LA secretaria tecleaba en su máquina cuando abrí la puerta, en la que había una placa que decía:
«B. L. Cool. Investigaciones Confidenciales».
─¡Hola! ─dije.
Ella inclinó la cabeza por toda respuesta.
─Dígame, ¿es señora o señorita? ─pregunté indicando el despacho particular.
─Señora.
─¿Está?
─No.
─Y a usted ─añadí─, ¿cómo tendré que llamarla además de «diga»?
─Señorita Brand.
─Me alegro de conocerla, señorita Brand. Soy Donald Lam. La señora Cool me ha dado el empleo mencionado en el anuncio.
Siguió tecleando.
─Puesto que he de trabajar aquí ─dije─, espero que usted y yo nos veremos mucho. Noto que no le soy simpático, pero tampoco tengo mucha confianza en que me inspire usted simpatía. De modo que, si quiere, lo dejamos así.
Interrumpió su tecleo para volver una página de su libreta taquigráfica. Luego levantó los ojos y repuso:
─Como quiera.
Y volvió a teclear. Yo entré y me senté.
─¿He de hacer algo más aparte de esperar? ─pregunté unos minutos después.
Ella meneó la cabeza.
─La señora Cool me dijo que volviese a las once ─añadí.
─Bien, ya está aquí ─replicó ella sin dejar de teclear.
Saqué del bolsillo un paquete de cigarrillos. Había pasado una semana sin fumar, no por gusto, sino por fuerza. Se abrió la puerta exterior y entró la señora Cool, seguida por una muchacha de cabello color castaño.
Examiné a la señora Cool mientras atravesaba la oficina, y rectificando mi primer cálculo, añadí diez kilos más a su peso. Desde luego, no era partidaria de encerrarse en un traje estrecho, porque se le agitaba el cuerpo dentro de la ropa, como una masa de jalea sobre una fuente. Pero sin embargo, andaba con ritmo fácil y suave. En realidad, parecía que no moviese las piernas, como si no las tuviera; más bien avanzaba como el agua de un río.
Miré a la muchacha que la seguía y ella me devolvió la mirada. Tenía los tobillos finos, era esbelta y al parecer andaba de puntillas, como asustada. Tuve la impresión de que si le gritaba «¡Bu!» con toda la fuerza de mis pulmones, en dos saltos saldría de la oficina. Tenía los ojos castaños, el cutis curtido por el sol, o por los polvos, y un traje cortado de modo que pusiera en relieve su figura… y, en efecto, lo conseguía. Y además, era una figura digna de ser mirada.
Elsie Brand seguía tecleando. La señora Cool mantuvo abierta la puerta de su oficina particular.
─Entre, señorita Hunter. ─Y volviéndose a mí, continuó en el mismo tono de voz, cual si prosiguiera la frase─: Dentro de cinco minutos lo llamaré. Aguarde.
Poco después, sonó el timbre del teléfono de Elsie Brand. Ella interrumpió su tecleo, tomó el receptor y dijo:
─Muy bien. ─Volvió a colgar el receptor y ordenó─: Entre.
Y antes de que me pusiera en pie, volvió a teclear.
Abrí la puerta del despacho particular. La señora Cool rebosaba en el ancho sillón. Estaba inclinada sobre la mesa y apoyada de codos en ella. Cuando entraba oí que decía:
─…No, querida, poco me importa lo que mienta usted. Antes o después averiguaremos la verdad. Y cuanto más nos cueste, más dinero cobramos. Le presento a Donald Lam. La señora Hunter. El señor Lam lleva poco tiempo conmigo, pero tiene condiciones. Trabajará en su caso y yo vigilará lo que haga.
Incliné la cabeza para saludar a la joven, que me sonrió preocupada. Al parecer, titubeaba con respecto a algo importante.
La señora Cool continuaba con los codos apoyados en la mesa, con la inmovilidad que caracteriza a las personas gruesas. Los que son flacos no cesan de hacer movimientos repentinos, para aliviar la excitación nerviosa que sienten. La señora Cool, seguramente, no tenía ni siquiera cosquillas. En cuanto se sentaba estaba instalada de un modo definitivo. Y tenía la majestad de una montaña con pico cubierto de nieve, así como el aplomo de una apisonadora.
─Siéntese, Donald ─dijo.
Obedecí, demostrando interés profesional por el perfil de la señorita Hunter. Tenía la nariz larga y recta, la barbilla fina, la boca deliciosamente formada, la frente muy suave y rodeada por el cabello rizado y castaño, y al parecer, estaba muy preocupada, cosa que le impedía notar cuanto la rodeaba.
─¿Ha leído usted el periódico, Donald? ─me preguntó la señora Cool.
Afirmé inclinando la cabeza.
─¿Acerca de Morgan Birks?
─Algo ─contesté, fascinado por la abstracción de la señorita Hunter─. ¿No es ese individuo condenado por el tribunal por el escándalo de las máquinas tragaperras?
─No hubo ningún escándalo acerca de eso ─contestó la señora Cool─. Habían instalado una serie de máquinas tragaperras ilegales, donde más negocio podían hacer, como es natural, y había algún soborno entre los policías. Morgan se encargaba de pagarles. El tribunal no lo acusó de nada. Simplemente lo citó como testigo, porque no tienen indicios suficientes para condenarlo. Pero él no acudió. Y ahora andan buscándolo. Creo que hay un auto de prisión contra él. Eso es todo. Si lo cogen, quizá le busquen las cosquillas por lo de la policía. Pero si no lo encuentran, no podrán acusarlo de nada. Y no comprendo que alguien quiera dar a eso las proporciones de un escándalo.
─Me limité a repetir lo que dice el periódico ─contesté.
─No lo haga, Donald. Es una mala costumbre.
─Bueno, ¿y qué pasa con ese Morgan Birks? ─pregunté, ya que la señora Hunter seguía preocupada.
─Morgan Birks está casado ─dijo la señora Cool─. Su esposa se llama… ─Se volvió a la señorita Hunter, diciéndole─: Permítame consultar esos papeles, querida señorita. ─Pero tuvo que repetir sus palabras antes de que la interpelada las oyese, abriera el bolso y sacando de él unos documentos de aspecto legal, los ofreciera a la señora Cool. Ésta, después de consultarlos, reanudó la explicación que estaba dando─. …Sandra Birks. Ella quiere divorciarse y desea aprovecharse de la situación de su marido, porque le parece el momento más apropiado para lograr su objeto. Pero existe el inconveniente de que no puede dar con su marido para entregarle la citación.
─¿No está clasificado ya como fugitivo de la justicia? ─pregunté.
─No sé cuánta justicia pueda haber en eso ─replicó ella─. Pero no hay duda de que es fugitivo de algo, y que nadie lo encuentra.
─¿Qué debo hacer? ─pregunté.
─Encontrarlo ─contestó ella, tendiéndome aquellos documentos.
Los tomé y vi que entre ellos figuraba una citación para que Morgan Birks compareciese a declarar en la petición de divorcio de su mujer.
─Para entregar esa citación ─explicó la señora Cool─ no es preciso ser agente de la autoridad. Cualquier ciudadano de los Estados Unidos, de más de veintiún años, y que no sea una de las partes, puede encargarse de eso. Procure encontrar a Birks y entréguele esa citación. En cuanto lo haya hallado, muéstrele estos documentos y vuelva aquí para aclarar oficialmente que ha cumplido este encargo.
─¿Y cómo lo encontraré? ─pregunté.
─Me parece que podré ayudarlo ─dijo la señorita Hunter.
─¿Y en cuanto yo lo haya encontrado? ─pregunté a la señora Cool─. Tal vez él se enoje…
─Claro que sí ─replicó la señorita Hunter─. Eso es lo que temo. Quizá sea capaz de agredirlo, señor Lam. Morgan es…
─¡Caramba, Donald! Eso es cuenta de usted ─observó la señora Cool con la mayor naturalidad─. ¿Qué demonio quiere que hagamos nosotras? ¿Acompañarlo para ocultarse detrás de nuestras faldas, cuando le haya entregado esos documentos?
Me resigné a que me despidiera antes o después. Y como esto podía ocurrir de seguro inmediatamente, repliqué:
─Tan sólo le pedía noticias.
─Ya se las han dado.
─No, señora ─dije─. Y por si le interesa, no me gusta su modo de hacerlo.
─No me interesa ─replicó mientras abría la pitillera que había en la mesa─. ¿Quiere fumar, señorita Hunter? ¿Cómo se llama usted, querida? Me cuesta mucho recordar los nombres de pila.
─Alma.
─¿Quiere fumar, Alma?
─No, gracias. Ahora no.
La señora Cool tomó un fósforo, lo frotó en la parte inferior de la mesa y añadió:
─Como decía, Donald, encontrará usted a Birks y le entregará esos documentos. Alma le ayudará a encontrarlo… ¡Ah, sí! Desde luego, querrá usted saber que tiene que ver Alma en este asunto. Es amiga de la esposa… ¿o tal vez pariente?
─Nada más que amiga ─contestó Alma Hunter─. Sandra y yo vivíamos juntas antes de que contrajera matrimonio.
─¿Cuándo fue eso? ─preguntó la señora Cool.
─Dos años atrás.
─¿Dónde vive usted ahora?
─Con Sandra. Tiene un piso con dos dormitorios. Vivo con ella. En breve llegará su hermano del Este. Morgan Birks se ha alejado del domicilio conyugal y…
─Supongo que conoce usted a Morgan ─insinuó la señora Cool.
─No ─contestó Alma Hunter, con excesiva rapidez─. Nunca me gustó la idea de conocerlo. Gracias a Sandra sé algunos detalles de él. Y si me lo permite, preferiría no hablar de eso.
─Se lo permito ─replicó la señora Cool─. Y si se refiere usted a hechos que no tienen relación con el caso, me importa un pito. En cambio, si nos interesan, ya los averiguaré a razón de tantos dólares por día, de manera que puede usted hacer lo que quiera. Usted misma fijará la cuenta, querida.
Alma Hunter sonrió levemente.
─Y no haga caso de mi modo de hablar ─añadió la señora Cool─, porque me gustan las palabrotas, los trajes anchos y la libertad de expresar las ideas. Quiero estar cómoda, porque la Naturaleza me destinó a estar gorda. Me pasé diez años comiendo ensaladas, bebiendo leche desnatada y comiendo tostadas. Llevaba unos cinturones que me ahogaban, y una serie de prendas que no me dejaban suspirar y además me pasaba largas horas pesándome en traje de baño. ¿Y para qué hice eso? Pues simplemente, para pescar un marido.
─¿Y lo consiguió? ─preguntó Alma Hunter, interesada.
─Sí.
La señorita Hunter guardó un discreto silencio y la señora Cool se resintió de él.
─Pero no me sirvió de nada ─dijo─. Aunque en definitiva no es este el momento más apropiado para hablar de mi vida privada.
─Dispense ─dijo la señorita Hunter─. No quise ser indiscreta, sino que me interesó. Tengo mis propios problemas y no me gusta oír hablar mal del matrimonio. Creo que cuando una mujer se esfuerza en alcanzar el éxito en el matrimonio, puede hacer tan atractivo el hogar, que el marido no sienta deseos de alejarse. Después de dos…
─¿Y por qué demonio una mujer se ha de preocupar en hacer eso por un hombre? ─interrumpió Berta Cool, sin levantar la voz─. ¡Dios mío! Al cabo, los hombres no son dueños del mundo.
─¡Pero el mundo es el lugar en que ha de vivir una mujer! ─contestó Alma Hunter─. Es una parte de la estructura biológica.
Berta Cool la miró por encima de sus gafas.
─Si quiere hablar de impulsos biológicos, hágalo con Donald, porque está enterado de cómo se hacen el amor los microbios.
─Los hombres no son microbios ─replicó Alma Hunter.
Berta Cool dio un suspiro que hizo temblequear sus carnes.
─Mi matrimonio es la única cosa del mundo que me pone fuera de sí. Algún día, Donald, se enterará por otro de que me conduje muy mal y de que traté pésimamente a mi marido. Tal vez, por mi parte, le relataré esa historia, aunque no en horas de oficina, a no ser que lo haga en las horas dedicadas a usted, querida mía… pero ¡por Dios!, no se case con la idea de poner a un hombre en un pedestal y humillarse a sus pies para quitarle el polvo de los zapatos. Si hace usted eso, un día cualquiera una muchachita insignificante, de grandes ojos azules, mirará a su marido y entonces podrá usted convencerse de que ocupa el lugar que ha elegido por sí misma, es decir, que se verá convertida en una fregona, que tendrá las manos ásperas, la cara desfigurada y las rodillas con callos. Yo sé que usted se dice ahora que su marido no será así, pero me consta que todos son iguales.
─Señora Cool…
─Bueno, si quiere detalles, oiga lo que me ocurrió. Y usted, Donald, escúcheme también, porque le conviene enterarse.
─A mí no me importa ─contesté─. Si de mí dependiese, podría usted…
─¡Cállese! ─replicó─. Soy su jefe y no me interrumpa cuando hablo. ─Se volvió a Alma y le dijo─: Quítese cuanto antes de la cabeza esas ideas acerca de los maridos, porque de lo contrario, será una desgraciada toda la vida. Mi marido era uno del montón, como todos. Yo continué en mi ilusión hasta después de la luna de miel y entonces empecé a mirarlo a través de la mesa del almuerzo, preguntándome qué demonio obtenía yo a cambio de lo que daba. Él comía melocotones, nata, un cuenco de harina de avena, con mucha mantequilla, jamón y huevos, café con leche, con dos cucharadas de azúcar y así sucesivamente. Y comía todo eso en mi presencia, sin darme nada. Yo estaba sentada frente a él, muerta de hambre, y comiendo pan seco para que me durase más.
»Llegó un día en que me dijo que había de emprender un viaje a Chicago, para negocios. Sospeché que mentía y lo hice seguir por un detective. Se llevó a su secretaria y se dirigió a Atlantic City. Recibí la noticia por teléfono, el lunes por la mañana, cuando los dos estaban sentados para almorzar.
─¿Y se divorció usted de él? ─preguntó Alma Hunter, con ojos centelleantes.
─¡Y un cuerno! ─replicó la señora Cool─. ¿Para qué había de divorciarme de aquel gusano? Él representaba mi comida. Me limité a decirle. «Mira, Henry Cool, bien está que te lleves a esta rubia oxigenada a Atlantic City para pasar el fin de semana. Y no me parece mal tu pretensión de que llegue a gustarme. Pero yo voy a comer lo que me dé la gana, hasta que te guste». Empecé, pues, a servirme grandes cantidades de todos los requisitos que había en la mesa, sin privarme de nada, y comí con el mayor apetito antes de que mi marido se atreviese siquiera a contarme alguna mentira.
─¿Y qué más? ─preguntó Alma.
─¡Oh! ─replicó mi jefe─. Siguió mintiendo y yo continué comiendo. A partir de entonces, echamos los cimientos de una buena camaradería. Él continuó manteniéndome, y yo comiendo. Y siguió jugueteando con la secretaria oxigenada, hasta que ella intentó hacerle víctima de un chantaje. Como se comprende, ya no quise aguantar eso, de modo que fui al encuentro de la muy sinvergüenza, le armé un escándalo fenomenal y así logré que se marchara, corrida como una mona. Luego yo misma cuidé de escoger una secretaria para mi marido.
─Seguramente buscó usted a una que no pudiese hacerle víctima de sus tentaciones ─observó Alma Hunter, sonriendo.
─Nada de eso ─contestó la señora Cool─. Yo, en aquella época, estaba ya muy gruesa y me pareció justo que Henry se divirtiese algún rato. Le escogí, pues, a una muchacha muy bonita, a quien ya conocía desde tres años atrás. Y como sabía muchas cosas acerca de ella, estaba segura de que ni siquiera intentaría hacerle víctima de un chantaje. Y le juro a usted, querida mía, que aún ahora ignoro si Henry llegó a tener algo con ella, aunque supongo que sí, porque era de esos que no pueden tener las manos quietas cuando ven a una mujer. Pero ella era una secretaria estupenda; y Henry parecía ser feliz. Yo comía todo lo que me daba la gana. Fue un convenio maravilloso… hasta que murió Henry.
Parpadeó y no pude darme cuenta de si aquello había sido un movimiento nervioso o tenía los ojos llenos de lágrimas. De repente volvió a tratar de su negocio.
─Usted desea que se entreguen esos documentos. Y yo me encargo de ellos. ¿Hemos de hablar de algo más?
─Tan sólo de los honorarios ─contestó Alma.
─¿Tiene dinero esa Sandra Birks?
─No es rica, pero tiene…
─Deme un cheque de ciento cincuenta dólares ─interrumpió la señora Cool─. A mi nombre. Lo mandaré al Banco y si el cheque es bueno, encontraremos a Morgan Birks. Luego le entregaremos los papeles. Si lo encontramos mañana, eso le costará a usted ciento cincuenta dólares. Si tardamos más de siete días, nos pagará veinte dólares diarios, por cada uno de los que excedan de siete. Y en cualquier caso, no le devolveremos un centavo. Hablando con franqueza, si no lo podemos encontrar en siete días, no lo encontraremos ya. Sería una lástima que gastara usted demasiado dinero en eso, pero debo avisarla.
─Es preciso que lo encuentre usted ─dijo Alma─. Es imperativo.
─Oiga, querida. Toda la policía se esfuerza en hallar a ese hombre y yo no le digo a usted que sea imposible, como tampoco afirmo que podremos encontrarlo. Me he limitado a indicarle la manera de no gastar demasiado dinero.
─Pero la policía no cuenta con el auxilio de Sandra y ella…
─¿Debo entender que Sandra sabe dónde está?
─No, pero lo sabe su hermano.
─¿Quién es ése?
─Se llama B. Lee Thoms. Está dispuesto a ayudar a Sandra. Ella ha ido a la estación a recibirlo. Su hermano sabe quién es la amiguita de Morgan, de modo que tal vez por medio de ésta podrían encontrarlo.
─Bien ─contestó Berta Cool─. En cuanto me entregue usted el dinero, empezaremos.
─Voy a pagarle en efectivo ahora mismo ─dijo Alma mostrando su bolso.
─¿Cómo ha venido usted a encargarme de este asunto?
─El abogado de Sandra nos comunicó que ha logrado usted algunos éxitos y que se encargaba de asuntos que las demás agencias no querían aceptar, como divorcios y cosas por el estilo. Y…
─¿Quién demonio es ese abogado? ─interrumpió Berta Cool─. No me he acordado de averiguar su nombre. Donald, entrégueme esos papeles. Pero no. No hay necesidad. Dígame solamente cómo se llama el abogado.
─Sidney Coltas. Tiene su oficina en el Temple Building.
─Nunca había oído hablar de él ─comentó la señora Cool─. Pero al parecer me conoce. Sí, en verdad. Yo me dedico a los divorcios, a la política y a lo que sea. Mis ideas acerca de la ética de esos negocios solo tienen en cuenta el dinero que dan.
─Al parecer, trabajó usted una vez para un amigo del abogado ─dijo Alma Hunter.
─Bien. Pero conviene aclarar un punto, querida mía ─replicó Berta Cool─. No me encargará yo misma de entregar esos documentos y no se figure que voy a ir de un lado a otro con ellos en la mano, en busca de ese individuo. Tengo algunos empleados que se ocupan de estas cosas. Y Donald Lam es uno de ellos.
Se oyó el timbre del teléfono. Ella frunció el ceño y dijo:
─Me gustaría que alguien inventara un bozal para este maldito armatoste, que siempre tiene la habilidad de llamar cuando se dice algo interesante. ¡Diga!… ¡Diga!… ¿Quién es? Sí… ¿Qué quiere usted, Elsie? Bueno, le pongo en comunicación.
Empujó el teléfono hasta la esquina de la mesa y anunció:
─La llaman a usted, Alma. Una mujer. Dice que es urgente.
Alma Hunter tomó el receptor, tragó saliva y clamó:
─¡Diga!
Se oían los repiqueteos del micrófono. Vi cómo se transformaba la expresión del rostro de Alma y dijo:
─¡Dios mío! ─escuchó unos momentos y añadió─: ¿Dónde estás ahora?… Sí… ¿Irás directamente a casa?… Bueno, ya nos veremos allí. Iré lo antes posible… Sí. He encargado este asunto a un detective… No… Ella en persona, no… No trabaja en estos casos… Es… En realidad…
─No le dé vergüenza ─contestó Berta Cool─. Dígale que soy muy gorda.
─Bueno… pues… Está muy gruesa ─añadió Alma Hunter─. Sí… gruesa… No, es un joven. Bueno, ya lo llevaré conmigo. ¿Cuándo? Espera un momento… ─Levantó los ojos y preguntó─: ¿Podrá usted acompañarme ahora mismo? Desde luego, si lo permite la señora Cool
─Sí ─contestó ésta─. Haga usted lo que quiera con él. Póngale un collar y llévelo atado, porque no me importa. Usted lo ha alquilado y es suyo.
─Sí, lo llevaré conmigo ─dijo Alma Hunter ante el receptor.
Luego colgó para mirar a la señora Cool. Su voz temblaba ligeramente.
─Hablaba Sandra ─anunció─. Fue a recibir a su hermano a la estación, pero, a la salida, otro vehículo se arrojó contra su coche y el hermano salió disparado a través del parabrisas. Ahora los dos se hallan en un hospital de urgencia. Dice que su hermano conoce muy bien a la muchacha con la que Morgan anda por ahí, pero, al parecer, se niega a decir quién es. Cree que será preciso hacer alguna presión sobre su hermano. La ejerceremos…
─Bueno, ya se encargará Donald de eso ─dijo Berta Cool─. Puede usted manejarlo como le parezca mejor. Pero recuerde ─añadió dirigiéndose a la joven─, que si lo encontramos mañana, le costará ciento cincuenta dólares.
─Comprendido ─dijo la señorita Hunter─. Y si quiere, le pagaré ahora mismo.
─Quiero ─contestó muy serena Berta Cool.
Alma Hunter abrió el bolso, sacó unos billetes y empezó a contarlos. Mientras lo hacía, examiné las alegaciones de la esposa que pedía el divorcio. Vi que además de citar todos los datos necesarios y de pedir alimentos, en el párrafo en el que se especificaba la causa del divorcio, la esposa alegaba la crueldad. Su marido la había golpeado y en una ocasión la empujó para que se cayera delante de un automóvil, porque ella se mostraba lenta en bajar la acera. La insultó luego, llamándola bruja y otra cosa peor, en presencia de testigos y todo eso había ocasionado a la esposa grave sufrimiento moral e intensa angustia física.
Levanté la mirada y pude notar que Berta Cool me observaba atentamente con sus ojos grises. En la carpeta y ante ella estaban los billetes de Banco.
─¿No va usted a contarles? ─preguntó Alma Hunter.
─No ─contestó la señora Cool. Metió los billetes en el cajón, tomó el teléfono y dijo a Elsie Brand─: Cuando salga Alma Hunter dele un recibo a nombre de Sandra Birks, por ciento cincuenta dólares. ─Colgó el receptor y dijo a Alma Hunter─: Nada más.
La joven se puso en pie y me miró. Salimos juntos de la oficina. Elsie Brand tenía ya el recibo preparado. Lo arrancó del talonario, lo entregó a mi compañera y volvió a dedicar su atención a la máquina de escribir.
Alma Hunter me miró cuando salíamos por el pasillo en dirección al ascensor.
─Deseo hablar con usted ─dijo.
Asentí con un movimiento de cabeza.
─Ahora procure comprenderme. Me doy cuenta de lo que piensa. Después de lo que ha dicho la señora Cool acerca de que yo lo he alquilado, sin duda se sentirá un gigoló o un perrillo.
─Gracias ─dije.
─Sandra me dijo que el doctor emplearía casi una hora en poner parches a su hermano y que hasta entonces no volvería a su casa.
─De modo que usted ha decidido emplear esa hora hablando conmigo.
─Sí.
Centelleó de rojo la luz indicadora del ascensor.
─¿Es demasiado temprano para almorzar? ─preguntó.
Pensé en mi almuerzo de veinticinco centavos y cuando la seguía al ascensor, contesté:
─No.