coolCap1

ENTRÉ en la oficina y me quedé al lado de la puerta sombrero en mano.

Delante de mí había seis individuos. El anuncio pedía la edad entre veinticinco y treinta años. Una secretaria de pelo pajizo, que había detrás de una mesa con máquina de escribir, dejó de teclear. Me lanzó una mirada glacial.

─¿Qué quiere? ─preguntó.

─Ver al señor Cool.

─¿Para qué?

Moví la cabeza para indicar a la media docena de individuos, que me miraban de manera hostil.

─He venido a causa del anuncio.

─Ya me lo figuraba. Siéntese ─dijo.

─Me parece que no hay ninguna silla ─contesté.

─La habrá dentro de un momento. Quédese en pie y espere o vuelva;

─Esperaré.

Se inclinó sobre su máquina de escribir. Sonó un zumbador. Ella tomó el teléfono, escuchó un momento, asintió y expectante miró a la puerta que decía «B. L. Cool. Particular». Se abrió, y apresuradamente salió un individuo que, al parecer, tenía mucha prisa por llegar al aire libre. La rubia se volvió entonces para avisar a un señor Smith que podía entrar.

Se puso en pie un joven de hombros caídos y delgada cintura. Diose un tirón a la chaqueta, se ajustó la corbata, fijó una sonrisa en su rostro, abrió la puerta del despacho particular y entró.

─¿Cómo se llama? ─me preguntó la rubia.

─Donald Lam.

Ella lo anotó y luego, fijando los ojos en mí, empezó a consignar algunas notas taquigráficas debajo del nombre. Pude darme cuenta de que estaba catalogando mi aspecto.

─¿Nada más? ─pregunté al ver que había terminado de mirarme y de hacer signos raros en el papel.

─No. Espere.

Obedecí, pero Smith no tardó mucho. Salió cosa de dos minutos después. El individuo que lo seguía hizo el viaje de ida y vuelta tan de prisa que parecía como si no hubiese hecho más que saltar y rebotar. El tercero duró diez minutos y salió como si estuviese deslumbrado. Se abrió la puerta de la oficina exterior y entraron otros solicitantes. La rubia les tomó los nombres y consignó algunas notas. Después que se hubieron sentado empuñó el teléfono y lacónicamente dijo:

─Cuatro más.

Hecho esto, prestó unos momentos de atención y colgó.

En cuanto hubo salido el siguiente entró la rubia.

Permaneció cinco minutos dentro. Al salir, me dirigió un movimiento de cabeza y dijo:

─Entrará usted inmediatamente, señor Lam.

Los individuos que estaban delante de mí nos miraron ceñudos a los dos, pero no dijeron nada. Al parecer, ella no hizo más caso que yo de aquellas miradas.

Abrió la puerta y entre en la espaciosa estancia, donde había varios muebles archivos, dos sillones muy cómodos, una mesa y un escritorio muy grande.

Adopté mi mejor sonrisa y me disponía a decir: «Señor Cool, yo…», pero me abstuve antes de empezar, porque la persona sentada al otro lado del escritorio no era ningún señor.

Contaría unos sesenta años, tenía el cabello gris, ojos de igual color, muy alegres, y rostro benigno y casi de abuela. Quizá pesaba noventa kilos y dijo:

─Siéntese, señor Lam… No. En ese sillón, no. Acérquese para que pueda verlo. Así. Ahora, ¡por Dios!, no mienta.

Giró sobre su sillón y me miró como si hubiese sido su nieto favorito que iba a pedirle un bollo.

─¿Dónde vive? ─preguntó.

─No tengo señas permanentes. En la actualidad tengo tomada una habitación en una pensión de West Pico.

─¿Qué sabe hacer?

─Nada ─contesté─. O por lo menos, nada que me sirva. Me dieron una educación apropiada, tal vez, para poder apreciar el arte, la literatura y la vida, pero no para hacer dinero. Y me he dado cuenta de que no me es posible apreciar el arte, la literatura y la vida sin dinero.

─¿Cuántos años tiene?

─Veintiocho.

─¿Viven sus padres?

─No.

─¿Casado?

─No.

─Está usted muy flacucho. Con seguridad que no pesa más de unos cincuenta y tantos kilos.

─Cincuenta y seis.

─¿Es usted capaz de andar a puñetazos?

─No. A veces los he probado y me han pegado una paliza.

─El cargo que ofrezco es para un hombre.

─Pues yo soy un hombre ─contesté enojado.

─Pero demasiado pequeño. Todos podrían darle empujones.

─Cuando estaba en la escuela ─dije─, algunos muchachos lo intentaron, pero en breve pudieron convencerse de que no les convenía. No me gusta que me empujen. Hay muchas maneras de pelear. Yo tengo la mía propia y en ella soy un as.

─¿Leyó usted bien el anuncio?

─Me parece que sí.

─¿Se considera con aptitudes?

─No tengo relaciones ni parientes ─dije─. Y me parece que soy bastante valiente. Soy activo y no me creo nada tonto. Pero si me engaño, no hay duda de que alguien malgastó su dinero en darme educación.

─¿Quién?

─Mi padre.

─¿Cuándo murió?

─Hace dos años.

─¿Qué ha hecho usted desde entonces?

─¡Oh! Varias cosas.

No cambió de expresión su rostro, pero sonrió benigna y dijo:

─¡Es usted un embustero de tomo y lomo!

Yo hice retroceder mi silla y dije:

─Se aprovecha de ser una mujer para decirme eso. Pero si fuera un hombre no se lo consentiría.

Y me dirigí a la puerta.

─Espere ─dijo─. Me parece que tiene algunas probabilidades de quedarse con el empleo.

─No lo quiero.

─¡No sea tonto, hombre! Vuélvase ya míreme. Estaba usted mintiendo, ¿verdad?

¡Demonio! Ya había perdido aquel empleo, de modo que me volví para mirarla, y exclamé:

─Sí. Mentía. Tengo esa costumbre. Pero por raro que parezca, me gusta que, cuando prevarico, me llamen la atención con un poco más de tacto.

─¿Ha estado en la cárcel?

─No.

─Bueno, siéntese otra vez.

Eso es lo que gana la moral de uno cuando ha de ir de un lado a otro con las manos en los bolsillos y sin nada que hacer. Todo mi capital se reducía a diez centavos y no había comido desde el mediodía anterior. Las agencias de empleos no podían o no querían hacer nada por mí. De modo que, por fin, tuve que contestar a los anuncios que exponían en los escaparates. Y aquella era mi última tentativa.

─Bueno. Ahora dígame la verdad.

─Tengo veintiocho años ─dije─. Mis, padres han muerto. Me he educado en el colegio. Soy bastante inteligente y estoy dispuesto a hacerlo casi todo. Necesito dinero. Si me da el empleo, me esforzaré en ser leal.

─¿Nada más?

─Nada más.

─¿Cómo se llama?

Sonreí.

─Así Lam no será su nombre verdadero.

─Le he dicho la verdad. Y ahora, si quiere, puedo seguir hablando, porque lo hago bastante bien.

─Ya me lo figuro ─dijo─. Y dígame, ¿qué ha estudiado realmente?

─¿Qué importa eso?

─No lo sé, pero en cuanto me habló de su educación escolar comprendí que mentía. ¿Ha ido usted a la escuela realmente?

─Sí.

─¿Y no alcanzó el grado?

─Sí

─¿Lo expulsaron?

─No.

─¿Sabe algo de Anatomía? ─preguntó dudosa.

─No mucho.

─¿Qué estudió, pues, en la escuela?

─¿Quiere que improvise? ─pregunté.

─No ─contestó─. Ahora no. Pero, sí. Este empleo requiere a un embustero, a un hombre que sepa hablar y convencer. La primera mentira que me dijo no me gustó, porque no convencía.

─Pues ahora le digo la verdad ─repliqué.

─Bueno, pues déjelo. Mienta un poco más.

─¿Acerca de qué?

─De lo que quiera, pero de modo convincente. Borde la mentira. ¿Qué estudió en la escuela?

─La vida amorosa de los microbios ─contesté─. Hasta ahora los sabios sólo han tenido en cuenta la propagación de los microbios, del mismo modo como si fuesen conejillos de Indias. Nadie se ha interesado en estudiarla desde el punto de vista del microbio. Usted misma se vería inclinada a estudiarla desde el punto de vista de sus…

─No tengo ningún microbio ─me interrumpió.

─… ideas acerca de la vida ─añadí, sin hacer caso de su interrupción─. Ahora, con una temperatura invariable, una cantidad adecuada de alimentos, los microbios llegan a sentirse llenos de ardor y, en realidad…

Levantó la mano, con la palma hacia fuera, como si quisiera rechazar mis palabras.

─Bueno, ya es bastante ─dijo─. Desde luego, ha mentido, pero es una calidad de mentira inferior, puesto que a nadie le importa. Ahora dígame la verdad. ¿Sabe usted algo, por poco que sea, acerca de los microbios?

─No ─le contesté.

─Bueno, y cuando estaba en la escuela, ¿cómo logró que sus compañeros no le dieran empujones?

─Preferiría no hablar de eso… si quiere la verdad.

─Quiero la verdad y deseo conocer este dato.

─Hice uso de mi cabeza ─dije─. Me han llamado monigote, pero en la vida todo el mundo ha de buscar el modo de protegerse. Cuando se tiene algo débil, la Naturaleza nos hace vigorosos en otra cosa. Yo siempre he buscado medios especiales. Cuando un hombre empieza a empujarme, yo hallo la manera de impedirlo, y al poco rato se arrepiente de haberlo intentado siquiera. No tengo ningún inconveniente, si es necesario, en dar golpes prohibidos. Bien es verdad que a veces recibo un puntapié. Pero en fin, soy así. No se puede exigir demasiada delicadeza al débil. Ahora, si se ha divertido bastante a mi costa, me marcho, porque no me gusta que se rían de mí. Algún día se convencerá usted de que es una diversión bastante cara, porque capaz sería de encontrar el modo de hacer que se arrepintiese.

Ella dio un suspiro, no de fatiga, sino como si se hubiese quitado un peso de encima. Tomó el teléfono de su escritorio y dijo:

─Elsie, voy a dar el empleo a Donald Lam. Saque a esa chusma del despacho y ponga un cartel en la puerta diciendo que ya está ocupado el empleo. Por un día ya hemos tenido bastante basura.

Colgó el receptor en su gancho, abrió un cajón y tomó unos papeles y empezó a leer. Poco después oí el roce de la silla y los apagados ruidos de la oficina exterior, originados por la salida de los solicitantes. Continué inmóvil, mudo de sorpresa y esperando.

─¿Tiene dinero? ─preguntó de repente mi interlocutora.

─Sí ─dije. Y añadí─: Un poco.

─¿Cuánto?

─Lo bastante para que me dure algo.

Me miró por encima de los cristales bifocales de sus gafas y dijo:

─Ahora vuelve a mentir como aficionado. Eso es peor que los microbios. Lleva usted una camisa que le sienta muy mal. Por ochenta y cinco centavos podrá comprar otra. Tire también la corbata; nueva le costará veinticinco o treinta y cinco centavos. Hágase limpiar las botas y cortar el pelo. Supongo que llevará los calcetines agujereados… ¿Tiene hambre?

─No, señora ─contesté.

─No me venga usted con esos cuentos. Mírese usted al espejo, hombre. Tiene un color que parece la barriga de un pescado. Las mejillas están chupadas y tiene ojeras. Probablemente hace una semana que no ha comido. Vaya a hacerlo ahora. Destinaremos a eso veinte centavos. Además, habríamos de encontrar la manera de que se procure un traje. Hoy no es posible. Ahora está trabajando para mí y no quiero que se figure por un solo momento que podrá ir de compras en las horas de trabajo. Después de las cinco de la tarde, podrá ir a comprarse un traje. Le daré un anticipo sobre su salario y Dios le ayude si trata de engañarme. Tome veinte dólares.

Cogí el dinero.

─Bueno ─dijo─, vuelva a las once. ¡Andando!

Cuando llegué a la puerta, levantó la voz.

─Oiga, Donald, no vaya usted a hacerse el grande con ese dinero. Para almorzar no le permito que gaste más de veinticinco centavos.