LA insistente llamada a mi puerta me obligó a despertar del sueño o del sopor en que estaba sumido. Oí la voz de la patrona que decía:
─Levántese, señor Lam, levántese.
Extendí la mano para encender la luz. Me pareció que mi cuerpo se iba a romper en dos. Hallé el conmutador, lo hice girar y luego, cojeando, me dirigí a la puerta del pequeño dormitorio, situado en la buhardilla.
La patrona llevaba una bata que le daba el aspecto de un saco de patatas. Y con voz aguda e indignada, exclamó:
─No sé cuál será ese trabajo de usted, pero ya estoy harta. Después de tener paciencia tantas semanas para cobrar, ahora…
─¿Qué pasa? ─pregunté, sintiendo un dolor extraordinario en los labios y en la nariz.
─Llama una mujer por teléfono, diciendo que necesita hablar con usted. Y, a gritos, me ha dicho que es asunto de vida o muerte. No sabe usted lo que ha sonado este teléfono. Seguramente ha despertado a toda la casa. Luego he tenido que subir toda la escalera y pasar una hora llamando a la puerta para…
─Gracias, señora Smith.
─Gracias, ¿eh? Pues no tiene ninguna gracia despertar a todo el mundo y…
Obligué a mi dolorido cuerpo a moverse, tomé un albornoz que me puse encima del pijama y metí los pies en unas zapatillas. El vestíbulo parecía estar muy lejos. Se me ocurrió que tal vez sería Alma, porque aun cuando Berta Cool era capaz de llamarme a tal hora, no me parecía…
Tomé el receptor, lo llevé a mi oído y pude percibir la voz de Alma:
─¡Oh, Donald! ¡Cuánto me alegro de hablar contigo! Ha ocurrido una cosa horrible.
─¿Qué?
─No puedo decírtelo por teléfono.
─¿Dónde estás?
─En la cabina telefónica del vestíbulo de la casa de Sandra.
─¿Y dónde nos veremos?
─No me muevo de aquí. Es decir, que me encontraré al lado del teléfono. Ha ocurrido algo espantoso. Ven en seguida.
─Bien ─dije.
Colgué el teléfono y subí la escalera con toda la prisa que me consentían mis dolores. Pasé por el lado de la señora Smith, que bajaba y me dijo:
─Hay en la casa, señor Lam, muchas personas que desean dormir otra vez.
Una vez en mi cuarto, me quité lo que llevaba para vestirme y, sin acabar de hacer el nudo de la corbata, bajé la escalera hacia la calle. Al cabo de un espacio de tiempo interminable, pasó un taxi, lo llamé y le di las señas. Una vez en el vehículo, me dirigí al chófer y le pregunté:
─¿Qué hora es, compañero?
─Las dos y media.
Era tan malo mi reloj, que no lo quisieron en ninguna casa de empeños. Pero, poniéndolo en hora todos los días, me era posible conocer la hora de un modo aproximado. Además, lo había dejado a la cabecera de mi cama. Me registré los bolsillos para tener la seguridad de que llevaba el carnet que me diera Berta Cool.
Luego saqué el dinero del bolsillo y lo conté en la palma de mi mano mientras observaba las cifras que iban apareciendo en el taxímetro. Cuando el conductor paró el coche ante la casa, vi que el taxímetro marcaba cinco centavos menos de lo que yo tenía.
Le entregué todas las monedas, diciendo al mismo tiempo:
─Gracias, muchacho.
Abrí rápidamente la portezuela y salí, El vestíbulo estaba alumbrado, pero al ver que no había nadie ante el pequeño pupitre, di un puntapié en la puerta de la cabina telefónica y, en efecto, ésta se abrió y se presentó Alma.
La contemplé sorprendido. Vestía un pijama de seda y una bata muy fina.
─¿Qué ha sucedido? ─le pregunté.
─He pegado un tiro a alguien ─dijo con voz ronca.
─¿A quién?
─No lo sé.
─¿Lo has matado?
─No.
─¿Has avisado a la policía?
─No.
─Bien, pues lo haremos en seguida ─contesté.
Y la llevé de nuevo a la cabina telefónica.
─¿No será mejor que antes te diga…?
─Que has pegado un tiro a alguien. Cuéntaselo a la policía, sin olvidar detalle.
─Dame un níquel, haz el favor ─dijo, volviéndose a mí.
Me registré los bolsillos, pero no llevaba una sola moneda, porque las había entregado todas al conductor del taxi. Intenté hacer funcionar el teléfono, pero pronto me convencí de que éste no quería hacerlo si no echaba una moneda en la ranura.
─¿Cómo me has telefoneado? ─pregunté.
─Entró un señor ─contestó─. Estaba borracho. Le conté una historia de que mi marido no me dejaba entrar en casa y le pedí una moneda de níquel para telefonear. Y él me la dio.
─Bueno, pues, vamos arriba.
─No puedo. No tengo las llaves y la puerta se cierra de golpe.
─Avisaremos al encargado. Ahora dime que ha ocurrido.
─Me fui a dormir y, de pronto, desperté notando que había alguien en la habitación. Estaba inclinado sobre la cama y con la mano cerca de mi nariz, dispuesto a estrangularme. Me quedé paralizada de miedo; pero, de pronto, recordé tu consejo, es decir, que importaba poco que la bala diera o no a mi enemigo. Por lo tanto, saqué la pistola de debajo de la almohada y oprimí el disparador. Antes de acostarme había quitado ya el seguro. La pistola dio un estampido horrible. Solté el arma y empecé a chillar.
─Y ¿qué más?
─Pues que, sin darme cuenta, tomé la bata que tenía encima de la cama. Fui a la otra habitación y después al vestíbulo.
─Pues todavía seguirá allí ─observé─ si no ha podido salir por una ventana. Además, es muy poco probable que le hayas dado.
─¡Oh, sí! ─exclamó─. Porque aquel hombre se cayó al suelo.
─¿Cómo lo sabes?
─Porque lo oí.
─¿Y se movió después?
─Sí, creo que sí. Oí algo, pero estaba atontada de miedo. Eché a correr hacia el ascensor, me metí en la cabina, bajé, aún asustada de la situación en que me veía. Fíjate, ni siquiera con las prisas me puse las zapatillas.
Contemplé sus pies, que tenían las uñas teñidas, y dije:
─Bueno, vamos a buscar al encargado. No te asustes, Alma. Probablemente será un ladrón, alguien que anda buscando papeles de Morgan Birks o que se figuró encontrar allí su dinero. ¿Dónde estaba Sandra mientras tanto?
─Salió.
─¿Y Bleatie?
─No lo sé, aunque supongo que estaría acostado en la otra habitación.
─¿Y no oyó el tiro?
─No lo sé.
─Oye, Alma ─dije─: ¿Y no habrá sido Bleatie el que…?
─Y ¿para qué habría de entrar en mi cuarto?
─Bueno, vamos a buscar al encargado ─dije.
Pero en aquel momento se detuvo un automóvil ante la puerta.
─Aquí viene alguien ─dije─. Vamos a ver si consigo que me den un níquel para telefonear a Jefatura. Prefiero hacer eso que avisar al encargado.
─Si pudiésemos abrir la puerta del piso, yo tengo algún dinero en mi bolso ─dijo Alma Hunter.
─Bien, ya veremos quién es y…
Pude ver vagamente al chófer del automóvil. Se apeó una muchacha y en cuanto lo hubo hecho, el coche emprendió la carrera. Aquella mujer sacaba la llave de su bolso y cuando estuvo ante la puerta, pude notar que era Sandra Birks.
Retrocedí hasta la cabina telefónica y dije:
─Ahí viene Sandra. Sube con ella. Y ahora dime, Alma, ¿cómo se explica que nadie oyera el tiro?
─No lo sé.
─¿Pero no lo habrá oído nadie?
─Creo que no. Por lo menos, al parecer, nadie se ha alarmado.
Apareció Sandra Birks, andando rápidamente. Tenía los ojos luminosos y las mejillas encendidas. Cuando pasaba por delante de nosotros me adelanté exclamando:
─¡Un momento!
Se sorprendió mucho al verme y luego se quedó contemplando a Alma, que estaba de espaldas y sólo se cubría el cuerpo con el pijama y la bata.
─¿Qué ha sucedido? ─preguntó.
─Si tiene usted un níquel ─dije─, llamaremos a la policía. Alma ha disparado un tiro contra alguien.
─¿Contra quién?
─Sin duda era un ladrón ─exclamó Alma.
─Quizás el mismo que…
Sandra se interrumpió para mirar al cuello de su amiga y ésta afirmó.
─¿De dónde has sacado la pistola?
Yo me disponía a contestar la verdad, pero Alma se anticipó, diciendo:
─Ya la tenía en Kansas City y la guardaba en el fondo de mi maleta.
─Subamos a ver que ha ocurrido, antes de… ─dijo Sandra.
─No ─interrumpí─. Ya hemos tardado demasiado. Hay que avisar a la policía.
─Pero ¿qué pasa? ¿No tiene usted un níquel? ─preguntó Sandra.
─No ─contesté, mirándola fijamente.
Abrió el bolso, sacó un níquel y me lo dio. Volví a la cabina telefónica, en tanto que Sandra y Alma se alejaban hablando en voz muy baja. En aquel momento oí la sirena de la policía a corta distancia. Y en el momento de descolgar el receptor, se detuvo un automóvil de la patrulla de la policía. Un agente empujó la puerta y al ver que no se abría, llamó. Sandra y Alma fueron a abrir. Y aunque estaba cerrada la puerta de la cabina, oí que decía:
─Alguien ha comunicado que se ha oído un disparo en el 419. ¿Sabe usted algo de eso?
─Yo vivo ahí ─contestó Sandra.
─¿Y hubo, realmente, un disparo?
─Acabo de llegar.
─¿Quién es esta señora?
─Vive conmigo. Parece ser que oyó un tiro.
─Subamos.
Las metió en la cabina del ascensor y a través del auricular del teléfono oí una voz masculina que exclamó: «Diga». Aguardé un momento y volví a colgar el receptor.
Al parecer, nadie me había mencionado siquiera.
Observé la luz indicadora del ascensor, que se detuvo en el cuarto piso. Esperé para ver si lo habían hecho bajar, y en vista de que no ocurría así, oprimí el botón, pero el indicador no se movió. Sin duda habían dejado las puertas abiertas. A aquella hora de la noche sólo funcionaba el ascensor y, además, era automático.
En dos minutos subí al cuarto piso y me dirigí al departamento 419.
Estaba abierta la puerta y pude oír voces procedentes del dormitorio de la derecha. Estaban encendidas las luces. Entré y miré por la puerta. Las dos mujeres estaban frente al agente. Alma Hunter, muy pálida y valerosa, y Sandra Birks, inexpresiva. Tendido de espalda en el suelo y con un brazo estirado, en tanto que sus ojos vidriosos reflejaban la luz del techo, se hallaba Morgan Birks.
─¿De dónde ha sacado usted esa pistola? ─preguntó el policía a Alma.
─Ya la tenía.
─¿Cuándo la compró?
─No la compré, sino que me la dio un amigo.
─¿Dónde y cuándo?
─En Kansas City. De eso hace ya algún tiempo, aunque no recuerdo cuánto.
Sandra Birks me vio y contrajo los ojos. Llevóse un dedo a los labios y, al bajar la mano, me hizo seña para que me alejara.
El agente se fijó en su expresión o en el movimiento, porque dio media vuelta y me miró.
─¿Quién es éste? ─preguntó.
─¿Qué ha sucedido? ─interrogué, mirando al hombre tendido en el suelo.
─Creo que tiene una habitación en este mismo piso ─observó Sandra.
─Usted se marcha ─exclamó el policía, dirigiéndose a mí─; Aquí se ha cometido un homicidio y no deseamos curiosos. ¿Quién es usted? ¿Por qué…?
─¿Por qué no pone un aviso en la puerta? ─repliqué─. Me figuré que había ocurrido algo desagradable y como la puerta está abierta…
─Bueno ─dijo─. Siga usted su camino y vamos a cerrarla.
─No se ponga tonto, porque tengo derecho a mirar cuando encuentre una puerta abierta y no puede usted sacarme.
─Ahora lo verá ─replicó, poniéndome la mano sobre la espalda entre los hombros.
Me agarró la chaqueta y me dio un empujón.
Salió al vestíbulo con tanta prisa, que me vi obligado a extender la mano para no chocar contra la pared del lado opuesto. A mi espalda se cerró la puerta con ruido y oí que daban vuelta a la llave.
Los policías son así. Si yo hubiera querido marcharme, me habría obligado a quedarme y aun quizá me sometería a un interrogatorio doloroso. Pero al insistir en que tenía derecho a quedarme, resultó mi expulsión, sin hacerme pregunta alguna. Así demostró su autoridad y la superioridad de un agente de policía sobre el pobre e indefenso ciudadano que paga impuestos.
Ignoraba lo ocurrido, pero me bastó la señal que me hizo Sandra. No tenía ninguna necesidad de que se desplomara una casa sobre mí. Entré en el ascensor y bajé. Me dolían las costillas cada vez que respiraba y el empujón que acababa de recibir no contribuyó a curarme.
Al lado de la acera esperaba el coche de la policía, provisto de radio. Vi a otro agente, sentado, que prestaba atención a las llamadas por radio. Cuando salí estaba tomando notas y me dirigió una aguda mirada. Pero la radio daba la descripción de un individuo a quien andaban buscando y así me dejó pasar, sin fijarse mucho en mí.
Me esforcé en seguir andando, sin llamar la atención, hasta llegar a la esquina. Busqué con la mirada algún taxi. A mi espalda podía oír los gritos de la radio de la policía; que, con voz monótona, iba diciendo:
─… unos treinta y siete años de edad, un metro setenta y cinco de estatura, ochenta kilos de peso, más o menos; lleva un sombrero de fieltro gris, de ala ancha, camisa con lunares rojos. Cuando se le vio por última vez, huía de la escena del crimen…
Di la vuelta a la esquina y se me presentó un taxi.
Me apresuré a llamarlo.
─¿A dónde vamos? ─preguntó el chófer.
─Calle abajo, hasta que le avise.
Cuando hubimos dejado atrás media docena de manzanas, recordé que no tenía un solo centavo para pagar. Calculé que el taxímetro señalaría unos sesenta y cinco centavos en cuanto hubiésemos llegado a la agencia de Berta Cool. Le di el número de su casa y me recliné en el respaldo.
─Espere aquí ─dije apeándome.
Crucé la acera, busqué el nombre de Berta Cool en el letrero que había en el zaguán y luego oprimí el botón del timbre.
Si Berta Cool no estaba en su casa, no había duda de que yo pasaría un rato muy malo con el chófer.
Con gran sorpresa mía, resonó el zumbador casi en seguida. Empujé la puerta y me vi en un oscuro corredor. Berta Cool vivía en el quinto piso. No me fue difícil dar con su habitación. Tenía la luz encendida y en cuanto llamé a la puerta, abrió. Estaba despeinada y el cabello aparecía colgando alrededor de su rostro; Éste daba la impresión de que se hallaba hinchado, pero por entre aquellas masas de carne, sus ojos me miraron fríamente. En torno de la cintura llevaba un albornoz y por el escote pude ver principio de su maciza garganta.
─¿Qué le ha pasado? ─me preguntó─. ¿Quién le ha pegado? Entre.
Obedecí y ella cerró la puertas La vivienda se componía de dos habitaciones y una cocina muy pequeña, que se hallaba en la parte posterior de la sala, El dormitorio tenía la puerta entreabierta. Pude ver la cama, un teléfono en un soporte, a veinte centímetros de la almohada, dos medias en el respaldo de una silla, un montón de prendas de ropa, que parecían haber sido tiradas sin orden ni concierto. La sala era de reducidas dimensiones y olía a colillas. Se dirigió a la ventana, la abrió y, mirándome atentamente, dijo:
─¿Qué le pasa? ¿Lo ha atropellado un camión?
─Me han pegado unos jayanes y luego un policía me ha dado un empujón ─dije.
─Bueno. No me lo cuente hasta que haya encontrado los cigarrillos. ¿Dónde los habré metido? Al acostarme tenía un paquete entero.
─Están en el taburete, al lado de la cama ─dije.
─¡Caramba! Veo que es buen observador ─exclamó asombrada. Se dejó caer en un sillón y continuó diciendo─: Vaya a buscarlos, Donald, y no me diga nada hasta que haya chupado un par de veces el cigarrillo.
Le llevé la cajetilla, le ofrecí un fósforo encendido, y cuando ella me hubo hecho seña de que me sentara en la otomana, la obedecí. Levantó los pies después de quitarse las zapatillas y se retorció en el sillón, hasta que estuvo cómoda. Luego dirigiéndose a mí me dijo:
─Adelante.
Y le referí todo lo que sabía.
─Debiera usted haberme telefoneado antes de que me acostara ─dijo al fin.
─Entonces ese hombre no había muerto ─contesté─. Yo sólo había recibido una llamada telefónica.
─El asesinato no me importa nada. Ya cuidará la policía de eso, pero, en cambio, me interesa mucho esa cuadrilla que lo raptó y que deseaba ponerse en comunicación con Morgan Birks.
En aquel momento se oyó el timbre telefónico y ella dio un suspiro.
─Deme el teléfono, Donald. Conecte el cordón largo. Dese prisa.
Entré en el dormitorio, tomé el cordón de extensión y entregué el receptor a la señora Cool, que lo enchufó en la conexión de la sala.
─Berta Cool al habla.
Pude oír los repiqueteos del diafragma, mientras ella escuchaba. Y el guiño de sus ojos me demostró que ella gozaba con aquella conversación.
─¿Qué quiere que haga? ─preguntó por fin. El receptor hizo algunos ruidos y ella añadió─: Cobraré quinientos dólares al contado y luego, tal vez, algo más. No puedo garantizar nada. Tendrá usted que buscar ese dinero, querida, porque las arcas de alquiler no me importan nada. En cualquier momento pueden sellarlas. Bien, querida, cincuenta dólares durarán hasta mañana. Lo retendré a mi lado. Sí, es mejor que no vaya allí por ahora. Esperaré a que la policía haya terminado. ¿Qué hora es? Bien, digamos dentro de una hora y media. Espéreme si no se la llevan a la Jefatura, aunque no lo creo.
Colgó el receptor y, sonriendo satisfecha, me anunció que era Sandra Birks.
─¿Quiere que averigüe usted la causa de la muerte de su marido?
─Quiere que cuide de Alma Hunter, porque van a detenerla.
─¡Vaya! ─exclamé─. De modo que él quería estrangularla y…
─No se muestre tan seguro ─replicó─, porque Morgan Birks recibió un tiro por la espalda.
─¿Por la espalda?
─Sí. Seguramente se disponía a salir cuando lo mataron. La bala atravesó su cuerpo y se clavó en la puerta. La policía ha podido observar que tenía la mano en el pomo de la puerta y se disponía a salir cuando recibió el tiro.
─Pero ¿qué demonio iba a buscar a su cuarto?
─Tal vez un poco de agua. Pero a la policía no le gusta que las muchachas peguen un tiro en la espalda de los hombres y aseguren luego que han sido atacadas.
─La habitación estaba a oscuras ─dije.
─Él se disponía a salir.
─La noche anterior quiso estrangularla.
─¡Ah, sí! Cuéntemelo.
Se lo referí y ella escuchó cuidadosamente. Luego me preguntó por qué Alma se figuraba que fue Morgan Birks quien quiso estrangularla.
─Parece razonable ─insistí.
─Es preciso algo más, para convencer a la policía ─contestó─. Ahora, Donald, sea buen muchacho y llame a la oficina de registro de los automóviles y pida los nombres de los propietarios de los números 5N1525 y 5M1525. Yo voy a vestirme en un momento.
Tiró el cigarrillo y se dirigió al dormitorio, cuya puerta no se molestó en cerrar. Oí que iba de un lado a otro y, mientras tanto, pedí el nombre de los propietarios de los coches cuyos números indique. El primero era propiedad de George Salisbery, 918, Man Street, Centrecille; y el segundo de William D. Cunweather, 907, Willoughby Drive.
Colgué el teléfono después de tomar nota de los nombres y de las señas, y la señora Cool me dijo desde su cuarto:
─Ese Salisbery no me suena. En cambio, el otro individuo de Willoughby Drive me parece mejor. ¿Qué opina usted, Donald?
─Podría ser. Esa casa me dio la impresión de estar por ahí.
─Llame un taxi ─dijo.
─Abajo me espera uno.
─¿De modo que toma usted taxis para ir de un lado a otro? ¿Se figura que se lo voy a pagar yo?
─Desde luego ─contesté, airado.
Guardó silencio y me pregunté si me despediría en el acto o se resignaría.
─Bueno ─dijo con su acento maternal─. Lo tomaremos, Donald. Tomaré nota de lo que señale el taxímetro y lo descontaré de su salario.