SI Alma Hunter tenía llave del piso, no la utilizó. Detúvose ante la puerta y oprimió con su mano enguantada el botón eléctrico que había en la jamba. Abrió la puerta una mujer joven, que se quedó mirándonos. Tendría cerca de treinta años. Su cintura era estrecha, pero tenía curvas en el resto del cuerpo y el traje las ponía de manifiesto. El cabello era negro, los ojos grandes, oscuros y expresivos. Sus pómulos aparecían acentuados y los labios eran carnosos y rojos. Dejó de mirar a Alma para estudiarme como si yo fuese un caballo comprado en la feria, en el momento de ser llevado a su nueva cuadra.
─Este señor es Donald Lam, Sandra ─dijo la joven─. Trabaja en la agencia de Berta Cool. Y ahora buscará y encontrará a Morgan para entregarle esos documentos. Cuéntame lo del accidente. ¿Ha sido muy grave?
─No tiene usted aspecto de detective ─dijo Sandra, mirándome muy sorprendida y ofreciéndome la mano.
Pero no se limitó a extenderla, ni en realidad estrechó la mía, sino que me la ofreció como si me entregase una parte cualquiera de su cuerpo. Mientras la estrechaba se rindió a mi presión. Y contesté:
─Hago todo lo que puedo para tener aspecto de inocente.
─Me alegro mucho de que haya venido, señor Lam ─exclamó riéndose, algo nerviosa─. Es absolutamente preciso encontrar cuanto antes a Morgan. Supongo que ya habrá comprendido la razón. Entre.
Me hice a un lado para dejar pasar a Alma. Era una estancia espaciosa, en cuyo techo había unas vigas oscuras. Delante de las ventanas vi unas cortinas gruesas y el suelo estaba cubierto de blandas alfombras. Vi también algunos sillones, muy cómodos, varios paquetes de cigarrillos y ceniceros al alcance de la mano.
Aquel lugar apestaba, dando la sensación de que se había llevado allí una vida intensa, sensual y cálida.
─Archie está aquí ─dijo Sandra Birks─. Por suerte lo pude pescar… Creo que no conoces a Archie, ¿verdad, Alma?
─¿Archie? ─repitió la joven extrañada.
─Archie Holoman. Sí, mujer, el doctor Holoman. Cuando me casé, él obtuvo el título. Trabaja en el hospital y aunque no hace visitas particulares, tratándose de Bleatie, el caso es distinto. Forma parte de la familia.
Al fijarme en la sonrisa y en el movimiento de cabeza de Alma, comprendí que nunca había oído hablar de Archie y me di cuenta de que Sandra conocía el truco de sacar a relucir a sus amigos íntimos, del mismo modo como un prestidigitador saca conejos de un sombrero de copa.
─Haga el favor de sentarse ─me dijo Sandra Birks─. Voy a ver si Bleatie puede hablar. Ha sido horrible. Aquel automóvil dio la vuelta a la esquina y se arrojó contra mí antes de que pudiera apartarme. Bleatie jura que el conductor lo hizo adrede. Era un automóvil viejo y grande, pero se apresuró a escapar. Yo no solté un momento el volante. Bleatie dio un salto y atravesó el parabrisas. El médico asegura que se ha roto la nariz. Al telefonearte, Alma, aún no sabía tal cosa. Siéntese, señor Lam. Busque un sillón cómodo, extienda el cuerpo y fume un cigarrillo. Yo deseo hablar con Alma un minuto.
Me dejé caer en el sillón, puse los pies en una otomana, encendí un cigarrillo y empecé a despedir columnas de humo al techo. Berta Cool cobraba veinte dólares diarios por mi tiempo, y yo tenía el estómago lleno.
Oí algunos movimientos en un dormitorio cercano, el rumor de una voz masculina y luego un chirrido, como si alguien rompiese una cinta de esparadrapo. Noté que Sandra Birks hablaba rápidamente y en voz baja. A veces Alma la interrumpía con una pregunta. Regresaron poco después y la señora Birks me dijo:
─Deseo que vaya usted a hablar con mi hermano.
Hice una bola con mi cigarrillo y las seguí al dormitorio. Un individuo joven, de rostro triangular, ancho en la frente y en los ojos y que terminaba en una barbilla puntiaguda y débil, se ocupaba en poner vendajes con habilidad profesional. En la cama, estaba tendido un hombre que en voz baja profería maldiciones. Tenía la nariz rodeada de tablillas, vendas y esparadrapo. Llevaba el cabello negro y largo, dividido en el centro de la cabeza y colgante a cada lado. En la coronilla tenía un círculo de cinco centímetros completamente calvo. El esparadrapo, que desde la nariz radiaba en todas direcciones, daba la impresión de que sus ojos miraban a través de una telaraña.
Tenía un cuerpo más fornido del que se creyera al observar su rostro. Su estómago era prominente y sus manos eran pequeñas y los dedos largos y huesudos. Juzgué que tendría cinco o seis años más que Alma.
─Éste ─dijo Sandra Birks─ es el hombre que se encargará de entregar los documentos a Morgan, Bleatie.
Él me dirigió una mirada desconcertante con sus ojos verdes, de gato, que asomaban a cada lado de su nariz vendada.
─¡Caray! ─exclamó─. ¿Cómo se llama?
─Donald Lam ─le contesté.
─Deseo hablar con usted ─dijo.
─Ya sabes que el tiempo es precioso ─observó Sandra─. Morgan es capaz de estar a punto de salir del país.
─No se marchará sin que yo lo sepa ─contestó Bleatie─. Oiga, doctor, ¿ha terminado ya?
El joven médico ladeó la cabeza como un escultor que examinara una obra terminada.
─Por ahora ya está ─dijo─, pero procure no hacer movimientos bruscos ni excitarse, porque la hipertensión sanguínea podría ocasionarle una hemorragia. Por espacio de tres o cuatro días habrá de tomar un laxante suave. Cada cuatro horas convendrá que examine su temperatura, y si tiene fiebre, llámeme en seguida.
─Bueno ─dijo Bleatie─. Ahora salgan todos, porque quiero decir algo a Lam. Vete, Sandra, y salga usted también, Alma. Tomen una copa, pero márchense.
Salieron todos como gallinas expulsadas de un sendero. Ante aquella personalidad dominante, el doctor perdió sus maneras y salió con los demás.
En cuanto se hubo cerrado la puerta, los ojos verdes de Bleatie volvieron a mirarme.
─¿Está usted con algún abogado? ─preguntó.
Al principio me fue bastante difícil comprender sus palabras, pues hablaba como hombre que se hubiera puesto una servilleta delante de la nariz.
─No ─le contesté─. Estoy empleado en una oficina de investigaciones.
─¿Conoce usted bien a Sandra? ─preguntó con recelo, en aquel momento incomprensible para mí.
─Hace cinco minutos la he visto por vez primera en mi vida.
─¿Y qué sabe de ella?
─Nada, aparte lo que me contó la señorita Hunter.
─¿Qué le contó?
─Nada.
─Es mi hermana ─contestó Bleatie─. Y, naturalmente, debería estar a su lado, aunque bien sabe Dios que tiene sus faltas, que en el caso actual son algo muy importante. Si me pregunta usted la verdad, le diré que ha tratado muy mal a su pobre marido. En cuanto ve unos pantalones, ya no es mujer de fiar. No está contenta si no tiene a media docena que le hagan la rosca para divertirse azuzando a uno contra otro. Y aunque está casada, el matrimonio no ha servido para contenerla. Sigue su camino y hace lo que la da la gana.
─Ahora pasa igual con todas ─contesté.
─Me parece que la defiende usted demasiado, teniendo en cuenta que apenas la conoce desde hace cinco minutos ─observó.
Yo guardé silencio.
─¿Está seguro de que no me cuenta una mentira?
─No estoy acostumbrado a mentir ─repliqué─, y no me gusta que los individuos con la nariz rota me acusen de embustero.
Sonrió y pude ver cómo se contraían los músculos de las mejillas y se entornaban los párpados.
─Eso sería abusar de mi situación, ¿verdad?
─Sí, señor, porque, como es natural, yo no podría pegar a un hombre que tuviese la nariz rota.
─¡Hombre, no me lo explico! Yo no vacilaría.
─Supongo que, en efecto, no vacilaría usted.
─Si un hombre tiene la nariz rota ─añadió─ es más vulnerables todavía. Cuando me veo obligado a luchar, no me preocupa ganar por puntos, sino que busco la manera de derribar a mi contrario y le pego todo lo que puedo, porque cuanto más pronto lo consigo más contento estoy. Y usted, puesto que tiene estos escrúpulos, da muestras de ser bastante tonto.
Aunque me hubiera gustado hacer un comentario, me abstuve.
─De modo ─dijo después de corto silencio─ que Sandra quiere divorciarse.
─Así parece.
─Se podrá decir mucho en favor de Morgan. ¿No se le ha ocurrido nunca pensar en ello?
─Yo no tengo otra misión que la de entregar estos documentos ─dije─, de modo que ya cuidará él de defenderse ante el tribunal.
─¡Y un cuerno! ─exclamó Bleatie impaciente─. ¿Cómo demonio va a presentarse ante el tribunal? Es un fugitivo de la justicia. Si lo cogieran, capaces serían de abrirlo en canal. Pero, en fin, ¿para qué todo eso? ¿No podría Sandra publicar esos documentos en el Boletín Oficial?
─Sería muy largo, seguramente ineficaz y, por otra parte, ella quiere que el asunto se vea ante el tribunal para obtener que su marido le pase alimentos.
─¿Ah, sí? Me figuré haber oído que no es usted abogado.
─No lo soy, pero ella ha contratado a uno ─repliqué─. Yo no tengo otra misión que la de entregar esos papeles.
─¿Los tiene usted aquí?
─Sí.
─Pues veámoslos.
Le entregué los documentos, pero él quiso incorporarse, y me dijo:
─Haga el favor de pasarme el brazo por detrás de los hombros y ayúdeme a sentarme. Ahora póngame la almohada detrás. Quizá me considerará un mal hermano, pero nuestra familia es algo rara. En fin, si he de hablarle con franqueza, me importa un pito lo que pueda usted pensar.
─No me pagan para pensar ─contesté─, sino por entregar unos documentos. Por lo tanto, tampoco me importa un pito lo que piensa usted.
─Así me gusta. Ante todo, la franqueza. Siéntese y no me interrumpa por espacio de un minuto.
Tomó los documentos, examinó la situación y leyó las quejas de la esposa con la laboriosa atención de un lego que no está familiarizado con el lenguaje de los documentos legales y que se enreda con los considerandos, resultados, infrascritos y toda la fraseología empleada en estos casos. Al terminar dobló los papeles y me los devolvió. Estaba pensativo y había entornado los párpados.
─Así, pues, desea una sentencia del tribunal, que le otorgue la custodia del contenido de todas las arcas de alquiler, ¿no es eso?
─Yo no sé más sino lo que contienen esos papeles ─contesté─. Ya los ha leído usted y, por consiguiente, sabe tanto como yo.
─Observo que es usted muy cazurro.
─Me pagan por entregar esos documentos ─dije─. ¿Por qué no habla con su hermana, si quiere conocer sus intenciones?
─No se apure, porque lo haré ─dijo.
─¿Sabe dónde está su marido? ─pregunté.
─Conozco a la querida de Morgan ─contestó─. Es una muchacha estupenda.
─La señora Birks podría haberle obligado a comparecer ante el tribunal, pero se ha abstenido ─declaré.
Se echó a reír de un modo desagradable.
─No creo que le sirva de cosa alguna ─replicó─. Y si no es usted capaz de conocer a Sandra de una sola mirada, es que Dios no le ha dado el talento de comprender a las mujeres.
Como hablaba de su hermana, no contesté.
─Si algún día le dejan a usted a solas con ella, en un cuarto, por espacio de diez minutos, tardará muy poco en hacerle cucamonas. De seguro. No, no se escandalice usted.
─No me escandalizo.
─Yo le aviso. Somos una familia rara. Desde luego, no voy contra ella, ni le censuro nada. Que viva su vida y yo viviré la mía. Pero es una mujer astuta, egoísta calculadora. Tiene tanta moralidad como un gato, aunque es muy atractiva, desde luego. Es lista y se vale de ello para obtener lo que desea. ¡Hombre! Me gustaría hablar de todo eso en presencia de usted. Llámela.
Me dirigí a la puerta y dije:
─Señora Birks: su hermano desea hablar con usted. ¿Quiere que me vaya? ─pregunté a Bleatie.
─No, no; quédese.
Me dirigí a un extremo de la cama. Entró Sandra y con acento de ansiedad preguntó:
─¿Qué te pasa, Bleatie? ¿Te encuentras bien? El doctor ha dejado un calmante por si te pones nervioso y…
─Mira, no me vengas con arrumacos ─dijo Bleatie─. Cuando andas en busca de algo, empiezas a mostrarte cariñosa. Bien sabe Dios que soy tu hermano y te conozco y puedo leer en ti como si fueses un libro abierto. Sé muy bien lo que quieres: que te diga el nombre de esa muchacha que se entiende con Morgan y, además, hacer llegar esos documentos a manos de tu marido. Quieres divorciarte de él y recobrar la libertad, para casarte con tu último enamorado. ¿Quién es? ¿Ese medicucho? Te advierto que me ha inspirado grandes recelos.
─No seas así, Bleatie ─exclamó ella, mirándome recelosa─. No hables de ese modo. Acabas de sufrir un choque nervioso muy fuerte, estás trastornado y…
─¡Y un demonio coronado! ─interrumpió él─. Cuando no puedes manejar a alguien a tu gusto le dices que está trastornado, que es él… en fin, no te censuro. Y ahora fíjate bien, Sandra. Tú y yo vamos a hablar claro. Somos hermanos y supongo que debo conducirme con lealtad contigo, pero da la casualidad de que también soy amigo de Morgan Birks, y no vayas a figurarte que si él no está aquí ahora, voy a consentir que lo atropelles.
─¿Y quién quiere atropellarlo? ─preguntó ella, con los ojos centelleantes─. En mi petición de divorcio le doy todas las ventajas posibles. ¡Dios mío, si hubiese dicho todo lo que sé de él…!
─Habría sido en tu perjuicio ─contestó Bleatie─, porque habrías de tener en cuenta las cosas que Morgan podría decir de ti. Fíjate en ti misma, mujer. Eres incapaz de olvidar tu sexo por un solo momento. Me rompo las narices y, en el acto, encuentras a uno de tus galanes a punto, para venir a practicarse a mi costa. Ese médico que me has traído es un mocoso indecente y…
─Cállate, Bleatie ─exclamó ella─. Archie Holoman es un joven muy distinguido. Morgan lo conoce. Es amigo de la familia. No hay absolutamente nada entre nosotros.
─De modo que Morgan lo conoce ─exclamó riéndose cínicamente─. Y es amigo de la familia… ¿Sabes lo que significa eso? Pues que visita la casa, que da la mano a tu marido, que se fuma sus cigarros… Y eso lo ha convertido en amigo de la familia, ¿verdad? ¿Por qué no me hablas de las veces que ha venido a verte en ausencia de Morgan?
─Mira, Bleatie ─exclamó ella─, si no te callas, voy a hablar yo. No eres ningún angelito y me estás fastidiando con esa actitud propia de quien no ha roto un plato en su vida. Y si estás dispuesto a cubrirme de barro, yo te imitaré. Esa…
Él levantó la mano y dijo:
─Cuidadito, niña, cuidadito. Voy a decir algo interesante.
─Pues dilo de una vez y cállate luego.
─Voy a darte una oportunidad para encontrar a Morgan ─dijo─. Así podrás entregarle esos documentos y seguir adelante con el divorcio. Pero antes quiero asegurarme de que Morgan recibirá un buen trato.
─¿Qué quieres decir?
─Todo ese párrafo que habla de dinero ─dijo─, está de más. Cuando conociste a Morgan te ganabas la vida. A partir de entonces has llenado tu nido de plumas. Dios sabe lo que has conseguido atesorar. Pero te conozco y sé que con esos arrumacos habrás arramblado con todo lo que te ha sido posible. Tienes aquí un buen piso, bien amueblado. Supongo que estará pagado, por lo menos, el alquiler de un año. Tienes un armario lleno de ropa buena y, además, seguramente, un grueso fajo de billetes. Con esa ropa, tu figura y tu habilidad en manejar a los hombres, haces un viaje a Europa y conquistas a un par de duques.
─¿Le ha mostrado usted esos documentos? ─me preguntó ella─. ¿Le ha dejado leer mi petición de divorcio?
─Sí ─contesté─. Usted misma me hizo entrar para que hablase con él.
─Entre todas las locuras… ─exclamó irritada. Pero se interrumpió, y volviéndose a su hermano, le dijo─: Ya no quiero saber nada más de los hombres.
Él se echó a reír con expresión sarcástica. Sandra lo miraba con ojos centelleantes, pero continuó hablando en tono apacible:
─¿Qué quieres, Bleatie? Por ahora todo lo que has dicho no nos llevará a ninguna parte.
─Quiero que vayas a ver a tu abogado, a fin de que redacte otra petición de divorcio, en la cual no se hable de dinero. Tú confórmate con que te concedan el divorcio. Sigue tu camino y Morgan seguirá el suyo. Eso es lo justo.
─¿A qué dinero te refieres?
─Al que está depositado en las cajas de alquiler.
─¡Usted tiene la culpa de eso! ─exclamó Sandra volviéndose hacia mí─. ¿Por qué le ha mostrado los papeles?
─Yo le he obligado a que lo hiciese ─contestó Bleatie─. Y ahora, niña, ten mucho cuidado. No quiero que me tomes el pelo. Uno de estos días Morgan se presentará y entonces es posible que me busque. Morgan no es ningún tonto. En el momento en que yo mezcle en este asunto a la muchacha, sabrá inmediatamente quién ha dado las indicaciones necesarias. Y acuérdate muy bien de que Morgan Birks no es un muñeco con el que se pueda jugar impunemente.
─No tengo tiempo para ir a casa de mi abogado, a fin de que haga otra demanda ─contestó ella─. Por otra parte, ésta ha sido presentada ya y se ha expedido la oportuna citación.
─A pesar de todo, tú puedes cambiar de intenciones, ¿no es verdad?
─Me parece que no.
─Siéntate a esa mesa ─ordenó él─, y escribe una carta. Consignarás en ella que si bien en tu demanda de divorcio pides todos los bienes matrimoniales, en realidad no los deseas. Que cuando el caso vaya a juicio, tu abogado comunicará al juez que no quieres que tu marido te pase alimentos; que conservarás el piso todo el tiempo por el cual se haya pagado el alquiler; que, desde luego, te quedarás con toda tu ropa y el dinero que en la actualidad poseas, y Morgan podrá quedarse con el resto.
─¿Y que harás tú con esa carta? ─preguntó ella.
─La deseo para estar seguro de que tratas equitativamente a Morgan.
Ella cerró con fuerza la boca y su mirada ardió de cólera. Su hermano, tendido en la cama, le dirigió una mirada tranquila como quien está acostumbrado a ser obedecido y que ni siquiera cree posible que alguien se resista a sus deseos. Después de uno o dos segundos, ella se dirigió al pequeño escritorio, abrió el cajón como si quisiera arrancarlo, sacó una hoja de papel y empezó a escribir.
─Dios sabe ─me dijo Bleatie─ el sabor que tendrá un cigarrillo, pero voy a probarlo. ¿Tiene usted alguno? ─Y en vista de que yo afirmaba, añadió─: Haga el favor de ponérmelo en los labios y encenderlo, ¿quiere? Me molestan esas tiras de esparadrapo. Y seguramente me costará mucho poder fumar.
Le di un cigarrillo y lo encendí. Aspiró dos bocanadas de humo, y dijo:
─¡Caramba, que mal sabe!
Después fumó en silencio. Sandra Birks, mientras tanto, escribía en la mesita. Cuando se hubieron consumido cosa de tres centímetros del cigarrillo la joven dejó de escribir, secó las últimas líneas, leyó lo que acababa de hacer y tendió el papel a su hermano.
─Supongo ─dijo─ que ahora estarás satisfecho. Acabas de dejar a tu hermana en la indigencia para favorecer a un maldito amigo tuyo.
Él leyó por dos veces la carta, y dijo:
─Me parece que está bien. ─Dobló el papel, buscó a tientas el bolsillo de su pantalón y se lo guardó─. Ahora puede usted cumplir su misión. Esa chica es Sally Durke. Vive en el edificio Milestone. Vaya usted allá y sáquele lo que pueda. No tenga reparos. Amenácela si quiere y dele un susto. Dígale que oculta a Morgan, que usted procurará que la detengan por amparar a un fugitivo de la justicia o lo que se le ocurra. Añada que Sandra ha pedido el divorcio, que la arrastrará a ella ante el tribunal y que se va a quedar con todo lo que tiene Morgan. No le diga una palabra de la carta que Sandra acaba de entregarme. Hágase pasar por agente de policía… No. Con toda seguridad ella no lo creería, porque no tiene usted el tipo. Y trátela con dureza.
─¿Y qué más? ─pregunté.
─Sígala y ya verás cómo de este modo acaba por encontrar a Morgan.
─¿Y Morgan no irá allá?
─¡No, hombre! Morgan es demasiado listo para eso. Está en contacto con ella, desde luego, pero no cometerá la imprudencia de meterse en una trampa como ésa, y menos sabiendo, como sabe, que la policía anda buscándolo.
─¿Tiene usted algunas fotografías de su marido? ─pregunté a Sandra.
─Sí ─contestó ella.
─Los periódicos han publicado algunas ─observó Bleatie.
─Ya lo sé ─dije─. Pero no son buenas. Por otra parte, ya las tengo.
─Tengo dos instantáneas y un buen retrato de fotógrafo ─dijo Sandra.
─Prefiero las instantáneas.
─¿Quiere hacer el favor de venir?
Saludé a Bleatie con un movimiento de cabeza.
─Buena suerte, Lam ─dijo él tendiéndose de nuevo en la cama. Parecía como si quisiera sonreír y no pudiera─. Cuando hayas terminado, Sandra, vuelve para darme el calmante. Me parece que dentro de media hora la nariz me va a doler como un diablo. Parece mentira que aún no sepas guiar un coche.
─No comprendo cómo me dices eso ─replicó ella─. Eres injusto. Acuérdate de que habían dicho que el otro automóvil se arrojó expresamente contra nosotros. Si consiguieras callarte…
─Bueno, déjalo ─replicó él─. A Lam no le interesan los sentimientos fraternales de nuestra familia.
─Mucho te ha costado darte cuenta de eso ─replicó ella apuñalándolo con los ojos.
Luego salió y yo la seguí después de haber cerrado la puerta.
─¿Lo has conseguido? ─preguntó Alma Hunter mirando recelosa a su amiga que estaba sonriente.
─Claro que sí ─replicó Sandra en voz baja─. Y ahora vas a ver lo que hago yo con esa muchacha. Entre, señor Lam ─añadió, volviéndose a mí.
Atravesó la sala y penetró en un dormitorio, en donde había dos camas y algunos cuadros en las paredes. Los muebles eran caros y en algunos ángulos de la habitación vi unos espejos.
─En el cajón de mi tocador tengo un álbum fotográfico ─dijo Sandra─. Siéntese aquí. Pero tal vez preferirá, hacerlo en la cama, porque yo me sentaré a su lado. Repasaremos las fotografías los dos y podrá escoger las que prefiera.
Me senté en la cama. Ella abrió un cajón del tocador, sacó un hermoso álbum fotográfico y vino a sentarse a mi lado.
─¿Qué le ha dicho mi hermano de mí? ─preguntó, sosteniendo el álbum sin abrir.
─Muy poco.
─Sí, le ha dicho algo. Es un hombre muy mal intencionado. Me importa muy poco que sea mi hermano.
─Hemos venido aquí ─le recordé─, para buscar una fotografía de su marido. ¿Hay alguna en el álbum?
Ella frunció el ceño y dijo:
─Supongo que no habrá olvidado usted para quién trabaja.
─No, señora.
─¿Y qué? ─preguntó.
Arqueé las cejas en muda interrogación.
─Deseo saber lo que le ha dicho Bleatie de mí.
─Poca cosa.
─¿Acaso que soy egoísta?
─No lo recuerdo exactamente.
─¿Dijo que yo estoy loca por los hombres?
─No.
─Pues, si es así, no hay duda de que me ha mejorado ─dijo amargamente─. Siempre ha creído eso de mí. Segura estoy de que ahora está convencido de que el doctor Holoman es mi amante.
Como yo no contestara, me miró con los párpados entornados, y preguntó luego:
─¿Ha dicho eso?
─¿Le importa mucho saberlo? ─repliqué.
─¡Claro que sí!
─¿Y que quiere saber?
─Lo que sospecha Bleatie. ¿Me ha acusado de ser demasiado afectuosa con el doctor Holoman?
─No puedo recordarlo.
─Veo que tiene usted muy mala memoria.
─En efecto.
─Quizá será muy mal detective.
─Puede ser.
─Ya sabe que trabaja para mí.
─En realidad, trabajo para una señora llamada Berta L. Cool ─contesté─. Le comunico directamente mis informaciones. Y, según me ha parecido entender me han contratado para entregar unos documentos a Morgan Birks. También parece que me ha traído aquí para mostrarme unas fotografías de su marido.
─Es usted un impertinente.
─Lo siento.
─En realidad, no sé por qué tengo tanto interés en recibir esa respuesta, porque ya la conozco. Desde luego me ha puesto bajo los cascos de los caballos. Nunca nos hemos querido como hermanos, pero no le creí capaz de comprometer al doctor Holoman.
─Prefiero las instantáneas ─dije─, porque dan al rostro una expresión particular y personal de que carecen los retratos del fotógrafo.
Pareció dispuesta a tirarme el álbum a la cara, pero lo abrió y yo empecé a volver las páginas.
El primer retrato era de Sandra Birks, sentada en un banco rústico, con una cascada en segundo término. Unos pinos y una pequeña corriente de agua a la izquierda. Un hombre le rodeaba los hombros con el brazo y ella le miraba con dulzura a los ojos.
─¿Es Morgan? ─pregunté.
─No ─dijo, al mismo tiempo que volvía la página.
Rápidamente iba pasando páginas, al mismo tiempo que decía, disculpándose:
─No sé dónde está. El álbum no ha sido bien ordenado. Los dos hicimos un viaje de vacaciones… ─Volvió dos páginas más y añadió─: Aquí está.
Y se inclinó hacia mí, para señalar las fotografías.
Vi a un hombre alto, flaco, de facciones acentuadas, cabello lustroso, peinado hacia atrás, sobre la alta frente.
─Es precisamente lo que deseo ─dije─. La fotografía es buena. ¿Tiene usted más?
Hizo resbalar las puntas de sus uñas teñidas de rojo por debajo de la fotografía, la levantó para desprender las puntas metidas en unas ranuras, y contestó:
─Tal vez.
Volvió dos o tres páginas más llenas de fotografías vulgares de personas en automóviles, sentadas en soportales o sonriendo estúpidamente a la cámara. De pronto Sandra dijo:
─Aquí hay tres o cuatro páginas de fotografías tomadas durante las vacaciones. Algunas muchachas fuimos a nadar…, no, no mire usted.
Volvió aquellas páginas, se rió y al fin pudo encontrar otra fotografía de su marido.
─No es tan buena como la otra ─dijo─. Pero lo muestra de perfil.
La tomé, comparándola con la otra y dije:
─Está bien. Gracias.
─¿No quiere usted ninguna más?
─No.
Continuó sentada en la cama, con los labios entreabiertos y los ojos fijos en la pared, como si no viese nada. De repente exclamó:
─Dispénseme un minuto. Quiero preguntar una cosa a Alma.
Se puso en pie de un salto y se dirigió a la otra habitación, dejándome dueño del álbum fotográfico.
Yo lo arrojé a la cabecera de la cama.
Estuvo dos minutos ausente y volvió acompañada de Alma.
─¿Querrás hacerlo tú, Alma? Sé buena muchacha, ¿verdad?
─Haré lo que convenga ─contestó la joven─. Ya lo sabes, Sandra.
Se dirigió al tocador, se arregló el cabello, se puso polvos e inclinó la cabeza hacia atrás para pintarse los labios. De momento me figuré que la luz reflejada del espejo le comunicaba aquellas manchas, pero luego pude observar que parecían magulladuras.
Sandra Birks se apresuró a decir:
─Vámonos a la otra habitación para dejar en libertad a Alma a fin de que pronto pueda vestirse.
─No quiero vestirme ─contestó Alma.
─Le invito a tomar una copa, señor Lam.
─No, gracias. No bebo en absoluto mientras estoy trabajando.
─Es usted de una moralidad repugnante ─exclamó ella en tono burlón─. Veo que no tiene ningún vicio.
─Trabajo para usted ─indiqué─, y eso le cuesta dinero.
─Tiene razón. Supongo que he de agradecérselo ─añadió, en tono que contradecía estas palabras.
─Su hermano ─le recordé─ deseaba tomar el calmante que le recetó el médico.
─¡Oh, que espere! Cuénteme ahora lo que le refirió de mí ─añadió, con la mayor coquetería. Dábase cuenta de que era una mujer atractiva─. ¿Qué dijo acerca de Archie?
Alma dejó de contemplar su imagen en el espejo para dirigirme una mirada de aviso.
─Pues que, a su juicio, el doctor Holoman es muy hábil ─contesté─. Añadió que usted es impulsiva y algo testaruda, pero buena como el oro; que no siempre está de acuerdo con usted acerca de algunos detalles insignificantes, pero que, en cambio, los dos se ayudaban mutuamente en las cosas serias; y que en cuanto se viese usted en un apuro de cualquier clase, podía apelar a él, porque la defendería hasta el último momento.
─¿Eso le ha dicho?
─Eso es lo que he sacado en claro de sus palabras.
Se quedó mirándome con los ojos muy abiertos y con expresión que no pude comprender. Por un momento casi llegó a parecerme que tenía miedo.
─¡Oh! ─exclamó.
─Vámonos ─me dijo Alma Hunter.