AVANZABA rápidamente la luz del día y los edificios de la calle empezaban a destacarse como sombría masa contra el cielo. Tuvimos que recorrer tres manzanas antes de encontrar otro taxi. Mientras subía, Berta Cool dijo al conductor que nos llevase al sitio más cercano en que pudiéramos encontrar un listín telefónico.
Por recomendación de Berta Cool busqué en la lista de profesionales, pero allí no estaba el doctor Holoman. Así se lo comuniqué a Berta, diciéndole que, a mi juicio, el doctor Holoman no debía de tener consultorio particular. Y añadí que como me veía obligado a llamar a varios hospitales, necesitaba algunas monedas de níquel.
─¡Por Dios vivo! ─contestó ella dando un suspiro─. Dese prisa. En primer lugar, es preciso ahorrar el tiempo del taxi y además, en este momento, estoy aventurándome y gasto mi propio dinero.
Tomé las monedas y empecé a llamar a los hospitales, uno tras otro. Tuve la suerte de que al llamar al Hospital de la Fundación Shelley, la muchacha de turno me dijo que había un interno llamado Archie Holoman.
Le di las gracias, colgué el receptor y, al subir de nuevo al vehículo, encargué al chófer que nos llevase allá.
─Tal vez ahora no esté de guardia, Donald ─observó mi compañera de viaje─. Por lo tanto, convendrá que pregunte por su domicilio particular, a no ser que se aloje en el mismo hospital. Yo esperaré aquí.
Subí rápidamente los escalones de mármol que conducían a la puerta principal del establecimiento. Encontré a una enfermera soñolienta y le pregunté si estaba allí el doctor Holoman. Me contestó afirmativamente y, después de alguna insistencia, pude lograr que le avisara por teléfono porque, por suerte, estaba de guardia en aquellos momentos. El doctor Holoman afirmó que no me conocía, pero insistí y, al fin, consintió en bajar a mi encuentro.
Poco después vi aparecer a un individuo y, en el acto, pude darme cuenta de que no era el doctor Holoman a quien conocía. Vi a un hombre joven, que, tal vez, no había cumplido aún los treinta años, de rostro pálido, alta frente y ojos y cabellos negros. Evidentemente no era el que yo andaba buscando, pero, sin embargo, no pude dudar de que aquel hombre era, realmente, el doctor Archie Holoman.
Me despedí apresuradamente de él, algo corrido, al notar mi equivocación y sin duda lo dejé persuadido de que mi estado mental no era demasiado bueno.
En cuanto estuve en el coche, comuniqué a Berta Cool lo que había ocurrido.
─Cada vez me interesa más ese caso ─dijo ella, después, de oír mi relato─. Esos individuos han dado muestras de ser muy hábiles. Como no pudieron o no se atrevieron a solicitar un médico verdadero para que los ayudase en ese asunto sucio, utilizaron a un sujeto cualquiera que se hiciese pasar por el doctor Holoman, cuyas circunstancias personales averiguaron, sin duda, de antemano. Ahora bien, ¿quién será ese individuo que asumió la personalidad del doctor Holoman?
─Probablemente el amante de Sandra ─contesté.
Guardamos silencio unos instantes y, de pronto, Berta Cool se volvió a mí, diciendo:
─Ahora escúcheme, Donald. Procure no conducirse como un tonto.
─¿A qué se refiere? ─pregunté.
─Me parece que anda medio enamorado de esa joven Hunter.
─Diga usted dos tercios, y estará en lo justo.
─Bueno, digamos dos tercios, porque me importa un pito y, si quiere, diremos cien por cien. Ella se encuentra ahora en un verdadero apuro y usted se ha decidido a salvarla. No se excite. Conserve la calma y fíjese bien en los hechos. Ella mintió al darle cuenta de que disparó un tiro contra ese hombre.
─No estoy seguro de que mintiese ─contesté.
─Claro está.
─¿Tiene usted algún plan? ─pregunté después de corto silencio.
─Sí. Vamos a culpar a Bleatie del homicidio.
─No vaya usted tan aprisa ─repliqué─. Acabamos de comprobar que Bleatie no existe.
─Eso es lo más interesante, porque daremos a la policía una nuez muy difícil de cascar. Tal como están ahora las cosas, existían, aparentemente, dos personas, Morgan Birks y Bleatie. Y usted y yo somos los únicos que, aparte de ellos, estamos enterados de que Morgan Birks y Bleatie son una sola persona. Morgan Birks está muerto y, por lo tanto, Bleatie se halla en igual caso. Pero nadie sabe que Bleatie ha muerto y no lo pueden probar, porque será imposible hallar su cadáver. Por consiguiente, podremos darle la culpa de todo, en caso de que ella nos pague bastante dinero.
»Ahora imagínese que va usted a dar cuenta de lo que sabe. Todo el mundo dirá: “Es verdad. Ese muchacho es muy listo, pero también habríamos descubierto nosotros ese misterio. Media hora de reflexión nos habría bastado”. Pero si, en cambio, nos presentamos y empezamos a preguntar dónde está Bleatie, cualquier maldito guindilla se imaginará instantáneamente que éste es el autor del homicidio. Si representamos esta comedia, alcanzaremos resultados interesantes.
─Pero ¿cómo es posible que ningún policía llegue a figurarse que Bleatie ha dado muerte a alguien, cuando Alma Hunter confiesa haber empuñado la pistola y disparado?
─Ahí es donde entra nuestro ingenio ─contestó─. Si Sandra desea que hallemos el medio de exculpar a Alma Hunter, según creo, y nos paga bastante dinero para ello, cosa que también espero, agarremos por las orejas a Bleatie y le daremos la culpa de todo. Alma Hunter es una muchacha histérica y estaba muy excitada. Lo cierto es que no sabe lo que ocurrió. Oyó un tiro y se figuró que había sido disparado por la pistola que empuñaba, pero, en realidad, no fue así, sino que disparó Bleatie, que estaba en la habitación.
─¿Y qué hacía allí? ─pregunté.
─Pues ver a la joven con poca ropa.
─¿Y Alma ignoraba su presencia?
─Claro.
─¿Y ella no disparó?
─De ningún modo.
─Pero imagínese usted que en el suelo se hallaba su pistola.
─No era la suya. Ella empezó a gritar, soltó la pistola y echó a correr. Bleatie tomó su pistola y se la guardó, abandonando, en cambio, la que le sirvió para cometer el homicidio y luego huyó.
─Me parece que no es muy verosímil.
─Podemos conseguir que sea plausible.
─Me gusta más mi propósito que el suyo ─contesté─. Además la policía no lo creerá.
─Los policías son personas como nosotros, pueden observar los hechos y sacar conclusiones como nosotros. Hemos de demostrar la inocencia de esa muchacha, y, en cambio, la policía ha de probar su culpabilidad. Si encontramos el modo de explicar las circunstancias de una manera completamente distinta, sin dejar cabos sueltos, eso será todo lo que necesitemos para presentarlo al jurado. Tales la ley.
─No es una definición muy exacta de la ley ─contesté─. Pero sí bastante aproximada.
─Ahora dígame ─preguntó ella─; ¿quiere usted sacar a Alma Hunter de este apuro, sí o no?
─Sí.
─Pues, entonces, cállese la boca y déjeme hablar.
El taxi se detuvo ante la casa en que vivía Sandra. En el vestíbulo había un policía de guardia. Al parecer los transeúntes madrugadores no tenían la menor sospecha de lo ocurrido.
Berta Cool pagó el taxi y se dirigió al vestíbulo. El agente la detuvo.
─Un momento ─dijo─. ¿Vive usted aquí?
─No.
─¿Adónde va usted?
─A visitar a Sandra Birks.
─¿Cómo se llama usted?
─Berta Cool, de la Agencia de Detectives Cool. Éste es uno de mis agentes. Quizás es el mejor.
─¿Y qué desea usted?
─Ver a Sandra Birks.
─¿Para qué?
─No lo sé. Ella me ha llamado. ¿Qué pasa? ¿Acaso ha sido arrestada en su casa?
─No.
─¿Está en su casa?
─Suba.
─Gracias. ─contestó la señora Cool.
La seguí, tomamos el ascensor hasta el cuarto piso y Sandra Birks abrió la puerta en cuanto hube llamado suavemente.
─Bien les ha costado venir.
─No queríamos encontrar a la policía. ─contestó Berta Cool.
─Abajo hay un agente.
─Ya lo sé.
─¿Le dijo usted que es detective? Tal vez por eso la ha dejado pasar.
─No lo sé ─replicó Berta Cool─. Es un agente y nunca se sabe de lo que son capaces esos individuos.
─Estoy esperando a un joven ─dijo Sandra, frunciendo el ceño─. Un amigo nuestro… No sé si lo detendrán.
─Valdría más que le avisara usted ─le recomendé.
─Sospecho que vigilan mi teléfono y me parece que me han dejado aquí como cebo para que caiga alguien en la trampa.
─¿Qué trampa?
─No lo sé.
─Bueno ─dijo Berta Cool─. Vamos a dar un vistazo al dormitorio y luego hablaremos.
Sandra Birks abrió la puerta del dormitorio. En la alfombra, una línea de tiza mostraba el lugar en que habían encontrado el cadáver. De la jamba de la puerta habían cortado un pedazo de madera.
─¿Qué es eso? ─preguntó Berta Cool─. ¿Acaso el lugar donde se clavó la bala?
─Sí.
─¿Y están seguros de que el proyectil fue disparado por esa pistola?
─Eso es lo que quieren averiguar.
─¿Quién le proporcionó el arma? ─preguntó Berta Cool.
─Eso es lo que no comprendo. Tengo la certeza absoluta de que ayer mañana no la tenía.
Berta Cool me miró pensativa y con expresión de reproche.
─¿Dónde está su hermano? ─preguntó.
─Lo ignoro en absoluto ─contestó Sandra Birks.
─¿Dónde estaba cuando se disparó el tiro?
─Supongo que en su habitación. Es decir, creo que estaba allí.
─¿Y dónde está ahora?
─No lo sé.
─¿Ha observado usted si durmió en su cama?
─No. Estaba sin deshacer, de modo que no debió de acostarse.
─Sin duda permaneció levantado hasta hora muy avanzada, ¿no es así? ─preguntó Berta.
─Lo ignoro ─contestó Sandra, enojada─. Yo también salí. Desde luego, si hubiese sabido que iban a matar a mi marido, habría empleado la noche de otro modo. Pero como no podía sospecharlo, no me senté al lado dela cama de mi hermano para averiguar a qué hora se acostó o cuáles eran sus planes en aquellos momentos críticos.
─¿Algo más? ─preguntó la señora Cool.
─¿Qué quiere usted decir?
─¿Desea manifestar otra cosa?
─¿Por qué?
─Porque hablar conmigo le cuesta dinero ─replicó Berta Cool─. Si quiere gastarlo tratando de situarse entre su hermano y las consecuencias de su acto, me importa muy poco. Desde luego, estoy dispuesta a escuchar durante el tiempo que desee seguir hablando, querida mía.
Sandra había hablado con la vehemencia propia de una mujer de su tipo, cuando quiere llevar a cabo una contraofensiva, quizá con objeto de ocultar algo. Sus ojos manifestaron la mayor extrañeza.
─¿Qué quiere usted decir con eso de situarme entre él y las consecuencias de su acto?
─Ya sabe a lo que me refiero, querida ─contestó Berta Cool─. Su hermano mató a su marido. ─Y luego, cuando Sandra Birks empezaba a decir algo, se volvió a mí─. Vamos, Donald, iremos a examinar las otras habitaciones. Supongo que la policía lo habrá revuelto todo; sin embargo, valdrá la pena examinarlo.
Sandra Birks estaba en pie y, al parecer, muy pensativa.
─Usted, Donald, habló con Bleatie en el otro dormitorio, ¿no es así? ─preguntó Berta Cool.
─Sí.
─Lléveme allá.
Eché a andar, en tanto que Sandra Birks continuaba en la habitación de dos camas. En cuanto hube abierto la puerta del dormitorio de Bleatie. Berta Cool dijo:
─Me importa muy poco lo que se pueda ver aquí, Donald. Me limito a darle tiempo para que examine las posibilidades de la situación,
─¿Cree usted que desea proteger a Alma Hunter? ─pregunté.
─Claro está, porque, de lo contrario, no me habría llamado.
─Quizá ─observé─ ha dicho demasiado a la policía. Y, sin duda, le han preguntado ya por su hermano.
─Tengamos la esperanza de que no haya hablado con exceso. Me parece que esa mujer es bastante reservada y furtiva. ¿Éste es el dormitorio de Bleatie? Vamos a ver si descubro algo.
Empezó a abrir cajones del bureau para cerrarlos de nuevo, después de haberse fijado en su contenido. De repente, sacó algo voluminoso de un cajón y, muy apurada, observó:
─¿Qué demonio será eso?
─Parece un salvavidas ─contesté.
─Aquí hay unos tirantes… ─murmuró─. Ya lo sé, Donald. En la figura de Bleatie había algo raro. ¿Se acuerda usted del vientre que lucía? En cambio Morgan Birks era esbelto y más bien tenía el vientre hundido. Eso era, pues, el chisme que se ponía Morgan Birks cuando quería transformarse en Bleatie.
Un ligero examen me convenció de que tenía razón. Ella lo arrolló sin darse prisa y dijo:
─Vea usted, Donald, si puede encontrarme un papel de periódico. Vamos a llevarnos esto, porque no hay necesidad de que figure en este asunto.
Como en la habitación no había ningún periódico, fui a la sala del otro dormitorio. Al verme, Sandra preguntó por Berta Cool.
Señalé el dormitorio y Sandra se dirigió allá en seguida.
Encima de un montón de revistas que había en una mesa vi un periódico. Lo tomé, lo extendí sobre la mesa y, volviendo al dormitorio, dije:
─Yo me encargaré de eso.
Las dos mujeres se miraron fijamente y oí cómo la señora Cool exclamaba:
─No me diga nada, querida mía, hasta que haya podido reflexionar. Está usted nerviosa y trastornada. No pronuncie una sola palabra hasta haber pensado y reflexionado, y luego ya hablaremos del dinero.
─Ya lo tengo todo pensado ─contestó Sandra.
La señora Cool me tendió el envoltorio de tela.
─Envuélvalo bien, Donald. Ate el paquete y tráigamelo.
Empleé bastante tiempo en envolver aquella prenda. En un cajón encontré un cordel y me entretuve en hacer nudos. Y apenas hube acabado la operación, cuando oí una llamada imperiosa a la puerta y una voz exclamó:
─Abra.
Dejé el paquete sobre la mesa, puse el sombrero encima de él y llamé a Sandra.
─Ante la puerta hay alguien ─dije.
Ella se dirigió allá y la abrió. Dos agentes de paisano penetraron en la vivienda y uno dijo al ver a Sandra:
─Bien, querida amiga. Eso ya está listo.
─¿Qué? ─preguntó.
─La pistola que mató a Morgan Birks era la misma que sirvió para dar muerte a Johnny Meyer. Y por si no lo sabe usted, éste era el detective de Kansas City que trabajaba para descubrir los asuntos sucios, como el de las máquinas tragamonedas.
»Prometíase presentarse al tribunal y decir todo lo que supiera, pero no le dieron tiempo, porque una noche lo vieron en compañía de una muchacha y al día siguiente lo encontraron con el pecho atravesado por tres balazos. La policía de Kansas City transmitió por radio las microfotografías de las balas y avisó a todos los agentes que estuviesen al cuidado, por si se presentaba el arma. Ahora, por consiguiente, tal vez podría empezar a hablar.
Sandra Birks estaba erguida, muy pálida, temblorosa y asustada.
Berta Cool salió del dormitorio de Bleatie. El segundo agente de paisano preguntó a Sandra:
─¿Quiénes son esos dos?
─Somos detectives ─dijo Berta Cool.
─¿Qué?
─Detectives.
Aquel hombre se echó a reír y Berta añadió:
─Detectives particulares y nos ocupamos en investigar este caso, a petición de Sandra Birks.
─¡Largo de aquí! ─exclamó el agente.
Berta Cool se sentó en una silla y dijo:
─Sáqueme.
Yo dirigí una significativa mirada a mi sombrero y al paquete que había sobre la mesa y dije:
─Me marcho.
Berta Cool sorprendió mi mirada mientras tomaba el sombrero y el paquete.
─Estoy en mi derecho ─replicó─. Si quieren detener a la señora Birks, pueden hacerlo; si quieren hablar con ella, háganlo, pero yo estoy aquí y no pienso moverme.
─Se lo figura usted ─rugió el agente dirigiéndose airado hacia ella.
Sandra Birks, en silencio, abrió la puerta. Mientras los dos agentes se dirigían contra Berta Cool, salí al corredor y, sin esperar al ascensor, bajé a toda prisa. Al llegar al último piso, contuve mi precipitación y atravesé despacio el vestíbulo, como si llevase un paquete de ropa sucia. Ante la puerta de la casa estaba el automóvil de la policía.
Un empleado se ocupaba en sacar automóviles del garaje de la casa, para dejarlos ante la acera. Escogí un vehículo estupendo, con la esperanza de que su dueño no sería madrugador, subí a él y me senté, dejando el paquete en el asiento, a mi lado.
Berta Cool salió del edificio, andando majestuosamente. Miró a un lado y a otro de la calle, y luego se dirigió a la esquina. Y como no me vio dentro del automóvil, pasó de largo. Yo la dejé hacer. En cuanto hubo recorrido veinte metros, aún pude observarla gracias al espejo retrovisor del coche. Estaba, al parecer, muy sorprendida por mi desaparición. Se paró dos veces, antes de dar vuelta a la esquina y torció a la izquierda. No me atreví a salir, sino que permanecí acurrucado en el coche, mirando de vez en cuando por el espejo retrovisor y manteniendo fija la atención en la entrada de la casa.
Poco después salieron los dos agentes, pero no los acompañaba Sandra. Se detuvieron para cruzar unas palabras entre sí; luego subieron al automóvil y se alejaron.
Tomé el paquete envuelto en papel de periódico, me apeé y me dirigí rápidamente a la casa. El portero había sacado un cubo, muy grande, de basura y lo dejó cerca del borde de la acera. Levanté la tapa y metí el paquete. Tapé otra vez el cubo y me dirigí a las habitaciones de Sandra. Sólo me abrió después de haber llamado dos veces. Vi que no había llorado, pero tenía los ojos hundidos, las mejillas y las comisuras de la boca inclinadas hacia la barbilla. Al verme exclamó:
─¿Usted?
Atravesé la puerta, cerré a mi espalda y corrí el cerrojo.
─¿Ha podido soltar el paquete? ─preguntó:
Afirmé inclinando la cabeza y ella repuso:
─No debiera haber vuelto aquí.
─Quería hablar con usted ─dije.
─Estoy muy asustada ─repuso, apoyando una mano en mi hombro─. No sé qué significa todo eso. ¿Cree usted que Morgan… que Alma…?
Le rodeé la cintura con un brazo y dije:
─Cálmese, Sandra.
Aquel acto pareció la señal que estaba esperando. Acercó su cuerpo al mío y me miró a los ojos.
─Donald ─dijo─, es preciso que me ayude.
Luego me besó.
Quizá tuviese otras cosas en la mente. Tal vez tenía muchos motivos de preocupación, pero ello no tenía nada que ver con su beso, que no era platónico ni fraternal.
Inclinó la cabeza hacia atrás, para mirarme a los ojos y dijo:
─Confío en usted, Donald. ─Y antes de que pudiera replicar, añadió─: ¡Oh, Donald! ¡Es usted tan simpático! Es para mí un gran consuelo saber que puedo confiar en usted.
─¿No sería mejor ─insinué─ que empezáramos a trabajar?
─Supongo, Donald, que me ayudará, ¿verdad?
─¿Para qué he vuelto, si no? ─pregunté.
Me alisaba el cabello con las puntas de sus dedos y replicó:
─Ya estoy mejor. Sé que puedo confiar en usted, Donald. Desde el primer día lo comprendí así. Haría cualquier cosa en su obsequio. ¿Desea que…?
─Necesito dinero ─contesté.
─¿Qué?… ─preguntó ella, asombrada.
─Dinero. Efectivo, metálico. Y en gran cantidad.
─¡Caramba, Donald! Ya di un anticipo a la señora Cool.
─Por desgracia ─contesté─, la señora Cool no es partidaria del reparto de la riqueza.
─Pero usted trabaja a sus órdenes, ¿no es así?
─Me figuré, Sandra, haberle oído manifestar su deseo de que yo trabaje para usted ─repliqué─, pero tal vez no lo haya comprendido.
─Tenga en cuenta, Donald, que ella trabaja ya para mí. Y usted lo hace a sus órdenes.
─Bueno ─dije─. Como quiera.
Ella retrocedió, de modo que ya no podía sentir el calor de su cuerpo.
─Donald ─dijo─, no he comprendido lo que me ha dicho.
─Me figuraba lo contrario ─contesté─. Pero en fin, me he equivocado. Voy a ver si encuentro a Berta Cool.
─¿Y cuánto dinero necesita? ─preguntó ella.
─Mucho.
─¿Cuánto?
─Cuando lo sepa se va a asustar,
─¿Para qué lo quiere?
─Para gastos.
─¿Qué va a hacer?
─Tomar las de Villadiego ─dije.
─Explíquese mejor.
─Berta Cool tiene unas ideas muy raras ─repliqué─. Cree que podremos utilizar a Bleatie, atribuyéndole el homicidio, teniendo en cuenta que nadie sabe dónde está. Desde luego, podía haber hecho eso, si se tratara de un homicidio sencillo, cometido en un dormitorio. Pero ahora no es posible. Resultó muerto un agente de policía de Kansas City y ya sabe usted cómo las gastan los agentes con los individuos que se atreven a matar a un miembro de la policía. No me gusta.
─¿Y usted dice que va a tomar las de Villadiego? ─preguntó pensativa.
─Sí ─contesté─. Voy a hacer de modo que ustedes dos queden exculpados en absoluto. Diré que yo soy el autor de la muerte de Morgan Birks, pero es preciso que lo haga a mi manera.
─Lo ahorcarán a usted, Donald ─observó más que sorprendida.
─Nada de eso.
─No es posible, Donald. No comprendo cómo se ha decidido a hacer eso.
─No podemos perder tiempo discutiendo ─contesté─, porque de lo contrario, sería imposible llevar a cabo mi proyecto. La policía no la ha detenido a usted, creyendo que no tiene bastantes motivos de acusación y que un abogado hábil los obligaría a ponerla en libertad. Por eso le han dado cuerda, figurándose que, de este modo, usted se comprometerá. Además, quieren ver si cae alguien más en la trampa. Y van a vigilar esta casa de tal manera, que no entrará ni saldrá nadie de ella sin que se averigüen todos sus movimientos. ¿Le parece bien el programa?
─Desde luego, no me gusta.
─A mí tampoco. Y deseo alejarme antes de que suceda así. He de marcharme ahora mismo.
Y me dirigí a la puerta.
─¿Cuánto necesita, Donald?
─Tres mil dólares.
─¿Cómo?
─Tres mil dólares y en el acto.
─¡Está usted loco!
─Tal vez la loca sea usted ─contesté─. Éste es el único medio de salvación que le queda. Se lo ofrezco, por lo tanto, puede aceptarlo o rechazarlo. Haga lo que guste.
─¿Y cómo sabré si puedo confiar en usted? ─preguntó.
Me quité el carmín de los labios y dije:
─No es posible.
─Muchos hombres en quienes confiaba me han hecho traición.
─¿Cuánto tenía Morgan Birks guardado en las cajas de alquiler?
─No tenía nada.
─Ya sé que estaban a nombre de usted, pero la policía no tardará en averiguarlo.
─¿Se figura usted que nací ayer? ─preguntó ella, riéndose.
─Supongo ─observé─, que habrá dejado vacías todas esas arcas y que además se ha figurado ser muy lista. Pero en cuanto el fiscal haya terminado su informe, este detalle constituirá un magnífico móvil para el crimen.
Sus ojos expresaron el temor que le causaban mis palabras.
─Y si lleva ese dinero encima de su persona ─añadí─, demostrará que está loca por completo, porque a partir de este momento van a vigilar todos sus movimientos. Un día u otro la policía la meterá en la cárcel y allí una matrona se encargara de registrarla de pies a cabeza. Mientras tanto, los detectives harán una investigación a fondo en este piso.
─¿Es posible? ─exclamó ella.
─Puede tener absoluta seguridad de que ocurrirá como le digo.
─Llevo un cinto lleno de dinero ─dijo.
─¿Cuánto?
─Mucho.
─No se desposea de todo, Sandra. Guárdese cien o doscientos dólares, para que no sospechen que se ha librado del resto. Y en cuanto a éste, puede hacer otras cosas. O me lo confía a mí, sabiendo que voy a desaparecer con él, o lo distribuye entre unas cuantas cartas dirigidas a usted misma, a la lista de Correos, y las deposita cuanto antes en el buzón. Pero conviene que lo haga rápidamente.
Apenas tardó cinco segundos en decidirse. Me miró ladeando la cabeza y luego desabrochó unos botones a un lado de la falda, metió la mano, soltó algunos broches y pronto sacó algo que no era precisamente un cinto, sino una especie de corsé, lleno de dinero. Me lo entregó y como no pude rodearme el cuerpo con él, aflojé el cinturón, me lo puse a la espalda y así quedó sujeto.
─Dios sabe por qué hago eso ─observó─. Me pongo ciegamente en sus manos y no me quedo con nada en absoluto.
─He de decirle otra cosa ─exclamé─. Trate bien a Alma y yo haré lo mismo con usted. Tenga en cuenta que obro así en su obsequio.
─¿Y por mí no? ─preguntó, frunciendo los labios, severa.
─No ─contesté─. Por Alma.
─¡Oh, Donald! Me figuré realmente que era a causa de…
─Pues procure pensar mejor otra vez, para ver si tiene más acierto.
Eché a andar y cerré la puerta a mi espalda. En cuanto hube llegado a la escalera, ella abrió la puerta y gritó:
─¡Venga, Donald!
Pero emprendí la carrera, escalera abajo, y en breve me vi en la puerta. Ante ella estaba parado un coche, ocupado por dos hombres. No eran los agentes de paisano que viera poco antes, aunque desde luego, pertenecían también al mismo cuerpo.
Fingí no haberlos visto, me dirigí a un automóvil, subí a él y oprimí el botón de puesta en marcha. Al mismo tiempo me incliné sobre el volante para que no pudiesen verme bien.
Sandra salió a la calle mirando a un lado y a otro, muy extrañada al notar mi desaparición. Echó a correr hacia la esquina. Los agentes cambiaron una mirada y uno de ellos se apeó. Fue a su encuentro y le preguntó:
─¿Busca usted algo?
Ella se volvió a mirarlo y sin duda comprendió quién era.
─Me pareció haber oído gritar «¡Fuego!». ¿Hay algún incendio?
─¿Está usted soñando, joven? ─contestó el detective.
Con gran sorpresa por mi parte, el motor se puso en marcha. Entonces enderecé el cuerpo y ella me vio, pero como se hallaba al lado del agente, no pudo hacer cosa alguna.
Debo confesar que se comportó muy bien, porque replicó con voz temblorosa:
─Estoy muy nerviosa, porque esta madrugada alguien asesinó a mi marido.
El agente pareció calmarse al oír estas palabras.
─Es muy doloroso, joven ─dijo en tono compasivo─. ¿Quiere que la acompañe a su habitación?
Yo me alejé.