ESTUVE ausente casi por espacio de una hora. Al regresar llevaba un traje de «botones», que había alquilado, un telegrama que expedí yo mismo, con destino a B. F. Morgan, y una libreta con páginas rayadas, en las que llené seis o siete de ellas con firmas imaginarias, trazadas con lápiz tinta y una pluma estilográfica.
Llamé suavemente a la puerta de mi habitación en el hotel y Alma acudió a abrir.
Al entrar pude ver a Berta Cool, sentada en el sillón, que llenaba casi hasta rebosar. En una mesita, a su lado, vi una botella de whisky, un cubo de hielo y un sifón. Ella bebía el refresco de un alto vaso. Sandra Birks se acercó a mí como ágil sombra.
─¡Torpe! ─exclamó─. Lo ha estropeado todo.
─¿A qué obedece la felicitación? ─pregunté, mientras fijaba la mirada en la directora de la Agencia de Detectives Cool.
─¡Por Dios, cierre la puerta! ─dijo Berta a Sandra─. Si tiene algo que decir, dígalo, pero procure que no la oigan en todo el hotel. Entre, Donald.
Obedecí y Alma Hunter cerró la puerta. No pude ver a Bleatie. Estaba cerrada la puerta del cuarto de baño, pero pude oír algunas voces a través de la hoja de madera.
─¿Qué pasa? ─pregunté.
─Se marchó usted sin decir a dónde iba ─exclamó Sandra─. Se llevó consigo la citación y la copia de la demanda y hace casi una hora que Morgan está en su cuarto. Llegó pocos minutos después de haberse marchado usted. Entre todas las tonterías, estupideces y…
─¿Dónde está ahora? ─interrumpí.
─Supongo que todavía en su cuarto.
─¿Dónde está su hermano?
─Ha tenido una hemorragia. Inmediatamente telefoneé al doctor. La cosa puede tener alguna gravedad. Ahora el doctor y él están en el cuarto de baño atendiéndole.
─No hay duda, Donald ─observó Berta Cool─ que ha conseguido usted algo. La señora Birks me telefoneó para averiguar dónde estaba usted. ¿Por qué no ha comunicado con la oficina?
─No lo hice recordando sus palabras. Me dijo que no necesitaba ningún parte, sino acción. Al parecer, solamente le interesa que entregue los papeles ─añadí─, y si me dejan ustedes en paz, no tardaré en hacerlo. Siento mucho que se haya preocupado usted por todo eso. Éste es el resultado que he obtenido a causa de mi deseo de ser cortés, cuando informe a la señora Birks de lo que está sucediendo. Desde luego, no me agradó su intención de venir acá con su hermano.
─Todo eso no es más que una sarta de tonterías ─replicó Sandra Birks─. Ahora trata de librarse de sus responsabilidades para hacernos culpables a todos los demás.
─Nada de eso ─contesté─. Y puesto que su hermano sufre una hemorragia y está en el cuarto de baño, voy a ponerme ese traje de «botones» en el cuartito ropero y ustedes podrán volverse de espaldas.
─¡Los documentos! ─exclamó Sandra Birks─. Los necesitamos. ¡Dios mío! Hemos estado telefoneando frenéticamente…
─No se altere ─exclamé─. Yo soy el encargado de entregar esos documentos. Y voy a hacerlo. ¿Les consta la presencia de Morgan en la habitación inmediata y…?
─Sí, se oye perfectamente su voz a través de la puerta del cuarto de baño.
─¿Cuánto rato lleva usted aquí? ─pregunté a Berta Cool.
─Diez minutos ─contestó─. ¡Caramba! Llegué a figurarme que había estallado un incendio al oír sus llamadas, y le advierto, Donald, que si Morgan Birks consigue darle esquinazo, me enojaré en gran manera.
No contesté. Me dirigí al cuartito ropero, quité la envoltura que rodeaba el traje, me desnudé y me puse luego el uniforme de «botones». Y como aquel pequeño recinto estaba oscuro, dejé la puerta entreabierta para ver lo que hacían. A través de la pequeña, abertura pude enterarme de lo que ocurría en la habitación inmediata. Oí que Alma Hunter decía:
─Has sido injusta, Sandra. El pobre muchacho ha hecho lo que le pareció mejor.
─Pues no ha estado en lo justo ─replicó Sandra.
Luego oí el gorgoteo de una botella, casi llena, el silbido del sifón y la voz apacible de Berta, que decía:
─Recuerde, señora Birks, que él le ha facilitado ocasión de estar presente. Si no le hubiese telefoneado no sabría nada en absoluto de lo que ocurre. Nos ha contratado usted para que entregásemos esos papeles. Si Morgan Birks está todavía en la habitación inmediata y Donald puede entregarle los documentos, habrá de pagarme un recargo por haberme obligado a dejar todo mi trabajo a fin de venir lo antes posible.
─Si quiere que le diga la verdad ─replicó Sandra─, creo que se equivocó mi abogado al recomendármela. Siento mucho haber acudido a su agencia.
─Desde luego es lamentable ─replicó Berta, con la apacibilidad de una dama refinada, que discute el valor literario de la última novela.
Salí del cuartito ropero, mientras me abrochaba la chaqueta. Tomé el sobre amarillo que contenía el telegrama, me hice cargo de la libreta, me dirigí al teléfono y ordené al operador.
─Haga el favor de llamar al seiscientos dieciocho.
Un momento después, al oír una voz femenina, añadí:
─Ha llegado un telegrama para la señora B. F. Morgan.
─No espero ningún telegrama ─contestó ella─. Nadie sabe que me encuentro aquí.
─Bien, señora Morgan. Ese telegrama tiene unas señas muy raras. Dice «Señora B. F. Morgan. Hotel Perkins, y en caso necesario se entregará a Sally Durke». Pero en el registro no aparece ese último nombre.
─No sé una palabra de todo eso ─replicó, aunque su voz no era tan firme como antes.
─Voy a enviárselo ─repliqué─ y podrá usted examinarlo y abrirlo para convencerse de si va dirigido a usted. Tiene derecho de hacerlo. ¡«Botones»! ¡«Botones»! ¡Telegrama para el seiscientos dieciocho!
Y colgué el receptor.
Berta Cool puso un poco más de hielo en el vaso, y dijo:
─Dese prisa, Donald, porque a lo mejor llama a la oficina para comprobar el aviso.
Me puse la libreta debajo del brazo, abrí la puerta y salí al corredor. Las tres mujeres me vieron salir. Me dirigí al 6l8 y llamé a la puerta. Pude oír una voz femenina que hablaba por teléfono, y dije:
─¡Telegrama!
Aquella mujer interrumpió su conversación.
─Páselo por debajo de la puerta ─ordenó.
Hice asomar la libreta por debajo de la hoja de madera, a fin de que ella pudiese ver el borde del sobre amarillo que asomaba por entre las hojas de papel.
─No pasa ─dije─. Además, deberá usted firmar el recibo. La libreta es demasiado gruesa.
─Un momento ─replicó ella─. Voy a abrir.
En efecto, dio vuelta a la llave, abrió ligeramente la puerta y me miró, recelosa. Yo tenía la cabeza inclinada, pero al ver mi uniforme y el telegrama en la libreta, abrió la puerta por espacio de diez o quince centímetros.
─¿Dónde he de firmar? ─preguntó.
─Debajo de esta línea ─contesté, mostrándole el lugar y ofreciéndole un lápiz.
Cubríase con una bata de color de rosa, de la que vale más no hablar. Miré por la abertura de la puerta y, como no viese gran cosa, la empujé y entré.
De momento no comprendió mi intención, pero al verme el rostro, me reconoció y exclamó:
─¡Morgan! ¡Cuidado! Es un detective.
Morgan Birks, que vestía un traje gris de americana cruzada, estaba tendido en la cama y fumaba un cigarrillo. Me dirigí a él y le dije:
─Es una citación, señor Birks, en el caso de Sandra Birks, contra Morgan Birks. Ésta es la copia de la demanda y la citación que le entrego en este momento.
Sin alterarse, separó el cigarro de sus labios, despidió una bocanada de humo hacia el techo y observó:
─Veo que es usted un muchacho listo.
Sally Durke me siguió corriendo; su bata de color de rosa apenas la envolvía. Había abierto el sobre amarillo para sacar el falso telegrama. Arrojó la libreta al suelo, rompió en dos el telegrama y me tiró los pedazos a la cara.
─¡Cochino traidor! ─exclamó,
─¿Algo más? ─preguntó Birks.
─Nada más.
─¿Ninguna orden de prisión?
─No. Éste es un caso civil.
─Bien, amigo. Buena suerte.
─Gracias ─contestó─. Y haga el favor de llamar a su perro, porque no me gusta su modo de ladrar.
Di medía vuelta y me dirigí a la puerta, en el momento en que se abría para dar paso a Sandra Birks; la seguía Alma Hunter, deseosa de contenerla, y detrás, con un cigarrillo en los labios, divisé a la corpulenta Berta Cool.
─¡Caramba! ¡Caramba! ─exclamó Birks, sin echar pie al suelo.
─¡Cochino! ─gritó Sandra Birks─. Así te portas, ¿eh? ¿Ésa es la mozuela con la que te gastas tu dinero? ¿Así cumples tus deberes matrimoniales?
─Sí, querida ─contestó Birks, después de un bostezo─. Ésta es Sally Burke. Lamento mucho que no te parezca simpática. Pero ¿por qué no trajiste a tu amigo doctor, y así tendríamos la fiesta completa?
Sandra Birks estaba tan indignada, que no supo qué contestar. Su marido se apoyó en el codo y pude notar sus facciones acentuadas, su largo y esbelto cuerpo y sus dedos afilados. Su cabello negro y lustroso estaba peinado hacia atrás.
─No tengamos bronca, Sandra ─dijo─. Quieres divorciarte y lo mismo pienso yo. Y ahora, ¡largo de aquí!
─Vea usted qué marido tengo ─dijo Sandra a Berta Cool─. Ahí lo tiene usted, con una rubia teñida que casi va en cueros.
Berta Cool cogió a Sandra por la cintura y la separó de la irritada rubia, con quien se estaba peleando.
─¡Gracias! ─dijo Morgan Birks, aún tendido en la cama─. Me evita usted la molestia de ponerle un ojo a la funerala. Por Dios, Sandra, contente. Recuerda que muchas veces has estado jugando con tus amantes en mi presencia.
─¡Mentira! ─exclamó ella, luchando por liberarse.
─Cálmate, Sandra ─dijo Alma Hunter─. No discutas. Los papeles le han sido ya entregados.
Morgan Birks se inclinó, dejó caer el cigarrillo en la escupidera y dijo a Sally:
─Siento mucho que mi mujer sea una fiera, querida mía, pero no puede evitarlo.
─Me parece que necesita una buena zurra ─replicó Sally.
─Le he entregado ya esos documentos ─dije a Berta Cool─. Estoy dispuesto a atestiguarlo. Lo demás ya no me importa, por eso creo que estoy aquí demás.
Y salí al corredor.
Poco después Berta sacó a Sandra de la habitación y le dirigía palabras de consuelo; La puerta fue cerrada y atrancada detrás de nosotros. Nos dirigimos al 620, y al entrar dije:
─Nunca me figuré que vería una escena como aquella.
─No pude evitarlo ─contestó Sandra─. Quise afrentar a mi marido con la prueba palpable de su infidelidad.
Se abrió entonces la puerta del cuarto de baño para dar paso al doctor Holoman. Apareció en mangas de camisa, con los puños arremangados. En ella pude notar algunas gotas de sangre y de agua.
─¿Qué ha sido este escándalo? ─preguntó─. Me parece haber oído algo acerca de un doctor.
─Desde luego ─contestó Berta Cool─. Me parece que al abogado de la señora Birks no le habría gustado la presencia de usted aquí.
─Vino a cuidar a Bleatie ─observó Sandra─. ¿Cómo está, Archie?
─Bien ─contestó el doctor Holoman─. Pero me ha costado mucho cortar la hemorragia. Estaba excitadísimo. He de insistir en que durante tres o cuatro días permanezca tendido y quieto.
Asomó la cabeza al cuarto de baño y luego cerró la puerta.
─Es una bestia ─dijo Sandra Birks─. Siempre está con esas insinuaciones indecentes. Le he guardado absoluta fidelidad, hasta el punto de que ni siquiera he llegado a mirar a un hombre. Pero él ha conseguido envenenar a mi hermano para que se ponga abiertamente contra mí.
Volví al cuarto ropero, me cambié de traje y envolví el de «botones».
Sandra se dirigió a la puerta del cuarto de baño y exclamó:
─Ya está, Bleatie. Ya le han entregado los papeles.
─¡Cállate! ─contestó Bleatie─. Podría oírte.
E inmediatamente desde la otra habitación, distante y apagada, pude oír la voz de Morgan Birks, diciendo:
─Bleatie, ¿eh? Te lo agradezco, mujer. Ya podía haberlo imaginado.
─Estás loco, Morgan ─gritó Bleatie─. Ya sabes que soy tu amigo. Tengo en el bolsillo una cosa para ti. Abre la puerta.
Hubo un silencio durante unos instantes, y se abrió, al fin, la puerta del cuarto de baño y Bleatie compareció entre nosotros. Llevaba la camisa y la chaqueta manchados de sangre por todas partes.
─¡Tonta! ─gritó a Sandra, con voz ahogada por los vendajes de la nariz─. ¿No tienes sentido común? ¿Por qué me gritabas de ese modo? ¿No comprendías que podía oírte?
─Lo siento mucho, Bleatie.
─¡Y un cuerno! ─replicó él─. En toda tu vida sólo has lamentado lo que podía perjudicarte. Y ahora que le han entregado ya los papeles a tu marido, a mí que me parta un rayo. Bueno, ya procuraré que Morgan no te pase ninguna suma para alimentos.
Salió al corredor y se dirigió a la habitación 6l8. Empezó a dar puñetazos en la puerta y, como no obtuviera respuesta, exclamó:
─¡Morgan! Déjame entrar. Soy Bleatie. Quiero hablar contigo, he de decirte algo interesante.
Berta Cool apuró su vaso y sonrió, benigna, al grupo expectante que había en la estancia. Luego Sandra se dirigió al corredor y pudo ver a Bleatie ante la puerta de la otra habitación, llamando y suplicando.
─¡Vámonos, Donald! ─me pidió Berta Cool─. Vámonos a la oficina.
Miré a Alma Hunter y pude ver que me comprendía,
─Tengo una cita para ir a cenar ─dije─. He de hablar de algo…
─Cenará usted conmigo, Donald ─replicó Berta Cool─. Recuerde que trabaja a mis órdenes. Si Alma Hunter desea encargarle otro trabajo lo aceptaré con gusto y se lo confiaré a usted. Este asunto ha terminado. Vamos.
Saqué de mi bolsillo una tarjeta, anoté el número del teléfono de la pensión donde me alojaba y la entregué a Alma Hunter.
─Ella manda ─dije─. Si me necesitas, llámame.
─Este refresco de whisky ─dijo Berta Cool a Sandra─, forma parte de la cuenta de gastos. Diré abajo que lo pagará usted. Vámonos, Donald.
El doctor Holoman salió al corredor precediéndonos.
Tiró de la manga de Bleatie y le dijo en voz baja:
─Va usted a tener otra hemorragia. Venga.
Bleatie se libró de él y continuó golpeando la puerta.
─Abre, Morgan. No seas tonto ─dijo─. Tengo algo que te ayudará a ganar en el caso del divorcio. He cuidado con mucho interés de todos tus asuntos.
El doctor Holoman se volvió rápidamente y la señora Cool, que se dirigía al ascensor; casi lo atropelló.
El doctor la agarró por el brazo, exclamando:
─Usted podría hacer algo en su favor. Va a sufrir otra hemorragia. ¿Por qué no procura meterlo en su habitación?
─No ─contestó la señora Cool─. Vamos, Donald.
Una vez estuvimos en la calle, me volví a ella y le pregunté:
─¿Cuál es el caso de que me he de encargar esta noche?
─¿Qué caso?
─El que, según me dijo usted, examinaríamos a la hora de cenar.
─¡Ah! ─replicó─. No hay ningún caso ni tampoco cena. ─Y al observar la expresión de mi rostro añadió─: He visto que se aficiona a esa muchacha Hunter y no me gusta. Está relacionada con un asunto en que hemos trabajado. Pero como ya está listo, olvídela. Ahora, Donald, llame a un taxi y hágalo parar al lado de la acera.
Llamé al primero que pasó y en cuanto se hubo aproximado a la cera, ayudé a mi compañera a subir al vehículo.
─Usted viene conmigo, Donald ─dijo ella.
─Tengo otras cosas que hacer.
─¿Adónde?
─Quiero preguntar a Alma Hunter qué día cenaremos juntos.
─Me parece que no se ha hecho cargo de mi consejo, Donald ─dijo, en tono maternal.
─Es verdad ─contesté.
Me descubrí en cuanto el vehículo arrancó y luego me volví hacia el hotel y tropecé contra un hombre que estaba a mi espalda.
─Dispense ─le dije.
─¿Tanta prisa tiene? ─preguntó.
─A usted no le importa ─repliqué.
Y me esforcé en reanudar la marcha, pero otro individuo que estaba al lado del primero me interceptó el paso.
─Cuidadito, muñeco ─me dijo.
─¿Qué es eso? ─pregunté.
─El jefe quiere verlo ─contestó uno de ellos.
─¿Y a mí qué me importa? ─repliqué.
El primer individuo era alto y esbelto, tenía nariz aguileña y ojos duros. El otro tenía anchos hombros, caderas estrechas y un cuello muy robusto. Su nariz estaba aplastada y la oreja derecha aparecía retorcida.
─Bueno, bueno ─dijo─. Nuestro amiguito se resiste. ¿Qué te parece, compañero? Y tú ─añadió, dirigiéndose a mí─, ¿quieres ir a hablar con el jefe o prefieres que vayamos a decirle que te niegas a cooperar?
─¿Con qué? ─pregunté.
─Contestando algunas preguntas.
─¿De qué?
─Con respecto a Morgan Birks.
Miré a los dos hombres y cambié de posición para observar el hotel, temeroso de que saliesen entonces Sandra Birks y su hermano, quienes tal vez se figurarían que yo los había traicionado o vendido. Por esto sonreí al más alto de los dos y quise acompañarlos.
─Eso ya está mejor. Pero yo suponía que acabarías consintiendo ─dijo el que tenía aspecto de pugilista, mirando ansioso a ambos lados de la calle.
Un gran coche sedan se acercó a nosotros, y aquellos dos individuos, agarrándome por los brazos, me hicieron subir.
─Andando, John ─dijo uno de ellos, dirigiéndose al chófer.
Cuando el coche hubo llegado a un barrio en que abundaban las casas particulares, empecé a sentir algún recelo.
─Vamos a ver, ¿de qué se trata? ─pregunté.
─Mira, muñeco ─contestó uno de ellos, que, según pude averiguar, se llamaba Fred─. Ahora vamos a vendarte los ojos, porque sería peligroso para ti ver demasiadas cosas.
Me volví y le asesté un puñetazo en la barbilla, aunque al parecer ni siquiera lo notó. Sacó un pañuelo, y a pesar de mi resistencia y de mis gritos, me cubrió los ojos. Luego el otro me sujetó las manos, en tanto que el automóvil daba una serie de vueltas para que perdiese por completo el sentido de la dirección.
Poco después noté que el vehículo avanzaba por una avenida particular. Oí cómo se abría la puerta de un garaje. Me quitaron la venda y vi que, en efecto, me hallaba en un garaje. Se abrió otra puerta y empezamos a subir por una escalera que nos llevó a un corredor; luego atravesamos una cocina y un comedor, para llegar a una sala.
─¿Qué es eso? ─pregunté─. ¿Quién es ese jefe?
─Siéntate ─dijo el más grueso de los dos─. El jefe no tardará en venir. Te hará unas preguntas y luego te llevaremos otra vez al centro de la ciudad y podrás olvidar por completo el asunto.
Resignado, esperé. Oí en el corredor unos pasos rápidos y un individuo muy gordo, de labios y mejillas abultados y frente inundada de sudor, penetró en la estancia con el paso rápido y ligero de un bailarín profesional. Era pequeñito y muy gordo, pero andaba erguido y sacando la barriga. Sus piernecitas se movían con gran agilidad.
─El jefe ─dijo el más alto de los dos hombres.
─¿Quién es, Fred? ─preguntó el otro, sonriendo.
─Trabaja con una mujer llamada Cool, que tiene una agencia de detectives. Fueron encargados de entregar unos documentos a Morgan Birks, relativos al divorcio. Y ése andaba rondando el hotel Perkins.
─Bien, bien ─contestó el jefe, sonriendo afablemente─. Es verdad. Dispense si no lo he reconocido. ¿Cómo se llama usted?
─Donald Lam.
─Me alegro mucho de conocerlo, señor Lam, y le agradezco en extremo su visita. Ahora dígame, señor Lam. Usted trabaja a las órdenes de la señora Cool, que, según me dicen, tiene una agencia de detectives. ¿Lleva usted mucho tiempo en ese empleo?
─No, señor.
─¿Qué? ¿Y le agrada ese trabajo?
─Sí, señor.
─Sí; realmente es un buen comienzo para un hombre joven lleno de recursos y de inteligencia. Desde luego es una excelente oportunidad. Ha hecho usted muy bien en dedicarse a eso, porque me parece vivo e inteligente.
Le di las gracias en tanto que él seguía riendo.
─Ahora dígame ─añadió─. ¿Cuándo vio usted por primera vez a Morgan Birks?
─Ya he dado mi parte a la señora Cool, señor ─contesté.
─Claro está. Comprendo que mi pregunta es, tal vez innecesaria.
Se abrió una puerta para dar paso a una mujer de gran corpulencia. Era enorme; tenía los hombros muy anchos, las caderas desarrolladas y elevada estatura. Vestía una bata que dejaba al descubierto su cuello poderoso y sus brazos bien desarrollados.
─¡Caramba, caramba! ─exclamó el hombrecillo─. Aquí está mi mujercita. Te agradezco mucho que hayas venido, Madge. Precisamente preguntaba al señor Lam por Morgan Birks. Mira, querida, te presento a Donald Lam. Es detective y trabaja en la agencia Cool. Y ahora siéntate, amor mío. Y hazte cargo del asunto. Señor Lam, le presento a mi esposa.
Comprendí que me hallaba en un apuro. Pero me puse en pie e hice una reverencia, añadiendo:
─Tengo mucho gusto en conocerla.
Ella no replicó:
─Siéntese, Lam, siéntese. Sin duda ha pasado usted un día muy atareado. Ustedes, los detectives, tienen siempre mucho que hacer. Y ahora vamos a ver, Lam. Creo que tenía usted la misión de entregar unos documentos a Morgan Birks. ¿No es así?
─Sería mucho mejor que se pusiera en contacto con la señora Cool.
─¡Caramba! Me parece una magnífica idea, Lam. Pero el caso es que no tenemos tiempo y que ignoramos dónde está ahora esa señora. Y como usted se encuentra aquí, tal vez podría darnos esos datos.
No contesté una palabra.
─Supongo ─añadió el hombrecillo─ que no se conducirá usted con obstinación, señor Lam. Crea que mi deseo ardiente es ver que no se muestra testarudo y obstinado.
Guardé silencio y entonces el pugilista dio un paso hacia mí.
─Un momento, Fred ─dijo el jefe─ no seas impulsivo. Deja al señor Lam que cuente las cosas a su manera. Y no le interrumpas ni trates de darle prisa. Ahora, señor Lam, empecemos por el principio.
─¿Quiere usted hacerme el favor de decirme lo que quiere saber y por qué quiere saberlo? ─pregunté.
─Así me gusta ─replicó él, sonriendo bondadosamente─. Así me gusta. Ahora le diremos lo que deseamos saber y usted nos lo dirá. Tenga en cuenta, señor Lam, que somos hombres de negocios. Estamos asociados con Morgan Birks y éste tiene… lo que pudiéramos llamar ciertas obligaciones para con nosotros. Y deseamos que no olvide esas obligaciones. Usted estaba encargado de entregarle unos papeles y por nada del mundo quisiéramos impedirle que lo haga. ¿No es así, Fred? Ya ve usted como los muchachos están de acuerdo conmigo. No queremos impedirle que cumpla su misión, Lam. Pero, una vez haya terminado, podemos preguntarle dónde está el señor Birks.
─Desde luego, con el permiso de la señora Cool no tendré ningún inconveniente en complacerles ─dije─. Como ya saben ustedes, ella es mi jefe, y no puedo hacer nada sin su consentimiento.
El más alto de aquellos dos individuos se dirigió al hombre gordo y le dijo:
─Tal vez convendría que Fred lo suavice un poco. Al parecer, ese individuo esperaba encontrar a Morgan Birks en el hotel. Por lo menos allí se trasladó toda la cuadrilla, es decir, Sandra Birks, su hermano, que ha llegado del Este y que se rompió la nariz en un accidente de automóvil, y otro pajarraco, que parece llamarse Holoman y que, según creo, no tiene nada que ver en el asunto; Alma Hunter, Berta Cool y ese individuo… Salió con Berta Cool del hotel, la metió en un taxi y cuando se proponía regresar al hotel se lo impedimos nosotros.
─Vale más, señor Lam, que conteste a mis preguntas, porque el asunto es realmente importante para nosotros y, a veces, los muchachos son violentos. Nadie lo deplora más que yo. Pero ya sabe usted cómo son los chicos. Los pocos años…
─Creo que la señora Cool no tendría inconveniente en colaborar con usted si se pone en contacto con ella ─dije─. Y me parece que tiene unos informes muy útiles para ustedes. Desde luego, su negocio consiste en obtener informes, que vende a sus clientes.
─Comprendo ─contestó el hombre gordo─, y es una buena idea. ¡Ya lo creo! ─Tendré que ponerme en relación con esa señora. ¿Qué te parece, amor mío?
Aquella mujer enorme no cambió de expresión. Me miró con sus ojos fríos, como si yo fuese un bicho raro.
─Hay que ablandarlo ─dijo al fin.
El pugilista inclinó la cabeza para afirmar y disparó su brazo con la rapidez propia de una serpiente.
Me agarró por la corbata y tiró de ella hasta dejarme medio ahogado. Luego manteniéndome agarrado de aquel modo, me obligó a ponerme en pie para forzarme inmediatamente después a sentarme. Y así, sucesivamente, una serie de veces, hasta que por fin quedé derrengado de aquel violento ejercicio. Al notarlo, mi verdugo retrocedió un paso y me soltó.
─Ahora habla, vamos ─dijo, sin dar gran importancia al asunto, como si estuviera acostumbrado a aquel trabajo y le molestara verse obligado a realizarlo después de las cinco de la tarde.
─Eso está bien ─dijo el hombre gordo, sonriendo afable─. Fred tiene razón, señor Lam. Pero, en fin, no haga usted caso de lo ocurrido, porque no tiene ninguna importancia. Cuando nos haya dicho lo que deseamos, podrá arreglar el desorden de su traje y cuidar de alguna pequeña contusión que pueda haber recibido. Fred le ayudará. Y ahora dígame cuando vio a Morgan por última vez.
─¡Váyase usted al diablo! ─repliqué.
─Un momento, Fred ─dijo el hombre gordo, conteniendo al pugilista─. Ese joven es animoso. Vamos a ver lo que dice mi mujercita. ¿Qué te parece, amor mío? ¿Deberíamos…?
─Adelante. ─dijo ella a Fred.
Éste me agarró por la corbata. Yo, anticipando su movimiento, le dirigí un puñetazo a la región estomacal, pero de repente sentí que algo golpeaba mi brazo derecho y en seguida recibí un tremendo puñetazo en la mandíbula. Mis pies perdieron el contacto con el suelo y eché a volar. Vi numerosas estrellas y sentí una molestia horrible en el estómago. Cuando me esforzaba en enfocar la mirada, vi que se aproximaba un puño, pero, antes de que pudiese evitarlo, me golpeó el rostro. Al parecer, desde gran distancia, una voz femenina exclamaba: «Dale más en las costillas, Fred». Recibí otro golpe en la boca del estómago, me doblé como un cortaplumas y pude darme cuenta de que había ido a dar contra el suelo.
Oí la voz del hombre gordo, confusa como si fuese de una estación de radio lejana.
─Cuidado, Fred. No te excedas. Recuerda que deseamos hacerle hablar.
─Estamos perdiendo el tiempo ─contestó el pugilista─. Ese individuo tiene los documentos en su poder y está dispuesto a entregarlos.
Al mismo tiempo, extendió la mano y, agarrándome por el cuello de la ropa, me levantó violentamente.
Después sentí cómo registraba sus bolsillos.
─Éstos son los originales. No tiene ninguna copia ni nada.
─¿No comprendéis, tontos, que los ha entregado ya?
─Pues estoy seguro de que no ha sido así ─replicó Fred─. Sé que llevaba esos documentos consigo cuando se dirigió al Hotel Perkins. Cinco minutos después, Alma Hunter fue a reunirse con él. Se hicieron pasar por marido y mujer. Más tarde entraron Sandra Birks y su hermano y entonces salió él. Cuando estuvo en la calle, examinó los documentos para convencerse de que los llevaba y se los guardó otra vez. Por teléfono expidió un telegrama, pero no sé a quién, porque las chicas del telégrafo no quisieron decírmelo. Luego lo seguí hasta la tienda de un ropavejero. Alquiló un uniforme de «botones» y volvió al hotel. Permaneció allí veinte minutos y salió con la señora Cool.
─¿Y cuándo fue al hotel la señora Cool? ─preguntó el jefe.
─Jerry, que estaba de guardia, dijo que llegó veinte minutos antes de que regresara ése con su disfraz.
Yo estaba tendido en el suelo, dolorido y casi inconsciente. Cada vez que quería respirar me dolían los costados. Sabía que el líquido tibio que resbalaba por mi rostro era sangre, pero estaba demasiado débil para intentar cosa, alguna contra aquella gentuza.
─Llamad por teléfono a Jerry ─ordenó la mujer─. Encargadle que registre bien el hotel, porque Morgan Birks está allí.
─No puede ser ─insistió Fred─. Vigilábamos muy bien. Jerry está allí desde la semana pasada y nos consta que Birks no ha llegado aún. Y, sin embargo, allí debía de encontrar a su amante.
─¿Y habéis seguido a ese individuo o lo recogisteis en el hotel? ─preguntó la mujer.
─En el hotel.
─¿Y ha entregado esos documentos en el hotel?
Alguien me obligó a ponerme en pie, agarrándome por la nariz, que ya me dolía algo más de la cuenta. Luego me pareció que me la arrancaban y la voz de Fred que, al parecer, seguía cansado de su trabajo, ordenó:
─Habla.
─No le toques la cara, Fred ─ordenó la mujer.
Recibí un puntapié en la rabadilla y resonó en la parte superior de mi cabeza.
─Habla de una vez ─exclamó Fred─. ¿Has entregado esos papeles?
Oí el timbre del teléfono. Todos se quedaron silenciosos. Percibí unos pasos que se acercaban al aparato, el cual cesó en su llamada. Luego la voz del hombre alto dijo:
─Sí, es aquí. ¿Quién llama? Sí, Jerry… Oye, Jerry… Creemos que está en el hotel… Te aseguro que los ha entregado… Desde luego, debe de usar un nombre supuesto y tal vez se ha escondido… Bueno, regístralo todo, porque no tiene más remedio que estar ahí.
Colgó el teléfono y dijo:
─Dos minutos después de salir nosotros, lo hicieron Sandra Birks, su hermano y Alma Hunter. También ha salido otro individuo que no sabemos quién es. Jerry dice que alguien le dio el título de doctor. Cree que el hermano tuvo una hemorragia y que llamaron al médico para contenerla. Eso es todo lo que han podido averiguar.
Lentamente, yo iba recobrando el sentido y oí que la mujer decía:
─No hay duda de que entregó las copias de esos documentos y que guarda los originales como comprobante.
─¿Quiere usted ganar fácilmente algún dinero, señor Lam? ─preguntó el hombre gordo.
Nada repliqué, porque era mucho más fácil no contestar preguntas.
─Si quisiera usted, por ejemplo, quinientos o seiscientos dólares, creo que nos pondríamos de acuerdo. Para eso habría de darnos los detalles que nos permitiesen encontrar al señor Birks. Quizás usted podría…
─¡Cállate! ─le interrumpió su mujer─. ¿No ves que no te entiende siquiera? No seas tonto.
─Ya ha oído usted lo que dice mi mujercita ─observó él─. Y creo que tiene razón. ¿Se encuentra usted muy mal?
Yo me iba reponiendo poco a poco, pero cuanto mejor estaba, peor me encontraba, porque así que empezó a desaparecer el efecto atontador de los golpes sentí el dolor.
El teléfono llamó de nuevo y el jefe ordenó a Fred que contestara.
─¿Diga?… Sí… ─dijo Fred. Guardó silencio unos instantes, y añadió─: En eso dan pruebas de una astucia tremenda. ─Volvió a guardar silencio y al fin dijo─: No cuelgue. ─Y, atravesando la sala, se dirigió a su jefe y le anunció─: Hay noticias. Vayamos a otro lado para hablar.
─Tú, John ─dijo el jefe dirigiéndose al otro individuo─, te encargarás de vigilar a ese joven.
Oí pasos que se alejaban y permanecí inmóvil pensando en que me dolía mucho el costado. Poco después oí otra vez que Fred hablaba ante el teléfono.
─Está bien. Eso concuerda. Yo mismo me encargaré del trabajo. Adiós.
Regresaron todos a la sala y el jefe, dirigiéndose a Fred, me señaló. Fred dijo:
─Has pasado un rato malo, muñeco, pero al fin y al cabo, si ahora te duele la nariz, la barbilla y los costados, pronto pasará. Voy a lavarte con agua fría.
Me obligó a tomar aliento, me quitó la chaqueta y empezó a aplicarme paños mojados por la frente. Empecé a pensar con mayor coherencia y al fin pude enfocar la mirada.
─Esa corbata está hecha un guiñapo ─dijo─. Iré a ver si encuentro una del jefe. ¿Y la camisa? No es posible utilizarla. Limpiaremos la sangre de la chaqueta. Con agua fría bastará. Ahora siéntese.
Me quitó la camisa, dejándome el torno desnudo y me frotó con agua fría. Empecé a sentirme mejor.
La mujer entró en el cuarto de baño, llevando una camisa y dijo:
─Me parece que le servirá.
Fred le pidió una corbata, una botella de alcohol y sales aromáticas, asegurando que con todo eso me dejaría nuevo.
Poco después le entregaron lo pedido y él empezó a cuidarme como lo hacen los cuidadores a un boxeador en los descansos.
─Lo más interesante ─dijo─ es que no tienes nada roto. La nariz estará encarnada unos cuantos días y te dolerá. No te toques si quieres sanarte. Ahora un poco de alcohol en la nuca. Así. Voy a golpearte el pecho con un trapo mojado. Te duele, ¿verdad? Lo siento. Pero no hay nada roto. Tú tienes la culpa, por haber querido pegarme, Lam. Y ahora voy a darte una lección muy útil. Cuando quieras dar un puñetazo a alguien, no hagas retroceder el brazo antes, porque el otro se da cuenta de tu intención. Me sabe mal que estés tan dolorido, porque de lo contrario, te daría una lección práctica, en la que ganarías enormemente. Desde luego, eres valeroso, pero tienes poco pecho para resistir un puñetazo. Debes esforzarte en esquivarlo y para eso hay que trabajar con los pies. Bueno, fíjate, ya no sale sangre. El agua fría es una gran cosa. Llevarás el pelo mojado unas cuantas horas, pero eso no perjudica a nadie. Voy a ponerte la camisa. No va mal con el traje.
─Dale un poco de whisky, Fred ─aconsejó la mujer.
─Mejor será coñac ─contestó Fred─. Dele un buen vaso de esa botella que tiene el patrón. El pobre es demasiado ligero para esos puñetazos. El que le di en la mandíbula fue estupendo. ¿Cómo va, compañero? No te falta ningún diente. Me alegro. Claro está que te duele y seguirá doliéndote algunos días.
Madge regresó con un buen vaso de coñac.
─Es la bebida favorita del jefe ─observó Fred─. Después de comer toma una copita, pero tú trágalo de una vez. Verás qué bien te sienta.
Obedecí y, en el acto, sentí un calor que me reanimó en gran manera.
─Bueno, ahora ponte la chaqueta y al coche. ¿Quieres que te lleve a algún sitio determinado, muchacho?
Yo le seguí, débil y atontado, pero di las señas de mi alojamiento.
Fred cambió algunas miradas con la mujer. Luego me ayudó a levantarme y salí a la otra estancia, donde me recibió el jefe con cariñosa sonrisa.
─¡Caramba! ¡Caramba! ─exclamó─. Tiene usted un aspecto diez veces mejor. ¡Qué bien le sienta esa corbata! Sí, señor, magníficamente. Mi esposa me la regaló en la última Navidad.
Se echó a reír, me tomó la mano, me la estrechó y dijo:
─Querido ─Lam, se ha conducido usted de un modo magnífico. Es usted un valiente. Ojalá tuviese algunos hombres como usted. Y dígame: ¿no está dispuesto a comunicarnos algo?
─No.
─No se lo censuro, amigo. ─Siguió estrechándome la mano, y dirigiéndose a Fred añadió─: Llévalo a donde quiera y cuídalo bien. No vayas demasiado aprisa, porque el pobre está dolorido todavía. Bueno, Lam, querido amigo, ya nos veremos otra vez. ¡Quién sabe! Supongo que no nos guardará usted rencor. Dígamelo, porque tendría un disgusto si no fuese así.
Al observar que yo no contestaba, me miró ceñudo, pero luego se echó a reír.
─Bien, muchacho; me gusta esa entereza, me gusta. La cabeza ensangrentada, pero erguida. ¡Eso es! Es una lástima, Fred, que ese muchacho no tenga más carnes, porque te habría dado una paliza. Salió de su silla como si lo hubiese disparado un cañón.
─Sí, el joven no tiene bastante fuerza para hacer daño a un mosquito ─dijo Fred─, pero no se puede negar que es valiente.
─Bueno, llévalo a donde quiera. Procura que no pueda localizar esta casa, para encontrarla luego. Además, Lam, le agradezco mucho su visita y no se enoje si tomo esas precauciones, pero deseo que si alguna vez vuelve aquí lo haga con nosotros y no con otras personas.
Se echó a reír, y Fred dijo:
─Andando, muchacho. Ponte el pañuelo en los ojos y vámonos.
Me vendó los ojos y entre él y su jefe me llevaron hasta el coche. Poco después sentí el aire fresco en mi rostro. Cuando habíamos viajado por espacio de cinco minutos, Fred me quitó la venda de los ojos, recomendándome que me reclinara bien en los almohadones. Y me aseguró que guiaría despacio.
Era un buen conductor y con la mayor habilidad sorteó los obstáculos que se presentaban en su camino, hasta llegar a mi casa. Abrió la portezuela y me ayudó a bajar. La señora Smith abrió la puerta y me dirigió una mirada elocuente. ¡Un inquilino que le debía cinco semanas de alojamiento y que volvía borracho a casa!
─No me mire usted así, señora ─dijo Fred─. Ese muchacho está bien. Ha sufrido un accidente de automóvil, de modo que ahora necesita ir a acostarse.
Ella se acercó para olerme el aliento, y al notar que había bebido coñac, contestó:
─Sí, ya veo que ha sido un accidente de automóvil. Seguramente ha sido disparado contra un camión lleno de whisky.
─De coñac, señora ─contestó Fred─; de un magnífico coñac de setenta y cinco años. El jefe le ha dado un trago para reanimarle.
─Hoy he obtenido un empleo ─dije.
─¿Y cuándo me paga usted? ─preguntó, mientras se iluminaban sus ojos.
─La semana próxima ─contesté─, cuando cobre.
─¡Un empleo! ─dijo ella─. Supongo que lo habrá festejado.
Metí la mano en el bolsillo y le mostré el carnet que me diera Berta Cool. Ella lo leyó y dijo:
─Un detective particular. Lo cierto es que no tiene usted tipo para eso.
─No diga eso, señora ─exclamó Fred─. Ese muchacho es valiente y alcanzará el éxito en cualquier cosa. Bueno, adiós, Lam; ya volveremos a vernos un día de estos.
Se volvió para bajar la escalera y yo dije a la señora Smith:
─¡De prisa! Vaya a ver qué número tiene ese automóvil. ─Y al notar que titubeaba, añadí─: Me debe dinero, y si cobro podré pagarle a usted.
Con ese incentivo, ella se dirigió a la calle. Fred partió rápidamente. Luego volvió la señora Smith diciendo:
─No estoy muy segura, pero el número era 5N1525 o 5M1525.
Busqué un lápiz en mi bolsillo y anoté los dos números en un pedacito de papel. Luego, con alguna dificultad, subí los tres tramos de la escalera. Ella se quedó mirándome y dijo:
─No se olvide usted, señor Lam, de que necesito el dinero.
─Pierda cuidado ─le contesté.