coolCap5

ERAN las doce menos cinco cuando llegué a la oficina. En la puerta vi un cartel anunciando que ya no se recibía a ningún solicitante más. Vi que algunos seguían acudiendo en respuesta al anuncio. Dos estaban en pie y leyendo el cartelón cuando me acerqué. Ellos se volvieron y echaron a andar con el paso mecánico de los soldados que se retiran de una batalla perdida.

Elsie Brand había acabado de escribir a máquina. Estaba sentada ante el escritorio y tenía abierto el cajón superior de la izquierda. Se apresuró a cerrarlo en cuanto abrí la puerta.

─¿Qué pasa? ─pregunté─. ¿Acaso no puede usted leer una revista cuando ha terminado su trabajo?

Me miró de pies a cabeza. Luego abrió otra vez el cajón y reanudó su lectura. Pude ver que era una revista cinematográfica.

─¿Qué le parece a usted si llama por teléfono a la señora Cool ─sugerí─ para decirle que el agente número Trece está en la oficina exterior, esperando para dar el parte?

Levantó los ojos y contestó:

─La señora Cool ha salido a tomar el lunch.

─¿Cuándo volverá?

─A las doce.

─Si es así ─repuse, apoyando los codos en la mesa─, habré de esperar cinco minutos. ¿Prefiere hablar conmigo o seguir la lectura?

─¿Ha de decirme algo interesante? ─preguntó.

─No ─contesté, fijándome en sus ojos.

Apareció en ellos una expresión humorística.

─No me gusta oír conversaciones interesantes. Tengo una revista cinematográfica. No he leído ninguna obra interesante ni me propongo hacerlo, ¿de qué quiere usted hablar?

─Para empezar ─contesté─, ¿qué le parece si tratamos de la señora Cool? ¿A qué hora sale?

─A las once.

─¿Y vuelve a las doce? Supongo que entonces se marcha usted para regresar a la una.

─Sí.

Observé que tenía más años de los que me figuré cuando supuse que estaba cerca de los treinta. Más bien creí que tendría treinta y cinco. Cuidaba bien de su rostro y de su figura, pero advertí en el primero algunas señales que evidentemente la envejecían algo.

─Alma Hunter me espera en un automóvil en la calle ─dije─. Si la señora Cool ha de tardar, mejor será que vaya a avisarla.

─Llegará puntual ─contestó Elsie─. A lo sumo dos o tres minutos después de las doce. Berta Cool cree que los demás tienen derecho a comer, y es incapaz de hacer esperar a nadie.

─Parece ser una mujer dotada de una gran personalidad ─observé.

─Sí ─contestó Elsie.

─¿Y cómo se ha dedicado a detective?

─Se quedó viuda.

─Bien, pero una mujer puede dedicarse a otras muchas cosas ─repliqué.

─¿Cuáles, por ejemplo?

─A confeccionar trajes ─contesté─. ¿Cuánto tiempo lleva usted con ella?

─Desde que se estableció.

─¿Hace mucho?

─Tres años.

─¿La conocía antes de enviudar?

─Yo era la secretaria de su marido ─contestó─. Berta me procuró aquel empleo y…

Se interrumpió al oír ruido de pasos en el corredor.

Se proyectó una sombra en el cristal de la puerta y Berta Cool entró, majestuosa.

─Bueno, Elsie ─dijo─, puede marcharse. ¿Qué quiere usted, Donald?

─Dar mi informe.

─Entre ─dijo.

Penetró en su despacho particular con los hombros echados hacia atrás.

─Siéntese ─dijo─. ¿Lo ha encontrado ya?

─Al marido, no, pero he hablado con el hermano de ella.

─Bien, procure encontrarlo cuanto antes.

─A eso voy.

─Claro. ¿Es usted buen calculador?

─¿Cuál es el problema? ─pregunté.

─He recibido honorarios por siete días de trabajo. Si los emplea usted enteritos en eso, habré cobrado ciento cincuenta dólares. Si resuelve el caso hoy mismo, me quedan seis días que podré dedicar a otro cliente. Calcule eso y deme la solución. Le advierto, además, que no podrá entregar esos documentos si se limita a rondar esta oficina. Vaya, pues, al diablo y entregue esos papeles.

─He venido a dar el parte.

─No lo necesito. Quiero acción.

─Puedo necesitar que alguien me ayude.

─¿Para qué?

─He de seguir a una muchacha, pues acabo de descubrir dónde está la amiguita de Morgan Birks. He de decirle algo que la obligue a salir en busca de Morgan y así podré seguirla.

─¿Y por qué está usted aquí?

─He conseguido también un automóvil. La señora Hunter me llevará a donde quiera.

─Bueno, déjese llevar por ella. Otra cosa ─dijo─: En cuanto haya localizado a Morgan Birks, llame a Sandra.

─Eso podría ser un obstáculo para entregar los documentos ─objeté.

─No se moleste ─respondió sonriendo─. Ya se han llevado a cabo las disposiciones pecuniarias del caso.

─Puedo verme en un lío. Es una familia muy rara, que me da bastante cuidado. El hermano de Sandra Birks asegura que tanto puede decirse en perjuicio de Morgan como de su hermana.

─No nos pagan para tomar el partido de nadie, sino para entregar unos documentos.

─Ya lo entiendo, pero puede haber jaleo. ¿No podría usted darme algo que demuestre que estoy al servicio de la agencia?

Me miró un instante y luego abrió un cajón de su mesa, tomó un carnet y lo llenó con mi nombre, edad y señas. Lo firmó, secó la tinta y me lo ofreció.

─¿Qué le parece una pistola? ─pregunté.

─No.

─Puedo verme en un apuro.

─No.

─¿Y si es así?

─Salga como pueda.

─Lo haría mejor con un arma ─insistí.

─Podría hacer demasiado con un arma. Ya veo que ha leído novelas detectivescas.

─Bien, usted manda ─repliqué. Y me dirigí a la puerta, pero me contuvo, exclamando:

─Espere un momento. Venga, venga. He de referirle algo.

Volví a su lado.

─He hecho averiguaciones acerca de usted, Donald ─dijo en tono maternal─. Esta mañana, por el modo de examinar los documentos legales, se hizo traición. Ya sospechaba que había hecho estudios jurídicos. Es joven y se ha visto metido en algún lío. No ha intentado siquiera hallar trabajo en una oficina jurídica, y cuando le pregunté por su instrucción, no se atrevió a decirme que había estudiado la carrera de abogado.

Yo traté de no dejar traslucir nada por mi expresión.

─Conozco también su nombre verdadero, Donald, y estoy enterada de lo que le sucedió. Después de haber ingresado en el Colegio de Abogados, fue expulsado por violación de la ética profesional.

─No fui expulsado ─repliqué─, y tampoco cometí esa falta.

─Así lo asegura el comité investigador.

─Lo componía una serie de idiotas. Hablé demasiado. Eso es todo.

─¿De qué, Donald?

─Hice un trabajo para un cliente ─contesté─. Luego hablamos de la ley. Yo le dije que un individuo podría quebrantar cualquier ley y, si tenía un poco de habilidad, se vería libre de toda persecución.

─Eso no es nada ─contestó ella─. Todo el mundo lo sabe.

─Lo malo es que no me detuve aquí ─confesé─. Ya le dije a usted que me gusta planear y buscar triquiñuelas a los asuntos. Estoy convencido de que los conocimientos no sirven de nada cuando no se aplican. Yo había estudiado una colección de trucos legales y sabía cómo era preciso aplicarlos.

─Adelante ─dijo, muy interesada por mis palabras─. ¿Qué sucedió?

─Dije a aquel individuo que sería posible planear un asesinato de modo que nadie pudiese perseguir al criminal. Contestó que estaba equivocado. Me irrité y le ofrecí apostar quinientos dólares a que tenía razón y que podía demostrarlo. Él me contestó que estaba dispuesto a aceptar la apuesta en cuanto yo le mostrara el dinero. Le dije que volviera al día siguiente. Él fue preso aquella misma noche. Y resultó que el individuo era un gánster. Dijo a la policía todo lo que sabía y, entre otras cosas, que yo estaba dispuesto a demostrarle cómo podría cometer un asesinato sin verse preso. Añadió que, a cambio de este informe, me pagaría quinientos dólares, porque, si el medio le parecía bueno, pensaba utilizarlo en un gánster rival.

─¿Y que sucedió?

─Pues que inmediatamente me persiguió el comité de investigación del Colegio de Abogados. Me condenaron a un año de inhabilitación para ejercer mi carrera. Yo les aseguré que aquello no había sido nada más que una discusión y una apuesta. No me creyeron y, en cambio, aceptaron la otra versión del caso, seguros de que ningún individuo puede cometer deliberadamente un asesinato y quedar impune.

─¿Y es posible, Donald? ─preguntó ella.

─Sí.

─¿Y usted sabe cómo?

─Sí; ya le he dicho que ésa era mi dificultad. Me gusta mucho andar buscando astucias.

─De modo que dentro de su cabeza hay un plan gracias al cual yo podría matar a alguien y a la Ley le sería imposible castigarme.

─Sí.

─¿Debo entender que eso sería así, en el caso de que no me dejara prender?

─No he dicho nada de eso. Le bastaría ponerse en mis manos y obedecerme ciegamente y sin titubeos de ninguna clase.

─Supongo que no se referirá al antiguo truco de que no se encuentra el cadáver.

─Eso es tonto ─contesté─. Le he hablado de un defecto de la Ley del que podrá aprovecharse un individuo para cometer un asesinato.

─Dígamelo, Donald.

Me eché a reír y le contesté:

─Acuérdese de que ya estoy escarmentado.

─¿Cuándo termina su año de inhabilitación?

─Terminó hace dos meses.

─¿Y por qué no se dedica otra vez al ejercicio de su carrera?

─Se necesita dinero para instalar y amueblar una oficina, sin hablar de libros legales y de poder esperar a los clientes.

─¿Y no se fiarían de usted los editores de obras legales?

─Después de una inhabilitación, no.

─¿Y no podría usted hallar trabajo en una oficina legal?

─Imposible.

─¿Y qué piensa usted hacer con sus conocimientos jurídicos, Donald?

─Entregar documentos ─dije, y giré sobre mis tacones.

Salí a la oficina exterior y pude observar que Elsie había ido a tomar su lunch. Alma Hunter me esperaba en el automóvil.

─Me he visto obligada a casi seducir a un agente del tráfico ─dijo.

─Buena muchacha ─contesté─. Vamos ahora al edificio Milestone para ver si encuentro a esa Sally Durke y consigo asustarla.

Se volvió para mirar por la ventanilla ovalada de la trasera del coche, a fin de observar el tráfico. Y cuando torcía el cuello, que se asomó por encima del de seda de su blusa, vi otra vez aquellas manchas oscuras y siniestras, las huellas que dejaron los dedos de una mano que le agarraron la garganta.

No dije nada, porque tenía mis propias preocupaciones. Ella, hábilmente, puso el coche en marcha y se dirigió al edificio Milestone.

─Bueno ─dije─. Ya estamos.

─¡Buena suerte!

─Gracias.

Atravesé la acera, consulté la lista de nombres que había al lado de la puerta y oprimí el botón inmediato al nombre «S. L. Durke, 314».

Me preguntaba lo que haría un detective competente si la señorita Durke no estaba en su casa. Pero antes de hallar la respuesta, el zumbador de la puerta indicó que la señorita Durke estaba en su casa y dispuesta a recibir visitas, con conferencias previamente por medio del tubo acústico.

Abrí la puerta, en tanto que el zumbador dejaba de hacerse oír, seguí por un maloliente corredor, hasta el lugar en que una luz pálida indicaba la situación del ascensor automático. Cerré la puerta y oprimí el botón del tercer piso.

Al levantar los dedos para llamar a la puerta del número 3l4, la abrió una joven que vestía un pijama de seda de color azul oscuro y preguntó:

─¿Qué desea?

Era rubia y me pareció oxigenada. Tendría algo menos de treinta años y una figura que la seda de su pijama dejaba apreciar por completo. Impaciente, repitió su pregunta y pude notar que su voz era lo único áspero que había en ella.

─Deseo entrar.

─¿Para qué?

─Para hablar.

─Entre ─replicó.

Estaba pulimentándose las uñas. El pulimentador se hallaba en una mesita inmediata al diván. Se dirigió a éste, se tendió cómodamente, tomó el pulimentador, examinó las uñas con interés y sin levantar los ojos preguntó:

─¿De qué se trata?

─Soy detective ─contesté.

Me miró con algún sobresalto, pero luego se echó a reír. Y al advertir mi expresión, recobró la serenidad y preguntó:

─¿Usted?

Yo afirmé.

─Pues no lo parece ─observó, tratando de contener su carcajada─. Tiene cara de muchacho bondadoso, lleno de ideales y que aún tiene madre. Supongo que no se habrá ofendido por mi risa.

─Ya estoy acostumbrado.

─Bueno. Es usted detective. ¿Qué más?

─Trabajo para Sandra Birks. ¿Qué le parece eso?

Ella continuó manejando el pulimentador, sin duda para dar a sus uñas el brillo requerido.

─¿Y qué tiene que ver Sandra Birks? ─preguntó al fin.

─Podría tener mucho.

─No la conozco.

─Es la esposa de Morgan Birks.

─¿Y quién es éste?

─¿No ha leído los periódicos? ─pregunté.

─Y si los he leído, ¿qué? ¿Dónde entro yo en este asunto?

─Podría darse el caso ─contesté─ que la señora Birks tuviera deseos de darle a usted un disgusto.

─¿Podría hacerlo?

─Bien sabe que sí.

─¿Y cómo se supone que pueda yo saberlo?

─Déjese guiar por la conciencia.

Me miró y, echándose a reír, dijo:

─No la tengo. Hace mucho tiempo que me libré de ella.

─La señora Birks ─añadí─ podría, si lo deseara, obligarla a comparecer ante un tribunal.

─¿Con qué motivo?

─Por ser amiga íntima de su marido.

─¿No le parece asegurar demasiado? ─preguntó.

─Lo ignoro en absoluto.

─Ahora habla usted y yo me limito a escuchar.

─Bueno. Estoy haciendo lo que me han encargado. Para eso me pagan.

─¿Qué es eso?

─He de entregar unos documentos a Morgan Birks.

─¿Cuáles?

─Una citación resultante de una demanda de divorcio.

─¿Y por qué viene aquí?

─Porque supongo que podrá usted decirme dónde se halla.

─No me es posible.

─Si me lo dijera, tal vez pudiera cobrar algún dinero.

─¿Cuánto? ─preguntó con los ojos centelleantes.

─Esto depende de…

─¿De qué?

─De la utilidad que tenga para la señora Birks y de lo que saque ella del asunto.

─Gracias, pero no me interesa. Me parece que esa señora no obtendrá un solo centavo.

─Me parece así, a juzgar por su demanda de divorcio.

─Para obtenerlo es preciso que haya algo más que una demanda. El tribunal es el que decide. La señora Birks es una de esas zorras con cara inocente, que sabe ponerse una máscara de respetabilidad. Desde que se casó con Morgan no ha hecho más que engañarlo y estafarlo. Si él quisiera decir la mitad de las cosas que sabe… pero, en fin. Hable usted y yo escucharé.

─Bueno, pues, la señora Birks obtendrá el divorcio.

─¿Sí?

─Ya sabe usted que se lo concederán ─contesté─. Y si quisiera podría enredarla a usted en el asunto, porque tiene todas las pruebas necesarias. Así, pues, la tratará según el comportamiento de usted.

─¿Ah, sí? ─dijo, poniendo el pulimentador en la mesa y levantando sus ojos hacia mí llena de, curiosidad.

─Así es ─dije.

─Me sabe mal ─dijo suspirando─, porque me parecía usted un muchacho simpático. ¿Quiere una copa?

─No, gracias. Cuando trabajo no bebo.

─¿Y trabaja usted ahora?

─Sí.

─Le compadezco.

─No hay necesidad.

─¿Y cuál es la amenaza de esa señora contra mí?

─¿Amenaza?

─Sí.

─Pues nada. Yo me he limitado a decirle algunas cosas.

─Como amigo, supongo ─replicó, sarcástica.

─Sí, como amigo.

─¿Y qué quiere usted pedirme?

─Que bien directa o indirectamente me proporcione la manera de entregar esos documentos a Morgan Birks. En resumidas cuentas ─añadí─, le interesa a usted que se divorcie, ¿no es así?

─No lo sé y me gustaría saberlo ─contestó preocupada. Yo guardé silencio y añadió─: ¿Qué debo hacer para que usted pueda entregar esos documentos?

─Dé una cita a Morgan Birks ─contesté─. Luego telefonee a B. L. Cool, en Main 6˗932l. Yo vendré a escape y entregaré los documentos.

─¿Y cuánto cobraré?

─No cobrará nada.

Se echó a reír, al parecer muy divertida;

─Bueno, precioso ─dijo─. Quería saber todo lo que tenía dentro y ya me he enterado. Ahora, largo de aquí. Diga usted a la señora Birks que por mí puede irse al diablo, y si quiere mencionar mi nombre, pregúntele por su lindo Archie Holoman. Pregúntele si, a su juicio, Morgan es un idiota.

Sus carcajadas me siguieron hasta que hube atravesado la puerta.

Volví adonde me esperaba Alma Hunter en el automóvil.

─¿La ha visto usted? ─preguntó curiosa.

─Rubia oxigenada ─contesté─. Buenos ojos y malos oídos.

─Y ¿qué ha dicho?

─Que me vaya al cuerno.

─¿Eso esperaba usted?

─En cierto modo, sí.

─Pues yo me figuré que sus esperanzas serían que se enojase mucho y luego echara a andar y así le indicase donde está Morgan.

─Lo mismo creía yo.

─¿Y qué cosa desagradables le dijo?,

─Cuando un detective va a cepillar a alguien a contrapelo, se expone a que le digan cosas sumamente desagradables.

Alma Hunter guardó silencio y luego preguntó:

─¿Le ha venido la idea?

─No ─contesté subiendo al coche y a su lado. Poco después dije─: Mejor será meter el coche en esa callejuela. Desde allí podremos vigilar de igual modo y no será tan fácil que nos vea.

Extendió un pie muy bien calzado para oprimir el botón de puesta en marcha. Llevó el automóvil a la entrada de la callejuela, en la que entró de espalda, halló un lugar sombreado y paró el motor.

─Es usted un muchacho simpático;

─Gracias por la afirmación, pero el mal sabor que tengo no se quita con palabras.

─¿Qué se figuraba, pues, de ese trabajo? ─preguntó.

─En realidad, no lo sé.

─¿Y no se dejó atraer por alguna idea romántica o el deseo de aventuras?

─Me atrajo la posibilidad de comer dos veces por día y tener donde dormir por la noche. Cuando contesté al anuncio no sabía ni me importaba nada la clase de trabajo que fuera.

─No se sienta amargado, Donald ─dijo, poniendo su mano en mi brazo─. En resumidas cuentas, no es tan malo como se figura. Esa Durke es una tunanta a quien no le importa nada Morgan. Lo conserva para sacarle cuanto pueda.

─Ya lo sé. Pero me disgusta el trato que me ha dado.

─¿No ha logrado usted ningún resultado? ─preguntó.

─Me parece que sí.

─Es usted un hombre extraordinario ─exclamó echándose a reír─. Ahora dígame qué le ha sucedido para haber descendido tanto en el mundo.

─¡Dios mío! ─exclamé─. ¿Ésta es la impresión que doy?

─En cierto modo.

─Pues yo procuraré evitarlo.

─Pero dígame, Donald, ¿no es verdad?

─He tenido desgracia ─contesté─. Cuando se ha trabajado muchos años para alcanzar un puesto luchando contra todos los obstáculos con objeto de conseguir al fin lo que se desea, es muy triste ver que alguien nos lo quita de las manos y hay que volver a empezar.

─¿Fue una mujer, Donald?

─No.

─¿Y no quiere contármelo?

─No.

Pensativa, miró a través del parabrisas, en tanto que sus dedos repiqueteaban sin cesar en la manga de mi chaqueta.

─Usted misma se quedó defraudada al observar que no soy un detective veterano ─observé.

─¿Sí?

─Sí. ¿Por qué?

─No me di cuenta ─replicó ella.

─¿Acaso ─le pregunté volviéndome para mirarla de perfil─, porque alguien intentó estrangularla y usted deseaba mi consejo o protección?

Observé que se contraían sus facciones a causa de la emoción y en sus ojos aparecía el sobresalto. Luego se llevó la mano al cuello como para ocultarlo.

─¿Quién trató de estrangularla, Alma? ─repetí.

Temblaron sus labios y se llenaron de lágrimas sus ojos. Me clavó los dedos en el brazo y yo, rodeándole la cintura, la acerqué a mí. Apoyó la cabeza en mi hombro y se echó a llorar, quizá para desahogar su excitación nerviosa. Deslicé mi mano izquierda en torno de su cuello, puse las puntas de los dedos bajo la barbilla y, mientras tanto, elevé la mano derecha a lo largo de su blusa.

─¡Oh, no, no! ─sollozó, agarrándome la muñeca con ambas manos.

Fijé los ojos en los suyos, asustados y llenos de lágrimas. Sus temblorosos y húmedos labios estaban entreabiertos.

No tuve el deseo consciente de besarla, pero, de pronto, sentí mis labios sobre los suyos, y el sabor de sus lágrimas. Soltó entonces mi muñeca y se apretó contra mí.

Poco después se separaron nuestros labios. Levanté la mano derecha a lo largo de su blusa, abrí los broches del cuello y separé la tela.

Ella estaba inmóvil en mis brazos sin oponer resistencia. Ya no lloraba.

─¿Cuándo ocurrió eso, Alma? ─pregunté.

─Anoche.

─¿Cómo fue? ¿Quién era?

Se apretó contra mi cuerpo y noté que temblaba.

─¡Pobre niña! ─musité, besándola de nuevo.

Estábamos sentados en el coche muy cerca el uno del otro. Yo noté que ya no odiaba al mundo y que me invadía una sensación de intensa paz. No era la pasión, pero sí me di cuenta de que nunca había sentido nada igual, porque experimenté lo que hasta entonces había desconocido.

Cesó de llorar, profirió una leve exclamación, abrió el bolso, sacó un pañuelito y empezó a secar sus lágrimas.

─Estoy hecha una facha ─dijo contemplándose en el espejito de su bolso.

─¿No habrá salido Sally Durke?

Aquella pregunta me devolvió violentamente a la realidad. Miré a través del parabrisas del coche y hacia la entrada de la casa. Estaba desierta, pero Sally Durke podía haber entrado y salido una docena de veces sin que yo lo notara.

─Supongo que no habrá salido ─observó Alma.

─Lo ignoro, aun cuando espero que no.

─¡Ojalá! ─dijo─. Estoy más animada y me han gustado mucho tus besos, Donald. Eres… delicioso.

Quise contestar, pero ya no pude. Me dio la impresión de que veía a mi compañera por vez primera. Había estado muchas horas en mi compañía, pero hasta entonces no me fijé en ella. Toda mi atención estaba ya concentrada en ella, y no podía pensar en otra cosa.

Parecía ser dueña de sí, mientras se arreglaba el rostro aplicándose rojo en los labios, con la punta de un dedo meñique.

De nuevo quise hablar, sin conseguirlo. Ni siquiera sabía lo que quería decir.

Volví a dedicar mi atención a la casa que vigilaba. Habría deseado hallar el modo de averiguar si había salido. Pensé en volver allá y llamar a su morada. Eso me permitiría saber si aún estaba. Pero, en caso afirmativo, no se me ocurrió lo que podría decirle. Ella se daría cuenta de que la vigilaba… quizá no, pero, por lo menos, notaría que yo estaba en la calle.

Alma levantó la mano y empezó a abrocharse el cuello de la blusa.

─¿Quieres decirme ahora lo que te ha sucedido? ─pregunté.

─Sí ─contestó─. Estoy asustada, Donald.

─¿De qué?

─No lo sé.

─¿Crees que la llegada del hermano de Sandra habrá cambiado las cosas?

─Hablando sinceramente, no lo sé.

─¿Qué sabes de él, Alma?

─Muy poco. Cuando Sandra habla de él, dice que nunca se han llevado muy bien.

─¿Recientemente?

─Creo que sí.

─¿Y qué dice de él?

─Que es un hombre raro e independiente. Y al parecer no le importa nada ser hermano de Sandra.

─Y, sin embargo, cuando ella ha necesitado ayuda de otro, ha recurrido a él.

─No lo sé ─contestó Alma Hunter─. Creo que fue él quien le ofreció su auxilio. La llamó por conferencia interurbana quizá. Pero tengo una idea. Oye, Donald, ¿crees que ese hombre es socio de Morgan?

─¿En el negocio de las máquinas tragamonedas?

─Sí.

─Desde luego, es posible. ¿Por qué lo preguntas?

─No lo sé. Por su modo de hablar, por una observación de Sandra… Además, mientras estabas en el dormitorio con él, pude oír algo, muy poco, pero, en general, me dio esta impresión.

─Morgan ─contesté─ es el marido. Ha sido citado para que acuda a oír la demanda de divorcio de su mujer. Es preciso entregarle la citación y la demanda. De modo que él acudirá ante el tribunal, y si lo hace fallarán en favor de su mujer. Por consiguiente, eso no ha de preocuparnos.

─Hago estas observaciones, porque me figuro que no podrás llevar a cabo tu cometido con gran facilidad. Ese hombre es peligroso.

─Ahora llegamos al punto que me interesa.

─¿Cuál?

─Esas señales que tienes en el cuello.

─¡Oh! Él no tiene nada que ver en eso.

─Bien, cuéntamelo todo. ¿Qué sucedió?

─Fue un ladrón.

─¿Dónde?

─Un hombre que entró en el piso.

─¿Cuándo?

─Anoche.

─¿Tú y Sandra estabais solas?

─Sí.

─¿Dónde estaba Sandra?

─Durmiendo en la otra habitación.

─¿Y tú dormías en la que tiene dos camas?

─Sí.

─¿Y Sandra lo hacía en la que ahora ocupa Bleatie?

─Sí.

─¿Y qué sucedió?

─No lo sé ─contestó─. Pero no debería decirte eso. Prometí a Sandra que no lo comunicaría a nadie.

─¿Y por qué tanto secreto?

─Porque la pobre tiene ya bastantes dificultades con la policía. Quieren hallar a Morgan y han ido a casa de ella, a todas las horas del día y de la noche, para hacerle toda clase de preguntas. Ha sido molesto.

─Ya lo supongo. Pero ésta no es ninguna razón para que quieran estrangularte.

─Luché y pude librarme de él.

─¿Cómo fue la cosa?

─La noche era muy calurosa. Yo dormía con muy poca ropa. Me desperté y pude ver a un hombre inclinado sobre la cama. Empecé a gritar. Él me agarró por el cuello, y yo me defendía a puntapiés. Pude aplicarle algunos golpes en el estómago con los talones y luego recogí las piernas y apoyé las rodillas en sus hombros, empujándolo con toda mi fuerza. Si hubiese permanecido dormida por un momento más, o él se acercara más a mí, habría logrado estrangularme. Pero al doblar las piernas y empujarlo con las rodillas, conseguí quitármelo de delante.

─¿Y qué sucedió luego?

─Pues que emprendió la fuga.

─¿Hacia dónde?

─Hacia la habitación inmediata.

─¿Y qué más?

─Llamé a Sandra, encendimos las luces y registramos todo el piso, pero no pudimos descubrir nada en absoluto.

─¿Y no averiguasteis cómo pudo escapar?

─Quizá por la escalera para casos de incendio, porque la puerta no estaba cerrada.

─¿Estaba vestido por completo?

─No lo sé, porque no pude verlo. La habitación estaba a oscuras.

─Mira, Alma ─le dije─, estás muy nerviosa. En eso que me has contado hay mucho más de lo que te figuras. ¿Por qué no me das la oportunidad de ayudarte?

─No. No puedo. Quiero decir que no… Ya te lo he contado todo.

Me recliné en el asiento y en silencio fumé un cigarrillo. Un momento después ella habló:

─¿Eres realmente un detective? Quiero decir desde punto de vista legal.

─Sí

─¿Y tienes derecho a usar armas?

─Supongo que sí.

─¿Podrías adquirir una pistola si yo te doy el dinero, y dejármela para que yo la llevase algún tiempo?

─¿Para qué?

─Con objeto de protegerme.

─¿Y para qué quieres una pistola?

─¿Por qué no? ─replicó ella─. ¡Dios mío! Si una noche despertaras para sorprender a alguien inclinado sobre tu cara y luego te oprimiera el cuello con sus manos…

─¿Temes que vuelva a ocurrir eso?

─No lo sé. Pero deseo continuar viviendo con Sandra. Y creo que ella corre peligro.

─¿De qué?

─Lo ignoro. Pero temo que alguien quiera matarla.

─¿Y por qué a ella?

─Recuerda que yo dormía en su cama.

─¿Acaso será su marido?

─No lo creo… pero, desde luego, podría haber sido él.

─Pues deja a Sandra ─aconsejó─. Toma una habitación para ti sola y…

─No puedo hacerlo. Soy su amiga y continuará a su lado. Otras veces ella me ha ayudado sin ninguna clase de regateos,

─¿Sí?

─Sí.

─Según me dijo su hermano, es una mujer muy egoísta que…

─No es verdad ─interrumpió Alma─. ¿Qué sabe su hermano de ella? ¡Dios mío! Jamás le ha demostrado la menor atención. Y en cinco años, quizá no le ha escrito una sola carta.

─Pues parece conocerla muy bien.

─Eso me hace suponer que está en comunicación con Morgan. Sin duda, éste le ha metido todas esas ideas en la cabeza. Morgan ha hablado mucho de Sandra y ha dicho cosas horribles de ella; que está loca por los hombres, que siempre tiene un amante… en fin, cosas por el estilo, que ningún hombre debiera decir de una mujer y menos aún de su esposa.

─Parece que su vida doméstica no ha sido muy feliz.

─¡Claro que no! Pero no hay razón para que un hombre vaya desacreditando a una mujer a quien juró amar y proteger… Te aseguro que algunas veces los hombres me dan asco.

─Ahora dime otra cosa. ¿Por qué te interesó tanto la aventura matrimonial de Berta Cool?

─¿Qué quieres decir?

─Me pareció que te interesaba mucho.

─Realmente, fue algo interesante.

─Y más todavía para quien se propone contraer matrimonio.

─O que quiere zafarse del matrimonio ─replicó sonriendo.

─¿Eso es lo que estás haciendo?

Ella afirmó, inclinando la cabeza.

─¿No quieres contármelo?

Titubeó un momento y dijo:

─Todavía no, Donald. Por lo menos, no quiero hacerlo en este momento.

─¿Es algo ocurrido en Kansas City?

─Sí. Se trataba de uno de esos individuos celosos y medio locos que siempre andan buscando la excusa para emborracharse, alborotar y romper cosas.

─No malgastes más tiempo en él ─aconsejé─. Conozco a esos tipos. Todos son iguales. Tienen el deseo feroz y posesivo de ser dueños de una mujer en cuerpo y alma. Probablemente, te dijo o quiso decirte que sus celos se debían únicamente a no tener ningún derecho legal de amarte y quererte como él desea, y que si fuera su esposa ya no le importaría, y que vuestras relaciones serían entonces muy agradables; pero en cuanto te hubieras negado tú, él iría a emborracharse. Luego, al volver, haría una escena, empezaría a romper cacharros, y…

─Lo estás describiendo de modo que cualquiera podría creer que lo conoces ─interrumpió la joven.

─Desde luego, no describo a un individuo, sino a un tipo.

─¿Y me aconsejas permanecer alejada de él?

─En absoluto. Cuando un hombre no puede demostrar la energía de su carácter corrigiendo sus propias faltas y trata de recobrar su propio respeto rompiendo platos, lo mejor es separarse de él.

─A él le gustaría más romper vasos en un bar ─observó la joven.

─¿Y vas a casarte con él?

─No.

─¿Está en Kansas City?

─Por lo menos allí lo dejé. Si él supiera dónde me encuentro, acudiría en seguida.

─Esos hombres son tan indeseables como el veneno ─dije─. Son capaces de hacer cualquier cosa para imponer su dominio.

─Ya lo sé ─dijo Alma─. Todos los días, en los periódicos, se pueden leer cosas de esos individuos, que abandonan a sus mujeres, las matan a tiros y luego se suicidan para llevar a cabo su última hazaña. Los odio con toda mi alma y, al mismo tiempo, los temo, te lo aseguro.

─¿Y por esta razón quieres la pistola? ─pregunté, mirándola.

Ella me devolvió la mirada y contestó afirmativamente.

─¿Quieres comprar un arma?

─Desde luego.

─¿Tienes dinero para ello?

─Sí.

─Costará unos veinticinco dólares.

Abrió el bolso, sacó dos billetes de diez y uno de cinco y me los dio.

─No puedo comprarla ahora mismo ─le advertí─. Porque es preciso vigilar la posible salida de esa muchacha Durke. No comprendo cómo Bleatie se mostró tan seguro de que ella iría a ponerse en contacto con Morgan Birks. Más fácil parece que utilizara el teléfono.

─Quizás está vigilada ─sugirió Alma.

─No, la policía no sabe nada de ella, porque, de lo contrario, ya la seguirían.

─Pero es posible que ella se figure que la línea está vigilada o tal vez Morgan lo cree así.

─Eso no tiene sentido ─contesté─, aunque lo cierto es que en la vida ocurren muchas cosas disparatadas. ¡Ahí está!

Sally Durke salió de la casa llevando un saco de mano. Vestía un traje sastre de color azul. La falda era muy corta y tenía unas piernas merecedoras de que los hombres se volviesen a mirarlas. Llevaba un sombrerito azul, inclinado, y su cabello rubio, que asomaba por debajo, destacaba muy bien en contraste con el azul.

─¿Por qué te figuras que se tiñe el cabello? ─preguntó Alma Hunter mientras ponía en marcha el motor.

─No sé. Me lo hace creer el tono del color. Es…

─Pues desde aquí parece una rubia natural y bastante bonita.

─No quiero discutir con quien sabe más que yo acerca de una belleza femenina ─dije─. Ten cuidado con no acercarte demasiado. Ahora se dirige al bulevar. Déjala que vaya a cierta distancia de nosotros, para que, si mira hacia atrás, no se dé cuenta de que la seguimos. Conviene que no pueda sospechar nada.

─Pues yo había imaginado echar a correr por la calle y pararnos luego para ver qué hace.

─No me parece mal. ¿Quieres que guíe yo?

─Me gustaría mucho, porque estoy nerviosa.

─Bueno, déjame el asiento libre y tomaré el volante.

Lo hizo así y fui a ocupar el asiento. Embragué el coche y luego emprendí la marcha.

Sally Durke se hallaba entonces en la esquina inmediata, y llamaba un taxi. Di marcha a mi automóvil y me metí en el bulevar, para situarme a unos veinte metros del taxi. Luego, gradualmente, me rezagué, deseoso de observar si miraba hacia atrás. No lo hizo, y, por lo que pude ver, me pareció que miraba hacia delante.

─Por ahora va bien ─dije, cuando disminuía la distancia entre ambos vehículos.

El taxi seguía corriendo y, al parecer, no intentó siquiera eludir nuestra persecución. Torció a la izquierda al llegar a la calle Dieciséis y se dirigió al hotel Perkins. Allí no había ninguna estación de parada para los automóviles, y dije a mi compañera:

─Ahora encárgate del coche otra vez. No te detengas. Sigue corriendo para dar la vuelta a la manzana. Deseo entrar en el hotel, después que ella haya registrado su nombre, para averiguar qué habitación le han dado. Así le daré tiempo para que se dirija hacia su cuarto.

─Oye ─me dijo Alma─, yo quiero tomar parte en eso.

─Ya lo haces ─contesté.

─Así no. Quiero presenciar la cosa hasta el final. ¿Qué vamos a hacer?

─Averiguar qué habitación le han dado y tomar otra enfrente, si es posible.

─Iré contigo.

─No es posible ─contesté─. Los buenos hoteleros se ponen tontos cuando un hombre recibe a una mujer en su habitación. Los «botones» tratan de hacer un poco de chantaje…

─¡No digas tonterías! ─exclamó─. Podemos decir que somos marido y mujer. ¿Qué nombre vas a dar tú?

─Donald Helforth.

─Pues bien, yo soy la señora Helforth. Iré luego a reunirme contigo. Ahora apéate.

Me dirigí al hotel y ya no pude ver a Sally Durke. Encargué a un «botones» que trajera a su jefe y luego me dispuse a hablar con éste de cosas interesantes.

─Hace dos minutos ─dije─ entró una rubia vestida de azul. Quiero saber qué nombre ha dado y si hay alguna habitación libre inmediata a la suya. En caso de ser posible, prefiero la que esté enfrente de su puerta.

─¿Con qué objeto?

Saqué del bolsillo un billete de cinco dólares, lo doblé, me lo puse en torno de uno de mis dedos y le dije:

─Soy un encargado del comité gubernamental que trabaja en favor de los «botones», a fin de lograr la rehabilitación y el aumento de salario de estos funcionarios, con objeto de que puedan pagar mayores impuestos.

─Yo soy un entusiasta colaborador del Gobierno ─contestó sonriendo─. Un momento.

Esperé en el vestíbulo hasta que regresó con los informes pedidos. La rubia era, al parecer, la señora B. F. Morgan y se alojaba en el número seiscientos dieciocho. Esperaba la pronta llegada de su marido. La única habitación desocupada que había en aquel lugar del hotel era la seiscientos veinte. Al parecer, la señora Morgan había pedido por teléfono, algunas horas antes, que le reservaran la seiscientos dieciocho, añadiendo que tal vez necesitaría la seiscientos veinte también, de modo que rogó que no la cedieran a nadie más. Pero, al llegar, dijo que había cambiado de intención con respecto a la seiscientos veinte y que sólo necesitaría la seiscientos dieciocho.

─Yo me llamo Donald Helforth ─dije─. Mi esposa, que tiene unos veinticinco años, cabello castaño y ojos pardos, llegará dentro de cinco o diez minutos. Esté al cuidado de su llegada, para acompañarla a mi cuarto. ¿Me hará usted ese favor?

─¿Su esposa? ─preguntó.

─Sí, mi esposa.

─Ya comprendo.

─Además, necesito una pistola ─añadí.

Sus ojos perdieron su mirada cordial.

─¿Qué clase de pistola? ─preguntó.

─Pequeña y que entre bien en el bolsillo. Sería preferible automática. Además, quisiera una caja de municiones.

─Supongo que tendrá usted permiso de la policía para el uso de armas ─observó.

─Cuando se tiene el permiso de la policía, se compra el arma en un almacén y cuesta quince dólares ─repliqué─. ¿Para qué demonios voy a pagar veinticinco?

─¡Ah! ¿Paga usted veinticinco dólares por una pistola?

─Eso es.

─Veré lo que puedo hacer.

No le di ninguna oportunidad para que avisara al empleado que cuidase de reservar las habitaciones, porque me dirigí a su encuentro. El empleado me dio una carpeta y escribí: «Donald Helforth y su esposa», y le puse una dirección falsa.

─¿Le parece bien siete dólares por día, señor Helforth? ─preguntó el empleado.

─¿Qué tiene usted en el segundo piso? No quiero estar demasiado alto, pero sin embargo, sí a suficiente altura de la calle para que no me moleste el ruido de los coches.

Miró el plano y contestó:

─Podría darle el seiscientos setenta y cinco.

─¿En qué extremo de la casa se encuentra?

─Hacia el Este.

─¿Tiene algo en el Oeste?

─Podría darle el seiscientos cinco o el seiscientos veinte.

─¿Cómo es el seiscientos veinte?

─Dos camas y un baño. El precio es siete dólares y medio por las dos camas.

─¿Lo deja por siete?

Me miró, y al fin, repuso que haría una concesión especial.

─Bueno ─dije─; mi esposa llegará luego con el equipaje y ahora mismo voy a pagar la habitación.

Le di el dinero, tome un recibo y subí a mi cuarto con el jefe de los «botones».

─Por veinticinco dólares no se puede comprar ninguna pistola nueva ─dijo.

─¿Y quién le ha hablado de una pistola nueva? Cómprela de segunda mano, por ahí. Veinticinco dólares es el máximo y procure no ganar demasiado. Compre una que le cueste quince dólares por lo menos.

─Será infringir la Ley ─dijo.

─No.

─¿Por qué no?

Saqué del bolsillo el carnet que me diera la señora Cool y añadí:

─Soy un detective particular.

Examinó aquel documento y de su rostro desapareció toda perplejidad.

─Bien, jefe. Veré lo que puedo hacer.

─No pierda tiempo ─le dije─. Pero no se marche antes de que haya llegado mi esposa, porque deseo que la acompañe hasta mi cuarto.

─Bien, señor ─dijo antes de alejarse.

Examiné la estancia. Era como todas las de un hotel corriente y tenía dos camas. Entré en el cuarto de baño. Estaba dispuesto para que lo utilizaran los inquilinos del seiscientos dieciocho y del seiscientos veinte, porque se hallaba entre las dos habitaciones. Quise hacer girar el pomo de la puerta que daba al seiscientos dieciocho y pronto me convencí de que estaba cerrada.

Presté oído y pude percibir el ruido de alguien que se movía en la estancia inmediata. Me dirigí al teléfono y llamé a Sandra Birks. En cuanto oí su voz que me contestaba, le dije:

─Al parecer, todo va bien. La he seguido hasta el hotel Perkins. Ocupa la habitación seiscientos dieciocho. Dio el nombre de Morgan y avisó en el despacho que esperaba a su marido. Alma y yo estamos en el mismo hotel, como marido y mujer, y he dado el nombre de Donald Helforth. Nos han destinado la habitación seiscientos veinte.

─¿Se han hecho pasar por marido y mujer? ─preguntó Sandra, extrañada.

─Sí. Alma desea ser testigo de todo lo que ocurra.

─¿En qué?

─Supongo que querrá ser testigo de la entrega de los documentos.

─Yo también ─contestó─; y sentiré muchísimo interrumpir su luna de miel, pero Bleatie y yo vamos allá.

─Oiga ─objeté─, si diese la casualidad de que Morgan Birks estuviese en las cercanías del hotel y los viera a ustedes, las consecuencias serían funestas. Ya nunca más se presentaría otra ocasión favorable.

─Lo comprendo muy bien ─contestó─, y tendré mucho cuidado.

─No podrá; porque es imposible adivinar si lo encontrará en el vestíbulo, en el ascensor o en el pasillo. Quizá está vigilando el edificio y aun…

─No debiera usted haber consentido que Alma compartiese su habitación ─dijo en tono muy digno─. Tenga en cuenta, señor Lam, que tal vez todo lo que va a ocurrir será declarado ante el tribunal.

─Yo no me ocupo de otra cosa que de entregar los documentos.

─Temo que no se haya hecho usted cargo del asunto ─replicó ella, en tono cariñoso─. Yo no puedo consentir que aparezca en los periódicos el nombre de Alma. Bleatie y yo no tardaremos. Hasta ahora.

Y oí el ruido que hizo al colgar el receptor.

La imité, me quité la americana, me lavé la cara y las manos y, después de sentarme en un sillón, encendí un cigarrillo. Alguien llamó a la puerta, y antes de que pudiese ponerme en pie la abrió el jefe de los «botones» y dijo:

─Ya estamos, señora Helforth.

Entró Alma, y fingiendo un tono indiferente, exclamó:

─¡Hola, querido! Me ha parecido mejor dejar el coche en un estacionamiento antes de subir. Más tarde traerán los equipajes para mí.

Me dirigí al jefe de los «botones», cuya expresión demostraba que no se había dejado engañar por las fingidas palabras de Alma, puesto que parecía muy risueño.

─Va a venir alguien más ─dije─. Quizá no tardarán diez o quince minutos, y quisiera que antes me trajera usted la pistola.

─Necesitaría algún dinero…

Le di dos billetes de diez y uno de cinco.

─Dese prisa ─recomendé─, y no olvide las municiones. Tráigalo todo envuelto en papel de embalaje y no entregue el paquete a nadie más que a mí. Andando; ligero.

─Voy allá ─dijo, antes de cerrar la puerta.

─¿Qué pistola es ésa? ─preguntó Alma─. ¿La que vas a comprar para mí?

─Sí ─le dije─. Sandra y Bleatie van a venir. Ella se figura que te has deshonrado ya para siempre, metiéndote en eso, es decir, lo que se llama «compartiendo mi habitación».

─¡Pobre Sandra! ─exclamó Alma, riéndose─. Siempre ha tenido mucho cuidado en proteger mi buen nombre. Sin embargo, ella…

─¿Qué hace ella? ─pregunté.

─Nada ─contestó.

─Anda, dímelo.

─No, nada. Sinceramente no iba a decir nada.

─Mucho ─contesté─. Y me gustaría saber qué hace Sandra.

─No es importante.

─Sea como fuere, va a venir, y antes de que llegue, quisiera examinarte bien el cuello.

─¿El cuello?

─Sí, esos cardenales. Quiero verlos bien.

Di un paso, le rodeé la espalda con un brazo y luego desabroché los botones del cuello.

─No, no ─exclamó─. ¡Por favor!

Levantó la mano para rechazarme, pero yo conseguí abrirle la blusa. Inclinó la cabeza hacia atrás. Sus labios estaban muy cerca de los míos. Unos momentos después retrocedió, diciendo:

─¡Oh, Donald! ¿Qué habrás pensado de mí?

─Que eres estupenda ─exclamé.

─Nunca hago estas cosas, Donald. Pero me he sentido tan sola y tan triste. ¡Y desde el primer momento en que te conocí…!

La besé. Después suavemente le separé la blusa del cuello y examiné las amoratadas señales. Ella estaba inmóvil y pude sentir muy bien la respiración acompasada y la palpitación de su sangre en una vena visible por debajo de la epidermis.

─¿Era muy corpulento el hombre que quiso estrangularte?

─No lo sé. Ya te dije que la habitación estaba muy oscura.

─¿Era grueso y corpulento o bien por lo contrario pequeño y flaco?

─No era gordo.

─Sus manos debían de ser muy pequeñas.

─Lo cierto es que lo ignoro.

─Mira ─añadí─. Hay algunos pequeños arañazos en la piel, que sólo pueden haber sido causados por las uñas. ¿Estás segura de que no era una mujer?

─¿Arañazos? ─preguntó, sorprendida y conteniendo el aliento.

─Sí, arañazos. Causados por unas uñas. La persona que quiso estrangularle debía de llevar las uñas puntiagudas. ¿Por qué, pues, no pudo ser una mujer?

─Porque no creo. No, me parece que era un hombre.

─¿Pero no pudiste ver nada?

─No.

─¿Tan oscuro estaba?

─Por completo.

─¿Y quien quiera que fuese, no hizo ruido?

─No.

─De modo que simplemente se dispuso a estrangularte y tú pudiste librarte de sus manos.

─Sí. Lo empujé hacia atrás.

─¿Y no tienes la menor idea de quién pudo ser?

─No.

─¿Y no hay nada que pueda darte una indicación, por pequeña que fuese?

─No.

─Bien, querida ─dije, dándole una palmadita en el hombro─. Me mueve el deseo de poner en claro este misterio. Nada más.

─Voy a sentarme ─dijo ella─, porque me pongo muy nerviosa cada vez que hablo y recuerdo eso.

Se dirigió hacia un sillón y se dejó caer en él.

─Ahora háblame de tu amigo ─le dije.

─Está en Kansas City.

─¿Y crees que va a continuar allí?

─Si averigua dónde estoy, quizá venga.

─¿Y no lo habrá averiguado ya?

─No lo creo.

─Y sin embargo, tienes la duda de que tal vez lo haya conseguido.

─¡Por favor, Donald! ─replicó─. Ya no puedo más.

─No te apures, mujer ─contesté─. Abróchate la blusa, porque Sandra y Bleatie pueden llegar de un momento a otro.

El sol de la tarde penetraba en la habitación y en ella hacía mucho calor. No soplaba ninguna brisa, y las abiertas ventanas parecían dar más libre paso al calor que irradiaba la pared de la fachada.

Llamó el jefe de los «botones» a la puerta y me entregó un paquete envuelto en papel de embalaje.

─Oiga, amigo ─me dijo─. Procure no meterse en ningún fregado con esa pistola. Es buena, pero me ha costado mucho convencer al viejo Moisés para que me la vendiese.

Le di las gracias, cerré la puerta de un empujón y, desenvolviendo el paquete, vi una pistola automática de color azulado y de calibre 7,35. En algunos lugares, el pavonado había desaparecido, pero el arma se hallaba en muy buen estado. Abrí la caja de municiones; llené el cargador y pregunté a Alma:

─¿Sabes manejar una pistola?

─No.

─Aquí hay un seguro que se mueve con el dedo pulgar ─expliqué─. En la parte posterior de la empuñadura hay otro seguro, que se suelta automáticamente cuando se oprime con la mano. Así, pues, sólo es preciso empujar la pistola con la mano derecha, soltar esta palanquita con el pulgar y luego oprimir el disparador. ¿Comprendes?

─Me parece que sí.

─Vamos a ver cómo lo haces.

Quité el peine, hice correr el cierre, puse el seguro, le entregué el arma y le indique:

─Dispara contra mí.

─¡No digas eso, Donald! ─exclamó ella, tomando la pistola.

─Apúntame; Pégame un tiro. Suponte que no tienes otro remedio, porque yo voy a estrangularte. Decídete, mujer. Veamos si sabes apuntar y disparar.

Apuntó la pistola y se esforzó en oprimir el disparador; Blanqueáronse los nudillos de su mano, pero no ocurrió nada.

─El seguro ─le dije.

Accionó la palanquita con el dedo pulgar. Oí luego el chasquido del gatillo contra la recamara y luego ella se dejó caer sentada en la cama, como si sus piernas se negaran a sostenerla. Y se le cayó la pistola al suelo.

La recogí, puse el cargador en el lugar debido, metí una bala en la recámara, me cercioré de que estaba puesto el seguro, y, quitando de nuevo el cargador, puse la bala que me faltaba, puesto que la anterior estaba ya en la recámara. Hecho esto, metí la pistola en el bolso, en tanto que la joven me miraba, asustada y fascinada a la vez.

Envolví la caja de cartuchos en el papel de embalaje y la metí en el cajón del escritorio. Luego fui a sentarme en la cama, a su lado, y pase un brazo por su cintura.

─Oye, Alma ─dije─. La pistola está cargada. No dispares contra nadie, más que en un caso de absoluta necesidad, si alguien se dispone a hacerte alguna broma pesada o quiere estrangularte. Entonces empieza a hacer ruido con la pistola. Simplemente que empieces a disparar, porque eso bastará para que vengan a socorrerte.

* * *

Quizás una hora después, una rápida sucesión de golpes anunció la llegada de Sandra Birks y de su hermano. Abrí la puerta y Sandra preguntó:

─¿Dónde está Alma?

─En el cuarto de baño ─contesté─. Lavándose los ojos. Está nerviosa y trastornada, y ha llorado.

─Supongo ─dijo Sandra, con ironía─, que usted se ha esforzado en consolarla.

Bleatie lanzó una mirada a su alrededor y no dijo nada.

─¿Han visto ustedes a Morgan Birks? ─pregunté entonces.

─No, hemos entrado por la parte superior y sobornado al portero para que nos dejara subir en el montacargas.

Alma salió entonces del cuarto de baño.

─No ha llorado ─observó Bleatie.

Sandra no le hizo ningún caso.

─¿Qué pasa en la habitación inmediata? ─preguntó:

─La señora Sally Durke se ha convertido en la señora B. F. Morgan ─contesté─. Está esperando la llegada del señor Morgan. Sin duda vendrá antes de cenar. Quizá se hagan servir la cena en su habitación.

─Podríamos empujar esa puerta, abrirla y escuchar ─dijo Sandra.

─Veo ─observé─, que no supone muy inteligente a su marido.

─¿Por qué?

─Antes de llegar a la mitad del pasillo, se daría cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Mejor será que, por turno, escuchemos a la puerta del cuarto de baño. De este modo oiremos bien su llegada.

─Tengo un proyecto muchísimo mejor ─dijo Bleatie.

Sacó un berbiquí de bolsillo, se dirigió de puntillas al cuarto de baño, escuchó un momento y dijo:

─El mejor lugar para abrir agujeros en una puerta es la esquina de un panel.

─Deje eso ─exclamé─. Se caerían al suelo, al otro lado, algunas partículas de madera y eso los pondría sobre aviso.

─¿Tiene usted otro plan mejor? ─me preguntó.

─Muchos. Escucharemos por turno a la puerta del cuarto de baño y cuando oigamos entrar a un hombre, saldré para llamar a la puerta exterior. Y si es Morgan Birks, le entregaré inmediatamente esos papeles.

─¿Y lo reconocerá usted gracias a las fotografías? ─preguntó Sandra.

─Sí, lo he estudiado muy bien.

─¿Y cómo va a entrar? ─preguntó Bleatie.

─Llamaré por teléfono, diciéndole que hablan desde la oficina. Y añadiré que acaba de llegar un telegrama para el señor B. F. Morgan. Luego preguntaré si he de mandarlo arriba.

─Es un truco muy viejo. Sospecharán y le darán la orden de que lo pase por debajo de la puerta.

─No se preocupe, porque tendré un telegrama preparado y también el libro de registro. Y no podré hacer pasar este último por debajo de la puerta. A pesar de todo, lo intentaré. El telegrama será desde luego verdadero.

─Pues ellos abrirán la puerta cosa de dos o tres centímetros, y al verlo cerrarán de nuevo,

─No lo harán en cuanto me hayan visto ─contesté─. Ahora voy a salir, con objeto de reunir todo lo necesario. Ustedes quédense aquí, manteniendo el sitio de la fortaleza. No se exciten si oyen llegar a Morgan. No tardaré ni siquiera media hora. Creo que no es aventurado suponer que, por lo menos, permanecerá en este cuarto hasta mi regreso. Recuerden ustedes que ella llevaba un maletín que, sin duda, contiene alguna ropa para la noche.

─No me gusta ─dijo Bleatie─. Todo esto es muy burdo y…

─Todo parece burdo cuando se menciona en una conversación ─dije─. Es muy distinto lo que se lee en un periódico de lo real. Y sin embargo, no por eso carece de emoción.

─Repito que todo eso es muy burdo y…

Me pareció inútil seguir discutiendo. Salí al pasillo y a Bleatie lo dejé ocupado en explicar sus puntos de vista a las dos mujeres.