PENETRAMOS en un apacible y pequeño restaurante de una calle lateral, regentado por una gruesa alemana. Yo desconocía aquel local, pero Alma Hunter me dijo que Sandra había comido allí durante cinco o seis meses. Nos sirvieron platos excelentes.
─Ahora dígame cuánto tiempo lleva trabajando usted ahí.
─¿En la agencia de detectives?
─Desde luego.
─Cosa de tres horas ─contesté.
─Ya me lo figuraba. ¿Y ha pasado usted algún tiempo sin trabajo?
─Sí.
─¿Y cómo se explica que un hombre como usted haya decidido convertirse en… es decir… qué experiencia tiene usted…? Aunque tal vez sería mejor que no le preguntase eso…
─Sería mejor ─repliqué.
─Ahora voy a darle algún dinero para que pague el lunch. Haremos eso cuantas veces comamos juntos, porque no quiero que pase un mal rato haciéndose el distraído mientras yo pago la cuenta. Como hombre que es, naturalmente le sabría mal…
─No se preocupe por mí ─contesté sonriendo─. El orgullo que pudiera haber tenido, ya me lo han quitado a puntapiés. Por sí misma lo habrá observado.
─No debiera usted decir eso ─contestó dolorida.
─¿Se ha visto usted ─le pregunté─, alguna vez por las calles, hambrienta sin atreverse a hablar a nadie, porque sus conocidos la rechazarían y los desconocidos la mirarían como si quisiera pedir limosna? ¿Se ha visto condenada, sin que la escuchasen siquiera?
─Me parece que no ─contestó.
─Pues pruébelo, porque es muy conveniente para el orgullo.
─A pesar de todo, no debe usted desalentarse.
─¡Oh, desde luego, no hay cuidado! ─le aseguré cortésmente.
─Ahora habla usted con sarcasmo ─replicó─. No creo, señor, pero voy a llamarle Donald. Usted llámeme Alma. Cuando dos personas están interesadas en un asunto, como nos ocurre a nosotros, me parece una tontería andarse con cumplidos.
─Ante todo, hábleme usted del asunto que nos interesa ─rogué.
En sus ojos apareció una expresión rara, quizá de súplica, de soledad o de miedo.
─Dígame, Donald, y sea sincero. Usted no tiene ninguna práctica como detective, ¿no es verdad?
Vertí en la taza las últimas gotas de café de la cafetera y contesté:
─Hace un día hermosísimo.
─Eso es lo que me figuraba.
─¿Qué?
─Que hace un día hermosísimo ─contestó sonriendo.
─Eso indica que estamos de acuerdo ─observé.
─No quise herir sus sentimientos, Donald.
─No podría aunque quisiera.
─Deseo que me ayude usted, Donald.
─Ya ha oído a la señora Cool. Es decir, que puede ponerme un collar y llevarme atado como un perro, si así le parece bien.
─Por favor, Donald, no sea así. Comprendo muy bien lo que ha podido pensar, pero no me guarde mala voluntad, porque yo no tengo ninguna culpa.
─No me he propuesto tal cosa. Me limito a decirle que estamos tratando de un asunto de negocios.
─Pues yo quiero darle carácter personal. Ha sido usted contratado para entregar unos documentos a Morgan Birks, pero es preciso que se haga cargo de multitud de detalles con respecto a ese caso. Y… además, quisiera que me ayudase un poco.
─Adelante ─contesté─. Usted manda.
─Desde luego ─replicó─, Morgan está metido hasta las orejas en ese negocio de las máquinas tragaperras. Es un asunto sucio. Ha habido soborno, fraude y corrupción. Esas máquinas estaban ajustadas de manera que el público no ganase casi nunca. Claro está que era preciso que no se investigara. Y Morgan era el encargado de cuidar de la policía. Además, los dueños de los locales donde estaban instaladas las máquinas habían de obtener un beneficio considerable.
─Por ahora no observo nada de extraordinario ─le dije.
─No lo sé ─contestó─. Es el primer caso en que advierto algo de esa naturaleza. Me escandalizó saberlo y… Sandra ha cambiado mucho.
─¿Desde cuándo?
─De dos años acá.
─¿Desde que se casó?
─Sí.
─¿Y conocía usted a Morgan Birks antes de su matrimonio?
─No, no lo he visto en mi vida. Al parecer, no le soy simpática;
─¿Por qué?
─Seguramente Sandra se valió de mí para echarle algunas cosas en cara. Después de su matrimonio, ella me escribió largas cartas. Es preciso añadir que mi amiga se casó cuando estaba de vacaciones. Por espacio de tres años estuvo haciendo economías para hacer un viaje a Honolulu. En el barco conoció a Morgan. Y se casaron en Honolulu, de modo que ella, por telégrafo, dimitió su empleo.
─¿De qué clase? ¿Qué hay de particular en la conducta de su amiga?
─¡Oh!, con respecto a los hombres. Morgan tiene ideas muy anticuadas y creo que es muy celoso. Al parecer, acusa a Sandra de exhibirse demasiado.
─¿Y es verdad?
─De ningún modo. Sandra es una muchacha franca y moderna, y bueno, lo cierto es que no siente ninguna modestia anticuada con respecto a su propio cuerpo.
─¿Sabía Morgan Birks todo esto antes de casarse?
─A los hombres ─contestó ella sonriendo─, les gusta que las mujeres sean modernas para con ellos, pero se disgustan si se conducen así con otros.
─¿Y Sandra le daba a usted la culpa? ─pregunté.
─No, pero sospecho que lo hacía Morgan Birks. Él estaba persuadido de que alguien había minado los sentimientos de Sandra con respecto… bueno, acerca de esas cosas; y como Sandra vivía conmigo antes de casarse, Morgan creyó que la culpa era mía.
─¿Y cómo ha cambiado Sandra?
─No sé. Se ha convertido en una mujer dura, recelosa, astuta y calculadora. Cuando le mira a uno se tiene la sensación de que se oculta detrás de sus propios ojos.
─¿Y cuándo notó usted eso?
─Así que la vi de nuevo.
─¿Cuándo fue?
─En el momento de ocurrir este suceso, o sea una semana atrás. Me escribió rogándome que fuese a vivir unos días con ella.
─¿Trabaja usted? ─pregunté.
─Ahora no. Abandoné mi empleo para venir aquí, atendiendo el llamamiento de mi amiga.
─¿Y le parece a usted haber hecho bien?
─Ella me aseguró que podría encontrar otro empleo aquí.
─¿Y dónde estuvo usted trabajando?
─En Kansas City.
─¿Conoció allí a Sandra y vivió también en su compañía?
─No. Sandra y yo vivíamos juntas en la Ciudad del Lago Salado. Ella conoció a Morgan en su viaje a Honolulu y ya no regresó ni siquiera para recoger sus cosas. Yo se las mandé a Kansas City. Poco después Morgan se trasladó aquí; y yo me dirigí al Este y obtuve el empleo de Kansas City, pero cuando llegué, Morgan se había marchado ya o, por lo menos, así lo creo. No volví a ver a Sandra. En cuanto a Morgan, es uno de esos hombres que se dirige a una ciudad, vive algún tiempo en ella y luego se va echado a puntapiés. Es decir, se le ponen las cosas mal, como le ha ocurrido aquí mismo, aunque en este caso se trata de algo más grave.
La corpulenta alemana se acercó, sonriente, a preguntar si queríamos más café. Alma contestó negativamente, pero yo dije que sí. La alemana se llevó la cafetera para llenarla y, volviéndome a mi interlocutora le dije:
─Hasta ahora he hablado tanto como usted. Pero si quiere decirme cosas, ¿por qué no lo hace?
─¿Qué desea saber?
─Todo.
─Yo estaba loca por Sandra ─replicó Alma─. Me parece que aún me sucede lo mismo, pero el matrimonio la ha cambiado mucho, así como, probablemente, la vida que ha llevado con Morgan Birks. ─Sonrió nerviosamente y añadió─: Supongo que usted se figurará ya el asunto. Morgan me censura por las cosas que le disgustan de Sandra y yo sostengo que Morgan es el responsable del cambio de mi amiga…
─¡Por Dios! ─exclamé─. ¡Dígame la verdad! ¿Qué le pasa a Sandra? ¿Acaso su conducta…?
─Aunque no fuese correcta, no sería posible censurarla ─dijo Alma con algún calor─. Morgan no le ha sido nunca fiel. A los pocos meses de matrimonio ella descubrió que tenía una amante. Él siempre ha sido igual.
─¿Con la misma muchacha? ─pregunté.
─No, sería incapaz de guardar fidelidad ni siquiera a una querida.
─De acuerdo con las ideas de usted ─repliqué─, tal vez Sandra no habrá sabido hacerle agradable el hogar, y…
─No sea usted así, Donald. Ahora cállese.
La alemana volvió con el café.
─Ya me he callado ─dije─, pero ahora hable usted por mí.
─Morgan rodeó a Sandra de una serie de tipos desagradables ─añadió─. Él se trata con jugadores, gente de mal vivir y a veces algún político y deseaba que Sandra colaborase con él en sus negocios sucios. Con frecuencia le decía: «Mujer, no seas tan seria. A ver si consigues entusiasmar a ese individuo. Deseo que le gustes, porque es muy importante para mí». De modo que utilizaba a Sandra como espejuelo para cazar incautos.
─Bueno ─dije─; ella es amiga suya y se comprende que no la acuse de nada. Sería inútil discutir. Cuénteme, pues, todo lo demás.
─¿Qué?
─Lo que le preocupa a usted.
─Me parece que ella se ha apoderado de algún dinero de su marido.
─¿Cómo?
─Es dinero que él tenía destinado a sus sobornos. Tengo entendido que hubo algunas arcas de alquiler a nombre de mi amiga o tal vez a un nombre supuesto que adoptara ella. Morgan se lo dio a guardar, dinero que, como ya he dicho, estaba destinado a corromper y sobornar. No lo sé a punto fijo, pero lo cierto es que Sandra no quiere devolvérselo.
─Bien ─dije─, resulta que su amiga quiere ganar siempre.
─Supongo que no podrá usted censurárselo ─observó Alma Hunter.
─No lo sé aún.
─Bueno, ya me he esforzado en decirle a usted lo que temo.
─¿Qué?
─Todo.
─¿A Morgan Birks?
─Sí.
─¿Sabe usted si Sandra le tiene miedo?
─No, y por eso me preocupa, porque opino que, en efecto, debería estar asustada.
─¿Ha leído usted la petición de divorcio?
─Sí.
─¿Se ha fijado en que su amiga se esfuerza en que darse con todo lo que pueda? Por ejemplo, desea cobrar el seguro de vida, que se le otorgue la posesión de todos los muebles, que su marido le pase alimentos, le pague los gastos de abogado y algunas cosas más, que no recuerdo.
─Así lo consignó el abogado. Ellos siempre hacen lo mismo.
─¿Eso es lo que le ha dicho Sandra?
─Sí.
─¿Y que desea usted que haga yo?
─Desde luego, cuando Sandra quiere luchar, lo hace ─dijo Alma─. Siempre ha sido así. Una noche, uno de sus amigos no se quiso ir de su casa y se puso tonto. Y Sandra estuvo a punto de darle con uno de sus palos de golf. Era muy capaz de haberlo hecho.
─¿Quién lo impidió?
─Yo.
─¿Y qué fue de ese muchacho?
─Se asustó. Por fin lo convencí de que se fuera a su casa. No era un amigo, sino, simplemente, un conocido.
─Bueno. Prosiga.
─Sandra obra como si quisiera ocultarme algo y temo que sea así. Me figuro que quiere aprovecharse a costa de su marido. No sé cómo ni cuándo, pero me gustaría mucho averiguarlo y que usted lograse que se condujera de un modo más razonable.
─¿Nada más?
─Nada más.
─¿Y usted no querría algo? ─pregunté.
─No ─contestó, después de dirigirme una larga mirada.
─Como quiera ─dije después de tomar el café─. Sin duda cree que soy un niño extraviado en el bosque, en quien no se puede confiar después de oscurecido. Si yo le hubiese dicho que llevaba tres años de detective, me habría contado sus apuros. Ahora, en cambio, no se fía de mí.
Ella pareció dispuesta a replicar algo, pero se contuvo.
─Bueno, pague la cuenta ─mandó─, y vamos en busca del hermano para ver que tiene que decir.
─¿Y no descubrirá usted a nadie lo que acabo de contarle?
─Me parece que no me ha dicho nada.
─¿Cómo se llama ese hermano?
─Thoms.
─¿Y su nombre de pila?
─Me parece no haberlo oído nunca. Se llama B. Lee Thoms. Así firma. Sandra lo llama Bleatie.
─Pues vamos a ver a Bleatie ─dije, llamando con un gesto a la alemana para que nos trajera la cuenta.