EL camastro de la cárcel era muy duro, el colchón delgado y la noche muy fría, como ocurre en las regiones desérticas. Estaba tembloroso y expectante.
Pude oír los rumores de los otros presos que dormían. Supuse que serían las doce de la noche. Quise recordar el calor que sufrí al atravesar el desierto, pero no conseguí hacerme pasar el frío. Pensé en Alma…
Oí cómo se descorrían los cerrojos de la puerta y luego el rumor de voces y de pisadas. Cuatro o cinco minutos después, los pasos avanzaron por el corredor y el carcelero dijo:
─Despierte, Lam; lo esperan abajo.
─Quiero dormir.
─De todos modos, habrá de bajar.
Me puse en pie y, como no me había desnudado, seguí al carcelero hasta la oficina. El fiscal, el fiscal suplente, el sheriff, un taquígrafo y dos policías de Los Ángeles me esperaban en la estancia. Me habían preparado una silla frente a una luz muy viva. El sheriff me invitó a ocupar aquel asiento.
─Esa luz me hiere la vista. ─dije.
─Se acostumbrará. Deseamos verle bien la cara.
─Para eso no es preciso que me dejen ciego. ─repliqué.
─Si dice la verdad, Donald ─me advirtió el sheriff─, no tendremos necesidad de observar su rostro para ver si miente.
─¿Y por qué teme usted que no haya dicho la verdad?
─Ha dicho lo suficiente, Donald, para convencernos de que sabe usted todas las cosas que nos conviene averiguar, pero no nos ha dicho la verdad entera. Ahora tenga en cuenta que esos señores acaban de llegar de Los Ángeles, expresamente para oír su relato. Saben lo bastante para estar convencidos de que ha mentido, aunque ha dicho una parte de la verdad. Queremos, pues, saber el resto.
Hablaba en tono paternal, como suelen hacer las autoridades para engañar a los delincuentes, y yo fingí dejarme engañar también.
─Es todo lo que sé ─contesté de mala gana─. Ya se lo he dicho.
La luz me alumbró los ojos, produciéndome un vivo dolor, y el sheriff dijo:
─Lo siento mucho, Donald, pero no tendré más remedio que interrogarlo detalladamente y observar la expresión de su rostro.
─¡Eso no es un interrogatorio, sino una tortura! ─exclamé.
─¡No, hombre, no! Únicamente lo hacemos porque es preciso que sepamos la verdad.
─Pero ¿qué hay de raro en el relato que les hice?
─Varias cosas. En primer lugar, usted no estaba en aquella habitación, Donald. Algunas cosas que nos dijo usted de Cunweather son ciertas, pero otras no. Usted no mató a Morgan, sino que lo hizo esa muchacha, Usted le dio el arma y ella la dejó caer en el suelo y echó a correr. Luego lo llamó por el teléfono de la planta baja de la casa. Un inquilino del mismo edificio le dio un níquel para que pudiese telefonear. Así, pues, Donald, queremos la verdad.
─Bueno, desvíen ustedes esta luz y se la diré.
─Tome nota ─dijo el fiscal al taquígrafo─. Ahora, Donald, según creo, va usted a hacer una confesión o declaración voluntaria. Nadie le ha prometido cosa alguna ni tampoco le ha amenazado. Va a declarar simplemente por el deseo de decir la verdad y de confesar por completo. ¿Es así?
─Como quiera.
─Contesta afirmativamente ─dijo el fiscal al taquígrafo─. Tome nota. ¿Es así, Donald?
─Sí.
─Adelante ─dijo el sheriff─. Oigamos la verdad, recuerde, Donald, que ya no queremos otra mentira. ─Desvió la luz para que no me hiriese la vista, y añadió─: Adelante.
─Yo lo maté ─dije─, pero Alma Hunter lo ignora. Lo hice para protegerla y porque me habían encargado matar a ese hombre.
─¿Quién?
─Bill Cunweather.
─No queremos más mentiras ──dijo el sheriff.
─Ésta es la pura verdad.
─Bien, adelante.
─¿Debo empezar por el principio?
─Sí.
─Bueno ─dije─. Conocí a Cunweather y a su cuadrilla en Kansas City. No les diré quién soy yo, en realidad, porque viven mis padres y no quiero darles un disgusto de muerte. He ido de un lado a otro, dedicado a diversas cosas, pero no tuve nada que ver en ese asunto de Kansas City. Estaba entonces en California y puedo demostrarlo de una manera patente.
»Cunweather era el jefe de la cuadrilla que se dedicaba a explotar las máquinas tragaperras. Como es natural, estaba organizado el soborno. Se empleaba en eso mucho dinero y Birks era el encargado de pagar.
»Las cosas marcharon muy bien hasta que el comité contra el vicio practicó una investigación. Lograron descubrir a algunos de los complicados en el asunto, pero no a los jefes.
»Y así se puso también al descubierto que las sumas pagadas para sobornar a los agentes de la autoridad eran, más o menos, la mitad de lo que entregaba Cunweather. Es decir, que cuando Morgan Birks recibía, por ejemplo, diez mil dólares para sobornar a las personas indicadas se quedaba con la mitad y sólo entregaba el resto.
»Cuando se descubrió la cosa, Morgan Birks se largó y todo el mundo pudo figurarse que huía de la Justicia, pero en realidad no era así, sino que huía del jefe, puesto que éste había podido enterarse de que hasta entonces le estuvo robando.
»Ocultó la mayor parte del dinero obtenido de este modo, guardándolo en unas arcas de alquiler, a nombre de su esposa. Pero cuando ésta solicitó el divorcio, lo hizo por saber que su marido se hallaba en una situación difícil. En efecto, Morgan Birks no podía contestar a la demanda de divorcio de su mujer. Por eso llegó a un acuerdo con ella, que era lo único posible entonces, aunque no gran cosa. Mientras tanto, el jefe se enteró de que Sandra Birks había recurrido a la Agencia de Detectives Cool para que entregase a Morgan Birks los documentos relacionados con la demanda de divorcio. En vista de eso, Cunweather me hizo ingresar en la agencia Cool, figurándose que así podría encontrar a Morgan. En efecto, me confiaron la misión de entregarle los documentos.
»Ahora bien, Sandra protegía a su marido, pero nosotros lo ignorábamos. En su casa tenía un individuo a quien se suponía su hermano. Pero no lo era. En realidad, se trataba de Morgan. Éste la vigilaba receloso, y temiendo que su mujer emprendiera la fuga llevándose el dinero de las cajas de alquiler, en vez de repartírselo según habían convenido.
»En cuanto obtuve algunos informes de Sandra Birks y de Alma Hunter, fui a comunicárselo al jefe. Así averiguamos dónde se ocultaba Morgan Birks, es decir, que supimos que el hombre que se hacía pasar por hermano de Sandra era, en realidad, su marido.
─Pero ¿cómo podía hacerse pasar por su hermano, puesto que ustedes lo conocían? ─preguntó el sheriff.
─Fingió haber sufrido un accidente de automóvil, de modo que le vendaron y cubrieron la nariz y parte de la cara con tiras de esparadrapo, lo cual lo desfiguraba en absoluto. También se peinó de otra manera y se puso algo debajo de la ropa, a fin de parecer más grueso. Después de haber matado a Morgan le quité ese relleno y lo metí en un cubo de basura que pude encontrar ante la puerta de su casa. Compruébenlo.
─Adelante ─dijo el sheriff.
─Transmití todos esos informes al jefe. Éste tenía a un valentón llamado Fred, cuyo apellido ignoro, y envió a ese Fred al encuentro de Morgan.
»Mientras tanto, Sandra había limpiado ya las arcas de alquiler. Es una mujer avara. Morgan Birks se enteró y resolvió matarla, quitarle el dinero y desaparecer. Sandra, por su parte, estaba bromeando con un amiguito y no quería que Morgan se enterase. Por eso rogó a Alma Hunter que durmiese en su casa. Dijo a su marido que ella dormiría en una de las camas gemelas con Alma y que él no debía entrar, puesto que todos creían que era su hermano.
»El marido tenía sus llaves, de modo que por la noche se metió en la habitación donde había las dos camas, y encontrando a Alma en una de ellas, quiso estrangularla. Como estaba a oscuras, no pudo notar el error. Alma le dio algunos puntapiés en el estómago, obligándole a soltarla. Luego empezó a gritar y Morgan se apresuró a huir. Eso ocurrió la noche antes de que yo le diera muerte. En cuanto el jefe pudo comunicar con Morgan, éste se vio en un apuro. Lo confesó todo y prometió devolver el dinero. Pero antes era preciso quitárselo a su mujer, y el jefe le ordenó que lo hiciera así.
»Pero como es natural, ya no tenía ninguna confianza en Morgan y éste lo sabía. Y como lo perseguía la Justicia y por otra parte su mujer se había vuelto contra él, hallábase en una situación muy desagradable.
»Yo me había enamorado de Alma Hunter, que es una buena muchacha, y cuando me enteré de que Morgan quiso estrangularla le di una pistola y le dije que la protegería para que no le ocurriese en absoluto nada desagradable.
»Morgan fue a mi encuentro en una droguería, donde el jefe me puso de guardia, y los dos fuimos a casa de Sandra, con objeto de tomar el dinero. Morgan me dijo que Alma Hunter había salido con un amigo y que estaría ausente toda la noche. ¿Se hacen ustedes cargo del asunto? Sandra Birks tenía el dinero del jefe y nosotros íbamos a tomarlo. Sabíamos que la cosa no sería fácil. Morgan me había encargado que, al entrar en la habitación de su mujer, le diese un golpe en la cabeza y le quitara el dinero que llevaba en un cinto, debajo de la camisa.
»Acepté el encargo. Subimos al piso, Morgan abrió con su llave y penetramos en el dormitorio. Estaba a oscuras. Yo tenía una lámpara en el bolsillo, pero Morgan me dijo que su mujer se despertaba en cuanto se encendía una luz. Antes de entrar le pregunté si allí había alguien más y me contestó negativamente.
»Penetré a tientas en la estancia. Oí la respiración de alguien que estaba acostado. Resolví taparle la boca con la mano y luego apoderarme del cinto. Morgan Birks, estaba hacia el pie de la cama. No podía verlo, pero sí lo oí respirar. Extendí la mano hacia la boca de la mujer dormida y en aquel momento ella despertó.
»No me dejó hacer nada, porque obró con una rapidez pasmosa. La pistola despidió un fogonazo al disparar, antes de que pudiese hacer cosa alguna. Quise agarrar a aquella mujer, pero mi mano tropezó con la almohada. Al mismo tiempo, ella saltaba de la cama para dirigirse a la puerta. Y en cuanto oí aquel grito, reconocí la voz de Alma, convenciéndome de que era ella y no Sandra.
»Permanecí allí algunos instantes, hasta que oí cómo se cerraba la puerta exterior. Encendí la lamparilla y Morgan Birks empezó a insultarme, diciéndome que había estropeado el asunto. Yo no repliqué. Miraba la pistola que había en el suelo y que reconocí por habérsela dado a Alma Hunter. La soltó después de disparar y huyó. Morgan Birks seguía maldiciéndome. Entonces cogí la pistola y dije: “Veo, Birks, que eres un cochino e incapaz de abstenerte de engañar a alguien”. “¿Qué quieres decir?”, replicó. “Ya lo sabes. Estabas muy bien enterado de que esta mujer era Alma y no Sandra”.
»Seguramente comprendió lo que le iba a suceder, porque se dirigió a la puerta. Pero no llegó a atravesarla, porque le pegué un tiro. Luego solté la pistola y tuve que arrastrar su cadáver para poder abrir la puerta. Salí al corredor, bajé la escalera, y una vez en la calle, tomé un taxi, regresé a casa y me acosté.
─¿No fue a comunicar a Cunweather?
─Entonces no. Me pareció más conveniente esperar.
─¿Y se fue usted a dormir?
─Había cerrado ya los ojos cuando Alma Hunter me llamó por teléfono. Yo no esperaba que hiciese tal cosa. Lo demás ya lo saben. Fingí estar dormido para que la patrona me llamara unas cuantas veces.
─Ahora, Lam, creo que ha dicho la verdad ─exclamó el sheriff.
─Un momento ─dijo el fiscal─. Eso significa que se hicieron dos disparos con la pistola.
─Sí, señor ─contesté.
─¿Y qué fue de la primera bala?
─Lo ignoro. Debió de clavarse en algún sitio.
─Esa pistola no fue disparada dos veces ─dijo uno de los agentes de Los Ángeles─. El cargador puede contener siete cápsulas y había seis solamente.
─Digo la verdad y puedo probarlo ─contesté─. Yo mismo cargué la pistola. Puse las siete cápsulas en el cargador; yo metí otra en la recámara, es decir, que el arma contenía ocho. Vean ustedes la caja de municiones que hay en el cajón del escritorio de la habitación seiscientos veinte, del Hotel Perkins, y verán cómo faltan ocho cápsulas.
─Tiene razón ─observó el sheriff.
─Bueno, Donald ─dijo uno de los dos individuos de California, poniéndose en pie─. Va usted a volverse con nosotros. Prepare sus cosas y vámonos.
─No quiero ir a California ─contesté.
─¿Cómo?
─Estoy en Arizona ─dije─. No me gusta California. En ese desierto hace un calor espantoso. Aquí me encuentro muy bien. Me gusta la cárcel y el trato que me dan. Júzguenme aquí si quieren, y me resignaré.
─Supongo, Donald, que no va a causarnos la molestia de tener que pedir la extradición.
─Yo no me muevo de aquí.
Uno de los agentes, colérico, se acercó a mí, pero el sheriff lo contuvo. El fiscal se dirigió al carcelero y le ordenó que me llevase de nuevo al calabozo.
─Quiero papel y pluma ─dije.
─Ya se lo entregará el carcelero ─contestó el sheriff.
Volví al Calabozo, donde hacía un frío extremado que me hacía tiritar de pies a cabeza. Y así escribí a la luz de un farol. Una hora después volvieron a sacarme. El sheriff me dijo:
─El taquígrafo ha traducido ya su declaración. Queremos leérsela para que nos diga si está bien y por si quiere firmarla.
─Desde luego la firmaré si está bien ─contesté─. Pero ahora aquí tengo otro documento.
─¿Qué es eso? ─preguntó mirando el papel.
─Una petición de Donald Lam, conocido también por Peter B. Smith, en solicitud de que se le conceda el habeas corpus.
─Está usted loco, Donald ─contestó el sheriff─. Ha confesado un asesinato perpetrado a sangre fría, con premeditación y alevosía.
─Desde luego maté a un sinvergüenza ─contesté─. Y ahora o bien acepta usted mi solicitud para el habeas corpus o me niego a firmar la confesión.
─Lo aceptaré ─repuso─, aunque estoy persuadido de que no anda usted bien de la cabeza.