Pasaron buena parte de la tarde arrebujados en las mantas comiendo manzanas. Echando tragos de agua de los tarros. Sacó de su bolsillo los polvos con sabor a uva y abrió el sobre y echó el contenido en el tarro y agitó y se lo pasó al chico. Qué buena idea has tenido, papá. Durmió mientras el chico montaba guardia y al anochecer cogieron los zapatos y se los pusieron y bajaron hasta la casa para recoger el resto de las manzanas. Llenaron tres tarros de aquella agua y enroscaron los tapones de dos piezas que había encontrado en una caja en un estante del ropero. Luego lo envolvió todo en una de las mantas y lo metió en la mochila y ató las otras mantas encima y se echó la mochila a la espalda. Permanecieron en la entrada viendo cómo la luz iba descendiendo sobre el orbe occidental. Luego bajaron por el camino de grava y partieron de nuevo hacia la carretera.

El chico iba agarrado a su chaqueta y caminaban por el borde de la calzada y él trataba de palpar el pavimento bajo sus pies en la oscuridad. A lo lejos oyó truenos y al cabo de un rato vieron tenues estremecimientos de luz delante de ellos. Sacó el plástico de la mochila pero ya casi no quedaba suficiente para taparlos a los dos y al poco rato empezó a llover. Siguieron caminando a trompicones uno al lado del otro. No había adonde ir. Llevaban puestas las capuchas de sus parkas pero estas se estaban empapando de lluvia y cada vez pesaban más. Se detuvo en la carretera e intentó acomodar la lona. El chico temblaba de mala manera.

Estás helado, ¿verdad?

Sí.

Si paramos nos entrará mucho frío.

Yo ya tengo mucho.

¿Qué quieres que hagamos?

¿Podríamos parar?

Sí. Está bien. Paremos.

Fue una noche tan larga como la que más de entre las muchas similares que él recordaba. Se acostaron sobre el suelo húmedo junto a la carretera tapados por las mantas con la lluvia repiqueteando en la lona y él abrazó al chico y al cabo de un rato el chico dejó de temblar y al rato se quedó dormido. Los truenos se alejaron hacia el norte y cesaron y solo se oía la lluvia. Se durmió y volvió a despertarse y la lluvia había amainado y al cabo de un rato dejó de llover. Pensó que probablemente no era ni medianoche. Estaba tosiendo y la cosa empeoró y la tos despertó al niño. El alba tardaba mucho en llegar. Se incorporó de vez en cuando para mirar hacia el este y al cabo de un rato ya era de día.

Lió las chaquetas una después de otra en torno al tronco de un árbol pequeño y las estrujó para sacar el agua. Hizo que el chico se quitara la ropa y lo envolvió en una manta y mientras se quedaba allí tiritando estrujó sus prendas y se las pasó otra vez. El suelo donde habían dormido estaba seco y se sentaron allí cubiertos por las mantas y comieron manzanas y bebieron agua. Después salieron de nuevo a la carretera, encorvados y encapuchados y tiritando en sus harapos como frailes mendicantes enviados a buscarse manutención.

Al menos por la tarde ya estaban secos. Examinaron los pedazos de mapa pero él tenía escasa idea de dónde se encontraban. Desde un cambio de rasante en la carretera trató de determinar su posición en el crepúsculo. Dejaron la autovía y se desviaron por una estrecha carretera que atravesaba el campo y llegaron por fin a un puente sobre un arroyo seco y bajaron arrastrándose por la ribera y se acurrucaron allí debajo.

¿Podemos encender fuego?, dijo el chico.

No tenemos encendedor.

El chico apartó la vista.

Lo siento. Se me cayó. No quería decírtelo.

No pasa nada.

Buscaré algún pedernal. He estado mirando por el camino. Y todavía nos queda el frasquito de gasolina.

Bueno.

¿Tienes mucho frío?

Estoy bien.

El chico recostó la cabeza en el regazo del hombre. Al cabo de un rato dijo: Van a matar a esas personas, ¿verdad?

Sí.

¿Por qué tienen que hacerlo?

No lo sé.

¿Se los van a comer?

No lo sé.

Se los comerán, ¿verdad?

Sí.

Y nosotros no podíamos ayudarlos porque nos habrían comido también.

Sí.

Y por eso no podíamos ayudarlos.

Sí.

Vale.

Pasaron por poblaciones que recomendaban a la gente no entrar en ellas con mensajes escritos de cualquier manera en vallas publicitarias. Las vallas habían sido blanqueadas a capas finas de pintura al objeto de poder escribir en ellas y a través de la pintura podía verse un pálido palimpsesto de publicidad de artículos que ya no existían. Se sentaron en la cuneta y comieron las manzanas que les quedaban.

¿Qué pasa?, dijo el hombre.

Nada.

Encontraremos comida. Siempre encontramos algo.

El chico guardo silencio. El hombre le observó.

No se trata de eso, ¿verdad?

Da igual.

Dímelo.

El chico desvió la mirada carretera abajo.

Quiero que me lo digas. No pasa nada.

El chico negó con la cabeza.

Mírame, dijo el hombre.

Se volvió y le miró. Parecía que hubiera estado llorando.

Habla.

Nosotros nunca nos comeríamos a nadie, ¿verdad?

No. Claro que no.

¿Aunque estuviéramos muriéndonos de hambre?

Ya lo estamos.

Tú dijiste que no.

Dije que no nos estábamos muriendo. No que no estuviéramos muertos de hambre.

Pero no lo haríamos.

No. No lo haríamos.

Pase lo que pase.

Pase lo que pase.

Porque nosotros somos de los buenos.

Sí.

Y llevamos el fuego.

Y llevamos el fuego. Así es.

Vale.

Encontró fragmentos de sílex o pedernal en una zanja pero a la postre fue más sencillo rascar con los alicates una roca al pie de la cual había hecho un montoncito de yesca empapada de gasolina. Dos días más. Luego tres. Efectivamente se estaban muriendo de hambre. Una región saqueada, esquilmada, arrasada. Desvalijada hasta de la última migaja. Noches de un frío intenso y una negrura de ataúd y la mañana tardaba en llegar y traía consigo un silencio terrible. Como el amanecer previo a la batalla. La piel color de cera del chico era prácticamente translúcida. Con aquellos ojos de mirada fija parecía salido de otro mundo.

Estaba empezando a pensar que finalmente tenían la muerte encima y que era preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna de las maneras. Se agazaparon en un bosque desolado y bebieron agua de acequia filtrada con un trapo. Había visto al chico en sueños tendido sobre una tabla mortuoria y se despertó horrorizado. Lo que podía soportar en el mundo de vigilia no lo soportaba de noche y permaneció despierto por temor a que el sueño volviera.

Escarbaron en las ruinas calcinadas de casas en las que antes no habrían entrado. Un cadáver flotando en el agua negra de un sótano entre desperdicios y cañerías herrumbrosas. Entró en una sala de estar parcialmente incendiada y a cielo abierto. Las tablas alabeadas por el agua inclinándose hacia el exterior. Tomos empapados en una librería. Cogió uno y lo abrió y luego lo volvió a dejar donde estaba. Todo húmedo. Pudriéndose. En un cajón encontró una vela. No había cómo encenderla. Se la metió en el bolsillo. Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.

A las afueras de un pueblo se sentaron a descansar en la cabina de un camión, mirando por un parabrisas que las lluvias recientes habían dejado limpio. Una ligera capa de ceniza. Extenuados. Junto a la carretera había otro rótulo advirtiendo de la muerte, las letras descoloridas con los años. Casi le hizo sonreír. ¿Lees eso?, dijo.

Sí.

No hagas caso. Ahí no hay nadie.

¿Están todos muertos?

Eso creo.

Ojalá aquel niño estuviera con nosotros.

Vámonos, dijo.

Sueños suntuosos de los que aborrecía despertar. Cosas que el mundo ya no conocía. El frío lo impulsó a atizar el fuego. El recuerdo de ella cruzando el jardín a primera hora de la mañana en su fina bata rosa que se pegaba a sus pechos. Pensó que cada recuerdo evocado debe violentar en alguna medida sus orígenes. Como en un juego. El juego del teléfono. Más vale ser parco. Lo que uno altera mediante el recuerdo tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida.

Recorrieron las calles envueltos en sus cochambrosas mantas. Él llevaba el revólver a la altura de la cintura y al chico cogido de la mano. Al otro extremo del pueblo vieron una casa solitaria en medio de un campo y fueron hasta allí y entraron y miraron en las habitaciones. Se toparon consigo mismos reflejados en un espejo y él casi levantó la pistola. Somos nosotros, susurró el chico. Somos nosotros.

Desde el umbral de la puerta de atrás contempló los campos y al fondo la carretera y la campiña desolada más allá de la carretera. En el patio había una barbacoa improvisada con un barril de doscientos litros rajado a lo largo con un soplete y puesto sobre un armazón de hierro soldado. Unos cuantos árboles muertos en el jardín. Una cerca. Un cobertizo metálico. Se despojó de la manta que llevaba sobre los hombros y arropó al chico con ella.

Quiero que esperes aquí.

Yo quiero ir contigo.

Solo voy hasta allá a echar un vistazo. Quédate aquí sentado. Podrás verme todo el tiempo. Te lo prometo.

Cruzó el jardín y empujó la puerta, todavía con la pistola en la mano. Era una especie de caseta. Suelo de tierra. Estantes metálicos con unas macetas de plástico. Todo cubierto de ceniza. Había herramientas de jardinería en el rincón. Un cortacésped. Un banco de madera al pie de la ventana y al lado un armarito metálico. Abrió el armario. Catálogos antiguos. Paquetes de semillas. Begonia. Dondiego de día. Se los guardó en el bolsillo. ¿Para qué? En el estante superior había dos latas de aceite para motor y se metió la pistola por el cinturón y cogió las latas y las puso encima del banco. Eran muy antiguas, hechas de cartón con cofias de metal. El aceite había empapado el cartón pero todavía parecían llenas. Retrocedió y miró desde la puerta. El chico estaba sentado en los escalones de atrás de la casa envuelto en las mantas y mirándolo a él. Cuando se dio la vuelta vio una lata de gasolina en el rincón detrás de la puerta. Sabía que no podía haber gasolina dentro pero cuando la inclinó con el pie y la hizo caer oyó un leve chapoteo. Cogió la lata y la llevó al banco e intentó desenroscar el tapón pero no pudo. Sacó los alicates del bolsillo de su chaqueta y separó las mandíbulas y probó.

Ajustaban por poco y arrancó el tapón y lo dejó encima del banco y olfateó la lata. Un olor nauseabundo. Gasolina vieja de años. Pero ardería. Volvió a colocar el tapón y se guardó los alicates en el bolsillo. Buscó algún envase más pequeño pero no había ninguno. No debería haber tirado la botella. Mirar en la casa.

Al cruzar por la hierba se sintió mareado y hubo de detenerse. Se preguntó si sería de oler la gasolina. El chico le estaba observando. ¿Cuántos días hasta la muerte? ¿Diez? No muchos más. No podía pensar. ¿Por qué se había detenido? Dio media vuelta y miró la hierba. Regresó. Tanteando el suelo con los pies. Se detuvo y dio media vuelta otra vez. Luego regresó al cobertizo. Salió con una pala de jardín y allí donde antes se había parado hincó la hoja en el suelo. Se hundió hasta la mitad y luego produjo un sonido hueco como a madera. Empezó a retirar la tierra con la pala.

Ritmo lento. Dios, qué cansado estaba. Tuvo que apoyarse en la pala. Levantó la cabeza y miró al chico. Se dobló otra vez para continuar. No mucho después ya descansaba entre palada y palada. Lo que al cabo desenterró era un trozo de contrachapado cubierto con fieltro para techos. Excavó un poco más junto a los bordes. Era una puerta de casi un metro por dos o algo menos. En un extremo tenía una aldaba con un candado sujeto mediante cinta adhesiva dentro de una bolsa de plástico. Descansó agarrándose al mango de la pala, la frente en el pliegue del brazo. Cuando levantó de nuevo la cabeza el chico estaba de pie a unos pocos pasos de él. Muy asustado. No la abras, papá, susurró.

Tranquilo.

Por favor, papá. Por favor.

No pasa nada.

Sí que pasa.

Tenía los puños cerrados sobre el pecho y botaba de puro miedo. El hombre tiró la pala y lo rodeó con sus brazos. Vamos, dijo. Nos sentaremos en el porche y descansaremos un poco.

¿Y luego nos vamos?

Descansemos un rato.

Vale.

Se sentaron envueltos en las mantas y contemplaron el patio. Estuvieron sentados mucho tiempo. Él intentó explicar al chico que allí no había nadie enterrado pero el chico rompió a llorar. Al cabo de un rato hasta él mismo pensó que el niño quizá tenía razón.

Quedémonos aquí sentados. No hace falta hablar.

Vale.

Recorrieron otra vez la casa. Encontró una botella de cerveza y un resto de cortina y rasgó un borde de la tela y lo embutió por el cuello de la botella usando un colgador. Te presento nuestra nueva lámpara, dijo.

¿Cómo la vamos a encender?

En el cobertizo he encontrado un poco de gasolina. Y también aceite. Ya te enseñaré.

Vale.

Vamos, dijo el hombre. Todo irá bien. Te lo prometo.

Pero al inclinarse para mirar la cara del chico bajo la capucha de la manta mucho se temió que algo había desaparecido para siempre, irremediablemente.

Salieron de la casa y cruzaron el patio hasta el cobertizo. Dejó la botella encima del banco y cogió un destornillador e hizo un agujero en una de las latas de aceite y luego uno más pequeño para que drenara mejor. Extrajo la mecha de la botella y llenó la botella hasta la mitad, viejo aceite lubricante monogrado, espeso y gélido, tardaba mucho en fluir. Desenroscó el tapón de la lata de gasolina y utilizó uno de los paquetes de semillas para hacer un pequeño espiche y echó gasolina en la botella y puso la yema del pulgar encima y la agitó. Luego derramó un poco en un plato de barro y cogió el trapo y volvió a meterlo en la botella presionando con el destornillador. Se sacó un pedacito de sílex del bolsillo y cogió los alicates y golpeó el pedernal contra la sierra de las mandíbulas. Después de probar un par de veces añadió más gasolina al plato. Van a salir llamas, dijo. El chico asintió con la cabeza. Rascó en el plato para producir chispa y la gasolina prendió echando llama con un bufido grave. Alcanzó la botella y la inclinó y encendió la mecha y sopló para apagar la llama del plato y le pasó al chico la botella humeante. Toma, dijo. Cógela.

¿Qué vamos a hacer?

Sostén la mano delante de la llama. No dejes que se apague.

Se puso de pie y se sacó la pistola del cinturón. Esta puerta parece como la otra, dijo. Pero no es igual. Ya sé que estás asustado. No te preocupes. Creo que ahí dentro puede haber cosas y es preciso echar una ojeada. No tenemos otro sitio adonde ir. Eso es todo. Quiero que me ayudes. Si no quieres sostener la lámpara tendrás que coger la pistola.

Prefiero la lámpara.

De acuerdo. Esto es lo que hacen los buenos. Seguir intentándolo. Jamás se rinden.

Vale.

Condujo al chico hacia el patio dejando una estela de humo negro de la lámpara. Se metió la pistola por el cinturón y agarró la pala y empezó a arrancar la aldaba del contrachapado. Hincó la pala bajo la aldaba e hizo palanca y luego se arrodilló y agarró el candado y lo retorció hasta soltarlo y lo tiró a la hierba. Levantó ligeramente la puerta haciendo palanca con la pala y metió los dedos debajo y luego se incorporó y la levantó. La tierra resbaló por las tablas. Miró al chico. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió sin abrir la boca, sosteniendo la lámpara ante él. El hombre abrió completamente la puerta y la dejó caer en la hierba. Una tosca escalera hecha de tablones de sesenta por metro treinta descendía hacia la oscuridad. Le cogió la lámpara al chico. Empezó a bajar por la escalera pero luego se volvió y se inclinó para dar un beso al chico en la frente.

Las paredes del búnker eran de bloque de hormigón. Un piso de cemento cubierto por baldosas de cocina. Había un par de catres de hierro con el somier al aire, arrimados a sendas paredes, las colchonetas enrolladas a los pies al estilo militar. Se dio la vuelta y miró al chico que estaba agachado allí arriba pestañeando por el humo que ascendía de la lámpara y luego bajó hasta los peldaños inferiores y se sentó y extendió el brazo con la lámpara. Dios mío, susurró. Dios mío.

¿Qué pasa, papá?

Baja. Dios mío. Baja.

Cajas y más cajas de alimentos enlatados. Tomates, melocotones, alubias, albaricoques. Jamón en lata. Cecina. Cientos de litros de agua en bidones de plástico de cuatro litros. Servilletas de papel, papel higiénico, platos de papel. Bolsas de basura de plástico llenas de mantas. Se llevó una mano a la frente. Dios mío, dijo. Se volvió y miró al chico. No hay peligro, dijo. Puedes bajar.

Papá…

Baja. Baja y mira esto.

Dejó la lámpara en el escalón y subió y cogió al chico de la mano. Vamos, dijo. No pasa nada.

¿Qué has encontrado?

De todo. Espera y verás. Lo condujo escaleras abajo y agarró la botella y sostuvo la llama en alto. Fíjate bien, dijo. Fíjate.

¿Qué es todo esto, papá?

Es comida. ¿Lo puedes leer?

Peras. Ahí dice peras.

Exacto. Eso dice, sí. Santo cielo.

La altura era la justa para poder estar de pie. Agachó la cabeza para esquivar un fanal con pantalla metálica verde que colgaba de un gancho. Sin soltar la mano del chico recorrieron las hileras de envases etiquetados. Chile, maíz, estofado, sopa, salsa para pasta. Las riquezas de un mundo desaparecido. ¿Por qué hay todo esto aquí abajo?, dijo el chico. ¿Es de verdad? Desde luego. Es muy de verdad.

Bajó una de las cajas y la abrió con los dedos y sacó una lata de melocotón. Alguien pensó que podía necesitar todo esto.

Pero no llegó a usarlo.

No. No llegó a usarlo.

Todos se murieron.

Sí.

¿Está bien que lo cojamos nosotros?

Sí. Ellos así lo habrían querido. Igual que nosotros habríamos querido que lo usaran ellos.

¿Eran de los buenos?

Sí. Eran buenos.

Como nosotros.

Como nosotros. Sí.

Entonces no hay problema.

No. Ningún problema.

Había cuchillos y utensilios de plástico y cubiertos y herramientas de cocina en una bolsa de plástico. Un abrelatas. Había linternas pero no funcionaban. Encontró una caja de pilas eléctricas y pila secas y se puso a revolver. La mayor parte corroídas y supurando ácido pero algunas de ellas parecían en buen estado. Finalmente consiguió hacer funcionar una de las linternas y la puso encima de la mesa y apagó de un soplo la humeante llama de la lámpara. Arrancó un trozo de cartón de la caja que había abierto y apartó el humo y luego subió para bajar la trampilla y se giró y miró al chico. ¿Qué te gustaría cenar?, dijo.

Peras.

Buena elección. Que sean peras.

Cogió dos tazones de papel de un paquete envuelto en plástico y los puso encima de la mesa. Desenrolló las colchonetas para sentarse en los catres y abrió el envase de peras y sacó una lata y la puso en la mesa y sujetó la tapa con el abridor y empezó a girar la rueda. Miró al chico. El chico estaba sentado tranquilamente en el catre, todavía envuelto en su manta, observando. El hombre pensó que probablemente no se había comprometido del todo a nada de aquello. En cualquier momento uno podía despertar en el oscuro y húmedo bosque. Van a ser las mejores peras que hayas comido nunca, dijo. Las mejores. Espera y verás.

Se comieron la lata de peras sentados uno al lado del otro. Luego comieron una de melocotones. Lamieron las cucharas e inclinaron los tazones para beber el empalagoso almíbar. Se miraron.

Otra.

No quiero que vomites.

No voy a vomitar.

Hace mucho que no comes.

Ya lo sé.

Vale.

Acostó al chico en el catre y alisó sus mugrientos cabellos sobre la almohada y lo tapó con mantas. Cuando subió y levantó la puerta era casi de noche. Fue al garaje y cogió la mochila y volvió y echó un último vistazo y luego bajó los escalones y cerró la puerta y remetió un asa de los alicates en la gruesa aldaba del interior. La linterna eléctrica empezaba a perder potencia y buscó entre los pertrechos hasta que encontró unas cajas de nafta en latas de tres litros. Sacó una de las latas y la puso encima de la mesa y desenroscó el tapón y rompió el sello metálico pinchando con un destornillador. Luego descolgó la lámpara del techo y la llenó. Había encontrado antes unos mecheros de butano en una caja de plástico y utilizó uno para encender la lámpara y ajustó la llama y la volvió a colgar de su gancho. Luego se quedó sentado en el catre.

Mientras el chico dormía empezó a revisar metódicamente las provisiones. Ropa, jerséis, calcetines. Una jofaina de acero inoxidable y esponjas y pastillas de jabón. Dentífrico y cepillos de dientes. En el fondo de un tarro grande de plástico con tuercas y tornillos y cosas parecidas encontró dos puñados de krugerrands de oro dentro de un saquito de tela. Sacó las monedas y jugueteó con ellas en la mano y las miró y luego volvió a meterlas en el tarro junto con la quincalla y devolvió el tarro al estante.

Lo revisó todo, moviendo cajas de un lado de la habitación al otro. Una pequeña puerta metálica daba a una segunda habitación donde guardaban botellas de gasolina. En el rincón un retrete químico. Había en las paredes tubos de ventilación cubiertos de tela metálica y desagües en el suelo. Cada vez hacía más calor dentro del bunker y se había quitado la chaqueta. Lo miró todo con detenimiento. Encontró una caja con cartuchos del calibre 45 para Colt automática y tres cajas de munición para rifle calibre 30-30. Lo que no encontró fue un arma. Cogió la linterna y empezó a mirar en el suelo y en las paredes por si había algún compartimento secreto. Al cabo de un rato se sentó en el catre a comerse una chocolatina. No había ninguna arma y no la iba a haber.

Cuando despertó la lámpara del techo siseaba un poco. Las paredes del refugio aparecían iluminadas y otro tanto las cajas. No sabía dónde se encontraba. Estaba acostado con la chaqueta encima. Se incorporó y miró al chico que dormía en el otro catre. Se había quitado los zapatos pero tampoco se acordaba de eso y los cogió de debajo del catre y se los puso y subió la escalera y retiró los alicates de la aldaba y levantó la puerta para asomarse al exterior. Era de mañana, temprano. Miró la casa y luego miró hacia la carretera y se disponía a bajar la trampilla otra vez cuando se detuvo. La vaga luz gris estaba en el oeste. Habían dormido toda la noche y el día siguiente. Bajó la puerta y la aseguró de nuevo y volvió abajo y se sentó en el catre. Echó un vistazo a los víveres. Se había creído a un paso de morir y ahora no iba a morirse y tenía que pensar en eso. Cualquiera podía ver la trampilla en el patio y sacar conclusiones. Tenía que pensar en algo. Esto no era como esconderse en el bosque. Esto era el polo opuesto. Finalmente se levantó y fue hasta la mesa y conectó la pequeña cocina de dos fogones y la encendió y sacó una sartén y un hervidor y abrió la caja de los utensilios de cocina.

Lo que despertó al chico fue el ruido del pequeño molinillo manual de café. Se incorporó y miró a su alrededor. ¿Papá?, dijo.

Hola. ¿Tienes hambre?

He de ir al baño. Tengo pipí.

El hombre señaló con la espátula hacia la pequeña puerta metálica. No sabía cómo utilizar el inodoro pero lo utilizarían igual. No iban a estar aquí tanto tiempo y no quería abrir y cerrar la trampilla más de lo necesario. El chico pasó por su lado, el pelo apegotado de sudor. ¿Qué es eso?, dijo.

Café. Jamón. Galletas.

¡Uau!, dijo el chico.

Arrastró un pequeño baúl por el suelo entre los dos catres y lo cubrió con una toalla y puso encima platos y tazas y utensilios de plástico. Puso también un bol de galletas cubierto con una toalla de manos y un plato con mantequilla y una lata de leche condensada. Sal y pimienta. Miró al chico. El chico parecía drogado. Fue a coger la sartén y volvió y le echó en el plato un trozo de jamón dorado y le sirvió huevos revueltos de la otra sartén y unas cucharadas de alubias cocidas y luego sirvió café en las dos tazas. El chico le miró.

Adelante, dijo él. Que no se te enfríe.

¿Qué como primero?

Lo que prefieras.

¿Esto es café?

Sí. Mira. Úntate las galletas con mantequilla. Así.

Vale.

¿Te pasa algo?

No lo sé.

¿Te encuentras bien?

Sí.

Dime qué es.

¿Tú crees que deberíamos dar las gracias a esas personas?

¿Qué personas?

Las que nos han regalado todo esto.

Ah. Bueno, podríamos darles las gracias, sí.

¿Lo harás?

¿Por qué no lo haces tú?

No sé cómo.

Claro que sabes. Tú sabes cómo se dan las gracias.

El chico se quedó mirando su plato. Parecía desorientado. El hombre se disponía a hablar cuando dijo: Queridos señores, gracias por esta comida y todo lo demás. Sabemos que lo habíais guardado para vosotros y si estuvierais aquí nosotros no tocaríamos nada de nada aunque estuviéramos muertos de hambre y sentimos que no hayáis podido coméroslo vosotros y esperamos que estéis a salvo en el cielo.

Levantó la vista. ¿Así está bien?, dijo.

Sí. Creo que está bien así.

No quería estar solo en el bunker. Siguió al hombre de aquí para allá mientras él cruzaba el jardín con las jarras de agua hasta el cuarto de baño que había en la parte trasera de la casa. Llevaron consigo el hornillo y un par de cazos y él calentó agua y la echó en la bañera y echó también agua de las jarras. Le llevó mucho tiempo pero quería que el agua estuviera buena y caliente. Con la bañera casi llena el chico se desvistió y se metió tiritando en el agua y se sentó. Flaco y roñoso y desnudo. Sujetándose los hombros. La única luz era el anillo de dientes azules del fogón. ¿Qué opinas?, dijo el hombre.

Al fin caliente.

¿Al fin caliente?

Sí.

¿De dónde has sacado eso?

No lo sé.

Bueno. Al fin caliente.

Le lavó el pelo apegotado y sucio y lo enjabonó con las esponjas. Vació el agua ya asquerosa y empezó a enjuagarlo con agua recién calentada del cazo y lo envolvió tiritando en una toalla y después en una manta. Le peinó y se lo quedó mirando. Despedía vapor como si fuera humo. ¿Estás bien?, dijo.

Tengo los pies fríos.

Tendrás que esperarme.

Date prisa.

Se bañó y luego salió del agua y echó detergente en la bañera y hundió los apestosos vaqueros de ambos empujando con un desatascador ¿Estás listo?, dijo.

Sí.

Apagó el fogón, que chisporroteó antes de extinguirse del todo, y fue a encender la linterna y la dejó en el suelo. Se sentaron sobre el borde de la bañera y se pusieron los zapatos y luego le pasó al chico el cazo y el jabón y él cogió el hornillo y el frasco de gasolina y la pistola y envueltos en las mantas regresaron al bunker.

Se sentaron en el catre con un tablero de damas entre los dos, recién vestidos con jerséis y calcetines nuevos y arrebujados en las mantas nuevas. Él había enchufado una pequeña estufa de gas y bebieron Coca-Cola en tazones de plástico y al cabo de un rato volvió a la casa y estrujó los vaqueros y regresó con ellos y los colgó a secar.

¿Cuánto tiempo podemos quedarnos, papá?

No mucho.

¿Eso cuánto es?

No lo sé. Quizá un día más. Tal vez dos.

Porque es peligroso.

Sí.

¿Crees que nos encontrarán?

No. No nos encontrarán.

Podrían encontrarnos.

No. Seguro que no nos encontrarán.

Después cuando el chico ya dormía fue a la casa y arrastró varios muebles hasta el jardín. Luego sacó un colchón y lo puso sobre la trampilla y desde dentro lo levantó sobre el contrachapado y bajó despacio la puerta de manera que el colchón la cubriera por completo. No era muy ingenioso pero más valía eso que nada. Mientras el chico dormía se sentó en el catre y a la luz de la linterna fabricó balas falsas mondando una rama con su cuchillo y las fue encajando una a una en los agujeros vacíos del tambor del revólver. Dio forma a los extremos con el cuchillo y lijó las balas con sal y las ensució de hollín hasta darles un tono como de plomo. Cuando tuvo las cinco terminadas las introdujo en los agujeros y cerró el tambor y giró el arma y la miró. Incluso tan de cerca parecía que estuviera cargada. La dejó a un lado y se levantó y fue a tocar las perneras de los vaqueros que humeaban sobre la estufa.

Tenía un puñado de vainas de cartucho vacías para la pistola pero habían desaparecido con todo lo demás. Debería habérselas guardado en el bolsillo. Había perdido incluso la última. Pensó que quizá podría recargarlas con los cartuchos del calibre 45. Los fulminantes seguramente servirían si era capaz de sacarlos sin echarlos a perder. Dar forma a las balas con el cúter. Se levantó e inspeccionó una vez más las provisiones. Luego apagó la lámpara hasta que la llama se extinguió de mala gana y fue a dar un beso al chico. Se acostó en el otro catre con las mantas limpias y echó una última ojeada a aquel pequeño paraíso que palpitaba en la luz naranja de la estufa y después se quedó dormido.

El pueblo estaba abandonado desde hacía años pero recorrieron ojo avizor las calles salpicadas de desperdicios, el chico cogido de su mano. Vieron un contenedor de basura donde alguien había intentado quemar cadáveres. La carne y los huesos carbonizados bajo la ceniza húmeda podían haber sido anónimos de no ser por la forma de los cráneos. Ya no olía a nada. Había un mercado al final de la calle y en una de las naves repletas de cajas vacías apiladas había tres carritos metálicos de supermercado. Los examinó y tiró de uno de ellos y se puso en cuclillas e hizo girar las ruedas y luego se incorporó y lo empujó pasillo arriba y luego pasillo abajo.

Podríamos coger dos, dijo el chico.

No.

Yo podría llevar uno.

Tú eres el explorador. Te necesito para que tengas los ojos bien abiertos.

¿Y todo lo que hay en el escondite?

Tendremos que llevarnos solo lo que podamos.

¿Crees que viene alguien?

Sí. Tarde o temprano vendrán.

Habías dicho que no venía nadie.

No quise decir nunca.

Ojalá pudiéramos quedarnos aquí a vivir.

Sí.

Podríamos estar alerta.

Eso hacemos.

¿Y si vinieran algunos de los buenos?

Dudo mucho que vayamos a encontrarnos de los buenos en la carretera.

Ya estamos en la carretera.

Lo sé.

Y si siempre estás alerta ¿quiere decir que todo el rato estás asustado?

Bueno. De entrada supongo que tienes que estar un poco asustado para que estés alerta. Ojo avizor. Vigilando siempre.

Pero el resto del tiempo no estás asustado.

¿El resto del tiempo?

Sí.

No lo sé. Quizá es mejor estar siempre alerta. Si las complicaciones surgen cuando menos te lo esperas entonces quizá lo más inteligente sea esperar que se presenten.

¿Y tú siempre esperas que se presenten, papá?

Sí. Pero a veces puede que me olvide de estar ojo avizor.

Sentó al chico en el baúl bajo la lámpara de gasolina y con un peine de plástico y unas tijeras empezó a cortarle el pelo. Intentó hacer un buen trabajo y eso le llevó tiempo. Cuando hubo terminado retiró la toalla que cubría los hombros del chico y recogió del suelo los dorados cabellos y le limpió al chico la cara y los hombros con un paño húmedo y le puso un espejo delante para que se mirara.

Lo has hecho muy bien, papá.

Estupendo.

Me veo muy flaco.

Estás muy flaco.

Se cortó el pelo a sí mismo pero no le salió tan bien. Se recortó la barba con las tijeras mientras calentaba agua en un cazo y luego se afeitó con una maquinilla de plástico. El chico observaba. Cuando hubo terminado se miró en el espejo. Como si no tuviera mentón. Se volvió al chico. ¿Qué tal estoy? El chico ladeó la cabeza. No sé, dijo. ¿Crees que tendrás frío?

Montaron una cena suntuosa a la luz de unas velas. Jamón y judías verdes y puré de patata y bollos y salsa. Había encontrado cuatro botellas de whisky de tres cuartos todavía en las bolsas de papel con que habrían salido de la tienda y tomó un poco en un vaso mezclado con agua. Antes de terminárselo ya estaba mareado y no bebió más. De postre comieron melocotones y bollos con nata y después tomaron café. Tiró los platos de papel y los cubiertos de plástico a una bolsa de basura. Luego hicieron una partida de damas y después acostó al chico.

Por la noche lo despertó el golpeteo amortiguado de la lluvia en el colchón que tapaba la puerta del bunker. Pensó que debía de estar lloviendo mucho para haberlo oído. Se levantó cogiendo la linterna y subió los escalones y levantó la trampilla y peinó el patio con el haz de la linterna. El suelo estaba ya anegado y la lluvia se colaba dentro. Cerró la trampilla. Se había filtrado agua y goteaba escalera abajo pero le pareció que el bunker era bastante seguro en este sentido. Fue a mirar al chico. Estaba empapado de sudor y el hombre retiró una de las mantas y le abanicó la cara y luego apagó la estufa y se metió en cama.

Cuando volvió a despertar pensó que habría dejado de llover. Pero no era eso lo que le había despertado. En sueños había sido visitado por seres de una especie que desconocía por completo. No hablaban. Pensó que se habían agazapado junto al catre mientras él dormía y que luego se habían escabullido al despertarse él. Se volvió y miró al chico. Quizá comprendía por primera vez que para el chico él también era un extraterrestre. Un ser de un planeta que ya no existía y cuyas historias eran sospechosas. No podía inventar para gusto del chico el mundo que había perdido sin inventar también dicha pérdida y pensó que quizá el niño lo sabía mejor que él mismo. Trató de recordar el sueño pero no fue capaz. Solo quedaba de él una sensación. Pensó que esos seres quizá habían venido a ponerle sobre aviso. ¿De qué? De que él no podía avivar en el corazón del niño lo que en el suyo propio eran cenizas. Incluso ahora una parte de él deseaba no haber encontrado nunca este refugio. Una parte de él siempre deseaba que todo hubiera terminado.

Comprobó que la válvula de la bombona estuviera cerrada y giró el hornillo sobre el baúl y se puso a desmontarlo. Desenroscó el panel inferior y retiró la unidad de los quemadores y desconectó los dos quemadores con una pequeña llave perico. Vació el tarro de la quincalla y buscó un tornillo que ajustara en la junta y luego lo apretó. Empalmó la manguera de la bombona y sostuvo en la mano el quemador de azófar, pequeño y liviano. Lo dejó encima del baúl y llevó la chapa metálica a la basura y subió los escalones para ver qué tiempo hacía. El colchón que tapaba la trampilla estaba empapado de agua y le costó levantar la puerta. Se quedó de pie con la puerta apoyada en los hombros y miró hacia el exterior. Llovía ligeramente. Imposible saber la hora. Miró hacia la casa y luego hacia el campo lluvioso y finalmente bajó la puerta y descendió los escalones y se puso a preparar el desayuno.

Pasaron el día comiendo y durmiendo. Tenía planeado marcharse pero la lluvia justificaba de sobra esperar un poco. El carrito de supermercado estaba en el cobertizo. Era improbable que nadie pasara hoy por la carretera. Examinaron las provisiones y seleccionaron lo que se podían llevar, haciendo con ello un cubo en un rincón del refugio. El día fue breve, apenas día. Al anochecer la lluvia había cesado y abrieron la escotilla y empezaron a acarrear cajas y paquetes y bolsas de plástico por el suelo mojado hasta el cobertizo y fueron llenando el carrito. La entrada apenas iluminada del refugio parecía en la oscuridad del patio una tumba abierta en el día del juicio en un antiguo cuadro apocalíptico. Cuando el carrito estuvo lleno del todo ajustó encima del mismo una lona de plástico y sujetó los ojales al armazón de alambre con unos pulpos cortos y se quedaron contemplando su obra con la linterna. Pensó que debería haber cogido un juego de ruedas de repuesto de los otros carros pero ya era demasiado tarde. Debería haber conservado también el espejo de moto de su carrito viejo. Cenaron y durmieron hasta que amaneció y luego se bañaron otra vez con las esponjas y se lavaron el pelo con jofainas de agua caliente. Después de desayunar y ya de día se pusieron en camino, llevando mascarillas nuevas hechas con tela de sábana, el chico en cabeza con una escoba despejando el camino de palos y ramas y el hombre doblado sobre el asa del carrito vigilando la carretera que se perdía frente a ellos en la distancia.

El carrito pesaba demasiado para meterse con él en el bosque húmedo y pararon a mediodía en medio de la carretera y prepararon té caliente y comieron lo que quedaba de jamón enlatado con unas galletas saladas y mostaza y compota de manzana. Sentados espalda contra espalda y vigilando la carretera. ¿Tú sabes dónde estamos, papá?, dijo el chico.

Más o menos.

¿Más más o más menos?

Verás, creo que estamos a unos trescientos kilómetros de la costa. A vuelo de cuervo.

¿A vuelo de cuervo?

Es una manera de hablar. Quiero decir en línea recta.

¿Y llegaremos pronto?

No mucho. Bastante. Nosotros no vamos como los cuervos.

¿Porque los cuervos no han de seguir la carretera?

Por eso mismo.

Ellos van por donde quieren.

Sí.

¿Tú crees que puede haber cuervos en alguna parte?

No lo sé.

Pero ¿qué piensas?

Que es improbable.

¿Podrían volar hasta Marte o algo así?

No, no podrían.

¿Porque es demasiado lejos?

Sí.

Ni que quisieran.

Ni que quisieran.

Y si lo intentasen y se quedaran a medio camino o así y estuvieran demasiado cansados, ¿se caerían hacia abajo?

En realidad no podrían llegar a mitad de camino porque estarían en el espacio y como en el espacio no hay aire no podrían volar y además haría demasiado frío y morirían congelados.

Ah.

De todos modos ellos no sabrían dónde está Marte.

¿Nosotros sabemos dónde está?

Más o menos.

Si tuviéramos una nave espacial ¿podríamos ir a Marte?

Bueno, con una nave realmente buena y con gente que te ayudara supongo que se podría ir.

Y una vez allí ¿habría comida y esas cosas?

No. Allí no hay nada.

Ah.

Permanecieron mucho tiempo sentados encima de las mantas dobladas, vigilando los dos sentidos de la carretera. No hacía viento. Nada. Al cabo de un rato el chico dijo: Ya no hay cuervos. ¿Verdad que no?

No.

Solo en los libros.

Sí. Solo en los libros.

No pensaba que los hubiera.

¿Estás listo?

Sí.

Se levantaron y guardaron las tazas y el resto de las galletas. El hombre apiló las mantas en lo alto del carrito y aseguró la lona y luego miró al chico. ¿Qué?, dijo el chico.

Sé que pensabas que nos íbamos a morir.

Ya.

Pero no ha sido así.

No.

Vale.

¿Puedo hacerte una pregunta?

Claro.

Si fueras un cuervo ¿podrías volar tan alto como para ver el sol?

Sí que podrías.

Eso pensaba yo. Sería estupendo.

Desde luego. ¿Preparado?

Sí.

Se detuvo.

¿Y tu flauta?

La tiré.

¿La tiraste?

Sí.

Vale.

Vale.

En el crepúsculo largo y gris cruzaron un río y se detuvieron y desde la baranda de hormigón contemplaron el agua muerta pasar despacio por debajo. Esbozada sobre el palio de hollín corriente abajo el perfil de una ciudad quemada como un lienzo de papel negro. La vieron de nuevo al anochecer empujando el pesado carrito cuesta arriba y pararon a descansar y el hombre puso el carrito de costado para impedir que rodara hacia abajo. Tenían ya las mascarillas grises en la boca y los ojos ribeteados de negro. Se sentaron en las cenizas de la cuneta y miraron hacia el este donde la forma de la ciudad se oscurecía al caer la noche. No vieron ninguna luz.

¿Crees que hay alguien allí, papá?

No lo sé.

¿Cuándo podremos parar?

Ya hemos parado.

¿Aquí en la colina?

Podemos bajar el carrito hasta esas rocas y cubrirlo con ramas.

¿Es un buen sitio para parar?

Bueno, a la gente no le gusta parar en una colina. Y a nosotros no nos gusta que la gente pare.

Entonces es un buen sitio.

Eso creo.

Porque somos listos.

Bueno, no nos pasemos de listos.

Vale.

¿Preparado?

Sí.

El chico se levantó y cogió la escoba y se la puso al hombro. Miró a su padre. ¿Qué objetivos tenemos a largo plazo?, dijo.

¿Qué?

Que cuáles son nuestros objetivos a largo plazo.

¿Dónde has oído tú eso?

No lo sé.

No, dime.

Tú lo dijiste.

¿Cuándo?

Hace mucho.

¿Y qué te respondí?

No sé.

Ya. Pues yo tampoco. Vamos. Está anocheciendo.

Al día siguiente cuando estaban doblando un recodo de la carretera el chico se detuvo y puso su mano sobre el carro. Papá, susurró. El hombre levantó la vista. Una silueta pequeña a lo lejos en la carretera, doblada y arrastrando los pies.

Se quedó apoyado en el asa del carrito. Vaya, dijo. ¿Quién será?

¿Qué tendríamos que hacer, papá?

Podría tratarse de un señuelo.

¿Qué vamos a hacer?

Sigamos andando. Así veremos si se da la vuelta.

Vale.

El viajero no estaba como para mirar atrás. Lo siguieron durante un rato y luego lo alcanzaron. Era un viejo, menudo y encorvado. Llevaba a la espalda un viejo morral militar con una colchoneta atada encima y tanteaba el suelo con un palo descortezado a guisa de bastón. Cuando los vio se desvió hacia un lado de la carretera y se quedó cautelosamente allí de pie. Llevaba una toalla mugrienta atada bajo la mandíbula como si tuviera dolor de muelas e incluso para lo normal en este nuevo mundo olía que apestaba.

No tengo nada, dijo. Podéis mirar si queréis.

No somos ladrones.

Inclinó una oreja al frente. ¿Qué?, dijo en voz alta.

Que no somos ladrones.

¿Qué sois?

Ellos no tenían manera de responder. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y aguardó. No llevaba zapatos y sus pies estaban mal envueltos en harapos y cartón atados con bramante verde y por los rasgones y los agujeros asomaban una serie de capas de tela cochambrosa. De golpe y porrazo pareció menguar todavía más. Apoyándose en el bastón se sentó entre las cenizas de la carretera con una mano en lo alto de la cabeza. Parecía recién caído de la carreta de un trapero. Se acercaron a él y se lo quedaron mirando. Señor, dijo el hombre. ¿Señor?

El chico se acuclilló y le puso una mano en el hombro. Tiene miedo, papá. Este hombre tiene miedo.

Miró en ambas direcciones de la carretera. Si esto es una emboscada el primero que caerá es él, dijo.

Solo está asustado, papá.

Dile que no le haremos daño.

El viejo meneó la cabeza de lado a lado, los dedos remetidos en el pelo asqueroso. El chico levantó la vista hacia su padre.

Quizá cree que no somos de verdad.

¿Qué cree que somos, entonces?

No lo sé.

No podemos quedarnos aquí. Vamos.

Está asustado, papá.

Es mejor que no le toques.

Podríamos darle algo de comer.

Se quedó mirando carretera abajo. Maldita sea, masculló. Miró al viejo. Quizá se convertía en un dios y ellos en árboles. Está bien, dijo.

Desató la lona y la dobló sin quitarla del todo y se puso a hurgar entre las latas de comida y eligió una de macedonia y la abrió con el abrelatas que llevaba en el bolsillo y retiró la tapa hacia atrás y se acercó a ellos y se puso en cuclillas y le pasó la lata al chico.

¿Y la cuchara?

Que se apañe sin cuchara.

El chico cogió la lata y se la pasó al viejo. Tome, susurró.

El viejo alzó los ojos y miró al chico. El chico le indicó que cogiera la lata. Parecía alguien tratando de dar de comer a un buitre tirado en la carretera. No le pasará nada, dijo.

El viejo bajó la mano que tenía sobre la cabeza. Parpadeó. Ojos azul gris medio sepultados en las finas arrugas fuliginosas de su piel.

Cójala, dijo el chico.

Alargó una de sus manos como garras y la cogió y la sostuvo a la altura del pecho.

Coma, dijo el chico. Está rico. Hizo gestos de llevarse la lata a la boca. El viejo se la quedó mirando. Luego asió mejor la lata y se la acercó a la nariz y olió. Finalmente la inclinó para beber. El jugo resbaló por su barba mugrienta. Bajó la lata masticando con dificultad. Sacudió la cabeza al tragar. Mira, papá, susurró el chico.

Ya veo, dijo el hombre.

El chico se volvió para mirarlo.

Sé cuál es la pregunta, dijo el hombre. La respuesta es no.

¿Cuál es la pregunta?

Si podemos llevarlo con nosotros. No podemos.

Ya lo sé.

Lo sabes.

Sí.

Muy bien.

¿Podemos darle algo más?

Veamos qué tal le va con eso.

Lo vieron comer. Cuando hubo terminado se quedó con la lata vacía en la mano y mirando en su interior como si pudiera aparecer algo más.

¿Qué quieres darle?

¿Tú qué crees que le podríamos dar?

Yo no creo que haya que darle nada. ¿Qué quieres darle tú?

Podríamos cocinar algo en el hornillo. Podría comer con nosotros.

Hablas de parar aquí. A pasar la noche.

Sí.

Miró al viejo y luego miró la carretera. De acuerdo, dijo. Pero mañana seguimos nuestro camino.

El chico no respondió.

No vas a sacar nada mejor.

Vale.

Vale significa vale. No que mañana sigamos negociando.

¿Qué es negociar?

Quiere decir hablarlo un poco más y llegar a otro acuerdo. No habrá otro acuerdo. Esto es lo que hay.

Vale.

Vale.

Ayudaron al viejo a levantarse y le dieron su bastón. Pesaba poco más de cuarenta kilos. Se quedó allí mirando indeciso a su alrededor. El hombre le cogió la lata y la lanzó al bosque. El viejo intentó pasarle el bastón pero él se lo apartó. ¿Desde cuándo no comía?, dijo.

No lo sé.

No se acuerda.

Acabo de comer.

¿Quiere comer con nosotros?

No sé.

¿No sabe?

¿Comer qué?

Un poco de estofado. Con galletas saladas. Y café.

¿Qué tengo que hacer?

Decirnos adónde se ha ido el mundo.

¿Cómo?

No tiene que hacer nada. ¿Puede andar bien?

Puedo andar.

Miró al chico. ¿Eres un niño?, dijo.

El chico miró a su padre.

¿Qué le parece que es?, dijo su padre.

No lo sé. No veo muy bien.

¿Me ve a mí?

Sé que ahí hay alguien.

Bien. Tenemos que ponernos en marcha. Miró al chico. No le cojas la mano, dijo.

Es que no ve.

No le cojas la mano. En marcha.

¿Adónde vamos?, dijo el viejo.

Vamos a comer.

Asintió con la cabeza y alargó el brazo del bastón y tanteó la carretera.

¿Cuántos años tiene?

Noventa.

No es verdad.

Bueno.

¿Es eso lo que le dice a la gente?

¿A qué gente?

A quien sea.

Sí. Supongo.

¿Para que no le hagan daño?

Sí.

¿Y funciona?

No.

¿Qué lleva en el morral?

Nada. Puede mirar.

Ya sé que puedo. ¿Qué hay dentro?

Nada. Cosas.

Nada comestible.

No.

¿Cómo se llama?

Ely.

Ely qué más.

¿Qué pasa con Ely?

Nada. Vamos.

Vivaquearon en el bosque demasiado cerca de la carretera para su gusto. Tuvo que arrastrar el carrito mientras el chico lo guiaba desde atrás y encendieron fuego para que el viejo se calentara aunque eso tampoco le gustó demasiado. Comieron y el viejo se quedó allí sentado envuelto en su solitaria colcha y asiendo la cuchara como un niño. Solo tenían dos tazas y se bebió el café en el mismo tazón que había usado para comer, los pulgares montados sobre el borde. Sentado como un buda famélico y roñoso, la mirada fija en las brasas.

No puede venir con nosotros, ¿sabe?, dijo el hombre.

El viejo asintió.

¿Cuánto tiempo ha estado en la carretera?

Siempre estuve en la carretera. No te puedes quedar en un solo sitio.

¿Y cómo vive?

Voy tirando. Sabía que esto iba a pasar.

¿Sabía que iba a pasar?

Sí. Esto o algo parecido. Siempre creí en ello.

¿Intentó prepararse?

No. ¿Qué se podía hacer?

No lo sé.

La gente siempre se afanaba para el día de mañana. Yo no creía en eso. Al mañana le traía sin cuidado. Ni siquiera sabía que la gente estaba ahí.

Imagino que no.

Aunque supieras qué hacer luego no sabrías qué hacer. No sabrías si querías hacerlo o no. ¿Y si no quedaba nadie más que tú? ¿Y si te hacías eso a ti mismo?

¿Usted desearía morir?

No. Pero quizá desearía haber muerto entonces. Cuando estás vivo siempre tienes la muerte ahí delante.

O quizá desearía no haber nacido nunca.

Bueno. Un mendigo no puede elegir.

Piensa que eso sería pedir demasiado.

Lo hecho hecho está. Además, es estúpido pedir lujos en tiempos como estos.

Tiene razón.

Nadie quiere estar aquí y nadie quiere marcharse. Levantó la cabeza y miró al chico que estaba al otro lado del fuego. Luego miró al hombre. A la luz de la lumbre el hombre vio que sus ojillos le observaban. Sabe Dios qué vieron aquellos ojos. Se levantó para echar más leña al fuego y apartó los rescoldos de las hojas secas. Las chispas ascendieron en roja sacudida y murieron más arriba en la negrura. El viejo apuró su café y dejó el tazón delante de él y se inclinó con las palmas de las manos hacia el calor. El hombre le observó. ¿Cómo lo sabría si fuese el último hombre sobre la Tierra?, dijo.

No creo que pudiera saberlo. Lo sería y ya está.

Nadie lo sabría.

Eso no tendría ninguna importancia. Cuando mueres es como si todo el mundo se muriera también.

Supongo que Dios sí lo sabría, ¿no?

Dios no existe.

¿No?

Dios no existe y nosotros somos sus profetas.

No comprendo cómo sigue usted con vida. ¿Cómo se alimenta?

No lo sé.

¿Que no lo sabe?

La gente te da cosas.

La gente le da cosas.

Sí.

Para comer.

Sí. Para comer.

No es verdad.

Vosotros lo habéis hecho.

Yo no. Ha sido el chico.

Hay otras personas en la carretera. No sois los únicos.

¿Está solo?

El hombre le miró con cautela. ¿A qué se refiere?, dijo.

¿Hay otras personas con usted?

¿Qué personas?

Las que sean.

No hay nadie más. ¿De qué me habla?

Hablo de usted. De lo que podría estar tramando.

El viejo no respondió.

Me figuro que quiere seguir con nosotros.

Seguir.

Sí.

No me vais a llevar con vosotros.

Usted no quiere ir.

Ni siquiera habría venido hasta aquí pero estaba hambriento.

La gente que le daba comida, ¿dónde está?

No hay tal gente. Me lo he inventado.

¿Qué más se ha inventado?

Estoy en la carretera igual que vosotros. No hay diferencia.

¿De verdad se llama Ely?

No.

No quiere decir cómo se llama.

No. No quiero.

¿Por qué?

Porque no me fío de lo que pueda hacer con eso. No quiero que nadie hable de mí. Que diga dónde estuve o lo que dije cuando estaba allí. Sí, podría hablar de mí quizá, pero nadie podría decir que era yo. Podría ser cualquiera. Yo creo que en tiempos como estos cuanto menos se diga mejor. Si hubiera pasado algo y nosotros fuéramos los supervivientes y nos encontráramos en la carretera entonces tendríamos algo de que hablar. Pero no lo somos. Así que no tenemos.

Puede que no.

Pero no quiere decirlo delante del chico.

¿No es un señuelo para una pandilla de bandidos?

Yo no soy nada. Si quiere que me marche me iré. Puedo encontrar la carretera.

No hace falta que se marche.

No había visto un fuego en mucho tiempo, eso es todo. Vivo como un animal. Ni le cuento las cosas que he llegado a comer. Cuando vi al chico creí que me había muerto.

¿Pensó que era un ángel?

No sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver un niño. No sabía qué iba a pasar.

¿Y si le dijera que es un dios?

El viejo sacudió la cabeza. Yo ya he superado todo eso. Hace muchos años. Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea verdad. Las cosas mejorarán cuando todo el mundo haya desaparecido.

¿Desaparecerán todos?

Seguro que sí.

¿Mejor para quién?

Para todos.

Todos.

Claro. Así estaremos mejor. Podremos respirar más libremente.

Eso no vendría mal.

Desde luego. Cuando todos hayamos desaparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y nadie a quien hacérselo. Dirá la muerte: ¿Adónde se han ido todos? Y así es como será. ¿Qué hay de malo?

Por la mañana en la carretera él y el chico discutieron sobre qué darle al viejo. Al final no obtuvo gran cosa. Unas latas de verduras y de fruta. Finalmente el chico fue hasta al borde de la calzada y se sentó en las cenizas. El viejo metió las latas en su mochila y apretó las correas. Debería darle las gracias al chico, ¿sabe?, dijo el hombre. Yo no le habría dado nada.

Quizá debería y quizá no.

¿Por qué no?

Yo no le hubiera dado nada mío.

¿No le importa que eso hiera sus sentimientos?

¿Herirá sus sentimientos?

No. No es por eso por lo que lo ha hecho.

¿Por qué lo ha hecho?

Miró hacia donde estaba el chico y luego miró al viejo. No lo entendería, dijo. Yo mismo no estoy seguro de entenderlo.

Quizá el chico cree en Dios.

No sé en qué cree.

Lo superará.

No. No lo superará.

El viejo no respondió. Echó un vistazo al día.

Tampoco nos deseará suerte, ¿verdad?, dijo el hombre.

No sé qué significado tendría eso. Qué pinta tendría la suerte. ¿Quién podría saber una cosa así?

Siguieron todos su camino. Cuando miró atrás el viejo había echado a andar, tanteando el camino con su bastón, menguando lentamente en la carretera como un vendedor ambulante de tiempos remotos, oscuro y encorvado y fino como una araña para esfumarse pronto para siempre. El chico no volvió la vista atrás en ningún momento.

A primera hora de la tarde extendieron la lona en la carretera y se sentaron a comer un almuerzo frío. El hombre le observó. ¿Hablas?, dijo.

Sí.

Pero no estás contento.

Estoy bien.

Cuando nos quedemos sin comida tendrás más tiempo para pensar en ello.

El chico no dijo nada. Siguieron comiendo. Miró hacia la carretera. Al cabo de un rato dijo: Ya. Pero no lo recordaré igual que lo recuerdas tú.

Es probable.

No he dicho que no tuvieras razón.

Aunque lo pensaras.

No pasa nada.

Ya, dijo el hombre. Bueno. En la carretera no abundan las buenas noticias. En tiempos como estos…

No deberías burlarte de él.

De acuerdo.

Se va a morir.

Lo sé.

¿Podemos irnos ahora?

Sí, dijo el hombre. Podemos.

Se despertó tosiendo por la noche en la fría oscuridad y tosió hasta sentir el pecho en carne viva. Se inclinó hacia la lumbre y sopló en los rescoldos y puso más leña y se levantó y se alejó del campamento hasta donde alcanzaba la luz. Arrodillado en las hojas y la ceniza secas con la manta sobre los hombros al cabo de un rato la tos empezó a amainar. Pensó en el viejo solo en alguna parte. Miró hacia el campamento a través de la negra empalizada de los árboles. Confiaba en que el chico se hubiera vuelto a dormir. Permaneció arrodillado respirando como un asmático, la manos en las rodillas. Me voy a morir, dijo. Dime cómo tengo que hacerlo.

Al día siguiente caminaron casi hasta que se hizo de noche. No encontraba un sitio seguro donde encender fuego. Al sacar la bombona del carrito le pareció que pesaba poco. Se sentó y giró la válvula pero la válvula ya estaba abierta. Giró el pequeño mando del quemador. Nada. Pegó la oreja y escuchó. Probó de nuevo las dos válvulas y sus combinaciones. La bombona estaba vacía. Se quedó en cuclillas con las manos juntas contra la frente, cerrados los ojos. Al rato levantó la cabeza y se quedó allí contemplando sin más el frío bosque que se oscurecía.

Cenaron torta de maíz y alubias y frankfurts de una lata, todo frío. El chico le preguntó cómo era que la bombona se había vaciado tan pronto pero él dijo que esas cosas pasaban.

Dijiste que duraría varias semanas.

Ya.

Pero solo ha durado unos días.

Me equivoqué.

Comieron en silencio. Al cabo de un rato el chico dijo: Me olvidé yo de cerrar la válvula, ¿no?

No es culpa tuya. Debería haberlo comprobado.

El chico dejó su plato encima de la lona y apartó la vista.

No es culpa tuya. Hay que cerrar las dos válvulas. Las roscas tenían que haber estado selladas con teflón para que no perdiera gas y yo no lo hice. La culpa es mía. Por no decirte nada.

De todas formas no teníamos teflón, ¿verdad?

No es culpa tuya.

Siguieron avanzando a marchas forzadas, esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. Cubiertos con las mantas contra el frío y echando un aliento humoso, abriéndose paso por los negros y sedosos montones de nieve. Estaban atravesando la amplia llanura costera donde los vientos seculares los empujaban entre aullantes nubes de ceniza a buscar refugio donde pudieran. En casas o graneros o metidos en una zanja al borde de la carretera con las mantas por encima de la cabeza y el cielo a mediodía negro como las bodegas del infierno. Abrazó al chico contra su pecho, helado hasta los huesos. No te desanimes, dijo. Saldremos de esta.

Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos. En los campos casas de labor con la pintura agrietada y las tablas de las paredes ahuecadas y sueltas de sus tachuelas. Todo ello desprovisto de sombras y de características. La carretera descendía a través de una selva de kudzú muerto. Una ciénaga donde las cañas yacían muertas sobre el agua. Más allá de la linde de los campos la mustia bruma flotaba por igual sobre tierra y cielo. A media tarde había empezado a nevar y siguieron caminando con la lona encima de ellos y la nieve mojada siseando en el plástico.

Dormía poco desde hacía semanas. Cuando se despertó por la mañana el chico no estaba y se incorporó empuñando la pistola y luego se puso de pie y le buscó pero el chico no estaba a la vista. Se calzó los zapatos y caminó hasta el borde de los árboles. Por el este un sombrío amanecer. El sol extraño iniciando su fría trayectoria. Vio que el chico venía corriendo por los campos. Papá, llamó. Hay un tren en el bosque.

¿Un tren?

Sí.

¿Un tren de verdad?

Sí. Vamos.

No habrás ido hasta allí, ¿verdad?

No. Solo un trocito. Vamos.

¿No hay nadie?

No. Creo que no. Venía a buscarte.

¿Lleva máquina?

Sí. Una diesel muy grande.

Atravesaron el campo y penetraron en el bosque que había al otro lado. La vía bajaba de la región por una pendiente peraltada y cruzaba el bosque. La locomotora era una diesel eléctrica y tenía detrás ocho vagones de pasajeros de acero inoxidable. Agarró al chico de la mano. Sentémonos aquí a vigilar, dijo.

Se sentaron en el terraplén y esperaron. No se movía nada. Le pasó la pistola al chico. Quédatela tú, papá, dijo el chico.

No. Ese no era el trato. Toma.

Cogió la pistola y se quedó sentado con ella en el regazo y el hombre enfiló el sendero y se quedó de pie mirando el tren. Después cruzó la vía y estudió los vagones desde el otro lado. Cuando hubo llegado al final y emergió por detrás del último vagón hizo señas al chico y el chico se levantó y se metió la pistola en el cinturón.

Todo estaba cubierto de ceniza. Los pasillos llenos de papeles. Sobre los asientos maletas abiertas que habían sido bajadas de los portaequipajes y desvalijadas hacía tiempo. En el coche salón encontró unos platos de papel y sopló para quitarles el polvo y se los guardó en la parka y eso fue todo.

¿Cómo llegó hasta aquí, papá?

No lo sé. Imagino que alguien lo llevaba hacia el sur. Un grupo de personas. Seguramente se quedaron sin combustible.

¿Y hace mucho tiempo que está aquí?

Sí, eso creo. Bastante tiempo.

Miraron en el último de los vagones y luego siguieron la vía hasta la locomotora y se subieron a la pasarela. Herrumbre y pintura descamada. Entraron en la cabina y el hombre sopló la ceniza que tapizaba el asiento del maquinista y puso al chico a los mandos. Los mandos eran muy sencillos. Poca cosa aparte de empujar hacia delante la manija de admisión. Hizo ruidos de tren y de sirena diesel pero no estaba seguro de qué podían significar para el chico esos ruidos. Pasado un rato se quedaron sin más frente al parabrisas cubierto de cieno mirando hacia donde la vía torcía para perderse en la fosca. Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás.

¿Podemos irnos, papá?

Sí. Claro que podemos.

Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blando talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.

Mucho antes de llegar a la costa sus provisiones estaban ya casi agotadas. La región había quedado arrasada hacía años y no hallaron nada en las casas y edificios lindantes con la carretera. Encontró un listín telefónico en una estación de servicio y anotó el nombre de la población a lápiz en el mapa. Se sentaron en el bordillo frente al edificio y comieron galletas saladas y buscaron la población pero no pudieron encontrarla. Volvió a buscar en las páginas sueltas. Finalmente se lo mostró al chico. Estaban unos ochenta kilómetros al oeste de donde él había creído. Dibujó figuras como palos en el mapa. Estos somos nosotros, dijo. El chico trazó la ruta hasta el mar con el dedo. ¿Cuánto tardaremos en llegar ahí?, dijo. Dos semanas. Quizá tres.

¿Es azul?

¿El mar? No lo sé. Antes lo era.

El chico asintió con la cabeza y se quedó mirando el mapa. El hombre le observó. Creía saber de qué se trataba. Él había mirado mapas de niño, poniendo el dedo sobre el pueblo donde vivía. Igual que buscaba el apellido de su familia en el listín de teléfonos. Ellos entre muchos otros, cada cosa en su sitio. Justificados en el mundo. Vamos, dijo. Deberíamos irnos.

A media tarde empezó a llover. Dejaron la carretera y tomaron un camino de tierra a través de un campo y pernoctaron en un cobertizo. El cobertizo tenía suelo de cemento y al fondo había unos bidones metálicos vacíos. Atrancó la puerta con los bidones y encendió lumbre en el suelo e improvisó camas con unas cajas de cartón aplastadas. La lluvia tamborileó toda la noche sobre el tejado metálico. Cuando se despertó el fuego se había extinguido y hacía mucho frío. El chico estaba incorporado, cubierto con su manta.

¿Qué ocurre?

Nada. He tenido una pesadilla.

¿Qué era lo que soñabas?

Nada.

¿Estás bien?

No.

Lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Tranquilo, dijo.

Estaba llorando. Pero tú no te despertabas.

Lo siento. Es que estoy muy cansado.

Quiero decir en el sueño.

Cuando despertó ya de mañana había dejado de llover. Escuchó el calmoso gotear del agua. Cambió de postura sobre el duro suelo y miró hacia el campo gris a través de los listones.

El chico todavía dormía. El agua había formado charcos en el suelo. Pequeñas burbujas aparecían y patinaban y se extinguían. En un pueblo de las tierras bajas habían dormido en un sitio parecido y escuchado la lluvia. Había allí un anticuado drug-store con un mostrador de mármol negro y taburetes cromados con los gastados asientos de plástico remendados con cinta aislante. La farmacia había sido saqueada pero la tienda en sí estaba curiosamente intacta. En los estantes había material electrónico que nadie había tocado. Se quedó de pie examinando el lugar. Cosas varias. Artículos de mercería. ¿Qué es esto? Cogió al chico de la mano y se lo llevó afuera pero el chico ya lo había visto. Una cabeza humana cubierta por una campana de vidrio al extremo del mostrador. Disecada. Con una gorra de béisbol. Ojos resecos vueltos tristemente hacia dentro. ¿Había soñado esto? No. Se levantó y se puso de rodillas para soplar en los rescoldos y sacó las puntas de tabla quemadas y consiguió avivar el fuego otra vez.

Hay más, de los buenos. Tú lo dijiste.

Sí.

¿Y dónde están?

Escondidos.

¿De qué se esconden?

Unos de otros.

¿Son muchos?

No lo sabemos.

Pero algunos hay.

Sí. Algunos.

¿Es verdad eso?

Sí. Es verdad.

Pero podría no serlo.

Yo creo que lo es.

Vale.

No me crees.

Sí te creo.

Vale.

Yo siempre te creo.

Me parece que no.

Claro que sí. Tengo que creerte.

Regresaron caminando por el barro a la carretera principal. En el aire olor a tierra y a ceniza mojada. Agua oscura en las cunetas. Saliendo de una alcantarilla de hierro a un charco. En un jardín ciervos de plástico. Al atardecer del día siguiente llegaron a un pueblo donde tres hombres salieron de detrás de un camión y se plantaron en mitad de la calle. Chupados, vestidos con harapos. Empuñando trozos de tubería. ¿Qué lleváis en la cesta? Los apuntó con el revólver. Se quedaron quietos. El chico agarrado a su chaqueta. Nadie decía nada. Echó a andar empujando el carrito y los hombres se apartaron. Hizo que el chico se encargara del carrito y caminó de espaldas sin dejar de apuntarles. Trataba de parecer un nómada asesino cualquiera pero el corazón le latía con violencia y supo que iba a ponerse a toser. Ellos volvieron poco a poco a la calle y se quedaron mirando. Se guardó la pistola por dentro del cinturón y dio media vuelta y cogió el carrito. Al final de la cuesta cuando se volvió para mirar los hombres estaban allí parados todavía. Le dijo al chico que empujara el carro y él se metió por un jardín desde donde poder ver calle abajo pero ya no estaban. El chico tenía mucho miedo. Puso la pistola encima de la lona y cogió el carrito y siguieron adelante.

Se ocultaron en un campo hasta que oscureció pero no pasó nadie por la carretera. Hacía mucho frío. Cuando ya era casi de noche cogieron el carrito y salieron de nuevo a la carretera y sacó las mantas y se envolvieron en ellas y siguieron adelante. Tanteando el pavimento con los pies. Una de las ruedas del carrito había empezado a chirriar periódicamente pero no se podía hacer nada. Se esforzaron varias horas más y luego atravesaron a trancas y barrancas el matorral al borde del camino y se acostaron tiritando y extenuados en el frío suelo y durmieron hasta que se hizo de día. Cuando despertó el hombre estaba enfermo.

Tenía calentura y se escondieron en el bosque como fugitivos. No había dónde encender fuego. Ningún sitio seguro. El chico permanecía sentado en la hojarasca observándole. Al borde del llanto. ¿Te vas a morir, papá?, dijo. ¿Te vas a morir?

No. Solo he caído enfermo.

Estoy muy asustado.

Lo sé. No te preocupes. Me pondré bien. Ya lo verás.

Sus sueños se animaron. El mundo olvidado reapareció. Parientes fallecidos hacía mucho tiempo irrumpían en sus sueños y le lanzaban chocantes miradas de soslayo. Ninguno decía nada. Pensó en su vida. Hacía tanto tiempo… Un día gris en una ciudad extranjera mirando la calle asomado a una ventana. A su espalda sobre una mesa de madera ardía una lámpara pequeña. En la mesa libros y papeles. Había empezado a llover y en la esquina un gato daba media vuelta y cruzaba la acera y se instalaba bajo el toldo de la cafetería. Había allí una mujer sentada a una mesa, la cabeza entre las manos. Años después había estado en las ruinas calcinadas de una biblioteca donde los libros yacían renegridos en charcos de agua. Los estantes volcados. Rabia contra las mentiras dispuestas en millares de hileras sucesivas. Cogió uno de los libros y pasó las páginas tan hinchadas. Él no hubiera dado valor a la más mínima cosa basada en un mundo futuro. Le sorprendió. Que el espacio que dichas cosas ocupaban fuera en sí mismo una expectativa. Dejó caer el libro y echó un último vistazo alrededor y salió a la fría luz gris.

Tres días. Cuatro. Dormía mal. La tos lo despertaba. El aire entrando áspero en sus pulmones. Lo siento, dijo a la implacable oscuridad. No pasa nada, dijo el chico.

Consiguió encender la pequeña lámpara de petróleo y la dejó apoyada en una roca y se levantó y caminó arrastrando los pies por la hojarasca arropado en las mantas. El chico le dijo en susurros que no se marchara. Solo hasta ahí mismo, dijo él. No voy lejos. Te oiré si me llamas. Si la lámpara se apagaba no podría encontrar el camino de vuelta. Se sentó en la hojarasca al llegar a lo alto de la loma y escrutó la negrura. Nada que ver. Sin viento. Antiguamente cuando daba un paseo así y se sentaba a contemplar el campo apenas visible como ahora allí donde la luna perdida surcaba la tierra cauterizada, a veces veía una luz. Tenue y sin forma definida en las tinieblas. Al otro lado de un río o metida en los ennegrecidos cuadrantes de una ciudad quemada. A veces por la mañana volvía con unos prismáticos y buscaba alguna señal de humo en la campiña pero nunca vio ninguna.

En el lindero de un campo en invierno entre hombres rudos. La edad del chico ahora. O un poco mayor. Observando cómo abrían el rocoso suelo de la ladera con pico y azadón y exhumaban toda una papilla de serpientes, quizá un centenar. Reunidas allí para darse calor unas a otras. Aquellos tubos pálidos empezando a moverse perezosamente a la fría y dura luz. Como intestinos de alguna bestia enorme expuestos al día. Los hombres les echaron gasolina encima y las quemaron vivas, no teniendo ningún remedio para el mal sino solo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían. Las serpientes inmoladas se retorcían horriblemente y algunas cruzaban el suelo de la gruta iluminando con sus cuerpos en llamas los lugares más recónditos. Dado que eran mudas no hubo gritos de dolor y los hombres en un silencio similar las vieron arder y contorsionarse y volverse negras y en silencio se dispersaron en el crepúsculo invernal cada cual con sus pensamientos camino de la casa y la cena respectivas.

Una noche el chico despertó de un sueño y no quiso decirle qué había soñado.

No tienes por qué contármelo, dijo el hombre. No pasa nada.

Estoy asustado.

No pasa nada.

Sí que pasa.

Es solo un sueño.

Estoy muy asustado.

Ya lo sé.

El chico se dio la vuelta. El hombre lo abrazó. Escúchame, dijo.

Qué.

Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré.

Cuando partieron de nuevo él estaba muy débil y pese a todos sus discursos se sentía más desanimado de lo que se había sentido en muchos años. Nauseabundo de diarrea, apoyándose en el asa del carrito de supermercado. Miró al chico con los ojos hundidos en su rostro macilento. Una nueva distancia entre los dos. Lo percibía. Al cabo de dos días llegaron a una región donde las tormentas de fuego habían dejado a su paso kilómetros y kilómetros de tierra quemada. En la calzada una costra de ceniza de varios centímetros de espesor y difícil avanzar con el carro. Debajo el asfalto se había abombado con el calor y vuelto a posarse otra vez. Se apoyó en el asa y miró la larga recta que se perdía en la distancia. Los árboles delgados. Los ríos un cieno gris. La tierra como un espantapájaros renegrido.

Pasado un cruce de caminos en aquel yermo empezaron a encontrar posesiones que los viajeros habían abandonado años atrás en la carretera. Cajas y bolsas. Todo derretido y negro. Viejas maletas de plástico retorcidas y deformes por el calor. Aquí y allá el hueco grabado de cosas arrancadas del alquitrán por los carroñeros. Como un kilómetro más adelante empezaron a ver los muertos. Figuras medio atascadas en el asfalto, agarradas a sí mismas, las bocas aullantes. Puso una mano en el hombro del chico. Cógeme la mano, dijo. No creo que debas ver esto.

¿Porque lo que se te mete en la cabeza es para siempre?

Sí.

No pasa nada, papá.

¿No pasa nada?

Ya los tengo metidos.

No quiero que mires.

Seguirán estando ahí.

Se detuvo y se acodó en el carrito. Miró carretera abajo y miró al chico. Tan extrañamente despreocupado.

¿Y si seguimos?, dijo el chico.

Bueno. De acuerdo.

Parece que intentaban huir, ¿verdad, papá?

Sí. Eso parece.

¿Por qué no se apartaban de la carretera?

No podían. Todo estaba en llamas.

Avanzaron sorteando las formas momificadas. La piel negra tirante sobre los huesos y los rostros rajados y encogidos en sus cráneos. Como víctimas de un espeluznante proceso de succión. Pasando en silencio por aquel silencioso pasadizo entre la ceniza amontonada y eternamente condenados a seguir el frío coágulo de la carretera.

Pasaron por lo que había sido el emplazamiento de un villorrio pegado a la carretera y ahora reducido a cenizas. Unos contenedores metálicos, unos cuantos humeros de ladrillo negro todavía en pie. Había en las zanjas como charcas de cristal fundido y los cables pelados de la electricidad yacían en herrumbrosas madejas paralelas a la calzada durante kilómetros. A todo esto él no dejaba de toser. Vio que el chico le observaba. Era en él en quien pensaba el chico. Y por qué no.

Sentados en la carretera comieron restos de pan rápido duro como una galleta dura y la última lata de atún. Luego abrió una lata de ciruelas y se la fueron pasando. El chico apuró el jugo que quedaba y se quedó con la lata en el regazo y la rebañó con el dedo índice y se llevó el dedo a la boca.

No te vayas a cortar, dijo el hombre.

Siempre dices eso.

Ya lo sé.

Le vio lamer la tapa. Con mucho cuidado. Como un gato lamiendo su reflejo en un cristal. Deja de mirarme, dijo.

Vale.

Puso la lata frente a él en la calzada. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa?

Nada.

Dímelo.

Creo que nos sigue alguien.

Es lo que yo pensaba.

¿Lo que tú pensabas?

Sí. Es lo que pensaba que ibas a decir. ¿Qué quieres que hagamos?

No sé.

¿Qué opinas?

Marchémonos. Deberíamos esconder la basura.

Porque si no pensarán que tenemos mucha comida.

Así es.

Y querrán matarnos.

No nos matarán.

Pero podrían intentarlo.

Estamos a salvo.

Ya.

Creo que deberíamos escondernos en la maleza y esperar que pasen. Ver quiénes son.

Y cuántos.

Y cuántos. Sí.

Vale.

Si conseguimos cruzar el arroyo quizá podríamos subirnos a esos riscos de allá y vigilar la carretera.

Vale.

Buscaremos un sitio.

Se pusieron de pie y apilaron las mantas en el carrito. Coge la lata, dijo el hombre.

El largo crepúsculo tocaba casi a su fin cuando la carretera cruzó el arroyo. Pasaron por el puente y empujaron el carrito hacia el bosque buscando un lugar para dejarlo donde no se viera. Luego se quedaron mirando la carretera en el ocaso.

¿Y si lo metemos debajo del puente?, dijo el chico.

¿Y si resulta que bajan a por agua?

¿A qué distancia crees que están?

No lo sé.

Se está haciendo de noche.

Ya.

¿Y si pasan cuando sea de noche?

Vamos a buscar un sitio donde podamos vigilar. Todavía no es de noche.

Escondieron el carrito y subieron la cuesta entre las rocas cargados con las mantas y se ocultaron en un sitio desde donde podían ver algo más de medio kilómetro de carretera entre los árboles. Estaban al abrigo del viento y se envolvieron en las mantas y se turnaron para vigilar pero al cabo de un rato el chico se quedó dormido. Él mismo estaba a punto de dormirse cuando vio aparecer una silueta en el cambio de rasante y quedarse allí de pie. Pronto aparecieron dos más. Luego una cuarta. Se agruparon. Después echaron a andar. Apenas podía distinguirlos en la casi completa oscuridad. Pensó que se detendrían pronto y deseó haber buscado un sitio más alejado de la carretera. Si se detenían en el puente iba a ser una noche larga y fría. Bajaron por la carretera y cruzaron el puente. Tres hombres y una mujer. La mujer tenía andares de pato y al aproximarse pudo ver que estaba embarazada. Los hombres llevaban mochilas a la espalda y la mujer una pequeña maleta de tela. Todos ellos con un aspecto lastimoso más allá de toda descripción. El aliento les humeaba ligeramente. Después de cruzar el puente siguieron carretera abajo y se perdieron uno a uno en la expectante oscuridad.

La noche en todo caso fue larga. Cuando hubo clareado lo suficiente se puso los zapatos y se levantó envolviéndose con una de las mantas y salió del escondite y se quedó mirando la carretera. El bosque desnudo color de hierro y al fondo los campos. Las formas onduladas de viejos surcos de grada todavía ligeramente visibles. Algodón tal vez. El chico estaba dormido y él bajó hasta el carrito y cogió el mapa y la botella de agua y una lata de fruta de sus magras provisiones y regresó y se sentó en las mantas a mirar el mapa.

Siempre crees que hemos caminado más trecho del que hemos caminado.

Movió el dedo. Entonces aquí.

Más.

Aquí.

Vale.

Volvió a doblar las páginas tiesas y medio podridas. Vale, dijo.

Se quedaron mirando la carretera entre los árboles.

¿Crees que tus padres están observando? ¿Que te pondrán en su libro mayor? ¿Con relación a qué? No hay libro ninguno y tus padres están muertos y enterrados.

La comarca pasaba de pino a roble perenne y otra vez a pino. Magnolias. Los árboles tan muertos como otros cualesquiera. Cogió una de las pesadas hojas y la estrujó hasta convertirla en polvo y dejó caer el polvo entre sus dedos.

En la carretera a primera hora del día siguiente. No habían andado mucho cuando el chico le tiró de la manga y se detuvieron. Un penacho de humo se elevaba del bosque frente a ellos. Se quedaron allí quietos observando.

¿Qué hacemos, papá?

Quizá tendríamos que ir a echar un vistazo.

Sigamos andando.

¿Y si llevan el mismo camino que nosotros?

Qué, dijo el chico.

Entonces los tendremos a nuestra espalda. Quisiera saber quiénes son.

¿Y si es un ejército?

Habría más fogatas.

¿Por qué no esperamos?

No podemos esperar. Estamos casi sin comida. Tenemos que seguir adelante.

Dejaron el carrito en el bosque y el hombre comprobó las balas haciendo girar el cilindro. Las de madera y la de verdad. Se quedaron a la escucha. El humo ascendía vertical en el aire quieto. Ningún sonido. Debido a las lluvias recientes las hojas estaban blandas y silenciosas bajo sus pies. Se volvió para mirar al chico. La carita sucia llena de miedo. Rodearon el fuego manteniéndose a distancia, el chico cogido de su mano. Se agachó y lo rodeó con el brazo y escucharon largo rato. Creo que se han ido, susurró.

¿Qué?

Creo que se han ido. Seguramente tenían un vigía.

Podría ser una trampa, papá.

Está bien. Esperemos un rato.

Esperaron. Podían ver el humo entre los árboles. Una brisa había empezado a agitar la parte alta de la espiral y el humo se movió y pudieron olerlo. Olor a comida. Demos un rodeo, dijo el hombre.

¿Puedo cogerte la mano?

Claro que puedes.

El bosque no era más que troncos quemados. No había nada que mirar allí. Creo que nos han visto, dijo el hombre. Que nos han visto y han huido. Han visto que teníamos un arma.

La comida está a medio hacer.

Sí.

Echemos un vistazo.

Tengo mucho miedo, papá.

Si aquí no hay nadie. Tranquilo.

Entraron al pequeño calvero, el chico aferrado a su mano. Se lo habían llevado todo excepto aquella cosa negra ensartada sobre los rescoldos. Estaba examinando el perímetro del claro cuando el chico se dio la vuelta y sepultó la cara en su cuerpo. El hombre giró rápidamente para ver qué había pasado. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa? El chico meneó la cabeza. Oh, papá, dijo. Se volvió para mirar otra vez. Lo que el chico había visto era un bebé carbonizado ennegreciéndose en el espetón, sin cabeza y destripado. Cogió al chico en brazos y regresó a la carretera estrechándolo con fuerza. Lo siento, susurró. Lo siento.