser una casualidad, pero opinará usted de otro modo en cuanto se fije en que Sally Durke había reservado la seiscientos veinte para mí.
─¿Para usted, Donald? ─preguntó.
─Sí.
─¿Cómo se figura eso?
─Telefoneó reservando dos habitaciones con un baño intermedio. Le dieron la seiscientos dieciocho y la seiscientos veinte. Pero, al llegar, sólo tomó la seiscientos dieciocho. Y a no ser que existiese otro baño en comunicación con ella, tomó el seiscientos dieciocho sin baño. Eso quiere decir que me dejó la seiscientos veinte con el baño para mi uso. Me extraña esa consideración por parte de Sally, y no acabo de comprenderla.
─¿Y por qué cree que se la dejó para usted?
─Pues porque deseaba que yo tuviese la habitación con el baño, a fin de que lo utilizase.
─Pero usted no lo utilizó. Bleatie, en cambio, estaba allí.
─¿Y no se da usted cuenta de la verdad? En eso, precisamente, está lo sospechoso. Existía el propósito de que Bleatie pudiera utilizar el baño. Bleatie no es hermano de Sandra, sino su marido. Bleatie es Morgan Birks.
─No sea usted tonto, Donald ─exclamó ella, dirigiéndome una fría mirada.
─Pues todo parece indicarlo ─añadí─. Y hemos dado muestras de ser tontos de remate por no haberlo visto antes.
─¿Y se figura usted que Sandra no conocerá a su hermano?
─Ante todo convendría averiguar si lo tiene. Ella, desde luego, tomaba parte en esta comedia, y así se explica el hecho de que Bleatie defendiera siempre a Morgan. Obligó a Sandra a renunciar a toda reclamación del dinero que hubiese en las arcas de alquiler, y esa teoría explica por completo los detalles del asunto. Sandra Birks deseaba divorciarse y Morgan estaba dispuesto a concederle el divorcio, quizá porque también, a su vez, quería verse libre. Ella tenía necesidad de hacer llegar unos documentos a sus manos. Su marido era un fugitivo de la justicia. Era preciso que alguien se encargase de este cometido, alguien que, luego, pudiera jurar ante un tribunal que había entregado los papeles. Por eso acudieron a nosotros.
─Pero ella fue a recoger a Bleatie en la estación y luego tuvieron aquel accidente de automóvil, y…
─No hubo tal accidente. Todo fue una comedia. Alquilaron a ese doctor para que pusiera tablillas y vendajes en la nariz de Morgan. De este modo y gracias a las tiras de esparadrapo, lo desfiguraron por completo, hasta el punto de que nadie habría podido reconocerlo.
»Ésta es la única explicación posible de los hechos. Cunweather hacía vigilar el hotel y está persuadido de que Morgan Birks no entró en el establecimiento. Pero resultó engañado, gracias a la intervención del doctor Holoman. Todo eso ha sido una comedia. Ya me había parecido que esa muchacha Durke se conducía de un modo demasiado fácil. Se dirigió al hotel Perkins, sin mirar una sola vez a su espalda. No tuve que vencer ningún inconveniente. Telefoneé a Sandra diciéndole dónde estaba, y ella y Bleatie insistieron en acudir al hotel, a pesar de mis deseos. A partir de aquel momento, la comedia se desarrolló ya sin obstáculos. Bleatie fingió una hemorragia y el doctor Holoman lo metió en el cuarto de baño. En cuanto estuvieron dentro y hubieron cerrado la puerta que daba a mi cuarto; Sally Durke abrió la de su habitación. Bleatie cambió de traje, se quitó los vendajes y se tendió en la cama. Aquel vendaje no era más que una máscara que alteraba su aspecto. Bleatie llevaba su cabello negro peinado con raya al medio, pero en la coronilla tenía un círculo completamente calvo. El que se halla en tal estado, suele peinar el cabello hacia atrás, para ocultar la calva. Morgan Birks tenía, también, el cabello negro y la coronilla calva, pero se peinaba hacia atrás.
─Eso explicaría ─replicó Berta Cool─, la impaciencia de todos al advertir que usted permanecía tanto rato ausente. ¿Y cómo se explica la sangre que manchó las toallas y otras cosas?
─No sería sangre, sino alguna substancia colorante, proporcionada por el doctor. Desde luego, no conozco todos los detalles, pero imagino las líneas generales del asunto. Tal vez pudo ocurrir como yo digo, y al aceptar esta teoría se observa que todo concuerda muy bien. No es posible explicarlo de otro modo.
»Bleatie se metió en el cuarto de baño, se quitó los vendajes y así se convirtió en Morgan Birks. Entró en la habitación seiscientos dieciocho y esperó a que yo le entregara los papeles. En cuanto hube salido, saltó de la cama, se volvió al cuarto de baño, alteró su peinado y se puso otra vez la ropa manchada de sangre, así como la máscara, de modo que adquirió nuevamente el aspecto de Bleatie. Y mientras estaba en el cuarto de baño, pudo fingir que Morgan Birks hablaba desde el número seiscientos dieciocho, y que él, Bleatie, le contestaba desde el cuarto de baño. Diferenciábase la voz de este último de la de Morgan, porque parecía hablar como a través de un trapo que le cubriera la nariz. El vendaje era un disfraz perfecto y gracias a él pudo entrar y salir del hotel ante las narices de los individuos que lo buscaban. Así pudo evitar igualmente a la policía. Hallábase en el lugar en que menos se figuraban encontrarlo y vivía en su propio piso, y con su mujer. Ella lo protegía para alcanzar el divorcio. Y ésta es la razón de que Morgan Birks o Bleatie, como quiera llamarlo, demostrase tan poca simpatía por Holoman.
─Este último detalle no lo comprendo ─dijo Berta Cool─, porque el doctor ha de estar en el ajo y ser un cómplice.
─Desde luego, está de acuerdo con Birks acerca del asunto, pero él no llamó a Holoman; de eso se encargó Sandra, que es amiga de él. Morgan y Sandra han resuelto separarse. Morgan habló a su mujer de la amante que tenía y ella confesó, a su vez, que tenía un enamorado. Se pusieron de acuerdo acerca del divorcio, y como necesitaban a un médico que les procurara el disfraz, se valieron del amante de Sandra.
El taxi se detuvo ante el edificio Stillwater.
─¿Cuánto señala el taxímetro, Donald?
─Cuatro dólares y cinco centavos.
Entregó un billete de cinco dólares y pidió setenta y cinco centavos de vuelta, Luego se volvió a mí, diciendo:
─Donald, es usted una maravilla. Este asunto requiere un buen cerebro y usted lo tiene. Me ha hecho un verdadero favor descubriendo la verdad. Sin embargo, a pesar de que estoy tan satisfecha, me debe noventa y cinco centavos del taxi, que le descontaré de su salario.
Sacó un librito de notas para consignar el gasto de tres dólares y veinte centavos en su cuenta y luego, volviendo la página, cargó en la mía los noventa y cinco centavos.
─Gracias por la alabanza, señora Cool ─contesté─. Algún día buscaré una idea que me resarza de esos noventa y cinco centavos.
─Bueno, vamos, querido Donald. Vamos a ver si sacamos algún dinero de todo eso.
─¿Quiere usted ver a Sandra? ─pregunté.
─No. Iremos a visitar al doctor Holoman. A ver si le damos un susto.