No sabía si volvería a hablar alguna vez. Acamparon a orillas de un río y se sentó junto al fuego escuchando correr el agua en la oscuridad. No era un sitio seguro porque el sonido del agua tapaba cualquier otro pero le pareció que eso animaría al chico. Comieron las provisiones que les quedaban y se puso a estudiar el mapa. Midió la carretera con un trozo de cordel y lo miró y volvió a medir. Aún faltaba mucho para la costa. Ignoraba lo que encontrarían una vez allí. Juntó los pedazos del mapa y volvió a meterlos en la bolsa de plástico y se quedó contemplando las brasas.
Al día siguiente cruzaron el río por un estrecho puente de hierro y entraron en una antigua ciudad-factoría. Miraron dentro de las casas de madera pero no encontraron nada. Sentado en un porche había un hombre en traje de faena, muerto desde hacía años. Parecía un espantajo puesto allí para anunciar alguna fiesta. Recorrieron el largo muro oscuro de la fábrica, sus ventanas tapiadas. El fino hollín corría negro precediéndolos por la calle.
Cosas extrañas esparcidas por la cuneta. Electrodomésticos, muebles. Herramientas. Cosas abandonadas tiempo atrás por peregrinos en ruta hacia sus diversas y colectivas muertes. Hasta hacía solo un año el chico rescataba a veces algún objeto y lo llevaba un tiempo consigo pero había dejado de hacerlo. Se sentaron a descansar y bebieron lo que les quedaba de agua buena y dejaron el bidoncito de plástico en la carretera. El chico dijo: Si tuviéramos a ese niño pequeño podría ir con nosotros.
Sí que podría.
¿Dónde lo encontraron?
No respondió.
¿Crees que puede haber otro en alguna parte?
No sé. Es posible.
Perdona por lo que dije de aquellas personas.
¿Qué personas?
Esas que estaban quemadas. Las que se quedaron en la carretera y murieron quemadas.
No sabía que hubieras dicho nada malo.
No era nada malo. ¿Podemos irnos ya?
Vale. ¿Quieres ir montado en el carro?
Da igual.
¿Por qué no montas un rato?
Porque no quiero. Da igual.
Agua lenta en el país llano. Los esteros contiguos a la carretera inmóviles y grises. Los ríos de la llanura costera dibujando serpientes plomizas en las baldías tierras de labranza. Continuaron adelante. Siguiendo la carretera había una hondonada y un pequeño cañaveral. Creo que ahí hay un puente, dijo. Probablemente pasa un arroyo.
¿Podemos beber el agua?
No tenemos otra opción.
No nos sentará mal.
Supongo que no. Aunque podría estar seco.
¿Puedo adelantarme?
Claro que sí.
El chico se alejó por la carretera. Hacía mucho tiempo que no le veía correr. Los codos separados, pisando torpemente con sus zapatillas deportivas demasiado grandes. Se detuvo y se quedó mirando allí de pie, mordiéndose el labio.
El agua era poco más que un rezumadero. Pudo ver un ligero movimiento allí donde colaba por un atanor de hormigón bajo el tablero del puente y escupió al agua y miró para ver si se movía. Fue a coger un trapo y un tarro de plástico del carrito y volvió y ajustó el trapo alrededor de la boca del tarro y sumergió este en el agua y esperó a que se llenara. Lo levantó chorreando y lo puso a la luz. No tenía muy mal aspecto. Retiró el trapo y le tendió el tarro al chico. Adelante, dijo.
El chico bebió y se lo pasó a él.
Bebe un poco más.
Bebe tú un poco, papá.
Vale.
Se sentaron y bebieron hasta que no les cupo más, filtrando la ceniza del agua. El chico se tumbó en la hierba.
Tenemos que irnos.
Estoy muy cansado.
Ya lo sé.
Se lo quedó mirando. Hacía dos días que no comían nada. Al cabo de otros dos empezarían a sentirse débiles. Remontó la orilla entre las cañas para vigilar la carretera. Oscura y negra y sin huellas atravesando campo abierto. Los vientos habían barrido la ceniza y el polvo de la superficie. Buenas tierras antaño. Ningún indicio de vida en ninguna parte. No conocía la región. Ignoraba los nombres de las poblaciones, de los ríos. Vamos, dijo. Tenemos que irnos.
Dormían cada vez más. En más de una ocasión se despertaron estirados en la carretera como víctimas de un accidente de tráfico. El sueño de los muertos. Se incorporaba buscando a tientas la pistola. En el atardecer plomizo se quedó acodado en el asa del carrito mirando una casa que había al otro lado de los campos a algo más de un kilómetro. Era el chico quien la había visto. Apareciendo y desapareciendo en la cortina de hollín como una casa de un sueño incierto. Se apoyó en el carrito y le miró. Les costaría cierto esfuerzo llegar hasta allí. Coger las mantas. Esconder el carro en algún punto de la carretera. Podían llegar antes de que cayera la noche pero no podrían volver.
Tenemos que echar una ojeada. Es preciso.
No quiero ir.
Hace días que no comemos.
Es que no tengo apetito.
Pronto no tendrás ni fuerzas para comer.
Yo no quiero ir, papá.
Allí no hay nadie. Te lo prometo.
¿Cómo lo sabes?
Lo sé y punto.
Podrían estar dentro de la casa.
No, no están. Todo irá bien.
Echaron a andar a través de los campos envueltos en sus mantas, llevando solo la pistola y una botella de agua. El campo había sido removido por última vez y tallos de rastrojo asomaban del suelo y la fina traza del disco era todavía visible de este a oeste. Había llovido recientemente y la tierra estaba blanda y él iba mirando al suelo y al poco rato se detuvo para coger una punta de flecha. Escupió en ella y la limpió de tierra contra la costura de su pantalón y se la dio al chico. Era de cuarzo blanco, perfecta como el día en que la hicieron. Hay más, dijo. Si te fijas en el suelo las verás. El hombre encontró otras dos puntas. Pedernal gris. Luego encontró una moneda. O un botón. Una costra gruesa de verdín. La rascó con la uña del pulgar. Era una moneda. Sacó su cuchillo y empezó a cincelarla con cuidado. Las letras estaban en español. Llamó al chico que había continuado andando y luego contempló el campo gris a su alrededor y el cielo gris y tiró la moneda y se apresuró a alcanzarlo.
Se detuvieron frente a la casa. Había un camino de grava que torcía hacia el sur. Una galería de ladrillo. Una escalera doble subía elegantemente hasta el pórtico con columnas. En la parte de atrás de la casa una dependencia de ladrillo que en tiempos pudo haber sido una cocina. Más allá una cabaña de troncos. Empezó a subir la escalera pero el chico le tiró de la manga.
¿Podemos esperar un rato?
De acuerdo. Pero está anocheciendo.
Ya lo sé.
Vale.
Se sentaron en los escalones y contemplaron el campo.
Aquí no hay nadie, dijo el hombre.
Vale.
¿Todavía estás asustado?
Sí.
No pasará nada.
Vale.
Subieron por las escaleras al amplio porche con suelo de ladrillo. La puerta estaba pintada de negro y entreabierta mediante un pequeño bloque de hormigón. Detrás hojas secas y maleza arrastradas por el viento. El chico le agarró la mano. ¿Por qué está abierta, papá?
Porque sí. Probablemente lleva así años. Quizá los últimos que salieron la dejaron abierta para sacar sus cosas.
Quizá deberíamos esperar hasta mañana.
Vamos. Echaremos una ojeada rápida. Antes de que sea demasiado oscuro. Si nos aseguramos de que no hay peligro quizá podremos encender fuego.
Pero no nos quedaremos a dormir aquí, ¿verdad?
No tenemos por qué quedarnos.
Vale.
Vamos a beber un poco de agua.
Vale.
Sacó la botella del bolsillo lateral de su parka y desenroscó el tapón y vio beber al chico. Luego echó un trago él también y volvió a taparla y cogió al chico de la mano y entraron en el vestíbulo en penumbra. Techo alto. Una araña de luz de importación. En el rellano de la escalera había un ventanal palladiano y la última luz del día parecía arrojar de cabeza su perfil por el hueco de la escalera.
No hace falta que subamos arriba, ¿verdad?, susurró el chico.
No. Quizá mañana.
Después de que hayamos comprobado que no hay peligro.
Sí.
Vale.
Entraron al salón. La forma de una alfombra bajo la ceniza legamosa. Muebles cubiertos por sábanas. Cuadrados pálidos en las paredes donde antaño había cuadros colgados. En la habitación del otro lado del vestíbulo había un piano de cola. Las formas de ellos dos seccionadas en el cristal delgado y acuoso de la ventana. Entraron y se quedaron escuchando. Recorrieron las habitaciones como escépticos compradores potenciales. Contemplaron desde los ventanales la tierra que se oscurecía afuera.
En la cocina había cubertería y sartenes y porcelana inglesa. Un cuarto de servicio cuya puerta se cerró suavemente a sus espaldas. Piso embaldosado e hileras de estantes y en los estantes varios tarros de conservas de tres cuartos. Cruzó el cuartito y cogió un tarro y sopló para quitarle el polvo. Judías verdes. Tiras de pimiento rojo entre las ordenadas filas. Tomates. Maíz. Patatas nuevas. Quimgombó. El chico le observaba. El hombre limpió de polvo los tarros y presionó las tapas con el pulgar. Anochecía rápidamente. Llevó dos de los tarros a la ventana y los puso a la luz para examinarlos. Miró al chico.
Esto podría ser veneno, dijo. Tendremos que cocinarlo todo a fondo. ¿Te parece bien?
No sé.
¿Qué quieres hacer?
Eso dilo tú.
No. Los dos.
¿Tú crees que no hay peligro?
Creo que si lo cocemos bien cocido no pasará nada.
Vale. ¿Tú por qué crees que no se los ha comido nadie?
Porque nadie los encontró. Desde la carretera no se ve la casa.
Nosotros la hemos visto.
Tú sí.
El chico miró detenidamente los tarros.
¿Qué opinas?, dijo el hombre.
Opino que no podemos elegir.
Y yo opino que tienes razón. Vamos a buscar leña antes de que sea de noche.
Subieron brazadas de ramas muertas por los escalones de atrás que daban a la cocina y fueron al comedor y partieron la leña y llenaron el hogar hasta arriba. El humo cuando encendieron la lumbre subió en espiral lamiendo la repisa de madera pintada y al llegar al techo empezó a bajar de nuevo en espiral. El hombre aventó las llamas con una revista y pronto la chimenea empezó a tirar y el fuego rugió iluminando las paredes y el techo y la araña de luz en su miríada de facetas. Las llamas alumbraron el cristal de la ventana frente a la que el chico estaba de pie, encapuchada silueta como un gnomo llegado de la noche. Parecía aturdido por el calor. El hombre retiró las sábanas de la larga mesa imperio que había en mitad de la estancia y las sacudió y preparó un jergón para los dos frente al hogar. Hizo sentar al chico y procedió a quitarle los zapatos y los sucios harapos en que estaban envueltos sus pies. Todo va bien, susurró. Todo va bien.
En un cajón de la cocina encontró velas y encendió dos y luego derramó un poco de cera sobre la mesa y colocó las velas encima. Salió a buscar más leña y la amontonó al lado del hogar. El chico no se había movido. Había cacerolas en la cocina y limpió una a fondo y la dejó sobre la encimera y luego intentó abrir uno de los tarros pero no pudo. Llevó un tarro de judías verdes y otro de patatas a la puerta de delante y a la luz de una vela metida dentro de un vaso se arrodilló y colocó el primer tarro de costado entre la puerta y el quicio y lo apretó con la puerta. Luego se acuclilló en el suelo del vestíbulo y enganchó un pie por el borde exterior de la puerta y lo afianzó en la tapa y retorció el tarro con las manos. La tapa moleteada giró contra la madera arañando la pintura. Asió de nuevo el cristal y cerró un poco más la puerta y volvió a intentarlo. La tapa patinó en la madera y luego quedó fija. Giró lentamente el tarro entre sus manos y lo retiró del quicio y quitó la anilla de la tapa y la dejó en el suelo. Luego abrió el segundo tarro y se puso de pie y volvió con ellos a la cocina, sosteniendo en la otra mano el vaso con la vela que se meneaba y chisporroteaba. Intentó levantar las tapas de los tarros empujando con los pulgares pero estaban muy bien apretadas. Le pareció que era buena señal. Apoyó el borde de la tapa en la encimera y golpeó la parte superior del tarro con el puño y la tapa salió despedida y cayó al suelo. Se llevó el tarro a la nariz. Olía de maravilla. Echó las patatas y las judías en una cacerola y llevó la cacerola al comedor y la puso en el fuego.
Comieron despacio en tazones de porcelana de color marfil, sentados a la mesa uno frente al otro con una solitaria vela encendida entre ellos. La pistola allí a mano como parte del servicio. La casa crujía y gruñía al calentarse. Como algo que estuviera saliendo de una larga hibernación. El chico daba cabezadas de sueño y en una de estas la cuchara le cayó al suelo.
El hombre se levantó y rodeó la mesa y lo llevó hasta el hogar y lo acostó y lo tapó con las mantas. Debió de volver a la mesa pues despertó allí tirado con la cara apoyada en los brazos cruzados. Hacía frío en la habitación y afuera el viento gemía. Las ventanas traqueteaban un poco en sus bastidores. La vela se había terminado y del fuego solo quedaban rescoldos. Se levantó y avivó la lumbre y se sentó al lado del chico y lo arropó bien y pasó una mano por sus mugrientos cabellos. Yo creo que quizá están vigilando, dijo. Esperando a ver una cosa que ni la muerte puede deshacer y si no la ven se alejarán de nosotros y no volverán más.
El chico no quería que subiera al piso de arriba. Intentó razonar con él. Arriba podía haber mantas, dijo. Tenemos que echar un vistazo.
No quiero que subas.
Arriba no hay nadie.
Podría haber.
No hay nadie en la casa. ¿No te parece que a estas alturas ya habrían bajado?
Quizá tienen miedo.
Les diré que no les haremos ningún daño.
Puede que estén muertos.
Entonces no les importará que cojamos algunas cosas. Mira, haya lo que haya arriba es mejor saberlo que no saberlo.
¿Por qué?
Por qué. Bueno, pues porque no nos gustan las sorpresas. Las sorpresas asustan. Y no nos gusta estar asustados. Y ahí arriba podría haber cosas que necesitamos. Es preciso echar un vistazo.
Vale.
¿Vale? ¿Así, sin más?
Hombre, tú no quieres escucharme.
Te estaba escuchando.
No demasiado.
Aquí no hay nadie. Aquí no ha habido nadie durante años. No he visto huellas en la ceniza. Todo está en su sitio. No hay muebles quemados en el hogar. Y hay comida.
Las huellas no se quedan en la ceniza. Tú mismo lo dijiste. El viento las borra.
Voy a subir.
Estuvieron cuatro días en la casa comiendo y durmiendo. Arriba había encontrado más mantas y entraron grandes montones de leña y la fueron apilando en una esquina de la habitación para que se secara. Había encontrado una antigualla de sierra de ballesta hecha de madera y alambre y la empleó para serrar los árboles muertos. Los dientes estaban oxidados y romos y se sentó frente al fuego con una lima de cola de rata e intentó afilarlos pero fue en vano. Había un riachuelo a un centenar de metros de la casa y el hombre acarreó innumerables baldes de agua por los rastrojales y el fango y calentaron agua y se bañaron en una bañera contigua al dormitorio de la parte de atrás en la planta baja y le cortó el pelo al chico y se lo cortó él también y se afeitó la barba. Tenían ropa y mantas y almohadas de los cuartos de arriba y se equiparon con prendas nuevas, el pantalón del chico cortado a medida con el cuchillo. Luego improvisó una alcoba frente al hogar, volcando una cómoda alta a modo de cabecera para la cama y para conservar el calor. A todo esto no dejó de llover. Puso baldes debajo de los canalones en las esquinas de la casa para recoger agua dulce del viejo techo de lámina corrugada y por la noche podía oír el tamborileo de la lluvia en las habitaciones de arriba y cómo goteaba por toda la casa.
Hurgaron en los anexos en busca de alguna cosa útil. Vio una carretilla y la sacó y la puso boca abajo e hizo girar lentamente la rueda, examinando el neumático. El caucho estaba agrietado y casi liso pero le pareció que se podría hinchar y se puso a buscar entre cajas viejas y herramientas y encontró una bomba de bicicleta y enroscó la manguera a la válvula del neumático y empezó a bombear. El aire se salía por los bordes pero giró la rueda e hizo que el chico sujetara el neumático hasta que el aire empezó a entrar y pudo inflarlo. Desenroscó la manguera y dio la vuelta a la carretilla y la hizo rodar por el suelo. Luego la sacó fuera para que la lluvia la limpiara. Cuando partieron dos días después había despejado y echaron a andar por la carretera enfangada empujando la carretilla con las mantas nuevas y los tarros de comida envueltos en la ropa de repuesto. Había encontrado unos zapatos de faena para él y el chico llevaba unas deportivas azules con trapos metidos en la puntera y se habían hecho mascarillas nuevas con pedazos de sábana. Cuando llegaron al asfalto tuvieron que desandar camino para ir a buscar el carrito pero era solo un kilómetro. El chico caminaba a su lado con una mano apoyada en la carretilla. Hemos hecho bien, ¿verdad, papá?, dijo. Desde luego que sí.
Comían bien pero todavía estaban a mucha distancia de la costa. Sabía que estaba alimentando esperanzas sin que hubiera motivo para ello. Confiaba en que aclararía pese a que el mundo parecía volverse más oscuro por momentos. Había encontrado un fotómetro en una tienda de cámaras fotográficas que pensó podría utilizar para calcular el promedio de luz durante unos meses y lo llevó consigo mucho tiempo pensando que quizá encontraría pilas para hacerlo funcionar pero no fue así. Cuando despertaba tosiendo por la noche se incorporaba presionándose la cabeza con una mano para protegerse de la negrura. Como quien despertara dentro de una tumba. Como aquellos cadáveres desenterrados de su infancia que habían sido cambiados de sitio para poder construir una autopista. Muchos habían muerto en una epidemia de cólera y los habían enterrado a toda prisa en cajas de madera y las cajas se estaban pudriendo y se abrían. Los cadáveres salieron a la luz yaciendo de costado con las piernas encogidas y algunos boca abajo. Los vellones verde mate se caían de las gavetas de sus órbitas oculares ensuciando el suelo de los podridos ataúdes.
Al llegar a un pueblo entraron en una tienda de alimentación donde había una cabeza de ciervo colgada de la pared. El chico se la quedó mirando largo rato. Había cristales rotos en el suelo y el hombre le hizo esperar en la puerta mientras él apartaba desperdicios con sus zapatos de faena pero no encontró nada. Había fuera dos surtidores de gasolina y se sentaron en la zona de estacionamiento y sumergieron una lata pequeña suspendida de un cordel en el depósito subterráneo y la izaron otra vez y vertieron la pequeña cantidad de gasolina que contenía en una jarra de plástico y volvieron a sumergirla. Habían atado un trocito de tubería a la lata para hacerla bajar y se quedaron agachados sobre el depósito como monos pescando con palos en un hormiguero durante casi una hora hasta que la jarra estuvo llena. Luego enroscaron el tapón y pusieron la jarra en la parrilla inferior del carrito y siguieron adelante.
Largos días. En campo abierto con la ceniza peinando la carretera. El chico se sentaba por las noches junto al fuego con páginas del mapa sobre las rodillas. Se sabía de memoria los nombres de poblaciones y ríos y diariamente medía el trecho recorrido.
Comían más frugalmente. Ya casi no les quedaba nada. El chico se paró en la carretera con el mapa en la mano. Escucharon pero no pudieron oír nada. Hacia el este sin embargo pudo ver campo abierto y el aire era distinto. Luego al doblar un recodo de la carretera se la encontraron y permanecieron allí parados con el viento salobre agitando sus cabellos pues se habían bajado las capuchas para oír mejor. Allí estaba la playa gris y las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito. En los bancos de arena dejados por la bajamar vieron un buque cisterna escorado. Más allá el vasto océano frío, meciéndose pesadamente como una tina de lava esponjosa en lenta respiración y luego la línea de turbonada de ceniza gris. Miró al chico. Detectó la decepción en su cara. Siento que no sea azul, dijo. No pasa nada, dijo el chico.
Una hora después estaban sentados en la playa contemplando el horizonte cubierto de niebla tóxica. Sentados con los talones hundidos en la arena vieron cómo el mar sombrío les lamía los pies. Frío. Desolado. Sin aves. Había dejado el carrito en los helechos junto a las dunas y se habían llevado las mantas y estaban envueltos en ellas al abrigo del viento apoyados en un gran tronco que el mar había arrastrado hasta la playa. Permanecieron allí mucho rato. En la arena de la caleta que había más abajo hileras como caballones de pequeños huesos entre las algas. Más allá los costillares blanqueados por la sal de lo que podían haber sido reses. En las rocas una escarcha de sal gris. Soplaba el viento y unas vainas secas correteaban por la arena y se detenían y volvían a correr.
¿Crees que podría haber barcos mar adentro?
Lo dudo.
No verían lo que tenían cerca.
No. No lo verían.
¿Qué hay al otro lado?
Nada.
Algo habrá, ¿no?
Quizá un padre y su hijo sentados en la playa.
Eso sería bonito.
Sí. Sería bonito.
¿Y podría ser que ellos también llevaran el fuego?
Sí. Podría ser.
Pero no lo sabemos.
No lo sabemos.
Por eso hemos de estar alerta.
Hemos de estar alerta. Sí.
¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí?
No lo sé. Casi no tenemos comida.
Ya.
Te gusta esto.
Sí.
Y a mí.
¿Puedo ir a nadar?
¿A nadar?
Sí.
Se te va a helar el culo.
Ya lo sé.
El agua estará muy fría. Más de lo que te imaginas.
Bueno.
No quiero tener que ir a buscarte.
Te parece que no debería ir.
Te dejo ir.
Pero te parece que no debería.
No. Creo que deberías ir.
¿En serio?
Sí. En serio.
Vale.
Se levantó y dejó caer la manta a la arena y luego se despojó de la chaqueta y de los zapatos y el resto de la ropa. Se quedó allí desnudo, agarrándose los brazos y bailando. Luego echó a correr por la playa. Tan blanco. Los huesos de la columna nudosos. Los omóplatos afilados moviéndose como sierras bajo la piel pálida. Metiéndose desnudo y brincando y gritando en las olas que rompían despaciosas.
Cuando salió del agua estaba morado de frío y los dientes le castañeteaban. El hombre fue andando a su encuentro y lo envolvió muerto de frío en la manta y lo abrazó hasta que dejó de boquear. Pero luego al mirarle vio que el chico estaba llorando. ¿Qué pasa?, dijo. Nada. No, dime. Nada. No es nada.
Al anochecer encendieron lumbre arrimados al tronco y comieron quimgombó y alubias y las últimas patatas enlatadas que quedaban. La fruta se había terminado hacía tiempo. Bebieron té y se quedaron sentados junto al fuego y durmieron en la arena y escucharon el rumor de las olas en la bahía. El largo estremecimiento y la caída posterior. Se levantó por la noche y caminó por la playa envuelto en sus mantas. Estaba demasiado negro para ver. Sabor a sal en los labios. Esperando. Esperando. Luego el lento estruendo perdiéndose en la playa. Aquel siseo como de hervor que se extendía por la arena y se alejaba otra vez. Pensó que aún podían quedar barcos de la muerte, flotando a la deriva con sus lánguidas velas hechas harapos. O acaso vida en las profundidades. Grandes calamares propulsándose por el lecho marino en la fría oscuridad. Yendo y viniendo como trenes, los ojos del tamaño de platillos. Y sí, más allá de aquel empañado oleaje tal vez otro hombre caminaba con otro hijo por la arena muerta y gris. Dormidos pero con un mar de por medio en otra playa entre las amargas cenizas del mundo o en pie y andrajosos, perdidos bajo el mismo sol indiferente.
Recordaba haberse despertado una noche parecida al oír el ruido de unos cangrejos arañando la sartén donde había dejado huesos de carne de la noche anterior. Las ascuas todavía vivas de una lumbre de maderos flotantes vibrando en el viento que soplaba tierra adentro. Acostado bajo aquella miríada de estrellas. El horizonte negro del mar. Se levantó y caminó un trecho y descalzo en la arena vio aparecer las pálidas crestas de las olas a lo largo de la playa y rodar y romper y oscurecerse de nuevo. Cuando volvió al fuego se arrodilló junto a ella y acarició sus cabellos mientras dormía y dijo que si él fuera Dios habría creado el mundo tal cual sin ninguna diferencia.
Cuando volvió el chico estaba despierto y asustado. Le había estado llamando pero sin gritar lo suficiente como para que se le oyera. El hombre lo rodeó con sus brazos. No te oía, dijo. Con las olas no he podido oírte. Echó leña al fuego y lo atizó y se acostaron tapados con las mantas viendo cómo el viento hacía retorcerse las llamas hasta que se durmieron.
Por la mañana reavivó el fuego y comieron y contemplaron la playa. Su aspecto frío y lluvioso no muy distinto de paisajes marinos del mundo septentrional. Ni gaviotas ni aves limícolas. Estúpidos artefactos carbonizados a lo largo de la línea de pleamar o meciéndose en las olas. Reunieron madera de deriva y la apilaron y la cubrieron con la lona y luego echaron a andar por la playa. Somos raqueros, dijo.
¿Qué?
Son vagabundos que van por la playa buscando cosas de valor que el mar pueda haber arrojado a la arena.
¿Qué clase de cosas?
De todo. Cualquier cosa que pueda tener alguna utilidad.
¿Tú crees que encontraremos algo?
No lo sé. Echaremos un vistazo.
Un vistazo, dijo el chico.
Desde el espigón miraron hacia el sur. Una saliva gris de sal enroscándose perezosamente en la cubeta rocosa. Más allá la larga curva de la playa. Gris como arena volcánica. El viento que venía del agua olía ligeramente a yodo. Nada más. Ni asomo de olor a mar. En las rocas vestigios de un oscuro musgo marino. Cruzaron y siguieron adelante. Al final de la playa el paso quedaba cortado por un farallón y se desviaron por un viejo sendero que atravesaba las dunas pasando entre avena de mar muerta hasta que salieron a un promontorio de escasa altura. A sus pies un gancho de tierra amortajado por la oscura neblina que el viento impulsaba playa abajo y más allá lo que parecía el casco de un velero inclinado y a flor de agua. Se agacharon en las matas secas de hierba y miraron. ¿Qué deberíamos hacer?, dijo el chico.
Quedémonos observando un rato.
Tengo frío.
Ya lo sé. Vamos un poquito más allá. Lejos del viento.
Se sentó abrazando al chico pegado a él. La hierba muerta se agitaba un poco. Frente a ellos una gris desolación. El incesante reptar del mar. ¿Cuánto rato tendremos que estar aquí?, dijo el chico.
No mucho.
¿Tú crees que hay personas en el barco, papá?
No, creo que no.
Estarían todos inclinados.
Es verdad. ¿Puedes ver alguna huella?
No.
Esperemos un poco.
Tengo frío.
Deambularon por la media luna de playa sin dejar la arena más firme donde no había llegado la marea. Se detuvieron, sus prendas aleteando suavemente. Flotadores de vidrio cubiertos de una costra gris. Huesos de aves marinas. En la marca de marea una estera de algas entretejidas y espinas de peces a millones extendiéndose por la playa hasta donde alcanzaba la vista como una isoclina de muerte. Un inmenso sepulcro de sal. Absurdo. Absurdo.
Desde el final de la punta de tierra hasta el barco había como una treintena de metros de mar abierto. Observaron el barco. Algo menos de veinte metros de eslora, desmantelado hasta la cubierta, con la quilla al aire en una docena de palmos de agua. Debía de haber sido de mástil doble pero los palos estaban arrancados cerca de la cubierta y la única cosa que quedaba en pie eran unas cornamusas de latón y varios montantes de la barandilla de cubierta. Eso y la rueda metálica del timón asomando de la bañera en la popa. Dirigió la vista hacia la playa y las dunas. Luego le pasó la pistola al chico y se sentó en la arena y empezó a deshacerse el nudo de los zapatos.
¿Qué vas a hacer, papá?
Echar un vistazo.
¿Puedo ir contigo?
No. Quiero que te quedes aquí.
Yo quiero ir contigo.
Tienes que montar guardia. Además, el agua te cubre.
¿Podré verte?
Sí. Yo te iré mirando. Para asegurarme de que todo va bien.
Quiero ir contigo.
Se detuvo. No puede ser, dijo. Nuestra ropa desaparecería. Alguien tiene que cuidar de las cosas.
Lo dobló todo e hizo un montón. Qué frío hacía. Se inclinó para besar al chico en la frente. Deja de preocuparte, dijo. Tú vigila. Se adentró desnudo en el agua y allí de pie se remojó el cuerpo. Luego avanzó unos pasos y se zambulló de cabeza.
Nadó a lo largo del casco metálico y volvió, pedaleando en el agua, boqueando por el frío. Hacia la mitad del barco el arrufo quedaba justo a flor de agua y se afianzó allí para avanzar hasta el espejo de popa. El acero estaba gris y erosionado por la sal pero pudo distinguir la inscripción en letras doradas. Pájaro de Esperanza. Tenerife. Dos pescantes vacíos de botes salvavidas. Agarrándose de la barandilla se izó a bordo y se agachó tiritando en la pendiente de la cubierta de madera. Unos cuantos tramos de cable trenzado partidos en los tensores. Agujeros desmenuzados en la madera allí donde las tuercas habían sido arrancadas de cuajo. Una fuerza terrible capaz de barrer por completo la cubierta. Saludó al chico agitando el brazo pero el chico no devolvió el saludo.
El camarote era bajo con un techo abovedado y ojos de buey en uno de sus lados. Se agachó y limpió la sal gris y miró dentro pero no pudo ver nada. Probó de abrir la puerta de teca pero estaba cerrada con llave. Empujó con un hombro huesudo. Buscó algo con que hacer palanca. Ahora tiritaba desconsoladamente y los dientes le castañeteaban. Pensó en dar una patada a la puerta con la planta del pie pero decidió que no era buena idea. Se sujetó el codo con la mano y golpeó de nuevo la puerta. Notó que cedía. Solo un poco. Insistió. La jamba estaba resquebrajándose por la parte de dentro y finalmente cedió y la abrió de un empujón y descendió por la escalera de cámara.
Agua de sentina estancada junto al mamparo inferior repleta de papeles y desperdicios mojados. Un olor acre. Humedad y mala ventilación. Pensaba que habían saqueado el barco pero era el mar quien lo había hecho. En mitad del salón había una mesa de caoba con rebordes provistos de bisagra. Las puertas de la cajonada abiertas hacia fuera y todos los herrajes de un verde mate. Fue a los compartimentos de la parte delantera.
Pasando por la cocina. Harina y café en el suelo y latas de comida medio aplastadas y herrumbrosas. Una letrina con lavabo e inodoro de acero inoxidable. La débil luz del mar entraba por las lumbreras de la galería. Pertrechos esparcidos por todas partes. Un chaleco salvavidas flotando en el agua que se iba filtrando.
Casi esperaba un espectáculo truculento pero no hubo tal cosa. Las colchonetas de los camarotes habían sido arrojadas al suelo y sábanas y prendas de vestir estaban apiladas contra la pared. Todo mojado. Una puerta daba a la cajonada del lado de proa pero estaba demasiado oscuro para ver en su interior. Agachó la cabeza para entrar y palpó a tientas. Arcones hondos con tapa de madera engoznada. Equipo náutico apilado en el suelo. Empezó a arrastrar las cosas afuera y las fue amontonando sobre la cama inclinada. Mantas, prendas para el mal tiempo. Le salió un jersey húmedo y se lo puso. Encontró un par de botas amarillas de goma y una chaqueta de nailon y se la puso encima del jersey y se subió la cremallera. Luego metió las piernas en unos rígidos calzones amarillos de PVC y se pasó los tirantes por encima de los hombros y se calzó las botas. Regresó a la cubierta. El chico estaba sentado mirando al barco tal como él lo había dejado. Vio que se levantaba de golpe y el hombre interpretó que su nuevo atuendo lo había confundido. Soy yo, gritó, pero el chico seguía allí de pie alarmado y le saludó con el brazo y volvió a bajar.
Debajo de la litera en el segundo compartimento había cajones todavía en su sitio y los levantó y los sacó del todo. Manuales y periódicos en español. Pastillas de jabón. Un maletín de cuero negro cubierto de moho con papeles dentro. Se metió el jabón en el bolsillo de la chaqueta y se incorporó. Había libros en español esparcidos por la litera, hinchados y deformados. Un tomo suelto encajado en la rejilla del mamparo delantero.
Encontró una bolsa de lona impermeabilizada y recorrió el resto del barco calzado con sus botas, afianzándose en los mamparos para salvar la inclinación, los pantalones del impermeable crujiendo con el frío. Llenó la bolsa de ropa y accesorios. Unas playeras de mujer que pensó que le servirían al chico. Una navaja con mango de madera. Unas gafas de sol. Con todo había algo perverso en su búsqueda. Como agotar primero los sitios más inverosímiles en busca de algo extraviado. Finalmente entró en la cocina. Encendió el hornillo y lo volvió a apagar.
Descorrió el pestillo y levantó la escotilla que daba al cuarto del motor. Medio inundado y oscuro como boca de lobo. No olía a gasolina ni a petróleo. Volvió a cerrar. Dentro de los armaritos empotrados en los bancos de la bañera había cojines, lona para velas, material de pesca. En otro armario detrás de la peana del timón encontró rollos de cuerda de nailon y frascos metálicos de gasolina y una caja de fibra de vidrio con herramientas. Se sentó en el suelo de la bañera y examinó las herramientas. Oxidadas pero utilizables. Alicates, destornilladores, llaves de tuercas. Cerró la caja con su pestillo y se incorporó y buscó al chico con la mirada. Estaba acurrucado en la arena y dormía con la cabeza sobre una pila de ropa.
Llevó la caja de herramientas y un frasco de gasolina a la cocina y fue a hacer un último recorrido por los camarotes. Luego se puso a mirar en los pequeños armarios del salón, examinando carpetas y papeles en cajas de plástico en busca del cuaderno de bitácora. Encontró un juego de porcelana empaquetado y sin usar en una caja de madera rellena de virutas. La mayor parte del juego roto. Servicio para ocho personas, con el nombre del barco grabado. Un regalo, pensó. Sacó una taza de té y la giró en la palma de su mano y la devolvió a su sitio. Lo último que encontró fue una cajita cuadrada de roble con esquinas a cola de milano y un troquel de latón en la tapa. Creyó que podía ser un humidificador pero no tenía la forma adecuada y al cogerla y sopesarla supo qué era. Soltó los pestillos medio corroídos y la abrió. Dentro había un sextante de latón, posiblemente de un siglo de antigüedad. Lo sacó de su cajita hecha a medida y lo sostuvo en la mano. Asombrado de su belleza. El latón había perdido brillo y unas manchas de verdín dibujaban la forma de otra mano que en tiempos había empuñado el sextante, pero por lo demás estaba perfecto. Limpió el verdín del troquel que llevaba en la base. Hezzaninth, Londres. Se lo llevó al ojo e hizo girar el tambor. Era la primera cosa en mucho tiempo que le emocionaba ver. Lo sostuvo en la mano y después volvió a depositarlo en el paño azul de la cajita y cerró la tapa y ajustó los pestillos y lo metió otra vez en el armario y cerró la puerta.
Cuando salió nuevamente a cubierta para vigilar al chico el chico no estaba. Un momento de pánico hasta que lo vio alejarse por la playa con la pistola colgando de la mano, la cabeza gacha. Estando allí de pie notó que el casco del barco se elevaba y se deslizaba. Casi imperceptiblemente. La marea que subía. Lamiendo las rocas del espigón allá abajo. Dio media vuelta y entró de nuevo en el camarote.
Había cogido los dos rollos de cuerda y midió el diámetro de los mismos con la palma abierta e hizo cálculos y luego contó el número de rollos que había. Unos quince metros de cuerda. Los dejó colgados de una cornamusa en la cubierta de teca gris y volvió a meterse en la cabina. Lo reunió todo y lo apiló apoyándolo en la mesa. Había unas jarras de plástico en el armarito contiguo a la cocina pero estaban todas vacías menos una que contenía agua. Cogió una de las vacías y vio que el plástico se había agrietado dejando escapar el agua y supuso que se habrían helado en alguna de las muchas travesías sin rumbo del barco. Probablemente más de una vez. Cogió la que estaba medio llena y la puso encima de la mesa y desenroscó el tapón y olfateó el agua y luego levantó el envase con ambas manos y bebió. Después volvió a beber.
No parecía que las latas que había en el suelo de la cocina se pudieran salvar e incluso en el armario había algunas más que estaban muy oxidadas y otras siniestramente hinchadas. A todas les faltaba la etiqueta y el contenido estaba escrito en español directamente sobre el metal con rotulador negro. Las estuvo tocando, agitando, apretándolas con la mano. Finalmente las puso encima de la pequeña nevera de la cocina. Pensó que debía de haber cajas de comestibles guardadas en alguna parte de la bodega pero no creía que hubiera nada que se pudiera comer. Y en todo caso la capacidad del carrito era limitada. Se le ocurrió que estaba tomando este inesperado hallazgo de un modo peligrosamente cercano a cosa hecha pero aún así dijo lo que había dicho antes. Que la buena suerte podía no ser tal cosa. Pocas noches tumbado en la oscuridad no envidiaba a los muertos.
Encontró una lata de aceite de oliva y varias de leche. Té en un bote oxidado. Un envase de plástico con un tipo de comida que no supo identificar. Media lata de café. Revisó a conciencia los estantes, separando lo que se iba a llevar de lo que no. Cuando hubo llevado todo al salón y lo tuvo apilado contra la escalera de cámara volvió a la cocina y abrió la caja de herramientas y se puso a desmontar uno de los fogones del hornillo cardaneado. Desconectó el cordón trenzado y retiró las juntas de aluminio de los fogones y se metió una en el bolsillo de la chaqueta. Aflojó las guarniciones de latón con una llave de tuercas y aflojó los fogones. Luego los desacopló y aseguró la manguera al tubo de empalme y ajustó el otro extremo de manguera a la botella de gasolina y la llevó al salón. Por último hizo un fardo con un plástico metiendo dentro algunas latas de zumo y latas de fruta y de verduras y lo ató con un cordel y luego se quitó la ropa y la amontonó entre las cosas que había reunido y subió a cubierta desnudo y se deslizó hasta la barandilla con el plástico y pasó por encima y se dejó caer al mar gris y helado.
Alcanzó la playa con la última luz del día y se descolgó la lona y se quitó a palmetazos el agua de los brazos y el pecho y fue a buscar su ropa. El chico le siguió. No paraba de preguntarle por su hombro, azul y descolorido de los golpes que había dado para abrir la puerta de la escotilla. Estoy bien, dijo el hombre. No me duele. Tenemos un montón de cosas. Espera y verás.
Se apresuraron para aprovechar la poca luz que quedaba. ¿Y si el agua se lleva el barco?, dijo el chico.
No se lo llevará.
Pero podría.
No. Vamos. ¿Tienes hambre?
Sí.
Esta noche comeremos bien. Pero tenemos que darnos prisa.
Ya lo hago, papá.
Y puede que llueva.
¿Cómo lo sabes?
Lo huelo.
¿Cómo huele la lluvia?
A ceniza mojada. Vamos.
Entonces se detuvo. ¿Dónde está la pistola?, dijo.
El chico se quedó quieto de golpe. Parecía aterrorizado.
Mierda, dijo el hombre. Volvió la vista atrás. El barco estaba ya fuera de la vista. Miró al chico. El chico se había puesto las manos encima de la cabeza, a punto de llorar. Lo siento, dijo. Lo siento mucho.
Dejó la lona con las latas en el suelo. Tenemos que dar media vuelta.
Perdona, papá.
No pasa nada. Todavía estará allí.
El chico se quedó de pie con los hombros vencidos. Estaba empezando a sollozar. El hombre se puso de rodillas y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Soy yo quien debe asegurarse de que tenemos la pistola y no lo he hecho. Se me ha olvidado.
Lo siento, papá.
Vamos. No pasa nada. Todo va bien.
La pistola estaba en la arena donde él la había dejado. El hombre la cogió y la sacudió y luego se sentó y tiró del pasador del cilindro y se lo dio al chico. Sostén esto, dijo.
¿Está bien, papá?
Claro que está bien.
Hizo rodar el tambor contra la palma de su mano y sopló para quitarle la arena y se lo pasó al chico y sopló por el cañón y limpió de arena el bastidor y luego le cogió las piezas al chico y lo armó todo de nuevo y montó el martillo y bajó el percutor y la amartilló de nuevo. Alineó el cilindro de modo que el cartucho de verdad quedara listo para el disparo e hizo retroceder el percutor y se guardó la pistola en la parka y se puso de pie. Todo bien, dijo. Vamos.
¿Nos va a pillar la noche?
No lo sé.
Sí. ¿Verdad que sí?
Vamos. Nos daremos prisa.
La noche los pilló. Cuando por fin llegaron al camino del farallón ya estaba demasiado oscuro para ver nada. Se quedaron parados con el viento que soplaba del mar silbando a su alrededor, el chico aferrado a su mano. Tenemos que seguir andando, dijo el hombre. Vamos.
No veo nada.
Ya lo sé. Iremos pasito a pasito.
Vale.
No te sueltes.
Vale.
Pase lo que pase.
Pase lo que pase.
Siguieron adelante en la más absoluta oscuridad, tan invidentes como los ciegos. Llevaba una mano extendida al frente pese a que no había contra qué chocar en aquel páramo salado. Las olas sonaban más distantes pero se orientaba también por el viento y después de caminar a trancas y barrancas durante casi una hora salieron de la hierba y la avena de mar y se detuvieron en el arenal seco de la parte alta. El viento era ahora más frío. Acababa de mover al chico de manera que le tapara el viento cuando de pronto la playa apareció ante ellos temblando en la negrura y se desvaneció otra vez.
¿Qué ha sido eso, papá?
Tranquilo. Un relámpago. Vamos.
Se echó al hombro la lona con las cosas del barco y cogió la mano del chico y continuaron, pisando en la arena como caballos de desfile para no tropezar con algún madero o resto de naufragio arrastrado por el mar. La extraña luz gris alumbró de nuevo la playa. A lo lejos un rumor tenue de truenos amortiguados en las tinieblas. Creo que he visto nuestras huellas, dijo.
Entonces vamos por el buen camino.
Sí. El buen camino.
Estoy helado, papá.
Lo sé. Reza para que relampaguee.
Siguieron adelante. Cuando la luz volvió a estallar sobre la playa vio que el chico estaba doblado por la cintura susurrando para sí. Buscó las huellas que ascendían por la playa pero no pudo encontrarlas. El viento había arreciado todavía más y esperaba ya los primeros salpicones de agua. Si les pillaba un chubasco en mitad de la playa y de noche estarían en un buen aprieto. Apartaron la cara del viento, sujetándose con las manos las capuchas puestas. La arena les ametrallaba las piernas saliendo disparada en la oscuridad y los truenos sonaban a escasa distancia mar adentro. Comenzó a llover a ráfagas sesgadas que les martilleaban la cara y el hombre atrajo al chico hacia sí.
En pie bajo el aguacero. ¿Cuánto trecho habían recorrido? Esperó más relámpagos pero iban quedando atrás y cuando llegó el siguiente y luego otro supo que la tormenta había borrado sus huellas. Siguieron caminando pesadamente por la arena del borde superior de la playa, confiando en ver el gran tronco donde habían estado acampados. Pronto no hubo más que algún relámpago esporádico. Un cambio en la dirección del viento le permitió oír un débil golpeteo en la distancia. Se detuvo. Escucha, dijo.
¿Qué?
Escucha.
No oigo nada.
Vamos.
¿Qué es, papá?
Es la lona. La lluvia cayendo sobre la lona.
Siguieron adelante tambaleándose por la arena entre los desperdicios dejados por la marea. Llegaron a la lona casi enseguida y el hombre se arrodilló y dejó caer el fardo y buscó a tientas las piedras con que había apuntalado el plástico y las apartó. Levantó el plástico y se metieron debajo y luego afianzó los bordes por dentro con las piedras. Hizo que el chico se quitara la ropa mojada y se cubrieron con las mantas, la lluvia martilleando en ellas a través del plástico. Se despojó de su parka y abrazó al chico y al poco rato se habían dormido.
Por la noche dejó de llover y se despertó y se quedó escuchando. El rumor potente y sordo de las olas después de que el viento hubiera cesado. Con la primera luz se levantó y caminó por la playa. La tormenta había dejado desperdicios en la orilla y siguió la marca de marea buscando algo de utilidad. En los bajíos pasada la escollera un cadáver antiguo meciéndose entre la madera de deriva. Deseó ocultarlo de la vista del chico pero el chico llevaba razón. ¿Qué había que ocultar? Cuando regresó estaba despierto y sentado en la arena, mirándole. Estaba envuelto en las mantas y había extendido las dos chaquetas mojadas a secar sobre la maleza muerta. Fue a sentarse a su lado y se quedaron contemplando el mar plomizo que subía y bajaba más allá de las rompientes.
Pasaron la mayor parte de la mañana descargando el barco. Había encendido un fuego y volvía del agua desnudo y tiritando y soltaba la sirga y se calentaba frente a la lumbre mientras el chico remolcaba la bolsa impermeabilizada por las olas calmosas hasta la playa. Vaciaron la bolsa y extendieron mantas y ropa sobre la arena caliente al lado del fuego. Había más cosas en el barco de las que podían transportar y pensaba que estaría bien quedarse unos días en la playa y comer todo lo posible pero era peligroso. Aquella noche durmieron en la arena con el fuego encendido para mitigar el frío y rodeados por la mercancía traída del barco. Despertó tosiendo y se levantó y bebió un poco de agua y llevó más leña a la lumbre, troncos gruesos que produjeron una gran cascada de chispas. La leña salada ardía naranja y azul en el núcleo de la hoguera y se quedó allí mirándola un buen rato. Más tarde echó a andar por la playa precedido por su larga sombra que hacía eses en la arena al mover el viento las llamas. Tosiendo. Tosiendo. Se dobló, las manos apoyadas en las rodillas. Sabor a sangre. Las olas lentas reptaban y bullían en la oscuridad y pensó en su vida pero no había vida en la que pensar y al cabo de un rato regresó. Sacó una lata de melocotones y la abrió y se sentó frente al fuego y se comió uno a uno los melocotones con una cuchara mientras el chico dormía. El fuego llameaba con el viento y las chispas se escabullían por la arena. Colocó la lata vacía entre sus pies. Cada día es una mentira, dijo. Pero tú te estás muriendo. Eso no es mentira.
Transportaron sus nuevas posesiones envueltas en lonas o mantas a lo largo de la playa y lo cargaron todo en el carrito. El chico intentó llevar demasiadas cosas y cuando se detenían para descansar el hombre le cogía parte de la carga y la juntaba con la suya propia. El barco se había movido ligeramente de sitio con la tormenta. Se lo quedó mirando. El chico le observó. ¿Vas a volver allí?, dijo.
Creo que sí. Un último vistazo.
Tengo un poco de miedo.
No pasa nada. Tú estate atento.
Si ya tenemos demasiadas cosas…
Lo sé. Solo quiero echar otro vistazo.
Vale.
Recorrió el barco de proa a popa una vez más. Para. Piensa. Se sentó en el suelo del salón con los pies en sus botas de goma apuntalados en el pedestal de la mesa. Ya empezaba a oscurecer. Intentó recordar lo que sabía de barcos. Se levantó y salió otra vez a cubierta. El chico estaba sentado junto al fuego. Bajó a la bañera y se sentó en el banco con la espalda apoyada en el mamparo y los pies en la cubierta casi a la altura de los ojos. Solo llevaba puesto el jersey y encima el suéter pero le calentaba muy poco y no dejaba de tiritar. Cuando se disponía a levantarse cayó en la cuenta de que había estado mirando las sujeciones del mamparo del fondo. Había cuatro. De acero inoxidable. En tiempos los bancos habían estado cubiertos por cojines y pudo ver los lazos en la esquina allí donde se habían desgarrado. En la parte baja del mamparo justo encima del asiento asomaba una correa de nailon, el extremo de la misma doblado y bordado en punto de cruz. Volvió a mirar las sujeciones. Eran fallebas giratorias con alas para la yema del pulgar. Se levantó y se arrodilló encima del banco y giró ambas fallebas hacia la izquierda. Funcionaban por resorte y cuando las hubo aflojado agarró la correa que asomaba del fondo y tiró y el tablero quedó suelto. Dentro, debajo de la cubierta, había un espacio que contenía unas cuantas velas enrolladas y lo que parecía ser una balsa de goma para dos personas enrollada y atada con pulpos. Un par de pequeños remos de plástico. Una caja de bengalas. Y detrás de eso una caja de herramientas, la tapa sellada mediante cinta aislante de electricista. La sacó de allí y encontró el extremo de la cinta y la arrancó alrededor de la abertura y descorrió los broches cromados y levantó la tapa. Dentro había una linterna amarilla, un faro estroboscópico alimentado por pila seca, un botiquín de primeros auxilios. Una radiobaliza de plástico amarillo. Y un estuche negro de plástico del tamaño de un libro. Lo sacó de la caja y soltó los pasadores y lo abrió. Encajada dentro había una vieja pistola de señales de 37 milímetros. La sacó con ambas manos y se la quedó mirando. Presionó la palanca para abrirla. La recámara estaba vacía pero en un receptáculo de plástico había ocho cartuchos de bengala, cortos y chatos y por su aspecto nuevos. Volvió a encajar la pistola en el estuche y cerró la tapa corriendo los pasadores.
Salió del agua aterido y tosiendo y se envolvió en una manta y se sentó en la arena tibia delante del fuego con las cajas a su lado. El chico se agachó e intentó rodearlo con sus brazos, cosa que al menos le hizo esbozar una sonrisa. ¿Qué has encontrado, papá?, dijo.
Un botiquín. Y también una pistola de señales.
¿Y eso qué es?
Te lo enseñaré. Es para lanzar bengalas.
¿Es eso lo que habías ido a buscar?
Sí.
¿Cómo sabías que estaba en el barco?
Bueno, confiaba en que hubiera una. Digamos que ha sido cuestión de suerte.
Abrió el estuche y lo giró para que el chico la viera.
Es un arma.
Sí. Disparas hacia arriba y la bengala produce una luz fuerte.
¿Puedo mirarla?
Claro.
El chico sacó la pistola del estuche y la sostuvo. ¿Se puede disparar a alguien con esto?, dijo.
Se puede.
¿Y lo matarías?
No, pero le prenderías fuego.
¿Por eso la has cogido?
Sí.
Porque no hay nadie a quien hacer señales, ¿verdad?
No. No hay nadie.
Me gustaría verlo.
¿Quieres decir disparar?
Sí.
Podemos dispararla.
¿De verdad?
Claro.
¿A oscuras?
Sí. A oscuras.
Como si fuera una fiesta.
Como una fiesta. Sí.
¿Podemos disparar esta noche?
¿Por qué no?
¿Está cargada?
No. Pero podemos cargarla.
El chico se quedó de pie con la pistola en la mano. Apuntó hacia el mar. Uau, dijo.
Se vistió y echaron a andar por la playa con el resto del botín. ¿Adónde crees que se ha ido la gente, papá?
¿Los del barco?
Sí.
No lo sé.
¿Crees que han muerto?
No lo sé.
Pero no tenían todas las de ganar.
El hombre sonrió. ¿No tenían todas las de ganar?
¿Verdad que no?
Probablemente no.
Yo creo que murieron.
Puede ser.
Creo que eso es lo que les pasó.
Podrían estar vivos en alguna parte, dijo el hombre. Es posible. El chico guardó silencio. Siguieron adelante. Llevaban los pies envueltos en lona para velas y encima de la lona unos pampooties improvisados con trozos de plástico azul y en sus idas y venidas dejaban extrañas huellas. Pensó en lo que inquietaba al chico y al cabo de un rato dijo: Seguramente tienes razón. Yo creo que deben de haber muerto.
Porque si estuvieran vivos sería como robarles sus cosas.
Y nosotros no les robamos nada.
Ya lo sé.
Bien.
¿Y tú cuántas personas crees que están vivas?
¿En todo el mundo?
Sí. En todo el mundo.
No sé. Paremos a descansar un poco.
Vale.
Me estás agotando.
Vale.
Se sentaron entre los fardos.
¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí, papá?
Eso ya me lo has preguntado antes.
Ya lo sé.
Veremos.
Eso quiere decir poco tiempo.
Probablemente.
El chico hizo agujeros en la arena con sus dedos hasta formar una circunferencia. El hombre le observó. No sé cuánta gente puede haber, dijo. No creo que sean muchos.
Ya. Se arrebujó en la manta y dirigió la mirada hacia la playa gris y estéril.
¿Qué pasa?, dijo el hombre.
Nada.
No. Dímelo.
Podría haber gente viva en alguna otra parte.
¿En qué otra parte?
No sé. Cualquiera.
¿Quieres decir fuera de la Tierra?
Sí.
Lo dudo. No podrían vivir en cualquier otra parte.
¿Ni que pudieran llegar allí?
No.
El chico apartó la vista.
¿Qué?, dijo el hombre.
Sacudió la cabeza. No sé qué estamos haciendo, dijo.
El hombre empezó a responder pero se calló. Al cabo de un rato dijo: Hay gente. Hay gente y la encontraremos. Ya lo verás.
Preparó algo de cenar mientras el chico jugaba en la arena. Tenía una espátula hecha con una lata de comida aplanada y estaba construyendo un pequeño pueblo con calles que se entrecruzaban. El hombre se le acercó y se puso en cuclillas para mirar. El chico levantó la cabeza. El mar lo borrará, ¿no?
Sí.
Bueno.
¿Sabes escribir el alfabeto?
Sí que sé.
Ya no te doy clases.
Es verdad.
¿Puedes escribir algo en la arena?
Quizá podríamos escribirles una carta a los buenos. Así si vienen por esta playa sabrán que estuvimos aquí. Podríamos escribirla un poco más arriba donde el agua no se la lleve.
¿Y si la ven los malos?
Claro.
No debería haber dicho eso. Vamos a escribirles una carta.
El chico negó con la cabeza. Da igual, dijo.
Cargó la pistola de señales y tan pronto como hubo oscurecido caminaron por la playa lejos de la lumbre y le preguntó al chico si quería disparar.
Dispárala tú, papá. Tú sabes cómo se hace.
Vale.
Montó el arma y apuntó hacia lo alto mirando a la bahía y apretó el gatillo. Con un largo bufido la bengala ascendió en parábola hacia las tinieblas y estalló sobre el agua y su luz empañada quedó suspendida en el aire. Los tentáculos de magnesio al rojo descendieron lentamente en la oscuridad y la pálida franja de playa entre la pleamar y la bajamar surgió de pronto al resplandor aquel y fue desvaneciéndose. Miró al chico que tenía la cara vuelta hacia arriba.
Desde muy lejos no podrían verla, ¿verdad, papá?
¿Quiénes?
Quienes sean.
Desde muy lejos no.
Si quisieras indicarles tu posición.
¿A los buenos, quieres decir?
Por ejemplo. O a alguien que quisieras que supiera dónde estabas.
¿Como quién?
No sé.
¿Como Dios?
Sí. Alguien así, supongo.
Por la mañana encendió fuego y bajó hasta la orilla mientras el chico dormía. No se ausentó mucho rato pero tuvo una extraña sensación y cuando volvió el chico estaba de pie esperándolo envuelto en sus mantas. Se dio prisa. Cuando llegó el chico se había sentado.
¿Qué pasa?, dijo. ¿Qué ocurre?
No me encuentro bien, papá.
Le puso una mano en la frente. Estaba ardiendo. Lo cogió en brazos y lo llevó al fuego.
Tranquilo, dijo. Se te pasará.
Creo que voy a vomitar.
No pasa nada.
Se sentó con él en la arena y le sostuvo la frente mientras el chico se doblaba y vomitaba. Le limpió la boca con la mano. Lo siento, dijo el chico. Chsss… No has hecho nada malo.
Lo llevó hasta el campamento y lo tapó con mantas. Intentó hacerle beber un poco de agua. Puso más leña en el fuego y se arrodilló con la mano apoyada en la frente del chico. Te pondrás bien, dijo. Estaba aterrorizado.
No te vayas, dijo el chico.
Naturalmente que no.
Ni siquiera un ratito.
Descuida. Estoy aquí.
Vale. Vale, papá.
Lo tuvo abrazado toda la noche, durmiéndose a ratos y despertando presa del pánico, palpando el corazón del chico. Por la mañana no había mejorado. Trató de hacerle beber un poco de zumo pero no quiso. Le apretaba la frente con la mano, confiando en notar un frescor que no llegaba. Limpió su blanca boca mientras el chico dormía. Cumpliré mi promesa, susurró. Pase lo que pase. No te enviaré solo a la oscuridad.
Rebuscó en el botiquín rescatado del barco pero no había nada que pudiera utilizar. Un tubo de aspirinas. Vendas y desinfectante. Antibióticos pero con un período de validez muy corto. Sin embargo era todo cuanto tenía y ayudó al chico a beber y le puso una cápsula en la lengua. Estaba empapado en sudor. Le había retirado ya las mantas y le bajó la cremallera de la chaqueta y luego le quitó la ropa y lo apartó del fuego. El chico abrió los ojos y le miró. Estoy muerto de frío, dijo.
Lo sé. Pero tienes la fiebre muy alta y hay que bajarla como sea.
¿Puedo taparme con otra manta?
Sí. Claro.
No te marcharás.
No. No me marcharé.
Llevó las mugrientas prendas del chico al mar y las lavó, allí de pie y tiritando en el agua salada, desnudo de cintura para abajo, sacudiendo la ropa y estrujándola. Luego extendió las prendas junto a la lumbre sobre unos palos clavados en la arena y apiló más leña y fue a sentarse otra vez al lado del chico, alisando sus cabellos apelotonados. Al anochecer abrió una lata de sopa y la puso encima de las brasas y comió mientras veía crecer la oscuridad. Cuando se despertó estaba tiritando nimbado en la arena y del fuego quedaba poco más que ceniza y era noche cerrada. Se incorporó sobresaltado y tocó al chico. Sí, dijo en voz baja. Sí.
Volvió a encender el fuego y cogió un paño y lo humedeció y se lo puso al chico en la frente. El amanecer invernal se aproximaba y cuando hubo clareado lo suficiente fue hasta el bosque pasadas las dunas y volvió arrastrando una gran narria de ramas muertas y se puso a partirlas y a amontonarlas cerca de la lumbre. Aplastó unas aspirinas en una taza y las disolvió con agua y añadió un poco de azúcar y se sentó y le levantó la cabeza al chico y sostuvo la taza mientras bebía.
Caminó por la playa, encorvado y tosiendo. Se quedó contemplando las olas oscuras. La fatiga lo hacía tambalearse. Regresó y se sentó junto al chico y volvió a doblar el paño y le limpió la cara y luego extendió el paño sobre su frente. Tienes que quedarte cerca, dijo. Tienes que ser rápido. Para poder estar a su lado. Abrazarlo. El último día de la Tierra.
El chico durmió todo el día. De tanto en tanto lo despertaba para darle agua con azúcar y la garganta reseca del chico emitía convulsos resoplidos. Tienes que beber, le dijo. Vale, resolló el chico. Encajó la taza en la arena a su lado y ahuecó la manta doblada bajo su cabeza sudorosa y lo tapó. ¿Tienes frío?, dijo. Pero el chico ya se había dormido.
Trató de no dormir en toda la noche pero fue en vano. Se despertaba cada dos por tres y se daba palmetazos en la cara o tenía que levantarse para cebar el fuego. Abrazó al chico y se inclinó para escuchar su trabajosa respiración. La mano apoyada en el costillar enjuto. Caminó por la playa hasta donde iluminaba el fuego y se quedó allí con los puños apretados en lo alto del cráneo y cayó de rodillas sollozando de rabia.
Llovió ligeramente por la noche, un golpeteo suave en la lona. La puso encima de los dos para protegerse y se dio la vuelta abrazando al niño, mirando las llamas azules a través del plástico. Se quedó dormido pero no soñó.
Cuando volvió a despertar apenas sabía dónde estaba. El fuego estaba apagado, había dejado de llover. Retiró la lona hacia atrás y se incorporó sobre los codos. Un día gris. El chico le estaba mirando. Papá, dijo.
Sí. Estoy aquí.
¿Puedo beber agua?
Sí. Claro que puedes. ¿Cómo te encuentras?
Un poco raro.
¿Tienes hambre?
Solo tengo mucha sed.
Voy a por el agua.
Apartó las mantas y se levantó y fue a buscar la taza del niño y la llenó con agua de la jarra de plástico y volvió y le acercó la taza a los labios. Te pondrás bien, dijo. El chico bebió. Luego asintió con la cabeza y miró a su padre. Se bebió el resto del agua. Más, dijo.
Encendió fuego y colocó la ropa mojada del chico a secar y le llevó una lata de zumo de manzana. ¿Recuerdas algo?, dijo.
¿De qué?
De que estabas enfermo y vomitaste.
Me acuerdo de que disparamos la pistola.
¿Recuerdas que fui a buscar cosas al barco?
Se quedó sentado sorbiendo el zumo. Levantó la vista. No soy un retrasado mental, dijo.
Ya lo sé.
He tenido sueños muy raros.
¿De qué iban?
No quiero contártelo.
Está bien. Quiero que te laves los dientes.
Con dentífrico de verdad.
Sí.
Vale.
Comprobó todas las latas de comida pero no encontró nada sospechoso. Tiró unas cuantas que estaban bastante oxidadas. Aquella tarde se sentaron junto al fuego y el chico tomó sopa caliente y el hombre giró sus ropas en los palos y se quedó mirándole hasta que el chico se sintió incómodo. Deja de mirarme, papá, dijo.
Vale.
Pero siguió haciéndolo.
Dos días después ya caminaban por la playa hasta el farallón con sus patucos de plástico. Prepararon copiosas comidas y él improvisó un cobertizo de lona con cuerdas y palos para protegerse del viento. Redujeron sus pertrechos a lo que podían cargar en el carro y pensó que al cabo de dos días quizá podrían ponerse en camino. Luego al volver por la tarde al campamento vio huellas de bota en la arena. Se detuvo y se quedó mirando hacia la playa. Dios mío, dijo. Dios mío.
¿Qué pasa, papá?
Se sacó la pistola del cinturón. Vamos, dijo. Date prisa.
La lona no estaba. Ni las mantas. Tampoco la botella de agua ni la comida que habían dejado en el campamento. La lona había ido a parar a las dunas. Los zapatos habían desaparecido. Corrió por el bajío de avena de mar donde había dejado el carrito pero el carrito no estaba. No había nada. Qué estúpido he sido, dijo. Qué estúpido.
El chico estaba allí de pie con los ojos desorbitados. ¿Qué ha pasado, papá?
Se lo han llevado todo. Vamos.
El chico levantó la cabeza. Estaba empezando a llorar.
No te alejes de mí, dijo el hombre. No te alejes por nada.
Pudo ver el rastro del carrito allí donde lo habían empujado por la arena suelta. Huellas de botas. ¿Cuántas? Perdió el rastro al mejorar el terreno pasados los helechos y luego lo encontró otra vez. Cuando llegaron a la carretera se detuvo sin soltar al chico de la mano. La carretera quedaba expuesta al viento del mar y estaba libre de ceniza salvo en unos cuantos trechos aislados. No pises la calzada, dijo. Y deja de llorar. Tenemos que quitarnos toda la arena de los pies. Ven, siéntate.
Desató las envueltas y las sacudió y volvió a atarlas. Quiero que colabores, dijo. Estamos buscando arena. Arena en la carretera. Aunque sea muy poca. Para ver hacia dónde han ido. ¿Vale?
Vale.
Echaron a andar por al asfalto en sentidos opuestos. No había caminado mucho cuando el chico le llamó. Aquí, papá. Se han ido por aquí. Cuando llegó el chico estaba agachado en la carretera. Mira esto, dijo. Era como media cucharilla de arena de playa vertida de algún punto de la estructura inferior del carrito. El hombre miró carretera allá. Buen trabajo, dijo. En marcha.
Empezaron a correr a un trote corto. Pensaba que sería capaz de mantener ese ritmo pero no pudo. Tuvo que parar, inclinado al frente y tosiendo. Miró al chico, jadeante. Tendremos que ir andando, dijo. Si nos oyen se apartarán de la carretera y se esconderán. Vamos.
¿Cuántos son, papá?
No lo sé. Quizá solo uno.
¿Vamos a matarlos, papá?
No lo sé.
Siguieron adelante. Transcurrió otra hora y era casi de noche cuando por fin alcanzaron al ladrón, doblado sobre el carrito, caminando con esfuerzo por la carretera. Cuando miró hacia atrás y los vio trató de correr con el carrito pero era inútil y finalmente se detuvo y se situó detrás del carrito empuñando un cuchillo de carnicero. Al ver la pistola retrocedió unos pasos pero sin soltar el cuchillo.
Apártate del carrito, dijo el hombre.
Los miró. Miró al chico. Era un desterrado de una de las comunas y le habían cortado los dedos de la mano derecha. Intentó esconderla detrás de su espalda. Una especie de espátula carnosa. El carrito estaba cargado hasta arriba. Se lo había llevado todo.
Apártate del carrito y suelta el cuchillo.
Miró a su alrededor. Como si pudiera encontrar ayuda en alguna parte. Escuálido, macilento, barbudo, asqueroso. Su vieja chaqueta de plástico remendada con cinta adhesiva. La pistola era de doble acción pero el hombre la amartilló igualmente. Dos sonoros clics. Por lo demás solo se les oía respirar en el silencio de la marisma. Les llegó el olor pestilente de sus harapos. Si no sueltas el cuchillo y te apartas del carro, dijo el hombre, te vuelo la tapa de los sesos. El ladrón miró al niño y lo que vio pareció tranquilizarlo mucho. Dejó el cuchillo encima de las mantas y retrocedió y se quedó quieto.
Más atrás.
Retrocedió otra vez.
Papá, dijo el chico.
Quédate callado.
La mirada fija en el ladrón. Maldito seas, dijo.
Papá, por favor, no le mates.
Los ojos del ladrón giraron exorbitadamente. El chico estaba llorando.
Vamos, tío. Yo he hecho lo que me decías. Haz tú caso del chico.
Quítate la ropa.
¿Qué?
Que te la quites. Hasta el último botón.
Venga. No me hagas eso.
Te pego un tiro aquí mismo.
No me hagas eso, tío.
No te lo diré dos veces.
Está bien. Está bien. Cálmate, hombre.
Se desnudó lentamente y amontonó sus asquerosos harapos en la calzada.
Los zapatos también.
Vamos, tío.
Los zapatos.
El ladrón miró al chico. El chico había vuelto la cabeza y se había tapado los oídos con las manos. Vale, dijo. Vale. Se sentó desnudo en la carretera y empezó a desatar los podridos pedazos de cuero que llevaba atados a los pies. Luego se incorporó, sosteniéndolos con una mano.
Mételos en el carrito.
Avanzó unos pasos y puso los zapatos encima de las mantas y volvió atrás. Se quedó allí de pie en cueros, asqueroso, famélico. Cubriéndose con la mano. Estaba empezando a tiritar.
Mete también la ropa.
Se agachó para recoger los harapos y fue a ponerlos encima de los zapatos. Luego permaneció allí sujetándose los brazos. No me hagas esto, tío.
Tú no has tenido manías para hacérnoslo a nosotros.
Te lo suplico.
Papá, dijo el chico.
Vamos. Haz caso del chico.
Has intentado matarnos.
Estoy que me muero de hambre, tío. Tú habrías hecho lo mismo.
Te lo llevabas todo.
Venga, hombre. Me voy a morir.
Te dejo igual que tú nos has dejado a nosotros.
Vamos. Te lo estoy rogando.
Tiró del carrito y le dio la vuelta y puso la pistola en lo alto y miró al chico. Vámonos, dijo. Y echaron a andar rumbo al sur por la carretera con el chico llorando y mirando hacia atrás a aquel hombre desnudo y flaco como un listón plantado en medio de la carretera aterido y dándose palmadas para entrar en calor. Oh, papá, sollozó el chico.
Basta.
No puedo.
¿Qué crees que habría pasado si no llegamos a alcanzarlo? Basta de lloros.
Ya lo intento.
Cuando llegaron a la curva el hombre seguía allí de pie. No tenía adonde ir. El chico no dejaba de volver la cabeza y cuando ya no pudo verle más se detuvo y simplemente se sentó en la calzada sollozando otra vez. El hombre paró y se lo quedó mirando. Sacó del carrito los zapatos de los dos y se sentó y empezó a desenvolverle los pies al chico. Tienes que dejar de llorar, dijo.
No puedo.
Le puso los zapatos y se calzó él también y luego retrocedió por la carretera pero no pudo ver al ladrón. Volvió y se detuvo junto al chico. Se ha ido. Vamos.
No se ha ido, dijo el chico. Levantó los ojos. La cara con churretes de hollín. No se ha ido.
¿Qué quieres hacer?
Pues ayudarle, papá. Solo ayudarle.
El hombre volvió a mirar carretera allá.
Solo tenía hambre, papá. Se va a morir.
Se morirá igualmente.
Está muy asustado.
El hombre se puso en cuclillas y le miró. Yo también estoy asustado, dijo. ¿Entiendes? Estoy asustado.
El chico no replicó. Se quedó sentado con la cabeza gacha, sollozando.
Tú no eres el que ha de preocuparse por todo.
El chico dijo algo pero no pudo entenderlo. ¿Qué?, dijo.
Levantó la cara, húmeda y tiznada. Sí que lo soy, dijo.
Desandaron el camino empujando el carrito que se tambaleaba y se detuvieron en el frío crepúsculo y dieron voces pero nadie acudió.
Tiene miedo de contestar, papá.
¿Es aquí donde habíamos parado?
No lo sé. Creo.
Siguieron adelante dando voces en la creciente y vacía oscuridad, voces que se perdían al llegar a las dunas. Se detuvieron e hicieron bocina con las manos llamando estúpidamente en medio de la nada. Finalmente cogió las prendas del hombre y las depositó en la carretera. Con una piedra encima. Tenemos que irnos, dijo. Tenemos que irnos.
Acamparon en seco sin lumbre. Escogió unas latas para cenar y las calentó en el hornillo de gas y comieron y el chico no dijo nada. El hombre intentaba verle la cara a la luz azulada del fogón. No pensaba matarle, dijo. Pero el chico guardó silencio. Se arrebujaron en las mantas y se acostaron a oscuras. Le pareció que oía el mar pero quizá solo era el viento. Notó que el chico estaba despierto por su manera de respirar y al cabo de un rato el chico dijo: Pero le hemos matado.
Por la mañana comieron y se pusieron en camino. El carrito iba tan cargado que costaba de empujar y una de las ruedas se estaba doblando. La carretera seguía la línea de la costa, gavillas secas de grama salada sobresaliendo del pavimento. El mar color de plomo moviéndose en la lejanía. El silencio. Aquella noche lo despertó la mortecina luz de carbono de la luna detrás de la negrura haciendo casi visibles las formas de los árboles y se dio la vuelta tosiendo. Olor a lluvia. El chico estaba despierto. Tienes que hablarme, dijo.
Lo intento.
Perdona que te haya despertado.
No pasa nada.
Se levantó y fue andando hasta la carretera. Su mancha negra corriendo de lo oscuro a lo oscuro. Luego un retumbo en la distancia. No un trueno. Se notaba bajo los pies. Un sonido sin análogo y por tanto sin descripción posible. Algo imponderable que se movía allí en la oscuridad. La tierra misma contrayéndose de frío. No se repitió. ¿Qué época era del año? ¿Qué edad tenía el niño? Se quedó de pie en la carretera. Silencio. El salitre secándose de la tierra. Las formas lodosas de ciudades inundadas quemadas hasta la marca de nivel del agua. En una intersección unos dólmenes dispuestos en el suelo donde los huesos-oráculo iban convirtiéndose en polvo. El viento como único sonido. ¿Qué dirás? ¿Que un hombre, un hombre vivo, pronunció estas frases? ¿Que afiló una péñola con su navaja para garabatear estas cosas usando endrina o negro de humo? ¿En algún momento conmutable y tabulable? Viene a robarme los ojos. A sellarme la boca con tierra.
Volvió a revisar las latas una por una, sosteniéndolas en la mano y apretándolas como quien comprueba si la fruta está madura en un puesto del mercado. Separó dos que le parecieron sospechosas y guardó las demás y cargó el carrito y volvieron a ponerse en camino. Al cabo de tres días llegaron a una pequeña población portuaria y escondieron el carrito en un garaje detrás de una casa y lo cubrieron de cajas viejas y después se sentaron dentro de la casa para ver si aparecía alguien. No llegó nadie. Miró en los armarios pero no había nada. Necesitaba vitamina D para el chico o se volvería raquítico. De pie junto al fregadero miró hacia el camino particular. La luz color de agua de colada congelándose en los sucios cristales. El chico estaba sentado a la mesa con la cabeza entre los brazos.
Caminaron por el pueblo y bajaron hasta el muelle. No vieron a nadie. Llevaba el revólver en el bolsillo de la chaqueta y la pistola de señales en la mano. Caminaron por el malecón, las tablas sin desbastar oscuras de brea y aseguradas a los maderos de debajo mediante clavos largos. Norays de madera. Un ligero olor a sal y creosota procedente de la bahía. En el otro extremo una hilera de tinglados y el perfil de un buque cisterna rojo de óxido. Una grúa alta y desgarbada recortándose contra el cielo hosco. Aquí no hay nadie, dijo. El chico guardó silencio.
Se desviaron de la calle principal con el carrito y cruzaron la vía del tren y retomaron la calle al otro extremo del pueblo. A la altura de los últimos y tristes edificios de madera algo pasó silbando junto a su cabeza y rebotó en la calle y fue a dar contra la pared del edificio de bloques de la otra acera. Agarró al chico y se lanzó al suelo y tiró del carrito hacia ellos. El carrito volcó desparramando lona y mantas por el pavimento. En una ventana superior de la casa pudo ver a un hombre tensando un arco y agachó la cabeza del chico e intentó cubrirlo con su cuerpo. Oyó el chasquido seco de la cuerda del arco y al momento sintió un dolor atroz en la pierna. Qué cabrón, dijo. Qué cabrón. Apartó las mantas hacia un lado y consiguió alcanzar la pistola de señales y la amartilló y apoyó el brazo en el costado del carrito. El chico estaba aferrado a él. Cuando el hombre apareció enmarcado en la ventana para tirar otra vez con el arco él hizo fuego. La bengala salió disparada hacia la ventana describiendo un arco de blancura y luego oyeron gritar al hombre. Agarró al chico y lo empujó contra el suelo y lo cubrió con una punta de las mantas. No te muevas, dijo. No te muevas y no mires. Tiró de las mantas sobre la calzada buscando el estuche de la pistola. Finalmente salió resbalando del carrito y lo atrapó y lo abrió y sacó los casquillos y volvió a cargar la pistola y cerró la recámara y se guardó el resto de las cargas en el bolsillo. Quédate tal como estás, susurró. Dio unas palmadas al chico a través de las mantas y se puso de pie y cruzó la calle corriendo a la pata coja.
Entró por la puerta trasera apuntando con la pistola de señales desde la cintura. De la casa no quedaba más que el entramado de las paredes. Cruzó el salón y se quedó quieto en el rellano de la escalera, pendiente de algún posible movimiento en las habitaciones de arriba. Miró por la ventana que daba a la calle y vio el carrito y subió las escaleras.
Había una mujer sentada en el rincón abrazando al hombre. Se había quitado la chaqueta para cubrirlo. Tan pronto le vio empezó a maldecirlo. La bengala se había extinguido en el suelo dejando un trecho de ceniza blanca y olía ligeramente a madera quemada. Cruzó la habitación y se asomó a la ventana. La mujer lo siguió con la mirada. Demacrada, el pelo lacio y gris. ¿Quién más hay aquí arriba?
Ella no respondió. Pasó por su lado y miró en las habitaciones. La pierna le sangraba profusamente. Notó que el pantalón se le pegaba a la piel. Regresó a la habitación de delante. ¿Dónde está el arco?, dijo.
Yo no lo tengo.
¿Dónde está?
No lo sé.
Os han abandonado aquí, ¿no es cierto?
Yo me abandono sola.
Dio media vuelta y bajó la escalera cojeando y abrió la puerta que daba a la calle y salió caminando hacia atrás para vigilar la casa. Cuando llegó al carrito lo puso derecho y volvió a meter las cosas dentro. No te apartes de mí, dijo. No te apartes.
Pararon al llegar a una tienda al final del pueblo. Entró con el carrito hasta una habitación de la parte posterior y cerró la puerta y puso el carrito de lado para atrancarla. Sacó el hornillo y la bombona y encendió el fogón y lo puso en el suelo y luego se quitó el cinturón y los pantalones manchados de sangre. El chico le observó. La flecha le había abierto un boquete de unos siete centímetros de largo por encima de la rodilla. Todavía sangraba y todo el muslo estaba descolorido y pudo ver que el corte era profundo. Punta ancha de fabricación casera hecha con fleje de hierro, una cuchara vieja, a saber qué. Miró al chico. Mira a ver si encuentras el botiquín, dijo.
El chico no se movió.
Maldita sea, busca el botiquín. No te quedes ahí sentado.
Se levantó de un salto y fue hasta la puerta y empezó a buscar bajo la lona y las mantas apiladas en el carrito. Volvió con el botiquín y se lo dio al hombre y el hombre lo cogió sin hacer comentarios y lo puso en el suelo de cemento e hizo saltar los cierres y abrió la tapa. Alargó el brazo y subió la intensidad del fogón para tener luz. Tráeme la botella de agua, dijo. El chico fue a por ella y el hombre desenroscó la tapa y vertió agua sobre la herida manteniéndola cerrada con los dedos mientras la limpiaba de sangre. Aplicó desinfectante a la herida y abrió con los dientes un sobre de plástico y sacó una pequeña aguja curva de sutura y un carrete de hilo de seda y puso el hilo a la luz para enhebrar la aguja. Sacó unas pinzas del botiquín y sostuvo la aguja apretando los brazos de las pinzas y empezó a coser la herida. Lo hizo deprisa y sin poner mucho esmero. El chico estaba agachado en el suelo. Le miró y continuó con la sutura. Si no quieres no mires, dijo.
¿No te importa?
No. No me importa.
¿Duele?
Sí.
Deslizó el nudo hasta el extremo del hilo de seda y lo tensó y cortó el hilo con las tijeras del botiquín y miró al chico. El chico estaba contemplando lo que había hecho.
Siento haberte gritado.
El chico levantó la vista. No pasa nada, papá.
Pongámonos en marcha.
Vale.
Por la mañana llovía y un viento recio hacía traquetear los cristales de la parte trasera del edificio. Se quedó mirando afuera. En la bahía un almacén de depósito medio derrumbado y sumergido. Las timoneras de barcos de pesca hundidos sobresaliendo de las agitadas aguas grises. Ni el menor movimiento. Todo lo que podía moverse había sido arrastrado tiempo atrás por el viento. La pierna le latía y procedió a retirar el vendaje y desinfectó la herida y la examinó. La carne hinchada y descolorida en el entramado de pespuntes negros. La vendó de nuevo y se puso el pantalón tieso de sangre.
Pasaron allí todo el día, sentados entre las cajas de la tienda. Tienes que hablarme, dijo.
Estoy hablando.
¿Seguro?
Ahora te estoy hablando.
¿Quieres que te cuente un cuento?
No.
¿Porqué?
El chico le miró y apartó la vista.
Esos cuentos no son verdad.
No tienen por qué. Son cuentos.
Sí, pero en esas historias siempre estamos ayudando a gente y nosotros no ayudamos a la gente.
¿Por qué no me cuentas tú algo?
No tengo ganas.
Vale.
No tengo ninguna historia que contar.
Podrías contarme alguna historia tuya.
Ya las conoces todas. Tú estabas allí.
Pero tienes historias dentro que yo no conozco.
¿Quieres decir sueños, por ejemplo?
Por ejemplo. O cosas en las que piensas.
Ya, pero se supone que las historias han de ser alegres.
No tienen por qué serlo.
Tú siempre me cuentas historias alegres.
¿No tienes ninguna alegre que contarme?
Son más bien como la vida real.
Y las mías no lo son.
No, las tuyas no.
El hombre le observó. ¿La vida real es muy mala?
¿Tú qué piensas?
Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí.
Sí.
No te parece que eso sea tan estupendo.
Puede.
Habían arrimado una mesa de trabajo a las ventanas y extendieron las mantas y el chico yacía allí boca abajo mirando hacia la bahía. El hombre estaba sentado con la pierna estirada. Encima de la manta estaban las dos pistolas y la cajita de bengalas. Al cabo de un rato el hombre dijo: Yo creo que es bastante buena. Como historia es bastante buena. De algo sirve.
Vale, papá. Solo quiero estar un ratito tranquilo.
¿Y los sueños? A veces me contabas lo que habías soñado.
No quiero hablar de nada.
Vale.
Además, no tengo sueños bonitos. Siempre pasan cosas malas. Tú dijiste que no importaba porque los sueños bonitos no son una buena señal.
Puede. No lo sé.
Cuando te despiertas tosiendo te vas a caminar por la carretera o donde sea pero yo te oigo toser.
Lo siento.
Una noche te oí llorar.
Lo sé.
Pues si yo no tengo que llorar tú tampoco tendrías.
De acuerdo.
¿Se te curará la pierna?
Sí.
No lo dices por decir.
No.
Porque tiene mala pinta.
No hay para tanto.
Ese hombre quería matarnos, ¿verdad?
Así es.
¿Lo mataste tú?
No.
¿No me mientes?
No.
Vale.
¿Todo bien?
Sí.
¿No tienes ganas de hablar?
No.
Se marcharon dos días después, el hombre cojeando detrás del carrito y el chico sin alejarse de su lado hasta que dejaron atrás las afueras del pueblo. La carretera seguía la costa llana y gris y había pequeños montículos de arena en la carretera que el viento había depositado. Eso hacía la marcha más difícil y en algunos puntos tuvieron que abrirse paso con un tablón que llevaban en el estante inferior del carrito. Bajaron a la playa y se sentaron al abrigo de las dunas y estudiaron el mapa. Habían llevado consigo el hornillo y calentaron agua y prepararon té y se protegieron del viento con las mantas. Un poco más allá las erosionadas cuadernas de un barco muy antiguo. Baos grisáceos restregados por la arena. Viejos tornillos hechos a mano. Las piezas de hierro picadas y de un tono lila oscuro, fundidas en alguna forja de Cádiz o Bristol y batidas sobre un yunque ennegrecido para resistir trescientos años la acción del mar. Al día siguiente pasaron por las ruinas tapiadas de un centro de veraneo y tomaron la carretera hacia el interior atravesando un pinar, la larga recta de asfalto salpicada de agujas de pino y el viento meciendo los árboles oscuros.
Se sentó en la carretera a mediodía con la mejor luz que iban a tener y cortó las suturas con las tijeras y devolvió las tijeras al botiquín y sacó las pinzas. Procedió a arrancar de su piel los pequeños hilos negros, presionando con el pulpejo del dedo gordo. El chico le observaba sentado en la carretera. El hombre sujetó los extremos de los hilos y con las pinzas los fue sacando de uno en uno. Puntitos de sangre. Cuando hubo terminado guardó las pinzas y tapó la herida con gasa y luego se levantó y se subió el pantalón y le pasó el botiquín al chico para que lo guardara.
Te ha dolido, ¿verdad?, dijo el chico.
Sí.
¿Eres muy valiente?
Regular.
¿Qué es lo más valiente que has hecho?
Escupió en la carretera una flema sanguinolenta. Levantarme esta mañana, dijo.
¿En serio?
No. No me hagas caso. Vamos, en marcha.
Por la tarde la forma lóbrega de otra ciudad costera, el grupo de altos edificios ligeramente torcido. Pensó que los armazones de hierro se habrían ablandado con el calor y que al contraerse después no habían dejado los edificios a plomo. Las lunas de las ventanas colgaban pared abajo como alcorza en una tarta. Siguieron adelante. Algunas noches despertaba en medio del negro páramo helado saliendo de mundos de amor humano suavemente coloreados, cantos de pájaros, el sol.
Apoyó la frente en los brazos cruzados sobre el asa del carrito y tosió. Escupió una saliva sanguinolenta. Tenía que parar a descansar cada vez más a menudo. El chico le observaba. En algún otro mundo el niño habría ya empezado a echarlo de su vida. Pero no tenía otra vida. Sabía que el chico estaba despierto por las noches, escuchando para ver si todavía respiraba.
Los días se sucedían penosamente sin cuenta ni calendario. A lo lejos en la interestatal largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos. Las llantas desnudas de las ruedas asentadas en un cieno gris de escombros derretidos, en negros círculos de alambre. Los cadáveres incinerados reducidos al tamaño de un niño y apoyados en los muelles vistos de los asientos. Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus recocidos corazones. Siguieron adelante. Pisando por aquel mundo muerto como ratas en una rueda. Las noches mortalmente quietas y más mortalmente negras. Y el frío. Apenas hablaban. Él tosía todo el tiempo y el chico le veía escupir sangre. Caminando encorvado. Mugriento, andrajoso, desesperanzado. Se detenía y se apoyaba en el carrito y el chico seguía andando y luego paraba y miraba atrás y él alzaba sus ojos llorosos y lo veía allí de pie en la carretera mirándole desde un futuro inimaginable, resplandeciendo en aquel páramo como un tabernáculo.
La carretera atravesaba un lodazal seco donde tubos de hielo sobresalían del fango congelado como estalagmitas. Restos de un fuego antiguo junto a la carretera. Más allá un largo paso elevado de hormigón. Un pantano muerto. Árboles muertos surgiendo del agua gris con colgajos de una turba gris y residual. Las salpicaduras de ceniza sedosa en el encintado. Se apoyó en el arenoso antepecho de hormigón. Tal vez en su destrucción sería posible al fin ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidróptica y fríamente secular. El silencio.
Habían empezado a encontrar grupos de pinos abatidos, grandes tajos de guadaña sembrando la muerte a través del campo. Pecios de edificios esparcidos por el paisaje y los cables de los postes al borde de la carretera embrollados como una labor de punto. La carretera estaba sembrada de escombros y desperdicios y tenían que sortearlos con el carrito. Al final se sentaron junto a la calzada y contemplaron el panorama que se les ofrecía. Tejados de casas, troncos de árbol. Una barca. El cielo abierto más allá donde el mar huraño se desplazaba a lo lejos remoloneando.
Rebuscaron entre los restos diseminados a lo largo de la carretera y finalmente encontró una bolsa de lona que podía cargar al hombro y un maletín para el chico. Guardaron las mantas y el plástico y lo que les quedaba de comida y reanudaron la marcha con las mochilas y la bolsa y el maletín dejando allí el carrito. Encaramándose a las ruinas. Marcha lenta. Él tenía que pararse a descansar. Se sentó al borde de la carretera en un sofá con los cojines hinchados de humedad. Tosiendo doblado por la cintura. Se quitó la mascarilla manchada de sangre y se levantó y la enjuagó en la zanja y la estrujó y luego se quedó allí de pie sin más. Sacando nubéculas blancas de aliento. Tenían el invierno encima. Se volvió para mirar al chico. Allí parado con el maletín como un huérfano esperando el autobús.
Dos días más tarde llegaron a una ancha ría donde el puente se había venido abajo y yacía en el agua calmosa. Se sentaron en el estribo roto de la carretera y vieron cómo el río retrocedía sobre sí mismo y se enroscaba sobre la celosía de hierros. Miró hacia el campo que se extendía más allá.
¿Qué vamos a hacer, papá?, dijo.
Eso, qué vamos a hacer, dijo el chico.
Recorrieron la larga lengua de barro dejada por la marea hasta un barco pequeño que había allí medio sepultado y se lo quedaron mirando. Derrelicto en todos los sentidos. El viento traía lluvia. Se apresuraron a duras penas por la playa en busca de refugio pero no encontraron dónde refugiarse. Reunió un poco de la leña color hueso desperdigada por la arena y encendió fuego y se sentaron en las dunas cubiertos por la lona y vieron acercarse la fría lluvia por el norte. Arreció, abriendo hoyuelos en la arena. El fuego empezó a humear y el humo a caracolear lánguidamente y el chico se ovilló bajo la ruidosa lona y al momento se quedó dormido. El hombre utilizó el plástico a modo de capucha y contempló el mar gris amortajado por la lluvia y vio romper las olas a lo largo de la orilla y alejarse otra vez sobre la oscura arena graneada.
El día siguiente se encaminaron tierra adentro. Un extenso terreno pantanoso donde, helechos, hydrangeas y orquídeas silvestres vivían como efigies cenicientas que el viento no había alcanzado aún. Avanzar fue una tortura. Al cabo de dos días cuando salieron a una carretera dejó la bolsa en el suelo y se sentó inclinado hacia delante con los brazos cruzados frente al pecho y tosió hasta que no pudo toser más. En otros dos días quizá habían recorrido quince kilómetros. Cruzaron el río y un poco más adelante llegaron a un cruce. Tierra adentro una tormenta había descargado sobre el istmo y peinado los negros árboles muertos de este a oeste como algas en el lecho de un arroyo. Acamparon allí y cuando se acostó supo que no podría continuar y que era aquí donde moriría. El chico lo miraba con los ojos cargados de lágrimas. Oh, papá, dijo.
Lo vio venir por la hierba y arrodillarse junto a él con la taza de agua que había ido a buscar. A su alrededor todo era luz. Cogió la taza y bebió y se acostó de nuevo. Para comer tenían una sola lata de melocotones pero hizo que se los comiera el chico y no quiso probar ninguno. Es que no puedo, dijo. No tiene importancia.
Te guardo la mitad.
Vale. Guárdamelos hasta mañana.
Cogió la taza y se alejó y cuando lo hizo la luz se movió con él. Había querido probar de hacer una tienda con la lona pero el hombre no le dejó. Decía que no quería nada que lo cubriese. Se quedó acostado mirando al chico junto al fuego. Quería ser capaz de ver. Mira todo esto, dijo. No hay un solo profeta en la larga crónica de la Tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser. Teníais razón, hablarais de lo que hablarais.
El chico creyó notar un olor a ceniza húmeda en el viento. Se adelantó por la carretera y volvió arrastrando un pedazo de contrachapado de la basura que había en la cuneta y hundió unos palos en el suelo con una piedra y de la madera hizo un cobertizo pero al final no llovió. Dejó la pistola de señales y se llevó el revólver y rastreó el campo en busca de algo que comer pero regresó con las manos vacías. El hombre le cogió la mano, resollando. Tendrás que seguir tú solo, dijo. Yo no puedo ir contigo. Tienes que seguir adelante. No se sabe lo que puede deparar la carretera. Siempre hemos tenido suerte. Tú la tendrás otra vez. Estoy seguro. Anda, ve. No pasa nada.
No puedo.
Tranquilo. Esto se veía venir desde hace tiempo. Ya está aquí. Continúa hacia el sur. Haz como hemos hecho hasta ahora.
Te pondrás bien, papá. Tienes que ponerte bien.
No. Lleva siempre encima la pistola. Necesitas encontrar a los buenos pero no debes correr ningún riesgo. Ninguno. ¿Has entendido?
Quiero estar contigo.
No puede ser.
Por favor.
No. Tienes que llevar el fuego.
No sé cómo hacerlo.
Sí que lo sabes.
¿Es de verdad? ¿El fuego?
Sí.
¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.
Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.
Llévame contigo. Por favor.
No puedo.
Por favor, papá.
No puedo. No puedo llevar a mi hijo muerto en brazos. Pensé que podría pero no puedo.
Dijiste que no me abandonarías nunca.
Lo sé. Perdona. Te llevo en mi corazón. Como te he llevado siempre. Eres el mejor que conozco. Siempre lo has sido. Aunque yo no esté tú puedes seguir hablándome. Puedes hablarme y yo te hablaré a ti. Ya verás.
¿Te oiré?
Sí. Claro que sí. Tienes que hacer como si imaginaras que hablamos. Y me oirás. Tienes que practicar. No te rindas nunca. ¿Vale?
Vale.
Vale.
Tengo mucho miedo, papá.
Lo sé. Pero no te pasará nada. Tendrás suerte. Estoy convencido. No puedo hablar más. Voy a empezar a toser otra vez.
Está bien, papá. No hace falta que hables. Está bien.
Caminó un trecho por la carretera hasta que le pareció demasiado arriesgado y luego volvió. Su padre estaba dormido. Se sentó a su lado bajo el tablero y le observó. Cerró los ojos y le habló y mantuvo los ojos cerrados y trató de escuchar. Luego volvió a intentarlo.
Despertó tosiendo flojo por la noche. Se quedó acostado escuchando. El chico estaba sentado junto al fuego envuelto en una manta y le observaba. Goteo de agua. Una luz tenue. Viejos sueños usurpando el mundo de vigilia. El goteo era en el interior de la cueva. La luz era una vela que el chico portaba en una palmatoria de cobre batido. La cera salpicaba las piedras. Huellas de ignotos animales en el limo gangrenado. Habían alcanzado en aquel frío pasadizo el punto sin retorno que únicamente se podía calcular desde el principio por la luz que llevaban consigo.
¿Te acuerdas de aquel niño, papá?
Sí. Me acuerdo.
¿Tú crees que estará bien, el niño?
Oh, seguro que sí. Estará bien.
¿Tú crees que se habrá perdido?
No. No lo creo.
Me da miedo que se haya perdido.
Yo creo que estará bien.
Pero ¿quién lo encontrará si es que se ha perdido? ¿Quién encontrará al niño?
La bondad encontrará al niño. Así ha sido siempre y así volverá a ser.
Durmió aquella noche pegado a su padre y lo abrazó pero al despertar por la mañana su padre estaba frío y tieso. Se quedó allí sentado llorando mucho rato y luego se levantó y atravesó el bosque hasta la carretera. Cuando regresó se puso de rodillas al lado de su padre y cogió su fría mano y pronunció su nombre una y otra vez.
Permaneció allí tres días y luego caminó hasta la carretera y miró alternativamente en ambas direcciones. Alguien se acercaba. Dio media vuelta para meterse en el bosque pero se detuvo. Se quedó en la carretera esperando con la pistola en la mano. Había tapado a su padre con todas las mantas y tenía frío y estaba hambriento. El hombre que apareció al fin y se lo quedó mirando iba vestido con una parka gris y amarilla de esquiar. Llevaba una escopeta con el cañón hacia abajo colgada del hombro mediante una correa de cuero trenzado y portaba una bandolera de nailon con balas para la escopeta. Un veterano de antiguas escaramuzas, barbudo, con una cicatriz en la mejilla y el pómulo hundido y la mirada extraviada en su único ojo. Cuando habló su boca hizo movimientos imperfectos. Luego sonrió.
¿Dónde está el hombre que te acompañaba?
Murió.
¿Era tu padre?
Sí. Era mi papá.
Lo siento.
No sé qué hacer.
Creo que deberías venir conmigo.
¿Tú eres de los buenos?
El hombre se quitó la capucha. Tenía el pelo largo y apelotonado. Miró al cielo. Como si allí hubiera algo que ver. Miró al chico. Sí, dijo. Soy de los buenos. ¿Por qué no guardas esa pistola?
Se supone que no debo dejar que nadie me la quite. Pase lo que pase.
Yo no quiero tu pistola. Lo único que quiero es que no me apuntes con ella.
Vale.
¿Dónde están vuestras cosas?
No tenemos mucho.
¿Tienes saco de dormir?
No.
¿Qué es lo que tienes? ¿Mantas?
Mi papá está tapado con ellas.
Llévame allí.
El chico se quedó quieto. El hombre le observó. Luego hincó una rodilla en el suelo y se descolgó la escopeta y permaneció allí de pie apoyado en la caña del arma. Las municiones que llevaba en la bandolera eran de carga manual y tenían los extremos sellados con cera. Olía a humo de leña. Mira, dijo. Tienes dos alternativas. Hemos discutido un poco sobre la conveniencia de venir a buscaros. Puedes quedarte aquí con tu papá y morirte o puedes venir conmigo. Si te quedas más vale que te apartes de la carretera. No sé cómo habéis llegado tan lejos. Pero yo creo que deberías venir conmigo. No te pasará nada.
¿Y cómo puedo saber que eres uno de los buenos?
No puedes. Tendrás que hacer la prueba.
¿Lleváis el fuego?
¿Cómo dices?
Si lleváis el fuego.
Te has quedado como turulato, ¿verdad?
No.
Solo un poquito.
Sí.
Bueno.
Entonces, ¿sí o no?
¿Qué? ¿Si llevamos el fuego?
Sí.
Sí. Lo llevamos.
¿Tenéis chicos?
Sí.
¿Y un niño pequeño?
Un niño y una niña.
¿Él cuántos años tiene?
Más o menos como tú. Quizá un poco más.
Y no os los coméis.
No.
No coméis personas.
No. No comemos personas.
¿Y puedo ir con vosotros?
Sí puedes.
Entonces vale.
Vale.
Se adentraron en el bosque y el hombre se puso en cuclillas y contempló la gris y consumida figura que yacía bajo el tablero inclinado. ¿Estas son todas las mantas que tenéis?, dijo.
Sí.
¿Tu maleta es esa?
Sí.
Se incorporó y miró al chico. Será mejor que vayas a la carretera y me esperes allí. Yo llevaré las mantas y lo demás.
Y mi papá ¿qué?
Qué de qué.
No podemos dejarlo aquí.
Sí que podemos.
No quiero que lo vea gente.
Nadie lo verá.
¿Puedo taparlo con hojas?
El viento se las llevará.
¿Podríamos taparlo con una de las mantas?
Yo lo haré. Ahora vete.
Vale.
Esperó en la carretera y cuando el hombre regresó del bosque llevaba el maletín en una mano y las mantas sobre el hombro. Las estuvo mirando y le pasó una al chico. Toma, dijo. Envuélvete con esto. Tienes frío. El chico hizo ademán de darle la pistola pero no quiso cogerla. Quédatela tú, dijo.
Vale.
¿Sabes cómo se dispara?
Sí.
Bien.
¿Y mi papá?
No se puede hacer nada más.
Creo que me gustaría decirle adiós.
¿Estarás bien?
Sí.
Adelante. Te espero aquí.
Volvió al bosque y se arrodilló al lado de su padre. Estaba envuelto en una manta como el hombre le había prometido y el chico no lo destapó sino que se sentó a su lado y ahora estaba llorando pero no podía parar. Lloró mucho rato. Te hablaré todos los días, susurró. Y no me olvidaré. Pase lo que pase. Luego se levantó y dio media vuelta y regresó a la carretera.
La mujer al verle lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Oh, dijo, me alegro tanto de verte. A veces le hablaba de Dios. Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos.
Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.