coolCap8

El chófer llegó hasta la octava manzana de Willoughby Drive. La señora Cool le dijo:

─Pase por delante del novecientos siete, pero sin parar, para que podamos ver la casa.

El conductor no hizo ninguna pregunta, pues ya sabía que los clientes de la madrugada agradecen la discreción.

─Fíjese en la casa, Donald ─me dijo cuando el chófer nos la señaló.

Yo la miré y luego dije:

─Podría ser, pero no estoy seguro.

─Bueno, vamos a aventurarnos, pues vale la pena ─dijo ella─. Usted, chófer, vaya a parar al otro lado de la calle, junto a la esquina. Luego espere.

Abrí la portezuela y ella se apeó. Nos dirigimos a la casa oscura y silenciosa, y después de encontrar el botón del timbre, lo oprimí.

Pude oír muy bien el ruido que resonaba en el interior.

─¿Hablo yo o lo hará usted? ─preguntó.

─Bueno ─respondí─, pero si abre la puerta una persona desconocida para mí tendré que entrar en la casa para asegurarme.

─Bien. Dígales que estoy enferma y que desea entrar para llamar por teléfono a un médico.

Pude oír entonces algún movimiento dentro de la casa. Se abrió una ventana y una voz masculina preguntó quién era.

─Me parece la voz del jefe ─murmuré.

Berta Cool elevó la voz y dijo:

─Tengo un mensaje importante para entregarlo en esta casa.

─Páselo por debajo de la puerta.

─Mi mensaje no es así ─contestó.

─¿Quién es usted?

─Se lo diré cuando haya bajado ─contestó ella.

Aquel hombre pareció indeciso y luego cerró la ventana. Se encendió una luz y poco después oí pasos en la escalera.

─Póngase usted a un lado, Donald ─dijo Berta Cool─. Yo me situaré ante la puerta.

Se encendió la luz del recibidor y ella se puso delante de la puerta. Ya no se oían pasos, porque quizás aquel individuo estaba observando por la mirilla. Poco después se entreabrió la puerta y la misma voz masculina preguntó:

─¿Quién es?

Retrocedí y describí un arco para verlo. Era el jefe.

Llevaba un pijama de seda y unas zapatillas.

─¡Hola, jefe! ─exclamé.

Por un instante guardó amenazadora inmovilidad. Luego sonrió y exclamó:

─¡Caramba! ¡Caramba! ¡Es Lam! No esperaba verlo tan pronto, amigo, y menos me figuré que pudiera hallar el camino. ¿Quién es esta señora?

─Berta Cool ─dije─. Jefe de la Agencia de Detectives Cool.

─¡Caramba! ¡Caramba! ─exclamó sonriente─. Es un verdadero placer y quisiera felicitarla a usted, ¿señora o señorita?

─Señora. Señora Berta Cool.

─Tengo mucho gusto ─dijo inclinándose─. Y la felicito por tener a sus órdenes a un muchacho tan inteligente y valeroso como Lam. Hágame el favor de pasar.

Titubeé un instante, pero la señora Cool penetró en el vestíbulo con la mayor serenidad. La seguí, y el jefe cerró la puerta.

─¿De modo que ha encontrado usted el camino, Lam?

─Sí, señor.

─Tendré que hablar con Fred acerca de eso. Ha sido una torpeza suya. ¿Querrá usted decirme cómo lo averiguó, señor Lam?

─Sí. Ya lo dirá ─contestó Berta Cool.

─Bien. No se moleste ─replicó el jefe─. ¿Quieren ustedes entrar y sentarse? Siento no poder ofrecerles ningún refresco.

Encendió las luces de la sala y fuimos a sentarnos allá. Una voz femenina preguntó desde lo alto de la escalera:

─¿Quién es, querido?

─Baja, amor mío. Ponte algo y baja. Tenemos dos visitas. A una ya la conoces, y deseo presentarte a la otra. ─Sonrió a la señora Cool y le dijo─: Siempre me gusta que asista mi mujercita a nuestras conferencias. Creo que el matrimonio es una asociación y que siempre ven más cuatro ojos que dos. Cuando la situación es algo delicada, llamo a mi mujercita.

Oí el ruido de una puerta que se cerraba arriba y luego empezaron a crujir los escalones. Aquella mujer corpulenta entró en silencio, calzada con unas zapatillas de fieltro. No me hizo ningún caso y fijó la mirada en Berta Cool.

Me puse en pie al verla, y dije:

─Señora Cunweather… ¿No es así?

─Ese nombre sirve como otro cualquiera, mi querido Lam ─contestó el marido─. ¿Qué importa el nombre? Así, pues, le presento a la señora Cunweather, mi esposa. La señora Cool. Deseo que sean ustedes buenas amigas.

Aquella mujer corpulenta miró a la otra. La saludó fríamente y Berta Cool la imitó. Luego la señora de la casa se sentó, muy recelosa.

─Dígame exactamente lo que desea, señora Cool ─dijo el jefe.

─Dinero ─contestó la interpelada.

─¡Caramba! ¡Caramba, señora Cool! A eso se llama hablar claro. Así me gusta. Siempre he sostenido que, en los negocios, ante todo la claridad. ¿No es así, amor mío?

Pero no se volvió a su mujer al hacer esta pregunta, porque sin duda no esperaba respuesta, y, en efecto, ella no se la dio.

─Creo que podríamos hablar de las condiciones ─dijo la señora Cool.

─Lo cierto es ─replicó el dueño de la casa─, que ignoro lo que pueda haberle dicho el señor Lam. Pero si ha insinuado siquiera que aquí ha sido objeto de un trato descortés…

─No perdamos tiempo en eso ─replicó la señora Cool─. Usted le hizo dar una paliza. Eso es bueno para la salud y lo endurecerá un poco. Péguele, si quiere, otra vez, pero de manera que a las ocho y media de la mañana esté útil para reanudar el trabajo. Ya comprenderá que no me importa un pito lo que haga mi empleado por las noches.

─Es usted una mujer originalísima ─replicó él, riéndose─, y me gusta su franqueza. Y ahora dígame lo que desea, señora Cool.

─Usted quiere noticias acerca de Morgan Birks. Y yo podría decirle algo.

─Es usted muy amable, señora Cool. Mi esposa y yo se lo agradecemos mucho. Y también que haya venido a una hora tan intempestiva para usted. Bien es verdad que, a veces, el tiempo es precioso y que duele malgastarlo. Dígame, pues, con la mayor precisión, lo que puede ofrecer, señora Cool. Nos es muy interesante saberlo bien.

─Hemos entregado unos papeles a Morgan Birks.

─¿Ah, sí?

─Sí, señor.

─Ya lo imaginaba yo ─contestó el dueño de la casa─, y también mi mujercita. Los entregó usted en el hotel, ¿verdad, Donald?

─¡No conteste, Donald!

─No iba a hacerlo.

─Mira qué bien trabajan los dos, amor mío ─dijo él, volviéndose a su esposa─. Es magnífico ver trabajar a personas que se dan cuenta de las posibilidades de una situación. Bueno, señora Cool. No sé, realmente, qué decirle. Usted asegura que necesitamos a Morgan Birks. No es absolutamente exacto, pero comprendo su mala interpretación. En fin, concedamos, para facilitar la conversación, que nos gustaría decir alguna cosa a Morgan Birks.

─¿Cuánto dan por eso?

─En realidad, es una proposición algo rara ─observó el hombre gordo.

─En circunstancias más raras todavía ─replicó Berta Cool.

─Sí, sí, eso es cierto. Y no puedo quitarme de la cabeza que Donald haya encontrado tan pronto esta casa. Resulta maravilloso. Yo me figuraba haber tomado todas las precauciones.

─Sé dónde puede encontrarse a Morgan Birks ─dijo Berta Cool─. No podrá usted hablar con él. ¿Le conviene esta información? Puedo asegurarle que sé dónde se halla.

─¿Quiere usted decir que está en la cárcel? ─preguntó el hombre gordo.

─Quiero decir que no podrá hablar con él.

─¿Ha vuelto a emborracharse?

─Puedo decirle dónde está.

─¿Cuánto quiere? ─preguntó el jefe.

─Lo que valga.

─¿Por qué no podré hablar con él?

─No quiero aprovecharme de una ventaja desleal. ─dijo Berta Cool.

─¿Quiere decir que está muerto?

─Puedo decir dónde está.

El dueño de la casa miró a su mujer, que meneó la cabeza con un movimiento imperceptible. Luego aquél se volvió a Berta Cool.

─No ─dijo─. Ese informe no tiene valor para mí. Lo siento, señora Cool, porque veo que es usted mujer hábil y sinceramente aprecio a Lam. Así como suena. Tal vez algún día podré utilizar su agencia para obtener algunos informes. ─Se volvió a su mujer y le preguntó─: ¿Qué te parece, amor mío? ¿No crees, también, que el señor Lam es un muchacho muy listo?

─Fred ─exclamó la señora Cunweather con voz monótona─, guiaba el sedán que llevó a su casa a Lam. Y éste pudo ver el número de la matrícula.

─No lo creo ─contestó su marido─, porque ya puse en guardia a Fred acerca del particular. Le encargué que apagara las luces en cuanto parase el coche y que no las volviese a encender hasta tener la seguridad de que Lam no podía verlo.

─Así ha podido Lam llegar a esta casa ─replicó su mujer, insistiendo.

─Me sabría muy mal tener que prescindir de Fred por descuidado ─dijo el jefe, pellizcándose el labio inferior─. Pero a los hombres dotados de grandes fuerzas físicas, siempre les pasa lo mismo. Desprecian a los que son más débiles que ellos. ¿No es así, amor mío?

─Ya hablaremos luego de Fred ─contestó ella─. Ahora tratábamos de utilizar los servicios de la señora Cool y del señor Lam.

─Conmigo no cuente ─dije.

─No le hagan caso ─observó la señora Cool─. ¿Cuál es la proposición de ustedes?

─Me parece que ninguna ─contestó de mal talante Cunweather.

Pero su tono era poco firme, y Berta Cool no consideró definitiva aquella respuesta. Continuó sentada allí y esperando. Cunweather miró una vez más a su mujer, se retorció el labio y al fin dijo:

─Seré franco con usted, señora Cool. Nos hallamos en una situación en que el factor tiempo es de gran importancia. Aun los segundos son valiosísimos. Necesitamos ayuda para obtener determinados datos. Supongo que conoce usted algunos y, por lo tanto, podríamos hablar.

─Hable usted y yo escucharé ─dijo ella.

─No. Eso no marcharía bien. Sería preciso cambiar nuestros respectivos informes.

─No necesito los que usted conozca ─contestó Berta Cool─. Y si le convienen los míos, le costarán dinero.

─Ya comprendo ─dijo Cunweather─. Pero a fin de determinar la extensión de sus informes y el valor que pudieran tener para nosotros, sería preciso hablar del asunto.

─Bien, hable lo que quiera ─dijo Berta Cool, buscando una situación más cómoda en el sillón.

─Ahora ya no necesitamos a Morgan Birks ─dijo Cunweather─, sino algunos informes con respecto a él. En especial, nos interesa saber algo acerca de su amante. Mis hombres, en este detalle, tuvieron un grave resbalón. Yo estaba enterado de que en el Hotel Perkins había de darse una representación. Sabía también que Morgan había de ir allá para encontrar a alguien, pero ignoraba cuándo lo haría y quién era la persona con que deseaba verse. Al parecer, la mujer que andábamos buscando, dijo en el registro que se llamaba B. F. Morgan. Y mis hombres estaban tan ocupados buscando a Morgan Birks, que no hicieron gran caso de esa mujer, de modo que pudo eludir nuestra vigilancia constante.

Cunweather se interrumpió, a fin de ver si la señora Cool le contestaba. Pero en vista de que no lo hacía, añadió:

─Nos gustaría mucho saber algo más acerca de la señora B. F. Morgan.

─¿Cuánto quieren saber y cuánto vale?

─Nos gustaría saber dónde podríamos encontrarla, ahora.

─Puedo ayudarles en eso ─confesó Berta Cool─. Les indicaría dónde está.

Cunweather miró otra vez a su mujer, que estaba atenta y silenciosa, y, como no hiciera señal a su marido, éste se volvió a la señora Cool.

─Bueno. Eso serviría. Voy a ser franco con usted, señora Cool. Uno de nuestros reparos, al contratar servicio ajeno, es que, a veces, uno puede ser víctima de un engaño y eso no nos gusta. Sin duda, el señor Lam habrá podido indicarle que sería peligroso.

─No se esfuerce en asustarme; porque tengo una salud excelente ─dijo la señora Cool.

─Creo que podremos llegar a un acuerdo ─exclamó él riendo.

─Cuando salga de aquí ─contestó la señora Berta Cool─, iré a ver a Sandra Birks. Si quieren que trabaje para ustedes y están dispuestos a pagarlo, lo haré así. Pero si Sandra me contrata y me paga, trabajaré para ella. Estoy dispuesta a aceptar el asunto que rinda más.

─¿Desea que yo le haga una oferta?

─Sí.

─Y luego irá usted a ver a la señora Birks, para averiguar lo que desea.

─En efecto.

─Y aceptará la mejor oferta.

─Sí.

─Eso no me gusta ─dijo Cunweather─. Me parece poco ético.

─No debe preocuparle mi ética ─contestó Berta Cool─. Me he limitado a poner las cartas sobre la mesa.

─Ya veo lo que se propone, señora Cool. Ahora irá a contar a Sandra Birks la conversación que ha tenido conmigo.

─Eso depende… ─atajó ella.

─¿De qué?

─De lo que me encargue Sandra Birks y del dinero que valga.

─Preferiríamos que no mencionase su visita aquí, pues eso equivaldría a violar una confidencia ─dijo Cunweather.

─Tenga en cuenta ─contestó Berta Cool─, que no me ha invitado usted a venir, sino que yo he encontrado la casa.

─Observo que está usted complicando las cosas ─dijo Cunweather.

─Los dos nos estamos esforzando en hablar sin llegar a ningún resultado ─contestó Berta Cool.

─Desde luego, señora Cool ─replicó Cunweather sonriendo─, me interesa su proposición, pero quisiera saber algo más antes de fijar el precio. No puedo avanzar a ciegas.

─¿Qué quiere saber?

─Estar seguro de que puede usted encontrar a esa muchacha de Morgan. También quiero tener la seguridad de que le ha entregado a él esos papeles y de que no ha sido víctima de un ingenioso engaño.

─¿Qué quiere decir con eso?

─Sandra Birks quería divorciarse y también hacer llegar esos papeles a manos de Morgan. Ahora bien, como no podía encontrarlo, tal vez pensó en que alguien se hiciera pasar por Morgan Birks. Usted se figura que Morgan Birks estuvo hoy en el Hotel Perkins, pero nosotros tenemos la seguridad de que no es así.

La señora Cool abrió el bolso, tomó un cigarrillo, lo encendió y me dijo:

─Cuénteselo, Donald.

─¿Qué? ─pregunté.

─Todo lo referente a la entrega de los documentos a Morgan Birks. Siga usted hablando hasta que yo le mande callar.

─Sandra Birks ─dije─ nos contrató. Fui a su casa y me dio retratos de su esposo. Eran buenas instantáneas, Las comprobé, para estar seguro de que eran verdaderas.

─Es verdad ─dijo Cunweather─, las encontramos en su bolsillo con los documentos originales.

─El hermano de Sandra ─añadí─, Thomas, a quien ella llama Bleatie, llegó de Kansas City…

─¿De dónde? ─cortó la señora Cunweather.

─De Kansas City.

─Adelante, Lam ─dijo el jefe, mirando a su mujer.

─Bleatie vino para ayudar a Sandra. Conoce muy bien a Morgan Birks y creo que es más amigo suyo que de su hermana. Dijo que nos indicaría la manera de encontrar a Morgan Birks, en cuanto estuviera convencido de que Sandra no quería dejarlo desplumado. Al parecer, no tenía ninguna opinión elevada de la moralidad o de la integridad de su hermana.

Pude observar que el hombre gordo me escuchaba con el mayor interés y la señora Cool me dijo autoritariamente:

─Ya está bien. Donald. Si hablase más, nos costaría dinero.

─¿Qué quiere usted decir? ─preguntó el hombre gordo.

─Me refiero a las noticias, que a esta hora de la madrugada valen dinero. He establecido una agencia de detectives y he de pagar alquiler, salarios, contribuciones y una multitud de impuestos.

─Desde luego, señora Cool. ─contestó el otro, sonriendo─. También tengo mis problemas propios.

─Pues bien, mi negocio consiste en obtener informes y en capitalizarlos. Ahora poseo algo que necesita usted. A fuerza de leña quiso obligar a mi empleado a que se lo dijera y eso no me gusta.

─Sí, confieso que estuvimos un poco violentos ─admitió el jefe.

─Me ha costado dinero adquirir esos informes y no estoy dispuesta a regalarlos a nadie.

─Me interesa mucho el asunto del Hotel Perkins ─dijo el jefe.

─Ahí ha ocurrido algo raro ─observó la esposa,

─Buenos, me parece que cien dólares… ─dijo el señor Cunweather.

─Doscientos ─replicó Berta Cool.

─Ciento cincuenta ─dijo la señora Cunweather a su marido─, y si no acepta, no des nada.

─Bien ─dijo Berta Cool─, ciento cincuenta.

─¿Tienes esa suma, amor mío? ─preguntó el hombre gordo a su mujer.

─No.

─Mi cartera está arriba. ¿Quieres ir a buscarla?

─Saca el dinero de tu cinto ─replicó ella.

─Bien, señora Cool ─dijo él─, hable y le garantizo que recibirá el dinero.

─Está bien, pero puede dármelo antes.

Él dio un suspiro de resignación, se puso en pie y se desabrochó el pijama. Apareció un cinturón provisto de dos bolsillos y abriendo uno de ellos sacó dos billetes de a cien dólares.

─¿No tiene billetes más pequeños?

─No, señora.

─No sé si tendré cambio.

─Lo siento, pero no tengo otros.

Berta Cool registró el bolso y luego me preguntó si tenía dinero.

─Ni un níquel ─le contesté.

Contó su dinero y dijo:

─Habré de reservar cinco dólares para el taxi. No tengo más que cuarenta. Le daré treinta y cinco, y si no se conforma, suba en busca de su cartera.

─Bueno, aceptado ─dijo él─; no vale la pena de ir arriba para ahorrar quince dólares.

─Deme esos doscientos dólares, Donald ─dijo Berta.

El hombre gordo me entregó el dinero. Lo llevé a la señora Cool, que me dio el cambio. Lo puse en manos de Cunweather y él lo entregó a su mujer, encargándole que lo guardase, pues no quería billetes tan pequeños. Se abrochó el pijama y, mirándome, preguntó:

─¿Será Lam quien se encargue de hablar?

─Sí ─contestó la señora Cool.

─Sandra ─dije─ vio a Morgan Birks.

─Eso no importa, Donald. Es traicionar los intereses de un cliente. Dígale lo que sucedió con respecto a Morgan, cómo lo encontramos y de qué manera le entregamos los documentos. Pero no le diga el nombre ni las señas de la amiguita de Morgan.

─Bleatie ─dije─ me dio el nombre de la amiguita de Morgan. Fui a su casa y la amenacé con hacerla comparecer ante el tribunal de divorcios. Luego vigilé su casa. De este modo pude llegar al Hotel Perkins. Allí se inscribió como señora B. F. Morgan y le dieron la habitación seiscientos dieciocho. Soborné al jefe de los «botones» para averiguar qué habitaciones libres había cerca de aquélla y…

─Ya sabemos todo eso ─atajó Cunweather─. Sabemos exactamente lo que hizo usted desde el momento en que entró.

─Entonces también sabe usted que entregué los documentos a Morgan Birks.

─No hizo usted eso, sino que los entregó a otro.

─¡Y un cuerno! ─exclamó la señora Cool─. Los entregó a Morgan Birks.

─¿Dónde?

─En la habitación de la muchacha, número seiscientos dieciocho.

Marido y mujer cambiaron unas miradas y Cunweather dijo:

─Aquí hay alguna equivocación.

─No, señor.

─Morgan Birks no fue a la habitación seiscientos dieciocho. Estamos absolutamente seguros de todo eso que le contamos.

─No se obstine, porque él estaba allí ─contestó Berta Cool─, y lo vi yo misma.

─¿Qué te parece, amor mío? ─preguntó el hombre gordo a su mujer─. ¿Debemos…?

─Deja que termine su historia ─contestó ella.

Cunweather me miró otra vez y dijo:

─Continúe, Donald.

─Alquilé una habitación ─proseguí─. Me acompañaban varias personas. Entraron Sandra y Bleatie. También estaba Alma Hunter. Los dejé y fui a una tienda de trajes para Carnaval, donde alquile un uniforme de «botones» a mi medida. Expedí por la «Wester Union» un telegrama dirigido a la señora B. F. Morgan. Esperé hasta la llegada del telegrama, firmé el recibo y al lado de las señas puse en el sobre con lápiz tinta: «Pruébese Hotel Perkins». Me proveí de una libreta, garrapateé unas cuantas firmas en ella, fui al hotel y encontré al grupo sumido en la mayor agitación, porque Morgan Birks había llegado poco después de mi marcha. Me puse el uniforme de «botones», salí y fui a llamar a la puerta del seiscientos dieciocho. Cuando me preguntaron quién era, contesté que llevaba un telegrama. Me ordenaron que lo hiciera pasar por debajo de la puerta. Yo lo hice lo suficiente para que pudiesen ver que era un telegrama metido en la libreta, pero como ésta era demasiado gruesa y no pasaba, les dije que habían de firmar el recibo. Déjaronse engañar y abrieron la puerta. Entré y pude ver a Morgan Birks tendido en la cama. Le entregué los documentos y, mientras lo hacía, Sandra Birks se excitó mucho y entró a su vez. Empezaron a discutir, y desde luego, tengo la seguridad de que aquel hombre era Morgan Birks.

El hombre gordo buscó la confirmación de mis palabras en los ojos de Berta Cool.

─Exacto ─dijo─. Yo lo vi y ya lo conocía por los retratos en los periódicos. Era el mismo individuo. Y cuando yo tenga algún informe que necesite usted ─añadió Berta─, procure no intentar sacárselo a uno de mis empleados a fuerza de palizas. Obtendrá mejor servicio pagando.

─Lo cierto es ─contestó Cunweather─, que no llegamos a sospechar que el señor Lam fuera tan obstinado.

─Mis empleados son todos iguales ─contestó la señora Cool─. Ya cuido de escogerlos así.

─Permítame que hable con mi esposa, señora Cool ─dijo el hombre gordo─. Creo que podremos hacerle una proposición. ¿Qué te parece, amor mío? ¿Quieres que vayamos un momento a la habitación inmediata?

─Vamos ─contestó ella.

A los pocos instantes, el jefe se dirigió de nuevo a la señora Cool.

─Nos interesa contratar su agencia para un propósito especial ─dijo─. Queremos ponernos en contacto con la amiguita de Morgan Birks. Deseamos averiguar cuántas cajas ha alquilado a su nombre, y también saber dónde están. Y esos informes son muy urgentes. Para nosotros son de capital importancia.

─¿Cuánto valen? ─preguntó la señora Cool.

─Suponga que fijaremos en doscientos cincuenta dólares por cada una de las cajas que pueda indicarnos.

─¿Cuántas hay? ─preguntó ella.

─Lo cierto es que lo ignoro. En realidad no sé si hay alguna, pero tengo sospechas.

─Me parece que eso no me daría ni un centavo ─contestó la señora Cool.

─Por lo menos sea algo razonable ─rogó Cunweather─. Sabe usted dónde está esa mujer. Con ello no perderá el tiempo. Morgan Birks está bien oculto y continuará de igual modo. Es demasiado listo para la policía. Encargó a su amiguita que alquilase algunas arcas en determinados Bancos. Pueden ser dos o cinco.

─O ninguna ─contestó Berta Cool.

─Tiene usted razón, pero, en fin, no perdamos más tiempo. Aquí tenemos a Lam, que es un muchacho muy listo y podría ir a casa de esa chica y en un momento sacarle los informes que deseamos.

─Conmigo no cuenten ─contesté.

─¡Hombre, Lam, no sea usted así! Es usted un buen muchacho y no debe ser tan rencoroso. Al fin y al cabo lo que ha ocurrido aquí esta noche no ha sido más que la consecuencia de un negocio.

─No se acuerde más de Donald. ─dijo la señora Cool─. Trate las condiciones conmigo y ya me encargaré de él.

─Podríamos decir trescientos dólares por caja ─propuso Cunweather.

─No.

─Es nuestro precio límite.

─Bueno, ya les llamaré por teléfono, después de haber hablado con Sandra ─dijo Berta Cool.

─Necesitaríamos su respuesta ahora mismo.

─Ya la tienen.

─Pregúntale dónde está ahora Morgan Birks ─exclamó la dueña de la casa, dirigiéndose a su marido.

─Veamos, señora Cool. Acabo de pagarle ciento sesenta y cinco dólares. Conoce usted el paradero de Morgan Birks y creo que podría decírnoslo.

─Esa noticia no les serviría de nada ─contestó ella─, aunque tal vez pudiese valer mucho dinero; pero, desde luego, no estoy dispuesta a dar algo por nada.

Se oyó el timbre del teléfono y Cunweather se puso en pie para dirigirse a la vecina estancia. Con voz cautelosa exclamó:

─Sí, ¿qué pasa? ─Después guardó silencio por espacio de ocho o diez segundos─. ¿Está usted seguro? Bueno, venga acá y le daremos algunas instrucciones. Ese caso tiene otra derivación.

Colgó el receptor sin despedirse, volvió a nuestro lado y sonrió a la señora Cool.

─Comprendo muy bien sus sentimientos, señora. ─Se volvió a su esposa y añadió─: Morgan Birks está muerto, amor mío. Una muchacha llamada Alma Hunter lo mató a primeras horas de esta madrugada, en la vivienda de Sandra Birks. Le metió un tiro por la espalda, cuando él se disponía a salir.

─¿Muerto? ─preguntó la señora Cunweather.

─Por completo ─le aseguró su marido.

─Eso cambia la situación ─dijo ella.

─Vámonos, Donald ─ordenó la señora Cool.

Me puse en pie y ella cerró el bolso. Luego se levantó y echamos a andar hacia la puerta. Marido y mujer hablaban en voz muy baja y cuando estábamos ya cerca del vestíbulo. Cunweather exclamó:

─Un momento, señora Cool. Quisiera hacerle una pregunta ─se aproximó y dijo─: ¿Está usted enterada de si Morgan Birks se hallaba en la habitación seiscientos dieciocho desde el primer momento? En otras palabras, ¿sabe usted si estaba ya allí antes de llegar su amante?

─Lo ignoro. ¿Qué le parece, Donald?

─No lo creo ─contesté─, a no ser que estuviese de acuerdo con el jefe de los «botones» y Morgan Birks hubiese entrado en aquella habitación contando con su complicidad. El empleado de la planta baja le cedió el número seiscientos dieciocho como habitación desocupada. Ella había telefoneado pidiendo dos habitaciones con un baño entre ambas. Le señalaron el seiscientos dieciocho y el seiscientos veinte. Pero, al llegar, desistió de tomar el seiscientos veinte, diciendo que su compañero no había…

Pero me interrumpí, porque se me ocurrió una idea.

─¿No había qué? ─preguntó Cunweather.

─No había comparecido aún. El jefe de los «botones» la llevó al seiscientos dieciocho. Así me lo comunicó él mismo y yo tomé el seiscientos veinte.

─¿Y quién tenía el cuarto de baño?

─Yo.

─Entonces el seiscientos dieciocho fue alquilado sin baño.

─Así es, a no ser que hubiese otro baño entre el seiscientos dieciocho y el seiscientos dieciséis.

─Déjalo, William, querido ─exclamó la señora Cunweather─. Ya sabemos bastante para tratar este asunto como es debido.

─Bien, señora Cool ─dijo el jefe─. Ha sido agradabilísima su visita. Vuelva usted algún día. La recordaré a usted sinceramente. Y usted, Lam, no me guarde rencor. En resumidas cuentas, muchacho, se condujo de un modo magnífico y la nariz la tiene bastante bien. Ya noto, por su modo de andar, que le duelen las costillas, pero dentro de veinticuatro horas no se acordará de eso.

Abrió la puerta y cuando yo pasaba por su lado exclamó:

─Bueno, Lam, démonos la mano.

─Hágalo, Donald ─ordenó Berta Cool.

El jefe estrechó mi mano preguntando:

─¿Aún me guarda rencor, Lam? En fin, como usted quiera.

Y metiéndose, en la casa, cerró la puerta.

─Es un cliente, Donald ─me hizo observar Berta Cool─ y no debemos disputar con los clientes.

No contesté.