coolCap11

EN el hotel Perkins me presenté dando el nombre de Rinton C. Watson, de Klamath Falls, Oregón. Tomé un cuarto con baño y encargué al «botones» que llamase inmediatamente a su jefe.

Éste tenía la actitud deferente que caracteriza a todos los ganchos y rufianes del mundo. Y antes de que yo pronunciase, una palabra, se figuró sobre lo que quería.

─No es a usted al que necesito ─dije─, sino a otro individuo que ocupa el mismo cargo y que es amigo mío.

─¿Cómo se llama?

─Ha cambiado de nombre ─contesté.

Él se echó a reír y contestó:

─Dígame cómo era y tal vez sepa de quién se trata. Estamos tres de servicio ─explicó.

─¿Y viven en el hotel?

─Yo sí. Los otros dos viven fuera.

─Ese individuo ─contesté─ tiene unos veinticinco años, cabello negro, muy espeso, frente estrecha, chato y ojos de color gris.

─¿Y dónde lo conoció usted? ─preguntó.

─En Kansas City ─contesté.

La respuesta fue acertada, porque aquel individuo se mostró dispuesto a hablar.

─Será Jerry Wegley. Entra de servicio a las cuatro y trabaja hasta medianoche.

─¿Y dónde podría encontrarlo ahora?

─Quizá pueda darle sus señas para que hable con él por teléfono.

─Será preciso que nos veamos, porque él me conocía por otro nombre.

─Veré lo que puede hacerse.

Cerré la puerta en cuanto se hubo marchado, y sacando el corsé que llevaba oculto, empecé a contar los billetes de cincuenta y de cien dólares. En conjunto había ocho mil cuatrocientos cincuenta dólares. Hice cuatro fajos, y luego arrollé el corsé muy apretado.

Volvió el jefe de los «botones», diciendo:

─Vive en Brinmore Rooms, y si Terry no se alegra de verle a usted, no le diga quién le ha dado ese dato.

Le entregué un billete de cincuenta dólares, preguntándole:

─¿Puede traerme cuarenta y cinco dólares a cambio de éste?

─Sin duda ─contestó sonriendo.

─Además, tráigame un periódico.

Cuando regresó con los cuarenta y cinco dólares y el periódico, envolví el corsé y salí del hotel. Fui a la estación de ferrocarriles más cercana, estuve sentado unos minutos en un banco y luego me puse en pie, dejando allí aquel paquete.

Compré un sobre franqueado y lo dirigí a Jerry Wegley, Brinmore Rooms. Rasgué una página del periódico, la doblé varias veces, la metí en el sobre y tomé un taxi para dirigirme a Brinmore Rooms.

La casa contaba con cierto número de habitaciones de alquiler. Llamé y al ver que no acudía nadie, repetí la llamada. Poco después apareció una mujer flaca y sonriente, preguntándome qué deseaba.

─Traigo una carta para Jerry Wegley ─dije─. ¿Quiere usted entregársela?

─No. Está en el número dieciocho ─dijo─. Puede ir usted mismo.

En vista de eso, me dirigí a la habitación dieciocho y llamé tres veces, pero en vano. Y en vista de que la puerta estaba cerrada, volví al vestíbulo, tomé la llave y provisto de ella abrí.

Al entrar en la habitación, pude comprender que el pájaro había volado. Había algunos objetos abandonados, ropa sucia y nada más.

Cerré la puerta, y volví a colgar la llave y me alejé. Jerry Wegley se había largado después de burlarse de mí. Le di veinticinco dólares y, a cambio de ellos, me proporcionó una pistola que había servido para cometer un asesinato. A juzgar por lo que pude observar en su cuarto, aquella noche no se había acostado en su cama. ¿Sería por conocer la historia de aquella pistola?

Esperé que pasara un taxi y en cuanto llegó uno, me hice conducir al aeropuerto. Un aviador que se especializaba en dar vuelos a los recién casados, se manifestó dispuesto a llevarme a Yuma (Arizona), aunque al parecer se sorprendió mucho de que viajara solo.

Una vez en Yuma, seguí un plan de operaciones que muchas veces había ensayado mentalmente, de modo que casi me dio la impresión de que estaba representando una comedia.

Me dirigí al First National Bank, y acercándome a la ventanilla destinada a la apertura de cuentas corrientes, dije:

─Me llamo Peter B. Smith y quisiera conocer el modo de invertir provechosamente y con seguridad mi dinero.

─¿En qué, señor Smith?

─En cualquier cosa que pueda proporcionar beneficios inmediatos y provechosos.

─Hay muchas personas que buscan eso mismo, señor Smith. ─contestó el empleado, sonriente.

─Desde luego, pero tal vez pudiera usted decirme algo.

─¿Desea usted abrir una cuenta?

─Sí ─dije, sacando del bolsillo un fajo de billetes de dos mil dólares.

─¿Dónde va usted a alojarse, señor Smith? ─preguntó.

─Aún no he buscado posada…

─¿Viene usted del Este?

─No, señor, de California.

─¿Acaba de llegar?

─Sí.

─¿Tiene algún negocio en California?

─Nada en concreto ─contesté─, pero tengo la opinión de que en California se ha llegado ya al máximo de su desarrollo y, en cambio, Arizona está muy lejos de él.

Ésas fueron todas las referencias que necesitó. Me dio recibo del dinero, una tarjeta para registrar la firma, contó los dos mil dólares e ingresó aquella suma en cuenta corriente.

─¿Quiere usted un talonario de cheques?

Contesté afirmativamente y me entregó el talonario. Me lo eché al bolsillo, nos dimos la mano y salí a la calle. Me dirigí al Banco del Comercio, busqué la sección de cuentas corrientes y di el nombre de Peter B. Smith. Dije lo mismo que en el otro Banco y deposité también dos mil dólares. Además, alquilé una caja en la cámara acorazada y allí dejé una gran parte del dinero de Sandra Birks, que aún me quedaba.

A hora avanzada de la tarde tomé una habitación, pagué un mes de alquiler adelantado y dije a la patrona que no tardaría en recibir el equipaje.

Di un paseo por la población, fijándome en las agencias de automóviles. Escogí la que me pareció más importante, entré y pedí que me mostraran un sedán ligero, que deberían entregarme en el acto. Dije al vendedor que conocía ya perfectamente aquella marca y que deseaba hacerme cargo del coche sin la menor demora. Quería un automóvil capaz de echar a correr en seguida. Me contestó que tenía un coche de demostración y que podría dejarlo listo en treinta minutos. Prometí volver. Me preguntó si quería pagarlo a plazos y le contesté que no, que abonaría el precio al contado. Saqué el talonario de cheques, pregunté cuál era la suma que habría de pagar y llené un talón por mil seiscientos sesenta y dos dólares. Firmé, entregué el documento y dije:

─Éste es el primer día que paso en Yuma. Pienso establecerme aquí. ¿Conoce usted alguna buena inversión de dinero?

─¿De qué clase?

─Algo en donde pudiera invertir un poco de dinero y que, en breve tiempo, rindiese buenos beneficios y sin peligro.

El vendedor se quedó pensativo y acabó diciéndome que no conocía nada por el estilo, pero que si averiguaba algo interesante me lo comunicaría. Le di mis señas y le prometí volver al cabo de media hora.

Me fui a un restaurante, pedí un bistec y luego un pastel de manzana. Regresé a la agencia de automóviles, a fin de hacerme cargo del coche. Vi que habían dejado mi cheque en la parte superior de un montón de papeles.

─Tendrá que firmar dos o tres veces ─dijo el vendedor.

Observé que alguien había escrito con lápiz tinta en la parte superior del cheque las dos letras O. K., seguidas por las iniciales G. E. C. Smith. Me despedí, subí al coche y emprendí la marcha. Me encaminé directamente al First National Bank. Faltaban quince minutos para cerrar. Me dirigí a la ventanilla y extendí una letra a la vista a cargo de C. Helmingford, por cinco mil seiscientos noventa y dos dólares y cincuenta centavos. Extendí también un cheque por mil ochocientos dólares. Me fui a la ventanilla del cajero y le dije:

─Soy Peter B. Smith. Hoy he abierto aquí una cuenta corriente. Andaba buscando alguna buena inversión del dinero y he encontrado una para la que necesito inmediatamente cierta cantidad en efectivo. Tengo aquí una letra a la vista a cargo de H. C. Helmingford. Deseo que se presente al cobro por medio del Security National Bank, de Los Ángeles. Será pagada a la presentación. Deseo que se haga así con la mayor rapidez.

─Un momento, señor Smith ─dijo tomando la letra.

─No es necesario ─dije─, no quiero que me descuenten ese documento, sino que se encarguen del cobro. Ordene a su corresponsal en Los Ángeles que telegrafíe a mi costa.

Me dio un recibo por la letra y preguntó:

─¿Necesita usted algún dinero?

─Sí ─contesté, entregándole el cheque de mil ochocientos dólares y, al mismo tiempo, consulté el reloj.

─Un momento ─contestó.

Se dirigió al departamento de contabilidad, a fin de comprobar el saldo a mi favor y mi firma. Tardó un momento, regresó y me preguntó:

─¿Cómo quiere usted el dinero, señor Smith?

─En billetes de a cien.

Me los entregó, se los agradecí y me encaminé al Banco del Comercio. Pedí que me llevasen a mi arca de alquiler y metí en ella los mil ochocientos dólares que acababa de cobrar, al lado del dinero que había allí.

Hecho esto, subí al coche, salí de la ciudad y crucé el puente del río Colorado, para regresar a California. Dejé el coche parado por espacio de media hora y senté para hacer la digestión de la comida. Luego puse en marcha el motor y recorrí el corto espacio que me separaba de la estación sanitaria que se halla al lado izquierdo de la carretera.

So pretexto de realizar una inspección agrícola, las autoridades de California hacían parar todos los coches, los registraban, abrían los equipajes, fumigaban las mantas, hacían preguntas y molestaban a los viajeros.

Acerqué el coche a la estación de examen. Un hombre se aproximó al coche. Le hablé a gritos, procurando que no me entendiese. Al mismo tiempo pisé el acelerador. Me indicó que pasara a la plataforma de descarga, pero yo di al coche toda la marcha.

Cuando hube llegado a unos doscientos metros más allá, en plena carretera, descubrí por el espejo retrovisor que un motorista estaba poniendo en marcha su máquina. Di velocidad a mi coche.

El motorista salió de la estación, y mi coche aumento también su marcha. Oí la sirena de la moto y dejé que el policía se acercara lo suficiente para que con su sirena despejara el tráfico delante de mí. El policía no echó mano a su revólver hasta que nos hallamos casi en las dunas. Cuando vi que estaba dispuesto a disparar, me detuve al borde de la carretera.

El policía no quiso correr ningún riesgo conmigo. Acercóse, empuñando el revólver, y ordenó:

─¡Levante las manos!

Obedecí.

─¿Qué significa esto?

─¿El qué?

─No siga por ese camino.

─Está bien. Me ha cogido ─repliqué─. Se trata de un coche nuevo, que acabo de comprar en Yuma y quería probar lo deprisa que es capaz de ir. ¿Cuánto me cobrará el juez? ¿Un dólar por cada milla de más sobre la velocidad reglamentaria?

─¿Por qué no se detuvo en la estación sanitaria?

─Ya lo hice. El empleado de allá me dijo que me marchase.

─¡De ninguna manera! Lo que le dijo fue que se detuviera.

─Pues… me equivoqué.

─¿Dice usted que compró este coche en Yuma?… ¿Dónde?

Se lo dije.

─Dé media vuelta ─ordenó─. Volvamos atrás.

─¿A dónde?

─A la estación de registro.

─¡De ninguna manera!

─Está usted detenido.

─Bien, pues lléveme lo antes posible delante del primer juez que encuentre.

─¿Con qué pagó ese coche?

─Con un cheque.

─¿No se ha enterado de la responsabilidad en que incurre el que da cheques falsos?

─No.

─Bien, amigo, volverá usted conmigo a Yuma. El que le vendió este coche quiere hacerle algunas preguntas acerca del cheque. Creyóse muy listo, pero se anticipó en un cuarto de hora. Consiguieron presentar el cheque al cobro antes de que el Banco cerrase.

─¿Y qué?

─Ya se lo dirán cuando vuelva ─sonrió el policía.

─¿Cuando vuelva a dónde?

─A Yuma.

─¿Por qué?

─Por entregar cheques falsos, por adquirir géneros por medios fraudulentos, y seguramente un par más de cargos.

─No pienso volver a Yuma ─dije.

─Me parece que sí.

Abrí la llave del encendido.

─Conozco mis derechos ─contesté─. Estoy en California y, sin una orden de extradición, no puede usted llevarme a Arizona.

─¿Ah, sí? ─preguntó irónico─. ¿Esas tenemos?

─Sí, señor.

─Bueno, amigo, ¿desea usted ir a El Centro? ¡Adelante! Vamos allá. Siga corriendo a la velocidad máxima que permite la Ley. Yo le seguiré. Cuarenta y cinco millas por hora. Pero en fin, le concedo cincuenta. A las cincuenta y una dispararé contra sus neumáticos. ¿Comprendido?

─No puede usted detenerme sin una orden de prisión ─contesté.

─Así se lo figura usted. Y ahora baje, porque voy a cachearlo.

Yo no abandoné el asiento. Él entonces subió al estribo y me agarró por el cuello de la camisa.

─Baje ─dijo, amenazándome con la pistola.

Obedecí y él entonces me cacheó. Luego registró el coche.

─Acuérdese bien ─me dijo─. Las dos manos en el volante. No quiero triquiñuelas. Y si desea que le apliquen la extradición, lo conseguirá.

─No me gusta su conducta ─dije─, y protesto contra este atropello de mis derechos.

─¡Andando! ─me interrumpió.

Continué la marcha. Nos dirigimos a El Centro, y una vez allí, me llevó a presencia del sheriff. Me dejó al cuidado de un suplente, en tanto que él y el sheriff hablaban en voz baja. Luego telefonearon y, por fin, me encerraron en un calabozo. El sheriff me dijo:

─Oiga, Smith, parece usted un buen muchacho y le advierto que no ganará nada con lo que hace. Valdría más que regresara usted y diese la cara. Quizás aún pueda arreglarlo todo.

─No quiero hablar ─contesté.

─Por mí no hay inconveniente ─replicó─, y si quiere pasarse de listo quizá le salga mal.

─Quiero pasarme de listo ─le contesté.

Me metieron en el calabozo, donde ya había cuatro o cinco presos más. No hablé. Nos sirvieron la cena, pero no comí. Poco después el sheriff volvió a preguntarme si estaba dispuesto a prescindir de la extradición. Yo lo mandé al diablo y me dejó en paz.

Pasé dos días en el calabozo y comí algo de lo que nos sirvieron. No era demasiado malo. En cambio, me pareció inaguantable el calor. No tenía ningún periódico e ignoraba lo que pasaba en el mundo.

Por fin me sacaron de allí y me metieron en un calabozo individual, de modo que no pude hablar con nadie.

Al tercer día llegó acompañado del sheriff un hombre corpulento, que usaba sombrero negro. Y me preguntó:

─¿Es usted Peter B. Smith?

─Sí.

─Vengo de Yuma ─dijo─, y ahora va a acompañarme allí.

─Sin la extradición no iré.

─La tengo en mi bolsillo.

─Me niego a obedecer. Quiero quedarme aquí.

Sonrió, y por mi parte empecé a gritar:

─¡Quiero quedarme aquí!

─Mire ─dijo aquel hombre dando un suspiro─, hace demasiado calor para que usted y yo nos dediquemos a la gimnasia. Salga de buena gana y suba al coche.

─¡Me quedo aquí! ─grité.

Me sacó a empujones y el agente de Arizona me puso unas esposas.

Me negué a hablar y ellos me sacaron de la cárcel y me metieron en el coche.

─Se lo ha buscado ─contestó el hombre del sombrero negro. Secó el sudor de su frente y añadió─: ¿Por qué no se conduce usted de un modo razonable? ¿No ve que hace mucho calor?

─Se arrepentirá usted de eso mientras viva ─le dije─. No he cometido ningún delito y nadie puede acusarme de cosa alguna.

─Bueno, cállese ─me interrumpió─. Nos espera un trayecto a través del desierto y un calor sofocante, de modo que, a partir de este momento, no quiero oír su voz.

─No hay cuidado ─contesté, reclinándome en el asiento.

Con un calor espantoso, atravesamos el desierto. Me dolían los ojos por el reflejo del sol en la blanca arena. Los neumáticos parecían pegarse al suelo y gemían de un modo continuado, como si protestasen.

─Se ve que ha tenido usted el capricho de hacer el viaje en las horas de más calor ─dije.

─¡Cállese!

Guardé silencio. Nos dirigimos a Yuma y me llevaron al edificio del Tribunal de Justicia. El fiscal suplente dijo al verme:

─Ha causado muchas molestias a todos esos individuos, Smith. ¿Por qué ha hecho eso?

─No tenían ninguna necesidad de molestarme ─contesté─, y si les parece que se han molestado mucho, ya verán lo que les espera.

─¿Qué?

─Voy a perseguirlos legalmente, por persecución maliciosa, prisión injustificada y difamación.

Bostezó, y luego bondadosamente me aconsejó:

─No haga usted eso. A mí, personalmente, me hace mucha gracia. Si se hubiese tratado de un automóvil nuevo, la cosa sería diferente, pero es un coche de demostración, que había corrido ya algunas millas. El coche no ha sufrido nada en absoluto, pero en cambio ha obligado usted a los vendedores a incurrir en el gasto de pedir su extradición y eso les escocerá, se lo aseguro de veras.

─¿Y por qué demonio no cobraron el cheque que les di? ─pregunté.

─Porque usted había ido antes al Banco a retirar el dinero ─dijo, riéndose.

─¡Y un cuerno! Fui al otro Banco.

─¿Qué quiere usted decir con eso?

─Ya lo sabe.

─Sí, hombre, es un cuento viejo. Fue usted a depositar dos mil dólares en el Banco. Entregó el cheque al vendedor, sabiendo muy bien que se apresuraría a averiguar si podía aceptarlo, pero sabía también que no lo cobrarían hasta que usted hubiese firmado todos los documentos y se alejara con el coche. Se figuró que lo entregarían pocos minutos antes de que cerrasen el Banco, donde sólo había dejado doscientos dólares. Creyó que tendría dieciocho horas de plazo antes de que pudiesen darse cuenta de que no había fondos para pagar el cheque. Pero se equivocó acerca del tiempo, porque la casa vendedora del automóvil llevó el cheque al Banco cinco minutos después de que se hubiese usted marchado con el dinero. Tienen la costumbre de depositar todos sus documentos de crédito cada tarde, antes de cerrar.

Yo me quedé mirándolo, muy asombrado, y al fin dije:

─¿Debo entender que quisieron cobrar el cheque en el First National?

─¿Por qué no? El documento estaba extendido contra ese Banco.

─¡No, señor! ─contesté─. Mi cheque era contra el Banco del Comercio.

Me mostró el cheque, señalado con las letras «F. N. B.», con tinta roja, y yo al verlo dije:

─Bueno, pues, entonces fui a sacar los mil ochocientos dólares del Banco del Comercio.

─¿Y qué tiene usted que ver con el Banco del Comercio?

─Pues que también tengo cuenta allí.

─¡Y un demonio!

─Sí, señor.

─No podrá probarlo.

─Me dispuse a hacer un largo viaje nocturno ─dije─, y no quería llevar conmigo el talonario de cheques. Por eso lo metí en un sobre y me lo dirigí a mí mismo, a la lista de Correos. Vayan ustedes allí y ya lo encontrarán. Creo que entonces darán crédito a mis palabras.

El fiscal y el agente cambiaron una mirada de mutua comprensión.

─¿De modo que pretende usted haber obrado de buena fe? ─preguntó el fiscal suplente.

─¡Claro que sí! Desde luego, confieso haber extendido una letra a cargo de H. C. Helmingford. No existe tal individuo. Disponíame, pues, a ir a Los Ángeles a recoger esa letra, pero no defraudé a nadie, porque la entregué al cobro.

─¿Qué demonio se proponía usted?

─Adquirir algún crédito en los Bancos ─contesté─. Quería dar la impresión de que soy un personaje importante, y no hay ninguna ley que me lo prohíba.

─Pero dio este cheque a la casa vendedora del automóvil y luego retiró la mayor parte de su dinero, dejando tan sólo doscientos dólares.

─No, señor. Eso fue en el otro Banco. Estoy segurísimo.

El fiscal suplente llamó por teléfono al Banco del Comercio y preguntó:

─Hagan el favor de decirme si Peter B. Smith tiene cuenta corriente.

Poco después le dieron la respuesta, permaneció pensativo unos instantes y replicó:

─Volveré a llamarlos dentro de breves minutos.

Cogió el receptor, se volvió a mí y me dijo:

─Haga el favor de escribir su nombre.

Escribí Peter, B. Smith.

─Ahora escriba una orden para la oficina de Correos, a fin de que me entreguen todas las cartas dirigidas a usted que se hallen en la lista.

Hice lo que me pedía y él se alejó, dejándome en su oficina. Al regresar, lo acompañaba el individuo que me vendió el coche.

─¡Hola, Smith! ─me dijo.

─¡Hola!

─No sabe cuántas molestias nos ha dado usted a todos.

─Se las han buscado ustedes mismos ─contesté─. Bien podían haberse dado cuenta de que era una equivocación. ¿Por qué no me avisaban? Si yo hubiese sido un tunante, no habría dejado doscientos dólares en el Banco, sino que me lo habría llevado todo.

─Pero ¿qué podíamos pensar nosotros en semejantes circunstancias?

─¿Y cómo pude yo imaginarme que iban a figurarse eso?

─Bueno, mire ─atajó─, usted quiere ese coche. Es una buena compra, y nosotros, en cambio, deseamos que nos pague su precio.

─Lo que pasará ahora ─contesté─, es que los voy a perseguir judicialmente por detención ilegal y difamación.

─No, hombre, no ─exclamó el fiscal suplente─. No puede usted hacer eso y ya lo sabe. Tal vez ha cometido una equivocación, pero el error es de usted y no de ellos.

─Ya veo que quiere usted apoyar a esos individuos, porque pagan mayores contribuciones que yo, pero ya buscaré un abogado. Lo voy a traer de Los Ángeles.

Se echó a reír.

─Bueno, pues de Phoenix.

Ellos cambiaron una mirada, y el vendedor de automóviles dijo:

─Mire, aquí todos hemos cometido nuestros errores, a consecuencia del suyo, que fue el primero. Se equivocó al sacar el dinero del Banco o bien cometió el error de darnos el cheque. Poco importa lo que ocurriese.

─Sí, me confundí ─repliqué.

─Bueno. Ha pasado usted unos ratos bastante malos y a nosotros nos ha sucedido lo mismo. El gobernador no quiso pedir la extradición hasta que le hubimos garantizado los gastos. Eso nos ha costado dinero. Ahora le diré lo que vamos a hacer, Smith. Nos da usted un cheque por mil seiscientos sesenta y dos dólares contra el Banco del Comercio, nos estrechamos las manos y no nos acordaremos más. ¿Qué le parece?

─Le daré a usted el cheque contra el Banco del Comercio, porque siempre pago mis cuentas ─contesté─. Lamento este error, pero no tenían ningún derecho de hacer apreciaciones temerarias y calumniosas ni de acudir a la policía. Y eso les va a costar dinero.

─No podrá hacer eso, Smith ─contestó el fiscal suplente─. Desde el punto de vista técnico es usted culpable, de modo que si los vendedores del coche lo desearan, podrían perseguirle judicialmente.

─Que lo hagan si quieren ─contesté─, y cada día que pase en la cárcel les costará un dineral.

─Bueno, amigos ─dijo el sheriff, interviniendo─, aquí se ha cometido un error, de modo que todos tenemos la obligación de remediarlo.

─Yo necesitaba y sigo necesitando un coche ─exclamé─. Creo que es bueno. Pagaré por él mil seiscientos sesenta y dos dólares. Cometí un error girando contra la cuenta que ya estaba afectado por mi cheque. Nada más.

─¿Y está dispuesto a olvidar lo restante? ─preguntó el sheriff.

─No he dicho eso ─contesté.

El fiscal suplente se dirigió al vendedor de automóviles y le dijo:

─No hagan ustedes nada hasta que les dé por escrito la promesa de considerar zanjado el asunto.

─Bueno ─dije yo, dándome por vencido─. Redacten ustedes ese documento y venga un cigarro.

El fiscal suplente escribió a máquina aquel documento, que leí con el mayor cuidado. Desistían de toda acusación contra mí. Yo prometía no reclamar nada a la casa de automóviles, librándoles de toda responsabilidad por mi detención. Después de leer dije al fiscal suplente y al sheriff.

─Es preciso que ustedes dos firmen también ese documento.

─¿Por qué?

─Conozco muy poco las triquiñuelas legales de este Estado y no quiero abandonar mis derechos para que luego ocurra algo. Aquí no se dice más sino que los vendedores del automóvil retiran sus acusaciones. ¿Cómo puedo saber yo si luego un tribunal cualquiera tendrá o no motivos para perseguirme?

─¡No diga tonterías! ─exclamó el fiscal suplente.

─Bueno, de todos modos, firmen y si no lo hacen yo me niego.

Firmaron todos, y yo, doblando el papel, me lo guardé en el bolsillo. El fiscal suplente me dio un cheque en blanco contra el Banco del Comercio y lo llené por el precio del automóvil. Nos estrechamos las manos y el vendedor del coche regresó a su oficina.

El fiscal suplente dijo:

─¡Caray, pues no hacía poco calor en el desierto!

Yo me puse en pie, y malhumorado empecé a pasear.

─¿Qué pasa, Smith? ─preguntó el sheriff.

─Tengo un remordimiento ─dije.

En la estancia hubo un largo silencio. Todos me observaban con la mayor atención, mientras iba de un lado a otro.

─¿Qué es eso? ─preguntó el sheriff─. ¿Podemos ayudarle en algo?

─He dado muerte a un hombre.

Se hubiese podido oír la caída de un alfiler.

─¿Qué fue eso, Smith? ─preguntó el fiscal suplente.

─Que maté a un hombre ─contesté─. Además, no me llamo Smith, sino Donald Lam.

─Hombre, me parece que está usted demasiado lleno de ardides y astucias, y eso no me gusta ─dijo el sheriff.

─No es ningún truco ─repliqué─. Vine aquí y adopté el nombre de Smith, para empezar de nuevo. Quería olvidarlo todo y vivir honradamente, pero sin duda eso no es posible cuando se tiene tal peso en la conciencia.

─¿Y a quién mató usted? ─preguntó el sheriff.

─A un individuo llamado Morgan Birks. Probablemente habrán leído el relato en los periódicos. Yo lo maté.

Observé que mis interlocutores cambiaban algunas miradas. Luego el sheriff, en tono bondadoso dijo:

─Creo que tendría usted un alivio muy grande, Lam, si lo cuenta todo. ¿Cómo fue eso?

─Yo trabajaba en una agencia de detectives ─repliqué─, a las órdenes de una mujer llamada Berta Cool. Morgan Birks estaba casado con una joven llamada Sandra, la cual tenía una amiga que vivía con ella, Alma Hunter, muchacha decentísima.

»El caso es que me encargaron entregar unos documentos judiciales a Morgan Birks y pude advertir que alguien había intentado estrangular a Alma Hunter. La interrogué acerca de eso y me dijo que alguien había entrado por la noche en su habitación. Ella despertó cuando el desconocido ya la había agarrado por el cuello y tuvo la suerte de desprenderse de él a puntapiés. Pero tuvo un susto de muerte.

»Es una muchacha excelente y empecé a enamorarme de ella. Nos hicimos algunos arrumacos en un automóvil y llegué a convencerme de que era precisamente lo que me había recetado el médico. Habría ido al infierno por ella. Me habló de aquella tentativa de estrangulación. Desde luego me pareció muy mal que continuara viviendo sola en el piso. Por esta razón le propuse entrar, a mi vez, esconderme y pasar la noche vigilando, encerrado en el cuartito inmediato. Me contestó que no podía ser, porque Sandra Birks dormía en la misma habitación, y entonces le contesté que iría a hacer guardia hasta que llegase Sandra.

»Fui allá, hablamos unos momentos y, en vista de que se retrasaba Sandra, le encargue que apagara la luz j; se acostara, porque yo esperaría. Fui a sentarme en un cuartito inmediato que servía de ropero y tenía esa pistola conmigo. Me esforcé en seguir despierto, pero me parece que di algunas cabezadas, porque el caso es que me desperté a oscuras y pude oír que Alma Hunter daba un leve grito. Yo iba provisto de una lámpara de bolsillo y la encendí. Pude ver a un hombre inclinado sobre la cama y con una mano extendida hacia el cuello de la joven. En cuanto lo alumbró el foco de luz, se volvió para echar a correr. Yo estaba muy excitado.

Oprimí el disparador y él cayó. Comprobé que estaba muerto. Arrojé la pistola al suelo y crucé la puerta, hacia el corredor. Alma Hunter saltó de la cama y echó a correr detrás de mí. El viento cerró la puerta y, como estaba provista de una cerradura de muelles, ella no pudo entrar otra vez en busca de su ropa. Me dijo que permanecería oculta hasta que regresara Sandra. Decidimos que valía más no decir nada a la policía, figurándonos que Sandra nos ayudaría de un modo u otro a salir del apuro. Alma me aseguró que su amiga me protegía y yo obedecí.

»Luego descubrí que ella se esforzaba en hacerse responsable del homicidio y creí que, tal vez, saldría con bien, amparándose en la propia defensa, pero las últimas noticias que tuve del caso no eran nada agradables.

─Siéntese, Lam. Siéntese y no se precipite ─dijo el sheriff─. Va usted a ver como dentro de un rato, cuando nos lo haya dicho todo, estará mucho más tranquilo. Ahora díganos sin engañarnos de dónde sacó la pistola.

─Ésta es otra cosa ─dije.

─Ya lo sé, Donald, pero si va a contarnos toda la historia más vale que no se deje nada. No le serviría de cosa alguna reservarse algo. Si nos lo dice todo, esta noche va a dormir más tranquilo.

─Esta pistola me la dio un hombre llamado Bill Cunweather ─dije.

─¿Y quién es ése?

─Lo conocí en el Este, en Kansas City.

En el silencio que siguió, pude oír cómo el fiscal suplente daba un suspiro.

─¿Cuándo vio usted por última vez a Cunweather? ─preguntó.

─Tiene una residencia en Willoughby Drive, número doscientos siete.

─¿Y está solo allí?

─No. Lo acompañan todos los demás.

─¿Quiénes son los demás?

─Hombres todos ─dije─, Fred y los otros.

─¿Y él le dio la pistola?

─Sí. Cuando me decidí a hacer guardia en la habitación de Alma, comprendí que necesitaba un arma. No soy bastante vigoroso para proteger a nadie con mis puños. Pedí una pistola a la señora Cool, pero se me rió en la cara. Fui entonces a ver a Cunweather. Le dije en qué apuro me hallaba y él no tuvo ningún inconveniente en complacerme.

─¿Y de dónde sacó la pistola Cunweather? ─preguntó el fiscal suplente.

─Estaba allí su esposa, él la llama siempre su «mujercita»; pero en fin, no hay necesidad de que les hable de él, porque la cosa no tiene importancia.

─¿Conoció usted a Cunweather en Kansas City?

─Sí.

─¿Y que hacía allí?

─Vale más que no hablemos de Cunweather ─dije─. Lo interesante es tratar de mí mismo y de Morgan Birks. Ahora ya lo saben todo y podrán averiguar lo que quieran haciendo indagaciones en California.

─Sí, ya lo sabemos ─contestó el fiscal suplente─. Los periódicos lo han publicado todo. Decíase que había disparado la joven contra la víctima.

─Sí, ella lo confesó así para salvarme, pero yo no debiera habérselo permitido.

─Nos interesa mucho esa pistola ─dijo el sheriff─. ¿Cuándo llegó a sus manos?

─La tarde anterior al suceso. Cuando le dije a Cunweather que necesitaba un arma, no opuso ningún inconveniente en facilitármela. Me preguntó dónde estaría más tarde y le dije que iría al Hotel Perkins, donde dije llamarme Donald Helforth. Y convinimos en que me entregaría la pistola allí.

─¿Quién lo acompañaba a usted en el hotel, Donald?

─Alma Hunter. Fue allá conmigo y ocupábamos una habitación que, según creo recordar, era la seiscientos veinte.

─¿Y quién le entregó la pistola?

─Un individuo llamado Jerry Wegley. Se hacía pasar por jefe de «botones» en el hotel, pero estaba a las órdenes de Cunweather.

─Sería muy útil que pudiese probar cuanto antes eso, Donald.

─¿Qué?

─Lo referente a la pistola. Esta arma se había utilizado para cometer un asesinato en Kansas City. Hace de esto un par de meses.

─¡Dios mío! ─exclamó.

─¿Puede usted probar que Jerry Wegley le dio la pistola?

─Desde luego. Cunweather no negará habérmela dado… en fin, quizá sí, puesto que se había utilizado con este propósito criminal. Pero también cabe en lo posible que Cunweather no lo supiera.

─Si la pistola le pertenecía, debía de estar enterado.

─El caso es que me la hizo entregar por Jerry Wegley.

─No tenemos más remedio que aceptar esta declaración de usted ─dijo el sheriff.

─No es preciso que me crean por mi palabra, porque puedo demostrar dónde estaba yo dos meses atrás. Hallábame muy lejos de Kansas City, y voy a decirles una cosa. Cuando Wegley me entregó la pistola, me dio también una caja de cartuchos. Llené el cargador y luego guardé la caja con los cartuchos restantes en un cajón del escritorio de la habitación seiscientos veinte del Hotel Perkins. Si hacen registrar el mueble, aún encontrarán municiones.

─¿Dio usted allí el nombre de Donald Helforth?

─Sí.

─¿Y no entregó la pistola a Alma Hunter?

─¡Hombre, no! La quería para mí. Esa muchacha no la necesitaba para nada. Su papel se limitaba a meterse en la cama y tratar de dormir. Y yo me prometí vigilarla, para que no le sucediese nada malo.

─Bueno, Donald, ha abandonado usted la sartén para caerse en las brasas ─dijo el sheriff─. Ahora me veo obligado a encerrarlo de nuevo y avisar de todo eso a las autoridades de California.

─Lo maté en legítima defensa.

─Él se disponía a echar a correr, ¿no es así?

─Me parece que sí, pero ya saben ustedes cómo ocurren estas cosas. Se excita uno. Yo vi que echaba a correr, pero lo cierto es que no estaba seguro de lo que iba a hacer. Tal vez me figuré que sacaría una pistola y… No sé. Estaba muy excitado.

─Bueno, Donald ─repuso el sheriff─. He de meterlo otra vez en la cárcel. Procuraré que esté allí lo mejor posible. Telefonearé a las autoridades de California para que vengan a buscarlo.

─¿Habrá de volver a California?

─Sí.

─Pues no tengo ganas de atravesar esa faja de desierto mientras haga tanto calor.

─Lo comprendo. En fin, tal vez hagan el viaje de noche.

─¿Qué le parece si busco a un abogado? ─pregunté.

─¿Para qué le va a servir?

─No lo sé, pero me gustaría hablar con uno.

─Mire, Donald ─dijo el sheriff─, me parece que haría mejor firmando un documento en el cual renuncie a la extradición y vuelva a California para dar la cara. De este modo irá todo mucho mejor.

─No firmo nada ─contesté.

─Bueno, Donald, lo que quiera. Yo he de encerrarlo. Este asunto es grave.