Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.

Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.

Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.

Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y la dobló y la llevó al carrito de supermercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola, papá, dijo.

Aquí estoy.

Ya lo sé.

Una hora después estaban en la carretera. Él empujaba el carrito y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas había cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus espaldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.

Cruzaron el río por un viejo puente de hormigón y varios kilómetros más adelante llegaron a una estación de servicio. Se quedaron observando desde la carretera. Creo que deberíamos ir a ver. Echar una ojeada. La maleza por la que vadearon se convertía en polvo a su paso. Cruzaron el arcén de asfalto quebrado y buscaron el tanque que alimentaba los surtidores. No había tapón y el hombre se acodó en el suelo para olfatear el caño pero el olor a gasolina era solo un rumor, tenue y rancio. Se puso de pie y miró hacia el edificio. Los surtidores con sus mangueras curiosamente todavía en su sitio. Las ventanas intactas. La puerta del taller estaba abierta y el hombre entró. Un armario metálico para herramientas adosado a una pared. Registró los cajones pero allí no había nada que le sirviera. Buenos manguitos de media pulgada. Un destornillador de trinquete. Miró a su alrededor. Un barril metálico lleno de basura. Entró en la oficina. Polvo y ceniza por todas partes. El chico permaneció en el umbral. Una mesa metálica, una caja registradora. Viejos manuales de automóvil, hinchados y empapados. El linóleo estaba sucio y se alabeaba debido a las goteras del techo. Fue hasta la mesa y se quedó allí de pie. Luego cogió el teléfono y marcó el número de la casa de su padre en tiempos pasados. El chico le observó. ¿Qué estás haciendo?, dijo.

Unos trescientos metros carretera abajo se detuvo y volvió la vista atrás. No lo hacemos bien, dijo. Tenemos que volver. Sacó el carrito de la calzada y lo apoyó de costado en un sitio donde no pudiera ser visto y dejaron allí sus mochilas y regresaron a la gasolinera. En el taller sacó a rastras el barril y volcó toda la basura y seleccionó las botellas de aceite de cuarto de litro. Se sentaron en el suelo para recoger los posos de cada una de ellas, dejando las botellas boca abajo de manera que fueran escurriéndose en un cazo hasta que tuvieron casi medio cuarto de aceite para motor. Enroscó el tapón de plástico y limpió la botella con un trapo y la sopesó. Aceite para que su candilejo iluminara los largos crepúsculos grises, los largos amaneceres grises. Así podrás leerme un cuento, dijo el chico. ¿Verdad, papá? Sí, dijo el hombre.

Al otro extremo del valle la carretera atravesaba un arroyo completamente negro. Troncos de árboles calcinados y desprovistos de ramas a ambos lados. La ceniza moviéndose sobre el asfalto y las manecillas flojas de cable ciego que colgaban de los ennegrecidos postes de luz gimiendo débilmente con el viento. Una casa incendiada en medio de un claro y más allá un tramo de pradera agreste y gris y un banco de lodo rojo donde había unas obras abandonadas. Un poco más lejos vallas publicitarias anunciando moteles. Todo como en otros tiempos solo que descolorido y desgastado por la intemperie. En lo alto del cerro se detuvieron pese al frío y el viento para recuperar el resuello. Miró al chico. Estoy bien, dijo este. El hombre le puso una mano en el hombro y señaló con la cabeza hacia el campo que se abría allá abajo. Cogió los gemelos del carrito y observó la llanura desde la carretera hasta donde las formas de una ciudad destacaban en el gris general como un dibujo al carbón en medio del páramo. Nada que ver. Ninguna columna de humo. ¿Puedo mirar?, dijo el chico. Claro que puedes. El chico se inclinó sobre el carrito y ajustó el enfoque. ¿Qué ves?, dijo el hombre. Nada. Bajó los prismáticos. Está lloviendo. Sí, dijo el hombre. Ya lo sé.

Dejaron el carrito en un barranco cubierto con la lona y subieron la cuesta entre los oscuros postes de árboles todavía en pie hasta donde él había visto un saliente corrido de roca y se sentaron bajo el alero rocoso y vieron cómo las grises cortinas de lluvia batían el valle. Hacía mucho frío. Se acurrucaron el uno junto al otro arropados cada cual en una manta sobre las chaquetas respectivas y al cabo de un rato dejó de llover y solo quedó el gotear en el bosque.

Cuando hubo despejado bajaron hasta el carrito y retiraron la lona y cogieron sus mantas y las cosas que necesitaban para pernoctar. Remontaron de nuevo el cerro e hicieron el campamento en la tierra seca bajo las rocas y el hombre se sentó con los brazos alrededor del chico intentando darle calor. Envueltos en las mantas, viendo cómo la indescriptible oscuridad venía a amortajarlos. El contorno gris de la ciudad desapareció como un fantasma con la llegada de la noche y el hombre encendió la pequeña lámpara y la puso a resguardo del viento. Una vez en la carretera cogió al chico de la mano y subieron la loma hasta donde la carretera alcanzaba su punto más alto y pudieron recorrer con la vista la región que se oscurecía hacia el sur, de pie a merced del viento, envueltos en las mantas, buscando un indicio de fuego o lámpara. No vieron nada. La lámpara que habían dejado en la ladera era poco más que una mota de luz y al cabo de un rato regresaron. Todo demasiado húmedo como para encender una lumbre. Tomaron su mísera cena fría y se acostaron con la lámpara entre ambos. Él había traído el libro del chico pero el chico estaba demasiado cansado para leer. ¿Podemos dejar la luz encendida hasta que me duerma?, dijo. Sí, claro que podemos.

Estuvo mucho rato tratando de dormir. Al cabo se dio la vuelta y miró al hombre. Su rostro a la luz de la pequeña lámpara rayado de negro por la lluvia como un actor dramático de la antigüedad. ¿Puedo preguntarte una cosa?, dijo.

Naturalmente.

¿Nos vamos a morir?

Algún día. Pero no ahora.

Y todavía vamos hacia el sur.

Sí.

Para no pasar frío.

Así es.

Vale.

¿Vale qué?

Nada. Solo vale.

Duérmete.

Vale.

Voy a apagar la luz. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

Y luego, ya a oscuras: ¿Puedo preguntarte algo?

Naturalmente.

¿Qué harías si yo muriera?

Si tú murieras yo también querría morirme.

¿Para poder estar conmigo?

Sí. Para poder estar contigo.

Vale.

Se quedó escuchando el goteo del agua en el bosque. Lecho rocoso, este. El frío y el silencio. Las cenizas del mundo difunto trajinadas de acá para allá por los crudos y transitorios vientos en el vacío. Llevadas, esparcidas y llevadas de nuevo. Todo desencajado de su apuntalamiento. Sin soporte en el viento cinéreo. Sostenido por una respiración, temblorosa y breve. Ojalá mi corazón fuese de piedra.

Despertó antes del alba y vio despuntar el día gris. Lento y medio opaco. Se levantó mientras el chico dormía y se puso los zapatos y envuelto en la manta caminó entre los árboles. Bajó a una grieta en la piedra caliza y se agachó para toser y tosió durante mucho rato. Luego permaneció de hinojos en las cenizas. Levantó la cara al pálido día. ¿Estás ahí?, susurró. ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma maldito seas eternamente? Oh, Dios, susurró. Oh, Dios.

Cruzaron la ciudad a mediodía del día siguiente. Él tenía la pistola a mano sobre la lona doblada que cubría el carrito. Llevaba el chico pegado a él. Casi toda la ciudad estaba quemada. No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero. Haciéndole un mohín al día. Se arrimó al chico. Ten presente que las cosas que te metes en la cabeza están ahí para siempre, dijo. Quizá deberías pensar en eso.

Algunas cosas las olvidas, ¿no?

Sí. Olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar.

A un kilómetro y medio de la granja de su tío había un lago adonde su tío y él solían ir a por leña en otoño. Él se sentaba en la parte de atrás del bote con la mano colgando en el agua helada mientras su tío batía los remos. Los pies del viejo en sus zapatos negros de chaval apuntalados en los apoyos. Su sombrero de paja. Su pipa de mazorca entre los dientes y un hilo de saliva colgando de la cazoleta de la pipa. Se volvió para echar un vistazo a la otra orilla, acunando los remos por sus asideros, sacándose la pipa de la boca para limpiarse el mentón con el dorso de la mano. La orilla estaba flanqueada de abedules que se erguían pálidos como huesos contra un fondo de árboles de hoja perenne. El borde del lago una escollera de retorcidos tocones grises, desgastados por la intemperie, árboles abatidos por un huracán años atrás. Los árboles propiamente dichos habían desaparecido, serrados para leña hacía ya tiempo. Su tío hizo virar el bote y levantó los remos y se dejaron llevar hacia los arenosos bajíos hasta que el espejo de popa arañó la arena. Una perca muerta panza arriba en el agua transparente. Hojas amarillas. Dejaron sus zapatos sobre las tablas pintadas calientes y tiraron del bote hasta la playa y sacaron el ancla al extremo de su soga. Una lata de manteca de cerdo llena de cemento con un cáncamo en el centro. Caminaron por la orilla mientras su tío examinaba los tocones, chupando de su pipa, un rollo de cuerda de abacá al hombro. Eligió un tocón y lo volcaron entre los dos utilizando las raíces para hacer palanca, hasta dejarlo medio flotando en el agua. Los pantalones subidos hasta la rodilla y aun así se les mojaron. Ataron la cuerda a un listón en la popa del bote y cruzaron otra vez el lago, tirando del tocón detrás de ellos. Para entonces ya había anochecido. Solo el repetido vaivén de los remos en sus chumaceras. El lago como un cristal oscuro y ventanas iluminadas aproximándose por la orilla. En algún sitio una radio. Ninguno de los dos había dicho palabra. Así era el día perfecto de su infancia. El molde para días futuros.

Continuaron rumbo al sur durante días y semanas. Solitarios y empecinados. Una inhóspita región montañosa. Casas de aluminio. A veces veían tramos de la interestatal allá abajo entre los árboles desnudos de segunda formación. Frío y más frío cada vez. Pasado el desfiladero se detuvieron y contemplaron el gran golfo que se extendía al sur donde todo estaba quemado hasta donde les alcanzaba la vista, renegridas formas rocosas despuntando entre los bancos de ceniza y oleadas de ceniza elevándose para alejarse sobre la tierra baldía. La senda de un sol opaco moviéndose invisible más allá de las tinieblas.

Vadearon durante días aquel terreno cauterizado. El chico había encontrado unos lápices de colores y pintó unos colmillos en su careta y siguió caminando sin quejarse. Una de las ruedas delanteras del carrito se había torcido. ¿Qué se podía hacer? Nada. Allí donde todo estaba quemado hasta las cenizas era imposible encender una lumbre y las noches eran más largas y oscuras y frías que las que habían encontrado hasta ahora. Un frío como para agrietar las piedras. Como para quitarte la vida. Abrazó al chico que tiritaba y contó cada frágil respiración en medio de la negrura.

Despertó al oír un trueno en la distancia y se incorporó. Una luz débil en derredor, temblorosa y sin origen, refractada en la lluvia de hollín a la deriva. Ajustó la lona para taparlos a los dos y permaneció despierto un buen rato, a la escucha. Si se mojaban no habría fuego con el que calentarse. Si se mojaban lo más probable era que muriesen.

La negrura en la que despertaba aquellas noches era ciega e impenetrable. Una negrura como para que dolieran los oídos de escuchar. Tenía que levantarse con frecuencia. Solo el sonido del viento entre los árboles pelados y ennegrecidos. Se levantó y permaneció tambaleante en aquella helada oscuridad autista con los brazos extendidos para mantener el equilibrio mientras su cerebro se esforzaba en hacer sus cálculos vestibulares. Una antigua crónica. Buscar la vertical. Ninguna caída salvo precedida por una declinación. Dio varias zancadas grandes hacia el vacío, contándolas para el regreso. Los ojos cerrados, los brazos remando. ¿Vertical respecto a qué? Algo anónimo en la noche, filón o matriz, para lo cual él y las estrellas eran satélites comunes. Como el gran péndulo en su rotonda escribiendo a lo largo del interminable día movimientos de un universo del que se puede decir que nada sabe y sin embargo algo debe de saber.

Cruzar aquella región costrosa y gris les llevó dos días. Más allá la carretera seguía la cresta de un cerro a ambos lados del cual el monte árido descendía. Está nevando, dijo el chico. Miró al cielo. Un solitario copo grisáceo que cayera de un tamiz. Lo atrapó en la palma de su mano y lo vio expirar como la postrera hostia de la cristiandad.

Siguieron penosamente adelante cubiertos con la lona. Los húmedos copos grises bailando y cayendo hasta quedar en nada. Nieve fangosa y gris en las cunetas. Un agua negra corriendo por debajo de los empapados montones de ceniza. No más fuegos de paja en los cerros lejanos. Pensó que los cultos de sangre se habrían consumido unos a otros. Nadie utilizaba esta carretera. Ni policías ni maleantes. Al cabo de un rato llegaron a un taller de auxilio en carretera y se quedaron en el umbral y contemplaron las rachas de aguanieve gris que caían de las montañas.

Reunieron unas cajas viejas e hicieron fuego en el suelo y él buscó unas herramientas y vació el carrito y se sentó a reparar la rueda. Extrajo el tornillo y taladró el collar metálico con un taladro manual e improvisó un manguito nuevo de un trozo de tubería que había cortado con una sierra de arco. Luego lo atornilló todo otra vez y puso el carrito derecho y lo hizo girar. Rodaba bastante bien. El chico se quedó observándolo todo.

Por la mañana se pusieron en camino. Una región desolada. Una piel de jabalí claveteada a la puerta de un granero. Raída. El rabo menudo. Dentro del granero tres cuerpos colgando de las vigas, secos y polvorientos entre los tenues rayos de luz sesgada. Ahí podría haber algo, dijo el chico. Podría haber maíz o algo así. Vámonos, dijo el hombre.

Lo que más le preocupaba eran los zapatos. Eso y qué comer. La comida, siempre la comida. En un viejo ahumadero de ladrillo terciado encontraron un jamón colgado de un gancho de carnicería en una esquina alta. Parecía sacado de una tumba, tan reseco y mustio. Hizo unos cortes con el cuchillo. Dentro una carne salada de un rojo intenso. Sabrosa y buena. Esa noche frieron unas lonchas gruesas en la lumbre y luego pusieron a cocer las lonchas a fuego lento con una lata de alubias. Más tarde el hombre se despertó a oscuras creyendo oír bramidos de ranas toro por la parte de las lomas. Luego el viento cambió de dirección y solo hubo silencio.

En sueños su pálida novia iba hacia él desde una verde bóveda de ramas. Sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco. Llevaba un vestido de gasa y sus cabellos oscuros estaban recogidos con peinetas de marfil, peinetas de concha. Su sonrisa, su mirada baja. Por la mañana volvía a nevar. Cuentas de hielo gris en ristra sobre los cables de electricidad.

Desconfiaba de todo eso. Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo la llamada de la languidez y de la muerte. Dormía poco y dormía mal. Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño y el cielo era de un azul dolorido pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria.

De las fantasías diurnas en la carretera no había modo de despertar. Siguió caminando pesadamente. Lo recordaba todo de ella salvo su olor. Sentado en un teatro con ella al lado inclinada al frente escuchando la música. Volutas y apliques dorados y los pliegues del telón como columnas a cada lado del escenario. Ella le tenía la mano cogida sobre el regazo y él notaba la parte superior de sus medias a través de la fina tela de su vestido de verano. Congela este fotograma. Ahora maldice tu oscuridad y tu frío y fastídiate.

Encontró dos escobas viejas e improvisó unas barrederas que ató con alambre al carrito para despejar de obstáculos la carretera al paso de las ruedas y luego montó al chico en la cesta y se subió a la barra trasera como un musher en su trineo y partieron cuesta abajo, guiando el carrito en las curvas con sus cuerpos como los corredores de bobsleigh. Era la primera vez que veía sonreír al chico en mucho tiempo.

En lo alto de la colina había una curva y un ramal en la carretera. Una vieja pista que se adentraba en el bosque. Abandonaron la carretera y fueron a sentarse a un banco y contemplaron el valle que se perdía a lo lejos en la niebla arenosa. Allá abajo un lago. Frío y pesado y gris en la escobillada cuenca de la campiña.

¿Qué es eso, papá?

Una presa.

¿Para qué sirve?

Así se formó el lago. Antes de que construyeran la presa ahí abajo solo había un río. La presa utilizaba el agua que pasaba por ella para hacer girar unos ventiladores grandes llamados turbinas que generaban electricidad.

Para tener luz.

Sí. Para tener luz.

¿Podemos bajar a ver?

Me parece que está demasiado lejos.

¿La presa seguirá ahí mucho tiempo?

Eso creo. Está hecha de hormigón. Probablemente aguantará centenares de años. Miles, incluso.

¿Crees que podría haber peces en el lago?

No. En el lago no hay nada.

Mucho tiempo atrás en algún lugar cerca de aquí había visto un halcón abatirse por la larga pared azul de la montaña y romper con la quilla de su esternón la grulla que iba en el centro exacto de un bando y llevársela al río toda hecha un guiñapo y arrastrando su plumaje suelto y descuidado por el quieto aire otoñal.

El aire granuloso. Su sabor siempre en la boca. Permanecieron bajo la lluvia como animales de corral. Luego siguieron adelante sosteniendo la lona encima de ellos para protegerse de la llovizna. Tenían los pies mojados y fríos y sus zapatos estaban hechos una pena. En las pendientes viejos cultivos muertos y achatados. Los estériles árboles a lo largo de la cresta severos y negros bajo la lluvia.

Y los sueños tan llenos de color. ¿Cómo si no te reclamaba la muerte? Al despertar en el frío amanecer todo se volvía ceniza al instante. Como ciertos frescos antiguos sepultados durante siglos y expuestos de repente a la luz del día.

El tiempo despejó y el frío y llegaron por fin al amplio valle fluvial, las apedazadas tierras de labranza visibles todavía, todo muerto hasta las raíces en los áridos terrenos de aluvión. Se afanaron por el asfalto. Casas altas de madera. Tejados laminados a máquina. En un campo un granero de troncos con un anuncio en descoloridas letras de tres metros ocupando toda la vertiente del tejado. Visite Rock City.

Los setos a ambos lados de la carretera no eran sino hileras de zarzas negras y retorcidas. Ninguna señal de vida. Dejó al chico sosteniendo la pistola mientras él subía unos viejos escalones de piedra caliza y recorría el porche de la casa haciendo visera y mirando por las ventanas. Entró por la cocina. Basura en el suelo, periódicos atrasados. Porcelana en un chinero, tazas colgando de sus ganchitos. Atravesó el pasillo y se detuvo en el umbral de la sala. Había un viejo órgano de fuelle en el rincón. Un televisor. Muebles baratos tapizados además de un viejo chiffonnier de cerezo hecho a mano. Subió la escalera y entró en los dormitorios. Todo cubierto de ceniza. Un cuarto de niño con un perro de peluche en el alféizar mirando al jardín. Registró los armarios. Deshizo las camas y cogió dos buenas mantas de lana y volvió a bajar. En la despensa había tres tarros de conserva de tomate casera. Sopló el polvo de las tapas y las examinó. Alguien antes que él no se había fiado y al final tampoco él se fió y salió de la casa con las mantas al hombro y partieron de nuevo por la carretera.

A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.

¿Qué es, papá?

Una chuchería. Para ti.

¿Qué es?

Ven. Siéntate.

Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.

El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.

Bebe.

El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.

Así es.

Toma un poco, papá.

Quiero que te la bebas tú.

Solo un poco.

Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo.

Quedémonos aquí sentados un rato.

Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?

Nunca más es mucho tiempo.

Vale, dijo el chico.

Al atardecer del día siguiente estaban en la ciudad. Las largas curvas de los intercambiadores de la interestatal como las ruinas de una enorme casa del terror contra el fondo tenebroso. Llevaba el revólver metido por la parte delantera del cinturón y la parka con su cremallera bajada. Por todas partes muertos momificados. La carne rajada a lo largo del hueso, los ligamentos tirantes como alambres de tan secos como estaban. Marchitos y ojerosos como modernos habitantes de los pantanos, las caras de sábana hervida, las amarillentas empalizadas de sus dientes. Descalzos hasta el último de ellos como peregrinos de baja extracción pues hacía tiempo que les habían robado a todos sus zapatos.

Siguieron adelante. No dejaba de vigilar a su espalda por el retrovisor. Lo único que se movía en la calle era la ceniza que el viento levantaba. Cruzaron el alto puente de hormigón sobre el río. Debajo un amarradero. Pequeñas embarcaciones de placer semihundidas en el agua gris. Río abajo chimeneas altas que el hollín volvía borrosas.

Al día siguiente en un recodo varios kilómetros al sur de la ciudad y medio perdida entre los zarzales muertos llegaron a una vieja casa de madera con chimeneas y aleros y una pared de piedra. El hombre se detuvo. Luego empujó el carrito hacia el camino particular.

¿Qué sitio es este, papá?

La casa donde yo crecí.

El chico se quedó allí mirando. La mayoría de las tablas de madera habían desaparecido de las paredes inferiores para servir de leña, dejando al descubierto las tachuelas y el material aislante. La mosquitera podrida del porche de atrás estaba tirada en la terraza de cemento.

¿Vamos a entrar?

¿Y por qué no?

Tengo miedo.

¿No quieres ver dónde vivía yo?

No.

Estate tranquilo.

Podría haber alguien dentro.

No lo creo.

¿Y si resulta que sí?

Levantó la vista hacia el alero de su antigua habitación. Luego miró al chico. ¿Quieres esperar aquí?

No. Siempre dices lo mismo.

Lo siento.

Ya lo sé. Pero siempre lo dices.

Dejaron las mochilas en la terraza y caminaron por el porche apartando basura a puntapiés y entraron en la cocina. El chico no se soltó de su mano. Todo estaba casi como él lo recordaba. Las habitaciones vacías. En el cuartito contiguo al comedor había un camastro de hierro sin colchón, una mesa plegable metálica. En el pequeño hogar la misma parrilla de hierro colado. De las paredes faltaba la chapa de pino y solo se veían los listones de enrasar. Permaneció allí de pie. Tocó con el pulgar los agujeros de chincheta en la madera pintada de la repisa allí donde cuarenta años atrás habían colgado calcetines. Cuando yo era pequeño celebrábamos la Navidad aquí. Se dio la vuelta y contempló el patio arruinado. Una maraña de lilas muertas. La forma de un seto. En las frías noches de invierno cuando se iba la luz por una tormenta nos sentábamos aquí, mis hermanas y yo, delante del fuego y hacíamos los deberes. El chico le observó. Y observó figuras que lo reclamaban pero que él no podía ver. Papá, deberíamos irnos, dijo. Sí, dijo el hombre. Pero se quedó quieto.

Pasaron por el comedor donde los ladrillos refractarios del hogar eran tan amarillos como el día en que lo construyeron porque su madre no soportaba ver que se ennegrecieran. El suelo estaba alabeado debido a la lluvia. En el salón una pila de huesos de un pequeño animal descoyuntado. Posiblemente un gato. Un vasito de cristal junto a la puerta. El chico le agarró la mano. Subieron la escalera y torcieron hacia el pasillo. Pequeños conos de yeso húmedo erguidos en el suelo. Los listones del techo a la vista. Se detuvo en el umbral de su habitación. Un pequeño espacio bajo el alero. Aquí es donde yo dormía. Mi cama estaba contra esa pared. En las noches contadas por millares soñar los sueños de la imaginación de un niño, mundos ricos o temibles según se presentaran pero nunca el que iba a ser. Abrió la puerta del armario casi esperando encontrar las cosas de su infancia. La luz diurna cruda y fría colándose por el tejado. Gris como su corazón.

Deberíamos irnos, papá. ¿Podemos irnos?

Sí. Claro que podemos.

Estoy asustado.

Lo sé. Perdona.

Tengo miedo.

Tranquilo. No deberíamos haber venido.

Tres noches más tarde en las estribaciones de las montañas orientales se despertó a oscuras al oír algo que se acercaba. Permaneció con las manos a los costados. El suelo estaba temblando. La cosa venía hacia ellos.

¿Papá?, dijo el chico. ¿Papá?

Chsss… No pasa nada.

¿Qué es, papá?

Cada vez sonaba más cerca. Todo temblaba. Después pasó por debajo de ellos como un tren subterráneo y se retiró hacia la noche y desapareció. El chico se abrazó a él llorando, la cabeza sepultada en su pecho. Chsss… Tranquilo.

Tengo mucho miedo.

Lo sé. Tranquilo. Ya pasó.

¿Qué era, papá?

Era un terremoto. Ya ha pasado. Estamos a salvo. Chsss…

En aquellos primeros años las carreteras estaban pobladas por refugiados envueltos hasta arriba en sus harapos. Con mascarillas y gafas protectoras, sentados en la cuneta como aviadores fracasados. Sus carretillas repletas de desechos. Tirando de carromatos o carritos de supermercado. Los ojos brillantes en sus cráneos. Hollejos de hombres sin credo tambaleándose por los pasos elevados como emigrantes en una tierra salvaje. La fragilidad de todo por fin revelada. Viejos y preocupantes problemas desintegrados en la nada y la noche. El último ejemplo de una cosa pone punto final a la clase. Apaga la luz y se va. Mira a tu alrededor. «Siempre» es mucho tiempo. Pero el chico sabía lo que él sabía. Que siempre es un abrir y cerrar de ojos.

A media tarde se sentó junto a una ventana gris en una casa abandonada y en la luz grisácea leyó periódicos viejos mientras el chico dormía. Noticias curiosas. Temas pintorescos. Las prímulas se cierran a las ocho. Miró dormir al chico. ¿Serás capaz? ¿Cuando llegue el momento? ¿Serás capaz?

Acuclillados en la carretera comieron arroz frío y alubias frías que habían cocido días atrás. Empezando ya a fermentar. No había sitio donde hacer fuego sin que les vieran. Dormían acurrucados el uno contra al otro envueltos en las malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevara razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte.

Avanzado el año. No sabía en qué mes estaban. Le parecía que tenían comida suficiente para cruzar las montañas pero toda certeza era imposible. El paso en la divisoria de aguas estaba a mil quinientos metros de altitud e iba a hacer mucho frío. Él dijo que todo dependía de llegar a la costa, pero al despertar en mitad de la noche supo que eran palabras vanas y sin el menor fundamento. Había bastantes probabilidades de que murieran en las montañas y ahí se acabaría todo.

Atravesaron las ruinas de una población turística y tomaron la carretera hacia el sur. Kilómetros de bosques quemados en las laderas y nevando antes de lo que había previsto. Ni una sola huella en el asfalto, nada vivo en ninguna parte. Las rocas negras por el fuego como formas de osos en los taludes descarnadamente arbolados. Desde un puente de piedra miró corretear las aguas hacia una poza y girar lentamente formando una espuma gris. Donde antaño había visto truchas nadar en la corriente, resiguiendo sus sombras perfectas en las piedras del lecho. Siguieron adelante, el chico le pisaba los talones. Apoyado en el carrito, subiendo lentamente por las curvas pronunciadas. Había incendios activos todavía arriba en las montañas y por la noche podían ver sus luces de un naranja intenso entre el hollín que descendía. Empezaba a hacer más frío pero tenían la lumbre encendida toda la noche y así la dejaban por la mañana cuando se ponían en camino. Había envuelto los pies de ambos en tela de arpillera atada con cordel y por ahora la nieve era solo de unos centímetros pero sabía que si el espesor aumentaba tendrían que abandonar el carrito. La marcha se hacía ya penosa y cada dos por tres se detenía para descansar. Afanándose hasta el borde de la carretera y una vez allí doblado con las manos en las rodillas de espaldas al chico, en pleno ataque de tos. Después se incorporaba, los ojos lagrimeando. En la nieve gris una fina bruma de sangre.

Acamparon pegados a una roca y él hizo un cobijo con palos y la lona. Encendió fuego y se pusieron a arrastrar una gran pila de leña menuda para toda la noche. Habían amontonado una alfombrilla de ramas secas de cicuta encima de la nieve y se sentaron envueltos en las mantas mirando la lumbre y bebiendo lo que les quedaba del cacao rescatado hacía semanas de la basura. Nevaba otra vez, copos blandos descendiendo a la deriva en la oscuridad. Él se quedó medio dormido con el agradable calor. La sombra del chico pasó por encima de él. Con una brazada de leña. Le miró atizar el fuego. El dragón personificado. Las chispas volaban hacia lo alto y morían en la oscuridad sin estrellas. No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo.

Al despertarse por la mañana de la lumbre solo quedaban carbones. Caminó hasta la carretera. Todo estaba encendido. Como si el sol ausente hubiera vuelto por fin. La nieve naranja y temblorosa. Un incendio en el bosque se abría paso por los cerros de pura yesca, llameando y titilando como una aurora boreal contra el cielo nublado. Pese al frío que hacía permaneció un buen rato de pie. El color de todo aquello removía en él algo olvidado hacía tiempo. Haz una lista. Recita una letanía. Recuerda.

Hacía más frío. Nada se movía en aquellas alturas. Un fuerte olor a humo de leña flotaba sobre la carretera. Empujando el carrito por la nieve. Unos cuantos kilómetros cada día. No tenía la menor idea de a qué distancia podía estar la cumbre. Comían muy frugalmente y el hambre no los abandonaba. Se detuvo a contemplar la región. Un río allá abajo. ¿Qué distancia habían recorrido?

Soñaba que ella estaba enferma y que él la cuidaba. El sueño transmitía una apariencia de sacrificio pero él pensaba de otra manera. No la cuidó y ella murió a solas en la oscuridad y no hay ningún otro sueño ni otro mundo de vigilia y no hay ninguna otra historia que contar.

En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En qué difiere el nunca será de lo que nunca fue?

Oscuridad de la luna invisible. Las noches ahora solo un poco menos negras. De día el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara.

Personas sentadas en la acera al amanecer medio inmoladas y humeando en sus prendas de vestir. Como frustrados suicidas sectarios. Otros vendrían a ayudarlos. Antes de transcurrido un año había incendios en las montañas y cánticos delirantes. Los gritos de los asesinados. De día los muertos empalados en estacas a lo largo de la carretera. ¿Qué habían hecho? Él pensaba que en la historia del mundo tal vez incluso había más castigo que crimen pero ese era un magro consuelo.

El aire iba enrareciéndose y pensó que la cima no debía de estar lejos. Quizá mañana. Mañana pasó sin novedad. Ya no nevaba pero había medio palmo de nieve en la carretera y empujar el carrito por aquellas cuestas requería un gran esfuerzo. Pensó que tendrían que abandonarlo. ¿Cuántas cosas podían cargar entre los dos? Se detuvo y dirigió la vista hacia los áridos taludes. La ceniza caía sobre la nieve hasta dejarla prácticamente negra.

A cada curva parecía que el paso estuviera allí mismo y entonces un atardecer se detuvo y miró todo aquello y lo reconoció. Se desabrochó el cuello de la parka y se bajó la capucha y aguzó el oído. El viento entre las negras matas de cicuta. El aparcamiento vacío en el mirador. El chico de pie a su lado. Como él mismo había estado junto a su propio padre un invierno de hacía muchos años. ¿Qué es, papá?, dijo el chico.

El desfiladero. Ahí lo tenemos.

Por la mañana se pusieron de nuevo en marcha. Hacía mucho frío. A media tarde empezó a nevar otra vez y acamparon temprano y se metieron bajo el corrido de la lona y observaron caer la nieve sobre la lumbre. Por la mañana había varios centímetros de nieve reciente en el suelo pero había dejado de nevar y el silencio era tal que casi podían oír sus corazones. Apiló un poco de leña sobre los rescoldos y avivó el fuego y se abrió camino por el ventisquero para desenterrar el carrito. Buscó entre las latas y volvió y se sentaron junto al fuego y comieron las galletas que quedaban y una lata de salchichas. En un bolsillo de su mochila había encontrado medio paquete de cacao y se lo preparó al chico y luego él se sirvió agua caliente en su taza y se quedó sentado soplando sobre el borde.

Me prometiste que no harías eso, dijo el chico.

¿El qué?

Ya sabes qué, papá.

Tiró el agua caliente al cazo y cogió la taza del chico y se sirvió un poco de cacao y luego le devolvió la taza.

Tengo que vigilarte todo el rato, dijo el chico.

Ya lo sé.

Si no cumples una promesa pequeña tampoco cumplirás una grande. Es lo que tú me dijiste.

Lo sé. Descuida.

Estuvieron todo el día bajando por la pendiente sur de la hoya. Donde el ventisquero era más hondo el carrito no avanzaba y tuvo que tirar de él con una mano mientras abría camino en la nieve. De no haber estado en las montañas habrían podido encontrar algo que sirviera de trineo. Un viejo rótulo de metal o una chapa de hojalata para techos. Las envolturas de sus pies estaban ya empapadas y les daban frío y humedad. Se apoyó en el carrito para recobrar el aliento mientras el chico aguardaba. Hubo un chasquido fuerte en algún punto de la montaña. Luego otro. Es solo un árbol que cae, dijo. No pasa nada. El chico estaba mirando los árboles muertos de la cuneta. Tranquilo, dijo el hombre. Tarde o temprano todos los árboles del mundo tienen que caer. Pero no encima de nosotros.

¿Cómo lo sabes?

Lo sé y punto.

Sin embargo encontraron árboles atravesados en la carretera y tuvieron que descargar el carrito y pasar toda la carga por encima de los troncos y meterlo todo otra vez en el carrito al otro lado. El chico encontró juguetes de los que ya no se acordaba. Se encariñó de un camión amarillo y siguieron andando con el camión encima de la lona.

Acamparon en un banco de tierra al otro lado de un arroyo helado junto a la carretera. El viento había apartado la ceniza del hielo y el hielo estaba negro y el arroyo parecía un sendero de basalto que serpenteaba por el bosque. Reunieron leña en el lado norte del talud donde no estaba tan húmeda, derribando árboles a empujones y arrastrándolos hasta el campamento. Encendieron lumbre y extendieron la lona y colgaron la ropa mojada en unos palos, humeante y maloliente, y se sentaron arrebujados en las mantas y desnudos mientras el hombre arrimaba los pies del chico a su estómago para calentárselos.

Despertó gimiendo en mitad de la noche y el hombre lo abrazó. Chsss…, dijo. Chsss… No pasa nada.

He tenido una pesadilla.

Ya lo sé.

¿Te cuento qué pasaba?

Si quieres, sí.

Yo tenía un pingüino de esos que les das cuerda y echan a andar y mueven las aletas. Estábamos en la casa donde vivíamos antes y el pingüino aparecía por una esquina pero nadie le había dado cuerda y yo me asustaba mucho.

Tranquilo.

En el sueño daba mucho más miedo.

Lo sé. Hay sueños que dan mucho miedo.

¿Por qué he tenido esa pesadilla?

No lo sé. Pero ya pasó. Voy a echar un poco de leña al fuego. Tú duerme.

El chico no replicó. Después dijo: La cuerda no giraba.

Tardaron cuatro días más en bajar de la nieve e incluso entonces había trechos nevados en ciertos recodos de la carretera e incluso más allá la carretera estaba negra y húmeda por la escorrentía de tierra adentro. Bordearon una profunda garganta y allá abajo en la oscuridad un río. Permanecieron a la escucha.

Grandes riscos escarpados al otro lado del cañón con esqueléticos árboles negros aferrándose al talud. El sonido del río se perdió a lo lejos. Luego volvió. Un viento helado soplaba de la región inferior. Les llevó todo el día alcanzar el río.

Dejaron el carrito en una zona de aparcamiento y se adentraron en el bosque. Un retumbo procedente del río. Era una cascada que caía de un saliente de roca y salvaba una altura de veinticinco metros en medio de una mortaja de bruma hasta la poza de abajo. Pudieron oler el agua y notar el frío que venía de ella. Un banco de grava húmeda. Se quedó mirando al chico.

¡Anda!, dijo el chico. No podía apartar la vista de la cascada.

Se puso en cuclillas y cogió un puñado de guijarros y los olió y los dejó caer. Redondeados y lisos como canicas o tabletas de piedra con vetas y franjas. Pequeños discos negros y fragmentos de cuarzo pulimentado brillantes a causa de la bruma que se alzaba del río. El chico se adelantó y se puso en cuclillas y tocó el agua oscura con la mano.

La cascada caía casi en el centro de la poza. Una espuma gris giraba sobre sí misma. Permanecieron uno al lado del otro hablándose a gritos debido al estruendo.

¿Está fría?

Sí. Helada.

¿Quieres meterte?

No sé.

Sí que quieres.

¿Puedo?

Vamos.

Se bajó la cremallera de la parka y dejó caer la parka en la grava y el chico se incorporó y se desnudaron y se metieron en el agua. Pálidos como fantasmas y tiritando. El chico tan flaco que casi le hizo llorar. Él se zambulló de cabeza y emergió boqueando de frío y dio media vuelta y se quedó de pie, golpeándose los brazos.

¿Me cubre a mí?, gritó el chico.

No. Vamos.

Giró de nuevo y nadó hasta la cascada y dejó que el agua le cayera encima. El chico estaba metido en la poza hasta la cintura, agarrándose los hombros y brincando. El hombre regresó. Abrazó al chico y lo hizo flotar, el chico chapoteando y muerto de frío. Bien, dijo el hombre. Lo estás haciendo muy bien.

Se vistieron tiritando y luego remontaron el sendero hasta la parte superior del río. Caminaron por las rocas hasta donde el río parecía quedarse sin espacio y él sujetó al chico mientras se aventuraba hacia el último saliente de roca. El río se deslizaba sobre el borde y caía a pico a la poza de abajo. El río entre rocas. El chico le agarró el brazo con fuerza.

Está muy abajo, dijo.

Sí. Bastante.

¿Te morirías si cayeras desde aquí?

Te harías daño. Es mucha distancia.

Qué miedo.

Caminaron por el bosque. La luz empezaba a flaquear. Siguieron el llano bordeando la parte superior del río entre enormes árboles muertos. Un frondoso bosque sureño donde antes hubo manzanas de mayo y quimafilas. Ginseng. Las ramas muertas de los rododendros retorcidas y nudosas y negras. Se detuvo. Había algo en el suelo. Se agachó para separar el mantillo. Una pequeña colonia, encogidas, resecas y arrugadas. Cogió una y se la llevó a la nariz. Mordió una punta y la masticó.

¿Qué es, papá?

Colmenillas. Son colmenillas.

¿Y qué son colmenillas?

Un tipo de seta.

¿Se pueden comer?

Sí. Toma.

¿Son buenas?

Muerde.

El chico olió la seta y dio un mordisco y se quedó masticando. Miró a su padre. Son bastante ricas, dijo.

Arrancaron las colmenillas del suelo, unas cosas de aspecto extraño que él fue metiendo en la capucha de la parka del chico. Volvieron a la carretera y bajaron hasta donde habían dejado el carrito y acamparon junto a la poza de la cascada y lavaron las colmenillas de tierra y ceniza y las pusieron en remojo en un cazo con agua. Para cuando hubo encendido la lumbre era ya de noche. Troceó unas cuantas setas encima de un leño y las tiró a la sartén junto con la grasa de cerdo de una lata de alubias y lo puso todo a fuego lento sobre las brasas. El chico le observó. Este es un buen sitio, papá, dijo.

Comieron las pequeñas setas acompañadas de alubias y bebieron té y tomaron peras en lata de postre. Arrimó el fuego a la fisura de roca donde antes lo había encendido y colgó la lona detrás de ellos para que reflejara el calor y se sentaron en el refugio mientras él le contaba cuentos al chico. Lo que recordaba de viejas historias de valor y justicia hasta que el chico se quedó dormido en las mantas y luego él echó más leña al fuego y se tumbó caliente y saciado y escuchó el retumbo de la cascada en aquel oscuro y raído bosque.

Por la mañana echó a andar río abajo siguiendo el sendero que lo bordeaba. El chico llevaba razón al decir que era un buen sitio y quería comprobar si había señales de otros visitantes. No encontró nada. Se quedó mirando el río allí donde cambiaba de dirección y se precipitaba a una balsa formando remolinos. Arrojó al agua una piedra blanca que se perdió rápidamente de vista como si se la hubieran tragado. Él había estado una vez en un río así y había visto destellos de truchas nadando en una poza, invisibles en el agua color de té salvo cuando se ponían de costado para comer. Reflejando el sol desde aquella oscuridad profunda como un destello de navajas en una cueva.

No podemos quedarnos, dijo. Hace más frío cada día. Y la cascada es una atracción. Lo ha sido para nosotros y lo será para otros y no sabemos de qué gente se trata y no podemos oírlos llegar. No es un sitio seguro.

Podríamos quedarnos un día más.

No es seguro.

Bueno, quizá encontraremos otro sitio en el río.

Hemos de seguir avanzando. Debemos seguir hacia el sur.

¿El río no va hacia el sur?

No.

¿Puedo verlo en el mapa?

Sí. Voy a buscarlo.

Antiguamente el ajado mapa de carreteras tenía las hojas pegadas entre sí con cinta aislante pero ahora solo estaban clasificadas y numeradas a lápiz en las esquinas para poder montarlas. Revisó las mustias páginas y extendió las que correspondían a su situación.

Aquí cruzamos un puente. Parece que está a unos doce kilómetros. Esto es el río. Va hacia el este. Seguimos la carretera por la vertiente oriental de las montañas. Las líneas negras del mapa son nuestras carreteras, las carreteras estatales.

¿Por qué son estatales?

Porque antes pertenecían a los estados. A lo que antes llamaban estados.

¿Es que ya no existen estados?

No.

¿Qué pasó?

No lo sé exactamente. Es una buena pregunta.

Pero las carreteras siguen ahí.

Sí. Por ahora.

¿Hasta cuándo?

No lo sé. Quizá bastante tiempo. No hay nada para arrancarlas de modo que por ahora no habrá problema.

Pero no pasarán coches ni camiones.

No.

Vale.

¿Estás listo?

El chico asintió con la cabeza. Se restregó la nariz con la manga y se echó a la espalda la pequeña mochila y el hombre dobló las páginas del mapa y se puso de pie y el chico lo siguió a través de la gris empalizada de árboles hasta la carretera.

Cuando el puente estuvo al alcance de la vista había allí un camión con remolque atravesado en la calzada e incrustado en el parapeto de hierro. Llovía otra vez y se detuvieron con la lluvia tamborileando flojito en la lona. Mirando desde la penumbra azul de debajo del plástico.

¿Podremos pasar por el lado?, dijo el chico.

Lo dudo. Seguramente se podrá pasar por debajo. Quizá tendremos que descargar el carrito.

El puente salvaba el río sobre un rápido. Oyeron el rumor al doblar la curva de la carretera. Un viento recio soplaba de la garganta y se arrebujaron en la lona tirando de las esquinas y empujaron el carrito por el puente. Se veía el río a través de la estructura de hierro. Más abajo del rápido había un puente ferroviario sobre pilares de piedra caliza. Las piedras de los pilares estaban sucias muy por encima del río debido a las crecidas y en el recodo del mismo había grandes camellones de ramas y arbustos negros y troncos de árbol que lo obstruían.

El camión llevaba allí años, los neumáticos desinflados y arrugados bajo las llantas. El morro del vehículo estaba incrustado en el parapeto del puente y el remolque se había desenganchado de la chapa superior y embutido en la parte de atrás de la cabina. La trasera del remolque había patinado hasta abollar el parapeto del otro lado y ahora estaba suspendida varios palmos sobre la garganta. Empujó el carrito bajo el remolque pero el asidero no pasaba. Tendrían que meterlo de costado Lo dejó cubierto con la lona y pasaron ellos dos agachados por debajo del remolque y le dijo al chico que se quedara allí para no mojarse mientras él subía al escalón del depósito de combustible y limpiaba de agua el parabrisas y miraba dentro de la cabina. Volvió a bajar y estiró el brazo para abrir la portezuela y montó en la cabina y cerró. Miró lo que había a su alrededor. Una litera vieja como una caseta de perro detrás de los asientos. Papeles en el suelo. La guantera estaba abierta pero dentro no había nada. Pasó entre los asientos. Había un colchón mojado en la litera y una pequeña nevera con la puerta abierta. Una mesa plegable. Revistas viejas por el suelo. Miró en los armaritos de contrachapado pero estaban vacíos. Había cajones debajo de la litera y los abrió y miró entre los trastos. Volvió a pasar a la cabina y se sentó donde el conductor y miró río abajo por entre el lento gotear de agua en el cristal. El tamborileo de la lluvia sobre el techo metálico y la lenta oscuridad apoderándose de todo.

Esa noche durmieron en el camión y por la mañana había dejado de llover y descargaron el carrito y lo fueron pasando todo por debajo al otro lado del vehículo y volvieron a cargar el carrito. Puente abajo, como a treinta metros más o menos, había restos renegridos de unos neumáticos que alguien había quemado. Se quedó mirando el remolque. ¿Tú qué crees que hay dentro?, dijo.

No lo sé.

No somos los primeros que pasamos por aquí. Seguramente no hay nada.

De todos modos no se puede entrar.

El hombre aplicó el oído a un costado del remolque y golpeó la chapa con la palma de la mano. Suena vacío, dijo. Probablemente se puede entrar por el techo. Si no alguien habría abierto un agujero en la chapa.

¿Y con qué?

Algo habrían encontrado.

Se quitó la parka y la dejó encima del carrito y se subió al parachoques del camión y luego al capó y se encaramó al parabrisas para trepar al techo de la cabina. Allí de pie se dio la vuelta y miró el río. Metal mojado bajo sus pies. Miró al chico. El chico parecía preocupado. Estiró el brazo y se agarró donde pudo a la parte frontal del remolque y se izó lentamente a pulso. Era todo lo que podía hacer y ya tenía mucho menos peso que izar. Consiguió pasar una pierna sobre el borde y se quedó allí colgado descansando. Luego se dio impulso y acabó de subir y una vez arriba se sentó.

Había una claraboya como hacia la tercera parte del techo y se acercó a ella medio agachado. No estaba tapada y el interior del remolque olía a contrachapado húmedo y a aquel olor acre que ya conocía. Llevaba una revista en el bolsillo de la cadera y la sacó y arrancó unas páginas e hizo una pelota con ellas y sacó su encendedor y prendió los papeles y arrojó la pelota a la oscuridad. Un rugido apagado. Apartó el humo con la mano y miró al interior del remolque. El pequeño fuego que ardía en el suelo parecía estar muy abajo. Tapó el resplandor con una mano y al hacerlo pudo ver casi hasta el fondo de la caja. Cuerpos humanos. Espatarrados en toda suerte de posturas. Resecos y encogidos en sus prendas podridas. La pelota de papel soltó una última y pequeña llamarada y se extinguió dejando fugazmente un tenue dibujo en la incandescencia. La forma de una flor, una rosa fundida. Después reinó otra vez la oscuridad.

Aquella noche acamparon en el bosque en una loma orientada a las amplias tierras bajas que se extendían hacia el sur. Encendió una fogata arrimada a una roca y comieron las últimas colmenillas y una lata de espinacas. Por la noche una tormenta que se había originado en las montañas fue descendiendo entre truenos y rayos y el desolado mundo gris surgía una vez y otra en el velado resplandor de los relámpagos. El chico se agarró a él hasta que pasó de largo. Un breve tamborileo de granizo y luego la lluvia lenta y fría.

Cuando se despertó de nuevo era aún de noche pero ya no llovía. Una luz humosa allá en el valle. Se levantó y caminó por la loma. Una bruma de fuego que se extendía varios kilómetros. Se puso en cuclillas y observó. Le llegó el olor de humo. Se humedeció un dedo y lo puso al viento. Cuando se levantó y dio media vuelta para volver, la lona estaba iluminada por dentro porque el chico se había despertado. Ubicada allí en la oscuridad, la forma frágil y azul parecía el emplazamiento de los últimos aventureros en los confines del mundo. Algo prácticamente inexplicable. Y lo era.

Todo el día siguiente viajaron a través de la cambiante neblina de humo. En las cañadas el humo elevándose del suelo como grupos de velas paganas. Hacia el anochecer llegaron a un lugar donde el fuego había cruzado la carretera y el macadán estaba todavía caliente y un poco más allá empezó a ablandarse bajo sus pies. El alquitrán caliente succionándoles los zapatos, dejando unas franjas finas a medida que pisaban. Se detuvieron. Tendremos que esperar, dijo.

Volvieron sobre sus pasos y acamparon en la carretera misma y cuando se pusieron en marcha a la mañana siguiente el macadam se había enfriado. Al rato encontraron unas huellas grabadas en el alquitrán. Aparecieron tal cual de repente. Él se acuclilló para examinarlas. Alguien había salido del bosque durante la noche y había continuado por la calzada derretida. ¿Quién es?, dijo el chico.

No lo sé. ¿Quién es nadie?

Le dieron alcance. Caminaba despacio arrastrando ligeramente una pierna y se detenía de vez en cuando allí encorvado y vacilante antes de seguir andando.

¿Qué hacemos, papá?

No pasará nada. Vamos a seguirle y ya se verá.

Echamos un vistazo, dijo el chico.

Eso. Echamos un vistazo.

Lo siguieron durante un buen trecho pero al paso que llevaba les estaba haciendo perder el día y finalmente el hombre se sentó en el asfalto y ya no volvió a levantarse. El chico se colgó de la chaqueta de su padre. Nadie dijo nada. Estaba tan quemado como la comarca, sus ropas chamuscadas y negras. Un ojo lo tenía cerrado por la quemadura y sus cabellos eran apenas una peluca sarnosa de ceniza sobre su cráneo ennegrecido. Cuando pasaron el hombre bajó la vista. Como si hubiera hecho algo mal. Sus zapatos estaban atados con alambre y cubiertos de alquitrán. El hombre se quedó sentado en silencio, harapiento y doblado hacia delante. El chico se volvía a cada momento. Papá, susurró, ¿qué le pasa a ese hombre?

Lo ha alcanzado un rayo.

¿No podemos ayudarle, papá?

No. No podemos.

El chico seguía tirándole de la chaqueta. Papá, dijo.

Basta ya.

¿No podemos ayudarle?

No. No podemos. No se puede hacer nada por él.

Siguieron adelante. El chico lloraba. No dejaba de mirar atrás. Cuando llegaron al pie de la colina el hombre se detuvo y le miró y miró carretera arriba. El quemado había caído al suelo y a tanta distancia ni siquiera se veía qué era. Lo siento, dijo, pero no tenemos nada para darle. No hay modo de echar una mano. Siento lo que le ha pasado pero nosotros no podemos arreglarlo. Comprendes, ¿verdad? El chico permaneció cabizbajo. Asintió con la cabeza. Después continuaron andando y ya no volvió a mirar atrás.

De anochecida la luz opaca y sulfurosa de los incendios, agua estancada en las cunetas negras por la escorrentía. Las montañas envueltas como en una mortaja. Por un puente de hormigón cruzaron un río donde madejas de ceniza y fango líquido se movían despacio en la corriente. Trocitos carbonizados de madera. Al final pararon y dieron media vuelta para acampar debajo del puente.

Él había llevado su cartera encima hasta que le hizo un agujero con forma de ángulo en el pantalón. Luego un día se sentó en el arcén y sacó la cartera y examinó lo que llevaba dentro. Un poco de dinero, tarjetas de crédito. Su permiso de conducir. Una foto de su mujer. Lo fue colocando todo sobre el asfalto. Como naipes de una partida. Arrojó a la espesura el pedazo de cuero negro de sudor y se quedó sentado con la fotografía en la mano. Luego la depositó también en la carretera; se puso de pie y reanudaron la marcha.

Por la mañana permaneció tumbado mirando los nidos de arcilla que unas golondrinas habían hecho en las esquinas debajo del puente. Miró al chico pero el chico se había dado la vuelta y estaba mirando hacia el río.

No podríamos haber hecho nada.

El chico no respondió.

Se va a morir. No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también.

Ya lo sé.

¿Y cuándo piensas hablarme otra vez?

Ahora estoy hablando.

¿Seguro?

Sí.

Vale.

Vale.

Desde la orilla opuesta de un río lo llamaban a voces. Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía. Caminando por el lecho seco de un mar mineral agrietado y roto como un plato caído. Senderos de fuego feral en las coaguladas arenas. Las siluetas imprecisas en la lejanía. Despertó y se quedó tumbado en la oscuridad.

Los relojes se pararon a la 1.17. Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. Se levantó y fue a la ventana. ¿Qué pasa?, dijo ella. Él no respondió. Entró en el cuarto de baño y pulsó el interruptor de la luz pero ya no había corriente. Un fulgor rosado en la luna de la ventana. Hincó una rodilla y levantó la palanca para tapar la bañera y luego abrió los dos grifos a tope. Ella estaba en el umbral en camisón, agarrada a la jamba, sosteniéndose la barriga con una mano. ¿Qué es?, dijo. ¿Qué pasa?

No lo sé.

¿Por qué te bañas?

Yo no me baño.

En aquellos primeros años había despertado una vez en mitad de un bosque pelado y se había quedado escuchando las bandadas de aves migratorias que pasaban en aquella penetrante oscuridad. Sus chirridos en sordina a varios kilómetros de altura, volando en círculo alrededor de la tierra con la insensatez de un tropel de insectos sobre el borde de un tazón. Les deseó una rápida travesía hasta que se perdieron de vista. No volvió a oírlas nunca más.

Tenía una baraja de cartas que encontró en el cajón de una cómoda en una casa y las cartas estaban gastadas y ahusadas y no había dos de tréboles pero aun así jugaban a veces a la luz de la lumbre envueltos en sus mantas. Intentaba recordar las reglas de juegos infantiles. Old Maid. Alguna versión del whist. Estaba seguro de que no lo hacían bien y se inventó nuevos juegos y les puso nombres inventados. Cañuela Atípica o Vomitona Gatuna. A veces el niño le hacía preguntas acerca del mundo que para él no era ni siquiera un recuerdo. Se esforzaba mucho para responder. No existe pasado. ¿A ti qué te gustaría? Pero dejó de inventarse cosas porque esas cosas tampoco eran verdad y decirlas le hacía sentir mal. El niño tenía sus propias fantasías. Cómo serían las cosas una vez en el sur. Otros niños. Él procuraba no dar rienda suelta a todo esto pero su corazón lo traicionaba. ¿De quién serían hijos esos niños?

Sin listas de cosas que hacer. El día providencia de sí mismo. La hora. No hay después. El después es esto. Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti.

Pensó en la foto de su mujer que había dejado en la carretera y que debería haber intentado conservarla de algún modo en sus vidas pero no sabía cómo. Se despertó tosiendo y se alejó unos pasos para no despertar al niño. Siguiendo a oscuras una pared de piedra, envuelto en la manta, de hinojos en las cenizas como un penitente. Tosió hasta que empezó a notar el sabor de la sangre y dijo el nombre de ella en voz alta. Pensó que quizá lo había pronunciado en sueños. Cuando volvió el chico estaba despierto. Perdona, dijo.

No pasa nada.

Duerme.

Ojalá estuviera con mamá.

Él no dijo nada. Se sentó junto al pequeño arropados en las colchas y las mantas. Al cabo de un rato dijo: Te refieres a que te gustaría estar muerto.

Sí.

No debes decir eso.

Pero lo digo.

No lo hagas. No es bueno decir esas cosas.

No puedo evitarlo.

Lo sé. Pero procura no hacerlo.

¿Y cómo?

No lo sé.

Somos supervivientes, le dijo desde el otro lado de la lámpara.

¿Supervivientes?, dijo ella.

Sí.

¿Se puede saber de qué demonios hablas? No somos supervivientes. Esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes.

Te lo suplico.

Me da igual. Me da igual si lloras. Para mí no significa nada.

Por favor.

Basta.

Te lo suplico. Haré cualquier cosa.

¿Como qué? Debería haberme decidido hace ya tiempo. Cuando quedaban tres balas en la pistola en lugar de dos. Fui una estúpida. Ya lo hemos hablado un montón de veces. No me he convencido yo sola de esto. Me han convencido a la fuerza. Y no puedo más. Incluso había pensado no decirte nada. Probablemente hubiera sido lo mejor. Tienes dos balas y luego ¿qué? No puedes protegernos. Dices que darías la vida por nosotros pero ¿de qué sirve eso? Si no fuera por ti me lo llevaría conmigo. Sabes que lo haría. Es lo más adecuado.

Estás desvariando.

No, estoy diciendo verdades. Tarde o temprano nos cazarán y nos matarán. A mí me violarán. A él también. Nos van a violar y después de matarnos nos devorarán pero tú no quieres reconocerlo. Tú prefieres esperar a que eso pase. Pues yo no. No puedo. Se quedó allí sentada fumando un tallo enclenque de parra seca como si fuera una especie de extraño cigarro puro. Sosteniéndolo con cierta elegancia, la otra mano sobre sus rodillas recogidas. Ella le miró del otro lado de la pequeña llama. Antes hablábamos de la muerte, dijo. Ya no. ¿Y sabes por qué?

No. No lo sé.

Porque la muerte está aquí. No hay otra cosa de que hablar.

Yo no te abandonaría.

Da igual. Eso no significa nada. Puedes considerarme una pérfida zorra si así lo quieres. Me he echado un nuevo amante. Él puede darme lo que tú no.

La muerte no es ningún amante.

Por supuesto que sí.

Por favor no me hagas esto.

Lo siento.

Yo solo no seré capaz.

Pues no lo hagas. Yo no puedo ayudarte. Dicen que las mujeres sueñan con el peligro que acecha a sus seres queridos y que los hombres sueñan con el peligro que corren ellos mismos. Pero yo no sueño nada. ¿Dices que no eres capaz? Entonces no lo hagas. Así de sencillo. Porque yo ya estoy harta de mi prostituido corazón y lo estoy desde hace tiempo. Hablas de tomar una actitud pero no hay ninguna actitud que tomar. El corazón me lo arrancaron la noche en que él nació, así que ahora no pidas que me dé pena. No hay pena que valga. Es posible que lo consigas. Lo dudo, pero quién sabe. Lo único que puedo decirte es que tú solo no sobrevivirás. Lo sé porque yo nunca habría llegado hasta tan lejos. Una persona que no tuviera a nadie haría bien en apañarse un fantasma más o menos pasable. Insuflarle vida y mimarlo con palabras de amor. Ofrecerle migas de fantasma y protegerlo con su propio cuerpo. Por lo que a mí respecta mi única esperanza es la nada eterna y la deseo con toda mi alma.

Él no dijo nada.

No tienes argumentos porque no los hay.

¿Te despedirás de él?

No.

Espera al menos hasta mañana. Por favor.

Tengo que irme.

Ella se había puesto ya de pie.

Por el amor de Dios. ¿Qué voy a decirle?

No puedo ayudarte.

¿Adónde vas a ir? Si ni siquiera ves.

No me hace falta.

Él se puso de pie. Te lo suplico, dijo.

No. No me despediré. No puedo.

Ella se marchó y la frialdad de la partida fue su regalo final. Lo haría con una hojuela de obsidiana. El mismo le había enseñado cómo. Más afilada que el acero. El borde de un grosor de átomo. Y ella llevaba razón. No había argumentos. Innumerables noches pasadas en vela debatiendo los pros y los contras de la autodestrucción con la seriedad de unos filósofos encadenados al muro de un manicomio. Por la mañana el chico no dijo nada de nada y cuando tuvieron el equipaje hecho y estuvieron listos para echarse a la carretera se volvió y miró hacia donde habían acampado la víspera y dijo: Se ha marchado, ¿verdad? Y él dijo: Sí.

Siempre tan prudente, raramente sorprendida ni por los más descabellados advenimientos. Una creación perfectamente evolucionada para hacer frente a su propio fin. Se sentaron junto a la ventana y cenaron en bata a medianoche a la luz de las velas y vieron arder ciudades a lo lejos. Varias noches después ella paría en la cama de matrimonio a la luz de una lámpara de pila seca. Guantes para fregar los platos. La inverosímil aparición de una pequeña coronilla. Sucio de sangre y con pelo negro y pegajoso. El maloliente meconio. Los gritos de ella no le afectaron nada. Del otro lado de la ventana solo el frío más intenso cada vez, incendios en el horizonte. Sostuvo en alto el canijo cuerpo colorado tan crudo y desnudo y cortó el cordón umbilical con unas tijeras de cocina y envolvió a su hijo en una toalla.

¿Tú tenías amigos?

Sí.

¿Muchos?

Sí. Muchos.

¿Te acuerdas de ellos?

Sí, me acuerdo.

¿Qué les pasó?

Murieron.

¿Todos?

Sí. Todos.

¿Los echas de menos?

Sí.

¿Adónde vamos?

Vamos hacia el sur.

Vale.

Estuvieron todo el día en la larga carretera negra, parando por la tarde para comer frugalmente de sus magras provisiones. El chico sacó su camión de la mochila y trazó carreteras en la ceniza con un palo. El camión avanzaba despacio. El chico hacía ruidos de camión. Casi se podía decir que hacía calor y durmieron sobre la hojarasca con las mochilas por almohada.

Algo lo despertó. Se puso de costado y aguzó el oído. Se incorporó lentamente, la pistola a punto. Miró al chico que dormía y cuando miró otra vez hacia la carretera el primero de ellos estaba ya al alcance de la vista. Dios, susurró. Alargó la mano y sacudió al chico sin dejar de vigilar la carretera. Venían andando trabajosamente por la ceniza balanceando sus encapuchadas cabezas a un lado y a otro. Varios de ellos con máscaras antigás. Uno llevaba un traje especial contra peligro biológico. Sucios y mugrientos. Avanzando despacio con porras en la mano, trozos de tubería. Tosiendo. Entonces le pareció oír un camión diesel en la carretera, detrás del grupo. Rápido, susurró. Deprisa. Se metió la pistola por el cinturón y agarró al chico de la mano y arrastró el carrito entre los árboles y lo volcó donde no fuera tan fácil de ver. El chico estaba paralizado de miedo. Lo atrajo hacia él. Tranquilo, dijo. Tenemos que escapar. No mires atrás. Vamos.

Se cargó las dos mochilas y echaron a correr entre los quebradizos helechos. El chico estaba aterrorizado. Corre, susurró. Corre. Miró hacia atrás. El camión ya estaba a la vista. Hombres de pie en la plataforma mirando al frente. El chico cayó y él lo ayudó a levantarse. Tranquilo, dijo. Vamos.

Vio un espacio entre los árboles que le pareció podía ser una zanja o un desmonte y salieron de la maleza a una vieja calzada. Placas de macadam agrietado asomando entre los montones de ceniza. Hizo que el chico se agachara y permanecieron a la escucha bajo el terraplén, recobrando el aliento. Podían oír el motor diesel allá en la carretera, alimentado con sabe Dios qué combustible. Cuando se incorporó para mirar solo pudo ver la parte superior del camión avanzando por la carretera. Hombres de pie en la caja con teleras, algunos empuñando rifles. El camión pasó de largo y volutas de humo negro penetraron en el bosque. El motor empezó a fallar y a remolonear. Finalmente enmudeció.

Volvió a agacharse y se puso la mano encima de la cabeza. Dios, dijo. Oyeron aquella cosa traquetear y petardear hasta detenerse. Luego solo silencio. Tenía la pistola en la mano, ni siquiera recordaba habérsela sacado del cinturón. Pudieron oír hablar a los hombres. Los oyeron abrir y levantar el capó. Permaneció sentado rodeando al chico con el brazo. Chsss… dijo. Chsss… Al cabo de un rato oyeron que el camión empezaba a rodar. Con ruido sordo y crujiendo como un barco. Probablemente no tenían otra manera de ponerlo en marcha salvo empujar y en esa cuesta no podían imprimirle la velocidad suficiente para que arrancara. Unos minutos después el motor tosió e hipó y volvió a pararse. Estiró la cabeza para mirar y allí estaba uno de ellos, acercándose por la maleza unos seis metros mientras se desabrochaba el cinturón. Se quedaron los dos inmóviles.

Amartilló la pistola y apuntó al hombre y el hombre se quedó allí de pie con una mano al costado, su sucia y arrugada mascarilla pintada inflándose y desinflándose.

Continúa andando.

Miró hacia la carretera.

No te vuelvas. Mírame a mí. Si los llamas eres hombre muerto.

El hombre avanzó, sujetándose el cinturón con una mano. Los agujeros daban fe de su progresiva demacración y en la parte donde solía asentar la hoja de su cuchillo el cuero parecía lacado. Bajó al desmonte y miró el arma y luego miró al chico. Los ojos engolletados de mugre y profundamente hundidos. Como un animal metido en una calavera mirando por los agujeros de los ojos. Llevaba una barba cortada recta a tijera por abajo y un tatuaje en el cuello, un pájaro hecho por alguien con una idea errónea de su apariencia. Era enjuto, nervudo, raquítico. Vestido con un mugriento mono azul y una gorra de pico negra con el logotipo de una empresa desaparecida en la parte delantera.

¿Adónde vais?

Yo iba a cagar.

Adónde vais con el camión.

No lo sé.

¿Cómo que no lo sabes? Quítate la mascarilla.

Se quitó la mascarilla por encima de la cabeza y se quedó con ella en la mano.

En serio que no lo sé, dijo.

¿No sabes adónde vais?

No.

¿Qué combustible lleva el camión?

Diesel.

Cuánto tenéis.

En la plataforma hay tres bidones de doscientos litros.

¿Tenéis munición para esas armas?

El hombre volvió la vista hacia la carretera.

Te he dicho que no miraras.

Sí… Tenemos municiones.

¿De dónde las habéis sacado?

De por ahí.

Mientes. Qué coméis.

Lo que encontramos.

Lo que encontráis.

Sí. Miró al chico. No me dispararás, dijo.

Eso es lo que tú te crees.

Solo te quedan dos balas. Quizá solo una. Y ellos oirán el disparo.

Ellos sí. Tú no.

¿Y eso?

La bala corre más que el sonido. La tendrás metida en el cerebro antes de que puedas oírla. Para oírla necesitarías un lóbulo frontal y cosas con nombres como colículo y gyrus temporal pero de eso ya no tendrás. Se habrá convertido en puré.

¿Eres médico?

No soy nada.

Tenemos a un hombre herido. Le convendría que le echaras una mirada.

¿Te parece que tengo cara de imbécil o qué?

No sé de qué tienes cara.

¿Por qué le estás mirando?

Puedo mirar lo que me pase por las narices.

Te equivocas. Si vuelves a mirarle, disparo.

El chico estaba sentado con ambas manos en lo alto de cabeza y atisbando entre los antebrazos.

Apuesto a que el chico está muerto de hambre. ¿Por qué no venís los dos al camión? A tomar un bocado. No hay necesidad de ser tan duro de pelar.

Vosotros no tenéis nada de comer. Vámonos.

¿Adónde?

Vamos.

Yo no voy a ninguna parte.

Ah, ¿no?

Pues no.

Crees que no te mataré pero estás en un error. Pero lo que haría es llevarte un par de kilómetros por esta carretera y después soltarte. Es toda la ventaja que necesito. No nos encontrarás. Ni siquiera sabrás qué dirección hemos tomado.

¿Sabes lo que pienso?

Qué piensas.

Que estás cagado de miedo.

Soltó el cinturón y este cayó a la calzada con todo lo que llevaba colgando. Una cantimplora. Un viejo zurrón militar. Una funda de cuero para un cuchillo. Cuando levantó la vista el forajido tenía el cuchillo en la mano. Solo había dado dos pasos pero estaba casi entre él y el niño.

¿Qué crees que vas a hacer con eso?

No respondió. Era corpulento pero muy rápido. Se abalanzó sobre el chico y rodó por el suelo y se levantó sujetándolo contra el pecho y con el cuchillo a ras de garganta. El hombre se había echado ya al suelo y se movió a la vez que él y alzó la pistola e hizo fuego sosteniendo el arma con ambas manos y los codos en las rodillas a menos de dos metros de distancia. El hombre cayó instantáneamente hacia atrás y quedó tendido con la sangre manando a borbotones del agujero en la frente. El chico yacía en el regazo del muerto sin la menor expresión en su rostro. Se metió la pistola por el cinturón y se echó la mochila al hombro y levantó al chico del suelo y se lo pasó por encima de la cabeza y con el chico subido a sus hombros echó a correr por la vieja carretera, sujetándolo de las rodillas y el chico agarrado a su frente, cubierto de sangre y mudo como una piedra.

Llegaron a un viejo puente de hierro por donde en tiempos la desaparecida carretera atravesaba un casi desaparecido arroyo. Estaba empezando a toser y apenas si le quedaba resuello con que hacerlo. Saltó de la calzada y se adentró en el bosque. Luego dio media vuelta y se quedó allí jadeante, intentando escuchar. No oyó nada. Cubrió tambaleándose otros quinientos metros y finalmente se dejó caer de rodillas y depositó al chico en las hojas tapizadas de ceniza. Limpió su cara de sangre y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Ya pasó.

En el largo y frío crepúsculo con la oscuridad cerniéndose sobre ellos los oyó una sola vez. Abrazó al chico. Tenía la tos metida en la garganta y no se le iba. El chico tan frágil y delgado, temblando como un perro bajo la chaqueta. Los pasos en la hojarasca se detuvieron. Luego continuaron. No hablaban ni se llamaban los unos a los otros, más siniestros por ello todavía. Con la noche ya cerrada el frío metálico se impuso y ahora el chico temblaba violentamente. No salió luna mas allá de las tinieblas y no había adónde ir. Tenían una única manta en la mochila y la sacó para tapar al chico y se bajó la cremallera de la parka y lo estrechó contra su pecho. Yacieron allí largo rato pero estaban helados y al final él se incorporó. Tenemos que seguir, dijo. No podemos quedarnos aquí. Miró en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.

Llevó al chico cogido de la mano mientras cruzaban el bosque dando tumbos. La otra mano la llevaba tendida al frente. No habría visto menos con los ojos cerrados. El chico iba envuelto en la manta y él le dijo que si se le caía ya no la iban a encontrar. Quería que lo llevara en brazos pero el hombre le dijo que no podían detenerse. Toda la noche a trompicones por el bosque poco antes del alba el chico se cayó y ya no pudo levantarse. Lo arropó con su propia parka y lo envolvió en la manta y se sentó abrazado a él, meciéndose adelante y atrás. En el revólver un solo cartucho. No afrontarás la verdad. Eres incapaz.

A la luz mezquina que pasaba por día puso al chico en la hojarasca y se quedó sentado mirando el bosque. Cuando hubo un poco más de claridad se levantó y caminó abriendo un perímetro en torno a su primitivo campamento en busca de panales pero aparte de sus propias huellas apenas dibujadas en la ceniza no vio nada. Volvió e incorporó al chico. Tenemos que irnos, dijo. El chico se quedó allí sentado, hecho un guiñapo, su rostro desprovisto de expresión. La suciedad seca en su pelo y la cara con churretes de lo mismo. Háblame, le dijo pero el chico no le habló.

Fueron hacia el este entre los árboles muertos todavía en pie. Pasaron frente a una vieja casa de madera y cruzaron una parcela de tierra. Una parcela desbrozada que en otro tiempo quizá había sido una huerta. Parándose de vez en cuando para escuchar. El sol escondido no proyectaba sombras. Se toparon inesperadamente con la carretera y con una mano hizo parar al chico y se acurrucaron en la cuneta como leprosos. Escucharon. Ni un soplo de viento. Silencio absoluto. Al cabo de un rato se levantó y salió a la calzada. Miró al chico. Vamos, dijo. El chico se acercó y el hombre señaló con el dedo las huellas que el camión había dejado en la ceniza al alejarse. El chico se quedó de pie envuelto en la manta mirando la carretera.

No tenía manera de saber si habían conseguido poner en marcha el camión. Ni tampoco cuánto tiempo estarían dispuestos a permanecer emboscados. Se bajó la mochila del hombro y se sentó y la abrió. Necesitamos comer, dijo. ¿Tienes hambre? El chico negó con la cabeza.

No. Claro. Sacó la botella de plástico de agua y desenroscó el tapón y se la tendió al chico y este bebió un poco. Bajó la botella para respirar y se sentó en la carretera con las piernas cruzadas y bebió otra vez. Luego le devolvió la botella y el hombre bebió también y enroscó el tapón y hurgó en la mochila. Comieron una lata de alubias, pasándosela el uno al otro, y el hombre arrojó la lata vacía al bosque. Luego se pusieron de nuevo en marcha por la carretera.

Los del camión habían acampado en la carretera misma. Habían encendido fuego y unos zoquetes carbonizados de leña habían quedado pegados al alquitrán junto con huesos y ceniza. Se agachó y extendió la mano sobre el alquitrán derretido. Despedía calorcillo. Se incorporó y miró carretera abajo. Luego se llevó al chico hacia el bosque. Quiero que esperes aquí, dijo. No estaré lejos. Podré oírte si me llamas.

Llévame contigo, dijo el chico. Parecía a punto de echarse a llorar.

No. Quiero que esperes aquí.

Por favor, papá.

Basta. Haz lo que te digo. Coge la pistola.

Yo no quiero la pistola.

No te he preguntado si la querías. Cógela.

Caminó por el bosque hasta el lugar donde habían dejado el carrito. Seguía allí pero estaba saqueado. Las pocas cosas que quedaban yacían esparcidas por la hojarasca. Algunos libros y juguetes del chico. Sus zapatos viejos y algunos harapos. Puso el carrito derecho y metió dentro las cosas del chico y lo empujó hasta la carretera. Luego volvió atrás. Allí no había nada. Sangre seca oscura en la hojarasca. La mochila del chico había desaparecido. De regreso encontró los huesos y la piel todo en una pila con piedras encima. Un charco de vísceras. Empujó los huesos con la puntera del zapato. Parecía que le hubieran hervido. Ni rastro de ropa. Anochecía de nuevo y hacía ya mucho frío. Dio media vuelta y fue hasta adonde había dejado al chico esperando y se arrodilló y lo rodeó con sus brazos.

Empujaron el carrito por el bosque hasta la carretera vieja y lo dejaron allí y se dirigieron al sur por la calzada huyendo de la oscuridad. El chico iba dando tumbos de tan cansado como estaba y el hombre lo agarró y se lo subió a los hombros y siguieron adelante. Para cuando llegaron al puente apenas había ya luz. Se bajó al chico y descendieron a tientas por el terraplén. Una vez debajo del puente sacó su mechero y lo encendió y paseó la trémula llama por encima del suelo. Arena y grava escupidas por el arroyo. Dejó la mochila en tierra y apagó el encendedor y agarró al chico por los hombros. Apenas si le veía con tanta oscuridad. Quiero que esperes aquí, dijo. Voy a buscar leña. Es preciso encender fuego.

Tengo miedo.

Lo sé. No me alejaré mucho y podré oírte, de modo que si te entra miedo me llamas y yo vendré enseguida.

Estoy muy asustado.

Cuanto antes me vaya antes volveré y así encenderemos fuego y ya no tendrás que temer por nada. No te tumbes. Si te tumbas te quedarás dormido y si yo llamo no me contestarás y no podré encontrarte. ¿Has entendido?

El chico no respondió. Él estaba ya a punto de enfadarse cuando se dio cuenta de que el chico sacudía la cabeza en la oscuridad. Bueno, dijo. Bueno.

Subió por el terraplén y se metió en el bosque llevando ambas manos al frente. Había leña por todas partes, ramas y tronquitos secos esparcidos por el suelo. Fue haciendo un montón con el pie y cuando le pareció suficiente se agachó y recogió las ramas y llamó al chico y el chico le contestó y le guió con su voz hasta el puente. Se sentaron a oscuras mientras él mondaba ramas grandes con la navaja y partía las pequeñas a mano. Se sacó el encendedor del bolsillo y accionó la rueda con el pulgar. Era un encendedor de gasolina y la gasolina produjo una frágil llama azul y una vez prendida la leña vio crecer el fuego entre el trenzado. Apiló más leña y se inclinó para soplar en la base de la pequeña hoguera y acomodó la leña con sus manos, dando así forma al fuego.

Hizo otros dos viajes al bosque, arrastrando broza y ramas hasta el puente y tirándolas desde allí abajo. Veía el resplandor de la lumbre desde cierta distancia pero no creyó que desde la otra carretera pudiera verse. Bajo el puente vislumbró una oscura poza de agua estancada entre las rocas. Un borde de hielo en pendiente. Tiró la última pila de leña desde el puente y su aliento se volvió blanco en el resplandor de la lumbre.

Se sentó en la arena e hizo inventario de lo que había en la mochila. Los prismáticos. Una botella de cuarto de gasolina casi llena. La botella de agua. Unos alicates. Dos cucharas. Lo colocó todo en fila. Había cinco latas pequeñas de comida; eligió una de salchichas y otra de maíz y las abrió con el pequeño abrelatas del ejército y las colocó al borde del fuego; se quedaron mirando cómo las etiquetas se enroscaban e iban chamuscándose. Cuando el maíz empezó a echar humo sacó las latas del fuego con los alicates y se pusieron a comer despacio doblados sobre las latas con sus cucharas. El chico cabeceaba de sueño.

Cuando hubieron comido llevó al chico al guijarral de debajo del puente y apartó el hielo delgado de la orilla con un palo; se pusieron de rodillas y le lavó al chico la cara y el pelo, el agua estaba tan fría que el chico lloró. Bajaron por el guijarral en busca de agua dulce y le lavó el pelo otra vez lo mejor que pudo pero tuvo que dejarlo porque el chico estaba gimiendo de frío. Lo secó con la manta, arrodillado al resplandor de la luz con la sombra del armazón inferior del puente quebrado sobre el palenque de troncos de árbol que había más allá del arroyo. Este es mi niño, dijo. Le limpio el pelo de sesos de muerto. Es mi trabajo. Luego lo envolvió en la manta y lo llevó junto al fuego.

El chico se tambaleaba sentado. El hombre vigiló que no se venciera hacia las llamas. Hizo unos hoyos en la arena para acomodar las caderas y los hombros del chico cuando se acostara y se sentó abrazándolo mientras le alborotaba el pelo delante de la lumbre para secárselo. Todo ello como en un antiguo ungimiento. Que así sea. Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida.

El frío lo despertó por la noche y se levantó y partió más leña para la lumbre. Las pequeñas ramas ardiendo de un naranja incandescente en las brasas. Sopló para avivar el fuego y apiló la leña y se sentó con las piernas cruzadas, apoyado en el pilar del puente. Gruesos bloques de piedra caliza colocados sin mortero. En lo alto la carpintería de hierro teñida de marrón por la herrumbre, los remaches, las vigas y las traviesas de madera. La arena sobre la que se había sentado estaba tibia al tacto pero la noche más allá del fuego era cortante de puro frío. Se levantó y arrastró más leña debajo del puente. Se quedó escuchando. El chico no cambió de postura. Se sentó a su lado y acarició sus pálidos cabellos enmarañados. Cáliz de oro, bueno para albergar a un dios. No me digas cómo acaba la historia, por favor. Cuando dirigió la vista más allá del puente hacia lo oscuro estaba nevando.

Toda la leña que tenían para quemar era pequeña y el fuego no aguantó más de una hora o tal vez un poco más. Arrastró lo que quedaba de broza hasta debajo del puente y la partió, poniéndose de pie en las ramas y rompiéndolas a trozos. Pensó que el ruido despertaría al chico pero no fue así. La leña húmeda siseaba en las llamas, la nieve continuaba cayendo. Por la mañana verían si había o no huellas en la carretera. Ese era el primer ser humano aparte del chico con quien había hablado en más de un año. Mi hermano a fin de cuentas. Las especulaciones de reptil en sus ojos fríos y movedizos. Los dientes grises y podridos. Mazacote de carne humana. Que ha hecho con cada palabra del mundo una mentira. Cuando volvió a despertar ya no nevaba y el granulado amanecer estaba moldeando el bosque desnudo más allá del puente, los árboles negros contra el fondo de nieve. Estaba acurrucado con las manos entre las rodillas y se incorporó y encendió el fuego y puso una lata de remolacha sobre los rescoldos. El chico permaneció acurrucado en el suelo observándolo.

Había una ligera capa de nieve por todo el bosque, sobre las ramas y ahuecada en las hojas, todo ello gris ya por la ceniza. Anduvieron hasta donde habían dejado el carrito y él metió dentro la mochila y lo empujó hasta la carretera. No había huellas. Se quedaron escuchando en medio del silencio total. Luego echaron a andar por la nieve gris a medio derretir de la carretera, el chico a su lado con las manos metidas en los bolsillos.

Caminaron penosamente durante el día, el chico en silencio. A media tarde la nieve se había derretido del todo y al anochecer ya estaba seco. No se detuvieron. ¿Cuántos kilómetros? Quince, veinte. Antes jugaban al tejo en la carretera con cuatro arandelas metálicas grandes que habían encontrado en una ferretería, pero habían desaparecido con todo lo demás. Aquella noche acamparon en una quebrada e hicieron fuego junto a un pequeño risco y comieron la última lata de comida que les quedaba. Él la había guardado porque era la favorita del chico, alubias con tocino. La vieron burbujear sobre las brasas y él recuperó la lata con los alicates y comieron en silencio. Enjuagó con agua la lata ya vacía y se la dio a beber al chico y eso fue todo. Debería haber tenido más cuidado, dijo.

El chico guardó silencio.

Tienes que hablarme.

Vale.

Querías saber qué pinta tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mano encima. ¿Lo entiendes?

Sí.

Se quedó allí sentado con la manta por capucha. Al cabo de un rato levantó la vista. ¿Todavía somos los buenos?, dijo.

Sí. Todavía somos los buenos.

Y lo seremos siempre.

Sí. Siempre.

Vale.

Al día siguiente salieron de la quebrada y tomaron de nuevo la carretera. Le había hecho una flauta al chico con un trozo de caña de la cuneta y se la sacó de la parka para dársela. El chico la cogió sin decir palabra. Al cabo de un rato se quedó un poco rezagado y minutos después el hombre oyó que tocaba. Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la Tierra, surgida de las cenizas de su devastación. El hombre se volvió y le miró. Estaba sumamente concentrado. El hombre pensó que parecía un triste y solitario niño huérfano anunciando la llegada al condado de un espectáculo ambulante, un niño que no sabe que a su espalda los actores han sido devorados por lobos.

Se sentó cruzado de piernas en la hojarasca en la cumbre de un cerro y exploró el valle con los prismáticos. La forma todavía moldeada de un río. Chimeneas de ladrillo oscuro de una fábrica. Tejados de pizarra. Una vieja arca de agua hecha de tablones sujetos con cinchos. Ni humo ni señales de vida. Bajó los gemelos y se quedó sentado mirando.

¿Qué se ve?, dijo el chico.

Nada.

Le pasó los gemelos. El chico se colgó la correa del cuello y se llevó los prismáticos a los ojos y ajustó el enfoque. Todo tan quieto en todas partes.

Veo humo, dijo.

Dónde.

Detrás de aquellos edificios.

¿Qué edificios?

El chico le pasó los prismáticos y el hombre reajustó el enfoque. Una espiral a duras penas visible. Sí, dijo. Veo el humo.

¿Qué debemos hacer, papá?

Creo que deberíamos ir a echar un vistazo. Pero tendremos cuidado. Si es una comuna tendrán barricadas, pero tal vez solo sean refugiados.

Como nosotros.

Sí. Como nosotros.

¿Y si resultan que son los malos?

Habrá que arriesgarse. Hay que encontrar algo para comer.

Dejaron el carrito en el bosque y cruzaron una vía de tren y descendieron por un empinado terraplén entre hiedra negra. Él llevaba la pistola en la mano. No te apartes de mí, dijo. El chico obedeció. Batieron las calles como zapadores. De manzana en manzana. En el aire un ligero olor a humo de leña. Esperaron en un comercio y vigilaron la calle pero no vieron moverse nada. Pasaron entre la basura y los escombros. Cajones tirados al suelo, papeles y cajas de cartón hinchadas. No encontraron nada. Todas las tiendas fueron desvalijadas años atrás, casi no quedaba cristal en las ventanas. Dentro tan oscuro que casi no se veía nada. Subieron los peldaños estriados de una escalera mecánica, el chico cogido de su mano. Unos cuantos trajes polvorientos colgando de un perchero. Buscaban zapatos pero no vieron un solo par. Revolvieron entre la basura pero allí no había nada que les sirviera. De regreso el hombre arrancó las americanas de sus colgadores y las sacudió y se las cargó dobladas en un brazo. Vamos, dijo.

Pensó que en algo no se habrían fijado pero no era así. Apartaron desperdicios a puntapiés en los pasillos de un supermercado. Envoltorios y papeles viejos y la sempiterna ceniza. Registró los estantes en busca de vitaminas. Abrió la puerta de un congelador empotrado pero el hedor acre de los muertos irrumpió de la oscuridad y le hizo cerrar enseguida. Salieron a la calle. Él levantó la vista hacia el cielo gris. El aliento les humeaba. El chico estaba rendido. Lo cogió de la mano. Hemos de seguir mirando, dijo. Hemos de mirar un poco más.

No ofrecían mucho más las casas de las afueras del pueblo. Entraron en una por la parte de atrás y empezaron a buscar en los armarios de la cocina. Las puertas de los armarios todas abiertas. Una lata de levadura en polvo. Se la quedó mirando. En el comedor registraron los cajones de una alacena. Entraron a la sala de estar. Trozos del empapelado de las paredes como pergaminos antiguos en el suelo. Dejó al chico sentado en la escalera con los trajes mientras él subía.

Todo olía a húmedo y a podrido. En el primer dormitorio un cadáver reseco con la colcha subida hasta el cuello. Vestigios de pelo putrefacto en la almohada. Agarró la manta por la punta inferior y la retiró de la cama y la sacudió y se la puso doblada bajo el brazo. Miró en las cómodas y los armarios. Un vestido fino en una percha de alambre. Nada. Volvió a bajar. Estaba anocheciendo. Cogió al chico de la mano y salieron a la calle por la puerta principal.

Una vez en lo alto de la colina estudió el pueblo. La noche cayendo a marchas forzadas. Oscuridad y frío. Puso dos americanas sobre los hombros del chico, envolviéndolo con parka y todo.

Me muero de hambre, papá.

Ya lo sé.

¿Podremos encontrar nuestras cosas?

Sí. Sé dónde están.

¿Y si alguien las ve?

Nadie las va a ver.

Ojalá.

Descuida. Vamos.

¿Qué ha sido eso?

Yo no he oído nada.

Escucha.

No oigo nada.

Escucharon de nuevo. Finalmente oyó ladrar un perro en la lejanía. Se volvió y miró hacia el pueblo calado en la oscuridad. Es un perro, dijo.

¿Un perro?

Sí.

¿De dónde ha salido?

No lo sé.

No vamos a matarlo, ¿verdad, papá?

No. No vamos a matarlo.

Miró al chico, que tiritaba bajo las prendas. Se inclinó y le dio un beso en su frente mugrienta. No le haremos daño al perro, dijo. Te lo prometo.

Durmieron dentro de un coche bajo un paso elevado tapado con las americanas y la manta. En medio de la oscuridad y en silencio vio lucecitas que aparecían al azar en el retículo de la noche. Las plantas superiores de los edificios estaban a oscuras. Tendrías que subir agua. Podrías ponerte al descubierto. ¿Qué comían? Sabe Dios. Se sentaron envueltos en las americanas mirando por la ventanilla. ¿Quiénes son, papá?

No lo sé.

Despertó por la noche y se quedó a la escucha. No conseguía recordar dónde estaba. La idea le hizo sonreír. ¿Dónde estamos?, dijo.

¿Qué pasa, papá?

Nada. Estamos a salvo. Duerme.

Todo va a ir bien, ¿verdad, papá?

Sí. Todo irá bien.

Y no nos va a pasar nada malo.

Desde luego que no.

Porque nosotros llevamos el fuego.

Así es. Porque llevamos el fuego.

Por la mañana caía una lluvia fría. Las ráfagas alcanzaban el coche incluso debajo del paso elevado y se veía bailotear la lluvia en la carretera. Se quedaron sentados mirando a través del agua por el parabrisas. Cuando por fin amainó había transcurrido ya la mayor parte del día. Dejaron las americanas y la manta en el suelo del asiento de atrás y tomaron la carretera para ir a registrar más casas. Humo de leña en el aire húmedo. Ya no volvieron a oír ladridos.

Encontraron algunos utensilios y varias prendas de ropa. Una sudadera. Un plástico que podían utilizar como toldo. Él tenía la certeza de que los estaban observando pero no vio a nadie. En una despensa hallaron parte de un saco de harina de maíz que las ratas habían visitado hacía mucho tiempo. Tamizó la avena con un trozo de mosquitera rota y reunió un puñado de excrementos secos y encendieron fuego en el porche de cemento de la casa e hicieron tortas con el maíz y las tostaron sobre un pedazo de hojalata. Luego las fueron comiendo despacio una a una. Envolvió las que quedaron en un pedazo de papel y las metió en la mochila.

El chico estaba sentado en los escalones cuando vio moverse algo en la parte de atrás de la casa de enfrente. Una cara le estaba mirando. Un niño más o menos de su edad, envuelto en un chaquetón de lana varias tallas grande y con las mangas recogidas. Se puso de pie. Cruzó corriendo la calzada y se metió en el camino particular. Allí no había nadie. Miró hacia la casa y luego cruzó el jardín entre maleza seca hasta un arroyo todavía negro. Vuelve, dijo en voz alta. No te haré daño. Estaba allí de pie llorando cuando su padre llegó a la carrera y lo agarró del brazo.

¿Qué haces?, le dijo entre dientes. ¿Qué haces?

Hay un niño, papá. Hay un niño.

No hay ningún niño. ¿Se puede saber qué haces?

Sí que lo hay. Yo le he visto.

Te dije que no te movieras. ¿No es cierto? Ahora tenemos que marcharnos. Vamos.

Solo quería verle, papá. Solo quería verle.

El hombre lo cogió por el brazo y regresaron por el jardín. El chico no paraba de llorar y no paraba de mirar atrás. Vamos, dijo el hombre. Tenemos que irnos.

Quiero verle, papá.

No hay nada que ver aquí. ¿Es que quieres morir? ¿Es eso lo que quieres?

Me da lo mismo, dijo el chico, sollozando. Me da lo mismo.

El hombre se detuvo. Se detuvo y se puso en cuclillas y lo abrazó. Lo siento, dijo. No digas eso. No debes decir esas cosas.

Desandaron el camino por las calles mojadas hasta el viaducto y recogieron las americanas y la manta del coche y siguieron hasta el terraplén. Subieron por él y cruzaron la vía en dirección al bosque y cogieron el carrito y se dirigieron a la carretera principal.

¿Y si ese niño no tiene a nadie que cuide de él?, dijo. ¿Y si no tiene papá?

Allí hay gente. Estaban escondidos.

Empujó el carrito hasta la carretera y se quedó allí de pie. Pudo ver las huellas del camión en la ceniza húmeda, débiles y medio borradas, pero allí estaban. Le pareció que podía olerlos. El chico le estaba tirando de la chaqueta. Papá, dijo:

¿Qué?

Tengo miedo por ese niño.

Lo sé, pero no le pasará nada.

Deberíamos ir a buscarlo, papá. Podríamos llevarlo con nosotros. Podríamos ir a buscarlo y llevarnos también el perro. El perro podría encontrar algo de comida.

No puede ser.

Y yo le daría al niño la mitad de mi comida.

Basta. No puede ser.

Estaba llorando otra vez. ¿Qué le pasará al niño?, sollozó. ¿Qué le pasará al niño?

Al atardecer se sentaron en el cruce y él extendió los pedazos del mapa sobre la calzada y los examinó. Señaló con el dedo. Nosotros estamos aquí, dijo. El chico no quiso mirar. Se quedó estudiando la matriz de rutas en rojo y negro con el dedo puesto en el cruce de caminos donde le parecía que se encontraban ahora. Como si los hubiera visto a ellos dos pequeñitos y agachados allí. Podríamos volver, dijo el chico en voz baja. No está tan lejos. No es demasiado tarde.

Acamparon en un coto forestal no lejos de la carretera. No les fue posible encontrar un sitio abrigado donde encender fuego sin que nadie lo viera y no lo encendieron. Comieron cada cual dos de aquellas tortas de maíz y durmieron juntos acurrucados en el suelo bajo las americanas y las mantas. Él abrazó al niño y al cabo de un rato el niño dejó de tiritar y al rato se quedó dormido.

El perro que él recuerda nos siguió a distancia durante dos días. Traté de engatusarlo para que viniera pero el perro no quiso. Hice un lazo con alambre para atraparlo. Había tres cartuchos en la pistola. Ninguno de sobra. El perro, una hembra, se alejó por la carretera. El chico se lo quedó mirando y luego me miró a mí y después al perro y se echó a llorar suplicando por la vida del animal y yo le prometí que no le haría ningún daño. Un perro flaco como una espaldera con pellejo encima. Al día siguiente se había ido. Ese es el perro que él recuerda. No se acuerda de ningún niño pequeño.

Se había guardado en el bolsillo un puñado de pasas envueltas en un paño y a mediodía se sentaron en la hierba seca junto a la carretera y se las comieron. El chico le miró. No hay nada más, ¿verdad?, dijo.

No. Nada más.

¿Ahora nos moriremos?

No.

¿Qué vamos a hacer?

Primero beberemos un poco de agua. Luego seguiremos andando por la carretera.

Vale.

Al atardecer atravesaron un campo tratando de encontrar un sitio seguro donde encender fuego. Tirando del carrito por el terreno. Una región tan poco prometedora. Mañana encontrarían algo que llevarse a la boca. La noche los sorprendió en una carretera embarrada. Se adentraron en un campo y avanzaron despacio hacia un grupo de árboles que se veían pelados y negros en la lejanía contra el poco mundo visible que quedaba. Para cuando llegaron ya era noche cerrada. Cogió al niño de la mano y amontonó con el pie ramas y maleza y encendió lumbre. La leña estaba húmeda pero el hombre rascó la corteza muerta con su cuchillo y puso broza y ramitas a secar junto al fuego. Luego extendió el plástico en el suelo y sacó del carrito las americanas y las mantas y se quitaron los zapatos húmedos y embarrados y se sentaron en silencio con las palmas de las manos vueltas hacia la lumbre. Intentó pensar en algo que decir pero no pudo. No era la primera vez que tenía esta sensación, más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdaderas. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.

Durmieron toda la noche de puro cansancio y por la mañana la lumbre estaba apagada y negra en el suelo. Se calzó los zapatos embarrados y fue a buscar leña, soplando en sus manos abocinadas. Mucho frío. Podía ser noviembre. Quizá más tarde. Encendió fuego y se llegó hasta el borde del coto y contempló el campo. Los sembrados muertos. A lo lejos un granero.

Echaron a andar por la pista de tierra y subieron una loma donde antaño había habido una casa. Había ardido tiempo atrás. La forma oxidada de una caldera en medio del agua negra del sótano. En los sembrados chapas carbonizadas de material para techos allí donde el viento las había tirado. En el granero rescataron del suelo polvoriento de una tolva metálica unos cuantos puñados de un grano que no supo identificar y se los comieron allí de pie con polvo y todo. Luego cruzaron los campos en dirección a la carretera.

Siguieron un muro de piedra al final de lo que quedaba de un huerto. Los árboles en sus esmeradas hileras retorcidos y negros y las ramas caídas a montones en el suelo. Se detuvo y miró más allá de los campos. Viento en el este. La blanda ceniza moviéndose en los surcos. Deteniéndose. Moviéndose de nuevo. Él ya lo había visto antes. Dibujos de sangre seca en los rastrojos y grises vísceras enroscadas allá donde los muertos habían sido destripados como animales y llevados a rastras. Sobre el muro del fondo un friso de cabezas humanas, todas de parecido rostro, resecas y hundidas con la sonrisa rígida y los ojos marchitos. Lucían aros de oro en sus coriáceas orejas y el viento hacía bailar sus escasos y raídos cabellos. Los dientes como empastes en sus alvéolos, los toscos tatuajes grabados con alguna tintura de elaboración casera descoloridos a la pauperizada luz del sol. Arañas, espadas, dianas. Un dragón. Consignas rúnicas, credos mal escritos. Viejas cicatrices con motivos viejos pespunteados en sus bordes. Las cabezas no deformadas a porrazos habían sido desolladas y los meros cráneos pintados y rubricados de parte a parte de la frente a garabatos y una de aquellas calaveras peladas tenía las suturas cuidadosamente entintadas como un plano para montaje. Miró al chico que estaba detrás de él. En pie junto al carrito soportando el viento. Miró la hierba seca que se movía y las hileras de árboles oscuros y retorcidos. Unos jirones de tela que el viento había estampado en el muro, la ceniza tiñéndolo todo de gris. Caminó paralelo al muro echando un último vistazo a las máscaras y cruzó un portillo de escalones y salió a donde el chico le estaba esperando. Le pasó un brazo por los hombros. Bien, dijo. Vámonos.

Le había dado por ver un mensaje en cada ejemplo de la historia tardía, un mensaje y una advertencia, y eso resultó ser este retablo de muertos y devorados. Al despertar por la mañana se dio la vuelta tapado con la manta y miró carretera abajo entre los árboles por donde habían venido, justo a tiempo de ver aparecer a los manifestantes a la tropa. Vestidos con prendas de lo más variado, todos ellos con bufandas rojas alrededor del cuello. Rojas o naranjas, lo más parecido al rojo que pudieron encontrar. Apoyó una mano en la cabeza del chico. Chsss…, dijo.

¿Qué ocurre, papá?

Hay gente en la carretera. No levantes la cabeza. No mires.

El fuego extinguido, sin humo. Nada que pudiera verse del carrito. Se pegó al suelo y miró por encima de su antebrazo. Un ejército con zapatillas deportivas, pisando fuerte. Portando trozos de tubería de tres palmos de largo envueltos en cuero. Fiadores en la muñeca. A algunos de los tubos les habían ensartado tramos de cadena provistos en su extremo de cachiporras de toda clase. Pasaron de largo en ruidoso desfile, balanceándose como juguetes de cuerda. Barbudos, echando un aliento humoso a través de las mascarillas. Chsss…, dijo. Chsss… La falange que los seguía portaba una especie de lanzas adornadas con cintas y borlas, la larga hoja hecha de ballesta de camión alisada a martillazos en alguna tosca fragua de tierra adentro. El chico permanecía tumbado con la cara entre los brazos, presa del pánico. Un ligero temblor de tierra cuando pasaron a unos sesenta metros. Pisando fuerte. Detrás de ellos carros tirados por esclavos con arneses y repletos de mercancía de guerra y más atrás las mujeres, como una docena, algunas de ellas embarazadas, y por último un conjunto adicional de calamitas mal vestidos para el frío y provistos de dogales y enyuntados entre sí. Se alejaron todos. Ellos permanecieron a la escucha.

¿Se han ido, papá?

Sí, se han ido.

¿Los has visto?

Sí.

¿Eran de los malos?

Sí, eran de los malos.

Son muchos, esos malos.

Sí. Pero ya se han ido.

Se pusieron de pie y se sacudieron la ropa, pendientes del silencio en la lejanía.

¿Adónde crees que van, papá?

No lo sé. Están en movimiento y eso es mala señal.

¿Y por qué es mala señal?

Porque sí. Tenemos que coger el mapa y echar una ojeada.

Sacaron el carrito de entre la maleza con que lo habían cubierto y lo enderezó y metió dentro las mantas y las americanas y lo empujaron hasta la carretera y desde allí observaron la retaguardia de aquella andrajosa horda que parecía flotar en el aire convulso como una ilusión óptica.

A media tarde empezó a nevar otra vez. Vieron cómo los copos de color gris claro descendían de la primera y taciturna oscuridad. Siguieron adelante. Una frágil capa de nieve líquida formándose en la oscura superficie de la carretera. El chico se rezagaba a cada momento y el hombre se detuvo para esperarlo. No te separes de mí, dijo.

Andas demasiado deprisa.

Iré más despacio.

Continuaron.

Otra vez no me hablas.

Estoy hablando.

¿Quieres que paremos?

Yo siempre quiero parar.

Hemos de tener más cuidado. Yo he de tener más cuidado.

Ya lo sé.

Pararemos, ¿vale?

Vale.

Solo hace falta encontrar un buen sitio.

Vale.

La nieve caía en cortinas a su alrededor. No se veía nada a ninguno de los dos lados de la carretera. Él estaba tosiendo otra vez y el chico tiritaba, los dos juntos bajo el plástico, empujando el carrito de supermercado por la nieve. Finalmente él se detuvo. El chico temblaba ahora violentamente.

Tenemos que parar, dijo.

Hace mucho frío.

Lo sé.

¿Dónde estamos?

¿Que dónde estamos?

Sí.

No lo sé.

Si estuviéramos a punto de morir ¿me lo dirías?

No sé. Pero no estamos a punto de morir.

Dejaron el carrito puesto del revés en un campo de juncias y él envolvió americanas y mantas en el plástico y partieron. Agárrate a mi chaqueta, dijo. No te sueltes. Recorrieron el campo de juncias hasta un cercado y lo cruzaron sujetando uno el alambre del otro con las manos. El alambre estaba frío y crujía en las grapas. Estaba anocheciendo rápidamente. Siguieron adelante. A lo que llegaron fue a un bosque de cedros, los árboles muertos y negros pero lo bastante enteros aún como para soportar la nieve. Al pie de cada uno un precioso círculo de tierra oscura y humus.

Se instalaron bajo un árbol y apilaron las mantas y las americanas en el suelo y él tapó al chico con una de las mantas y se puso a amontonar las agujas de cedro muertas. Despejó con el pie un trecho en la nieve donde la lumbre no prendiera fuego al árbol y trajo leña de los otros cedros, partiendo luego las ramas y sacudiendo la nieve. Cuando arrimó el encendedor a la estupenda yesca el fuego crepitó al instante y supo que no iba a durar mucho. Miró al chico. He de ir a por más leña, dijo. Estaré por estos andurriales, ¿de acuerdo?

¿Qué son andurriales?

Simplemente quiere decir que no me voy lejos.

Vale.

Había ya medio palmo de nieve en el suelo. Avanzó con dificultad entre los árboles tirando de las ramas caídas que asomaban de la nieve y regresó con una buena brazada pero para entonces lo único que quedaba del fuego era un nido de ascuas temblorosas. Arrojó las ramas al fuego y partió otra vez. Difícil andar sobre aviso. El bosque estaba cada vez más oscuro y la lumbre no iluminaba hasta muy lejos. Si se daba prisa solo se sentía más débil. Cuando miró a su espalda el chico estaba con la nieve a media pierna recogiendo ramas pequeñas y apilándolas sobre sus brazos.

La nieve caía y no dejaba de caer. Se despertó una y otra vez durante la noche y se levantó para reavivar con paciencia el fuego. Había desplegado el toldo y apuntaló uno de los extremos al pie del árbol para ver si podía reflejar el calor. Observó la cara del chico a la luz naranja de la lumbre. Sus mejillas hundidas y tiznadas de negro. Tuvo que contener la rabia. Era inútil. No creía que el chico pudiera continuar mucho más. Aunque dejara de nevar la carretera estaría casi impracticable. La nieve caía a susurros en medio de la quietud y las chispas crecieron y mermaron y se extinguieron en la negrura eterna.

Estaba medio dormido cuando oyó un estruendo en el bosque. Luego otro. Se incorporó. Del fuego quedaban unas llamas dispersas entre los rescoldos. Aguzó el oído. El chasquido seco de ramas al partirse. Después otro estruendo. Alargó el brazo y despertó al chico. Levanta, dijo. Tenemos que irnos.

El chico se quitó el sueño de los ojos frotando con el dorso de las manos. ¿Qué pasa?, dijo. ¿Qué ocurre, papá?

Vamos. Hay que ponerse en marcha.

Pero ¿qué pasa?

Los árboles. Están cayendo.

El chico se incorporó y miró a su alrededor muy espantado.

No te preocupes, dijo el hombre. Vamos. Hay que darse prisa.

Recogió americanas y mantas y las dobló y envolvió todo ello con el plástico. Levantó la cabeza. La nieve se le coló en los ojos. El fuego era poco más que brasa y no daba ninguna luz y la leña casi se había terminado y los árboles estaban cayendo por todas partes en la negrura. El chico se le agarró. Echaron a andar y él trató de encontrar un espacio despejado en la oscuridad pero al final puso el plástico en el suelo y se sentaron cubiertos por las mantas, él abrazando al chico. El ruido sordo de los árboles al caer y de los montones de nieve explotando contra el suelo pusieron el bosque a temblar. Abrazó al chico y le dijo que todo iría bien y que eso pasaría pronto y así fue al cabo de un rato. La escandalera extinguiéndose en la distancia. Y luego otra vez, aislada y muy lejos. Después silencio. Bueno, dijo. Creo que ya está. Cavó un túnel bajo uno de los cedros caídos retirando la nieve con los brazos, sus manos congeladas dentro de las mangas. Llevaron allí las americanas y las mantas y el plástico y al cabo de un rato se durmieron pese al frío intenso.

Al despuntar el día salió de la madriguera apartando el plástico, que la nieve acumulada hacía muy pesado. Se puso de pie y miró en derredor. Había dejado de nevar y los cedros yacían en montículos de nieve y ramas partidas y algunos troncos todavía en pie que se veían desnudos y como quemados en aquel paisaje grisáceo. Caminó como pudo por la nieve acumulada dejando al chico dormido debajo del árbol como un animal en hibernación. La nieve le llegaba casi a las rodillas. En el campo las juncias muertas estaban prácticamente cubiertas y la nieve formaba afilados surcos sobre los alambres del cercado y el silencio era expectante. Se quedó apoyado en una estaca, tosiendo. No tenía idea de dónde podía estar el carrito y pensó que se estaba volviendo tonto y que su cabeza no regía. Concéntrate, dijo. Tienes que pensar. Cuando dio media vuelta para regresar el chico le estaba llamando.

Tenemos que irnos, dijo. No podemos quedarnos aquí. El chico contempló sombríamente el ventisquero.

Vamos.

Caminaron hasta la cerca.

¿Adónde vamos?, dijo el chico.

Tenemos que encontrar el carrito.

Se quedó allí parado, las manos en los sobacos de su parka. Vamos, dijo el hombre. Tienes que caminar.

Vadeó por los campos nevados. La nieve honda y gris. Había ya una capa reciente de ceniza. Consiguió avanzar unos cuantos pasos más y luego se volvió para mirar atrás. El chico había caído. Dejó las mantas y el plástico que llevaba sobre el brazo y fue a recogerlo. El chico ya estaba tiritando. Lo levantó y lo estrechó contra su pecho. Lo siento, dijo. Lo siento.

Localizar el carrito les llevó un buen rato. Lo puso derecho sacándolo de la nieve y cogió la mochila que había dentro, la sacudió y la abrió para guardar una de las mantas. Metió mochila y las americanas y la otra manta dentro de la cesta del carrito y agarró al chico y lo puso encima y le deshizo el nudo de los zapatos y se los quitó. Luego sacó su cuchillo y se puso a cortar una de las americanas para envolver los pies del chico. Utilizó toda la tela y luego cortó unos cuadrados grandes del plástico y los agarró por debajo y envolvió con ellos los tobillos del chico, atándolos con el forro de las mangas de la americana. Retrocedió unos pasos. El chico bajó la vista. Ahora tú, papá, dijo. Arropó al chico con otra americana y luego se sentó en el plástico encima de la nieve y se envolvió él también los pies. Se calentó las manos dentro de la parka luego metió los dos pares de zapatos en la mochila con los prismáticos y el camión de juguete. Sacudió la lona y la dobló y la ató con las otras mantas en lo alto de la mochila y se cargó esta a la espalda y luego echó una última ojeada a la cesta pero eso fue todo. En marcha, dijo. El chico miró por última vez el carrito y luego lo siguió hacia la carretera.

La marcha se hacía más ardua de lo que él había imaginado. En una hora apenas habían recorrido un kilómetro y medio. Se detuvo y miró al chico. El chico se detuvo y esperó.

Tú crees que vamos a morir, ¿verdad?

No sé.

No nos vamos a morir.

Vale.

Pero no me crees.

No sé.

¿Por qué piensas que vamos a morir?

No sé.

Deja de decir no sé.

Vale.

¿Por qué crees que vamos a morir?

No tenemos comida.

Ya encontraremos algo.

Vale.

¿Cuánto tiempo crees que uno puede estar sin comer?

No lo sé.

Pero ¿a ti cuánto te parece?

Quizá unos días.

¿Y luego? ¿Te caes muerto y ya está?

Sí.

Pues no. Se tarda mucho. Tenemos agua. Eso es lo más importante. Sin agua no duras mucho tiempo.

Vale.

Pero tú no me crees.

No lo sé.

Le miró detenidamente. Allí de pie con las manos en los bolsillos de la americana a rayas demasiado grande para él. ¿Tú crees que te miento?

No.

Pero piensas que podría mentir sobre lo de morirnos.

Sí.

De acuerdo. Quizá te mentiría. Pero no nos vamos a morir. Vale.

Examinó el cielo. Algunos días la capa de nubes encenizadas era menos densa y ahora los árboles que flanqueaban la carretera daban una sombra muy tenue sobre la nieve. Siguieron adelante. El chico no iba bien. Se detuvo y le miró los pies y volvió a atar el plástico. Cuando la nieve empezara a fundirse sería muy difícil mantener los pies secos. Paraban a menudo para descansar. Ya no tenía fuerzas para cargar con el niño. Se sentaron encima de la mochila y comieron puñados de nieve sucia. A media tarde estaba empezando a derretirse. Pasaron frente a una casa incendiada, en el patio solo quedaba en pie la chimenea de ladrillo. Estuvieron en la carretera todo el día, si día se le podía llamar. Las pocas horas que duró. Debían de haber cubierto unos cuatro kilómetros.

Pensó que la carretera estaría tan mal que no habría nadie pero se equivocaba. Acamparon casi en la calzada misma y encendieron un gran fuego, acarreando ramas muertas de la nieve y apilándolas sobre las llamas donde sisearon y despidieron vapor. No había modo de impedirlo. Las pocas mantas que tenían no les daban suficiente calor. Procuró no dormirse. De repente se despertaba, incorporándose y palpando a su alrededor en busca de la pistola. El chico estaba muy flaco. Lo observó mientras él dormía. La cara chupada y los ojos hundidos. Una extraña belleza. Se levantó y llevó más leña hasta la lumbre.

Salieron a la carretera. Había huellas en la nieve. Un carro. Algún vehículo con ruedas. Algo con neumáticos de caucho a juzgar por las bandas estrechas. Huellas de bota entre las ruedas. Alguien había pasado de noche rumbo al sur. O de madrugada. Por la carretera a aquellas horas. Se quedó allí de pie pensando en eso. Resiguió el rastro con cuidado. Habían pasado a menos de quince metros del fuego y ni siquiera se habían parado a mirar. Miró en la otra dirección. El chico le observaba.

Tenemos que apartarnos de la carretera.

¿Por qué, papá?

Alguien viene.

¿Los malos?

Sí. Eso me temo.

Podrían ser buenos, ¿no?

No respondió. Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.

¿Qué vamos a hacer, papá?

Nos marchamos.

¿No podemos volver al fuego?

No. Vamos. Seguramente no tenemos mucho tiempo.

Es que me muero de hambre.

Ya lo sé.

¿Qué vamos a hacer?

Tenemos que ocultarnos. Salir de la carretera.

¿Verán nuestras huellas?

Sí.

¿Qué podemos hacer para que no las vean?

No lo sé.

¿Sabrán dónde estamos?

¿Qué?

Si ven nuestras huellas, ¿sabrán dónde estamos?

Se volvió para mirar las grandes pisadas redondas que habían dejado en la nieve.

Se lo imaginarán, dijo.

Luego se detuvo.

Tenemos que pensarlo bien. Volvamos al fuego.

Su idea había sido buscar un sitio en la carretera donde la nieve se hubiera fundido del todo pero luego pensó que como sus huellas no reaparecerían al otro lado no serviría de nada. Apagaron la lumbre a puntapiés de nieve y caminaron entre los árboles describiendo un círculo y volvieron. Se apresuraron dejando un laberinto de huellas y luego se dirigieron otra vez hacia el norte atravesando el bosque sin perder de vista la carretera.

Escogieron aquel sitio simplemente porque era el punto más elevado del itinerario y desde allí tenían una vista de la carretera hacia el norte y del camino por donde habían venido. Extendió la lona sobre la nieve mojada y envolvió al chico en las mantas. Vas a tener frío, dijo. Pero quizá no estaremos aquí mucho rato. No había pasado una hora cuando dos hombres llegaron a paso largo por la carretera. Cuando hubieron pasado se puso de pie para observarlos. Y justo cuando lo hacía los hombres se detuvieron y uno de ellos miró hacia atrás. Se quedó inmóvil. Estaba envuelto en una de las mantas grises y habría sido difícil verle pero no imposible. Dedujo que quizá habían olido el humo. Los hombres hablaron entre sí. Luego siguieron andando. Se sentó. Todo va bien, dijo. Solo tenemos que esperar un poco. Pero creo que todo va bien.

No habían comido nada y dormido muy poco durante cinco días y en semejante estado a las afueras de un pueblo vieron una casa antaño suntuosa encaramada a un promontorio que dominaba la carretera. El chico le tenía cogida la mano. La nieve tanto en el macadán como en los campos y el bosque orientados al sur estaba fundida en su mayor parte. Se quedaron allí parados. Tenían los pies fríos y húmedos pues las bolsas de plástico ya estaban muy gastadas. La casa era alta y señorial, con blancas columnas dóricas en la fachada. Una puerta cochera en un costado. Un camino de grava que subía en curva por un campo de hierba muerta. Las ventanas estaban curiosamente intactas.

¿Qué sitio es este, papá?

Chsss… Quedémonos aquí y escuchemos.

No había nada. El viento agitando los helechos muertos junto a la carretera. Un crujido en la distancia. Puerta o persiana.

Creo que deberíamos ir a ver.

Papá, no subamos.

No pasa nada.

Yo preferiría no subir.

Tranquilo. Tenemos que echar un vistazo.

Se aproximaron despacio por el camino de grava. No había huellas en los trechos ocasionales de nieve a medio fundir. Un seto alto de alheña. Un antiguo nido de pájaros metido allí en el mimbre. Se quedaron en el jardín estudiando la fachada. Los ladrillos caseros como horneados de la misma tierra sobre la que se erguía. La pintura desconchada colgando en largas tiras como seda en rama de las columnas y de los combados cielos rasos. Una lámpara suspendida de una cadena larga en lo alto. El chico se agarró a él mientras subían los escalones. Una de las ventanas estaba ligeramente abierta y un cordón salía de allí y atravesaba el porche para perderse en la hierba. Cogió al chico de la mano y cruzaron el porche. Por aquellas tablas habían transitado esclavos llevando comida y bebida en bandejas de plata. Se acercaron a la ventana y miraron al interior.

¿Y si hay alguien, papá?

Aquí no hay nadie.

Deberíamos irnos, papá.

Tenemos que encontrar algo de comer. No hay otra alternativa.

Podríamos buscar en otra parte.

Todo irá bien. Vamos.

Se sacó la pistola del cinturón y probó de abrir la puerta. Cedió lentamente hacia dentro sobre sus grandes goznes de latón. Se quedaron allí escuchando. Luego entraron a un amplio vestíbulo con baldosas de mármol negras y blancas. Una escalera ancha para subir. En las paredes buen papel Morris con sombras de humedad e hinchado. El techo de escayola estaba abombado formando amplios festones y en la parte alta de las paredes los amarillentos dentículos se arqueaban y combaban. A mano izquierda en la entrada de lo que debía de haber sido el comedor había un gran aparador de nogal. Las puertas y cajones habían desaparecido pero el resto era demasiado grande para quemar. Se quedaron en el umbral. En una ventana de una esquina de la habitación había una gran pila de ropa. Ropa y zapatos. Cinturones. Chaquetas. Mantas y sacos de dormir viejos. Tendría tiempo de sobra después para pensar en ello. El chico se le colgó de la mano. Estaba aterrorizado. Cruzaron el vestíbulo hasta la habitación del fondo y entraron y se quedaron quietos. Era una sala grande con techos el doble de altos que las puertas. Un hogar con ladrillo visto allí donde la repisa de madera y el marco habían sido arrancados y quemados. Había varios colchones y ropa de cama todo bien puestos en el suelo frente al hogar. Papá, susurró el chico. Chsss…, dijo el hombre.

Las cenizas estaban frías. Alrededor unas cacerolas renegridas Se puso en cuclillas y cogió una para olerla y la dejó donde estaba. Se levantó y miró por la ventana. Hierba gris, pisoteada. Nieve gris. El cordón que venía de la ventana estaba atado a un timbre de latón y el timbre estaba fijado a una tosca plantilla de madera que habían clavado a la moldura de la ventana. Cogió al chico de la mano y fueron hasta la cocina por un pasillo estrecho. Basura amontonada por todas partes. Un fregadero manchado de orín. Olor a moho y excrementos. Entraron en un cuartito contiguo, tal vez una despensa.

En el suelo de ese cuarto había una puerta o trampilla y estaba cerrada con un candado grande hecho de láminas de acero superpuestas. Se lo quedó mirando.

Papá, dijo el chico. Vámonos. Papá…

Si está cerrado con llave es por algo.

El chico le tiró de la mano. Estaba a punto de llorar. Papá, dijo.

Necesitamos comer.

Yo no tengo hambre, papá. En serio.

Tenemos que encontrar algo para hacer palanca.

Salieron por la puerta de atrás, el chico aferrado a él. Se metió la pistola por dentro del cinturón y estudió el patio con la mirada. Había un sendero hecho de ladrillo y la forma nervuda y retorcida de lo que en tiempos había sido una hilera de boj. En el jardín había una vieja grada de hierro apoyada en unos pilares de ladrillos superpuestos y alguien había metido entre sus dientes un caldero de hierro colado de ciento cincuenta litros como los que se usaban antes para fundir grasa de cerdo. Debajo había cenizas de un fuego y leños renegridos. Más allá un pequeño carro con neumáticos. Todas estas cosas las vio y no las vio. Al fondo del patio había un ahumadero de madera y un cobertizo. Fue hacia allá medio arrastrando al chico y se puso a hurgar entre las herramientas metidas en un barril bajo el techo del cobertizo. Escogió una pala de mango largo y la sopesó. Vamos, dijo.

De nuevo en la casa utilizó el filo de la pala para cortar alrededor del picolete del cerrojo y finalmente hincó la pala debajo del picolete e hizo palanca. Estaba atornillada a la madera y la cosa salió de golpe, con cerradura y todo. Introdujo la hoja de la pala a puntapiés bajo las tablas y paró y sacó su encendedor.

Luego se puso derecho sobre la espiga de la pala y levantó el canto de la trampilla y se inclinó para agarrarla. Papá, susurró el chico.

Se detuvo. Escúchame bien, dijo. Ya basta. Nos estamos muriendo de hambre, ¿entiendes? Luego levantó la trampilla y la abrió del todo dejándola caer al suelo.

Tú espera aquí, dijo.

Voy contigo.

Pensaba que tenías miedo.

Tengo miedo.

Está bien. Ponte detrás y no te apartes de mí.

Miró los escalones de madera basta que bajaban. Agachó la cabeza y luego encendió el mechero y paseó la llama por la oscuridad como una ofrenda. Frío y humedad. Un hedor infame. El chico se le agarró a la chaqueta. Se veía parte de una pared de piedra. Suelo de arcilla. Un colchón viejo con manchas oscuras. Se agachó y bajó otro escalón con el encendedor al frente. Acurrucados junto a la pared del fondo había hombres y mujeres desnudos, todos tratando de ocultarse, protegiéndose el rostro con las manos. En el colchón yacía un hombre al que le faltaban las dos piernas hasta la cadera, los muñones quemados y ennegrecidos. El olor era insoportable. Cielo santo, susurró.

Entonces uno a uno volvieron la cabeza y parpadearon a la miserable luz. Ayúdenos, dijeron en voz baja. Por favor, ayúdenos.

Dios, dijo él. Oh, Dios.

Agarró al chico. Date prisa, le dijo. Date prisa.

Se le había caído el encendedor. No había tiempo para buscarlo. Empujó al chico escaleras arriba. Ayúdenos, decían ellos.

Deprisa.

Una cara barbuda apareció al pie de la escalera. Por favor, dijo en voz alta. Por favor.

Deprisa. Rápido, por el amor de Dios.

De un fuerte empujón sacó al chico por la trampilla. Salió él también y luego asió la puerta y la cerró dejándola caer de golpe y se volvió para levantar al chico del suelo donde había quedado despatarrado pero el chico estaba ya de pie ejecutando su pequeña danza del terror. Quieres hacer el favor de darte prisa, dijo entre dientes. Pero el chico no dejaba de señalar algo que había fuera de la ventana y cuando miró hacia allí se quedó paralizado. Cuatro barbudos y dos mujeres venían hacia la casa atravesando el campo. Agarró al chico de la mano. Dios mío, dijo. Corre. Corre.

A la carrera por la casa hasta la puerta principal y escalones abajo. Cuando iban por la mitad del camino de grava tiró del chico hacia el campo. Se volvió para mirar atrás. Estaban parcialmente resguardados por los restos de la alheña pero sabía que tenían unos minutos a lo sumo y quizá ni siquiera eso. Al final del campo se precipitaron a unos carrizos secos y de allí salieron a la carretera y cruzaron hacia el bosque del otro lado. Agarró con más fuerza todavía la muñeca del chico. Corramos, susurró. Tenemos que correr. Miró hacia la casa pero no pudo ver nada. Si estaban bajando por el camino de grava lo verían correr con el chico entre los árboles. Este es el momento. Este es el momento. Se dejó caer al suelo y lo atrajo hacia él. Chsss…, dijo. Chsss…

¿Nos van a matar? ¿Papá?

Chsss…

Permanecieron tumbados en la hojarasca y la ceniza con el corazón que se les salía de la boca. Él no tardaría en toser. Se habría tapado la boca pero una mano se la tenía cogida el chico y no se la soltaba y con la otra mano empuñaba la pistola. Tuvo que concentrarse mucho para ahogar la tos al mismo tiempo que intentaba escuchar. Hizo un hueco en las hojas moviendo la barbilla, para ver si venían. No levantes la cabeza, susurró.

¿Vienen?

No.

Se arrastraron por la hojarasca hacia lo que parecía terreno más bajo. Se detuvo para escuchar, abrazando al chico. Pudo oírlos hablar en la carretera. Una voz de mujer. Luego los oyó en las hojas secas. Agarró la mano del chico y le encajó la pistola. Coge esto, susurró. Cógela. El chico estaba aterrorizado. Le pasó un brazo por la cintura y lo abrazó. Su cuerpo tan flaco. No te asustes, dijo. Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss… Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba. Rápido y con decisión. ¿Lo has entendido? Deja de llorar. ¿Lo has entendido?

Creo que sí.

No. ¿Lo has entendido?

Sí.

Di sí papá, lo he entendido.

Sí papá, lo he entendido.

El hombre le miró. La imagen del terror. Le quitó la pistola. No, no lo entiendes, dijo.

No sé qué he de hacer, papá. No sé qué he de hacer. ¿Tú dónde estarás?

Déjalo.

No sé qué he de hacer.

Chsss… Estoy aquí a tu lado. No me voy.

¿Prometido?

Prometido. Pensaba salir corriendo. Para ver si me seguían y me los llevaba de aquí. Pero no puedo abandonarte.

Papá…

Chsss… Baja la cabeza.

Tengo tanto miedo…

Chsss…

Permanecieron tumbados a la escucha. ¿Eres capaz de hacerlo? ¿Cuando llegue el momento? Cuando llegue el momento no habrá momento que valga. El momento es ahora. Maldice a Dios y muere. ¿Y si la pistola no dispara? Tiene que disparar. ¿Y si no dispara? ¿Podrías aplastar ese cráneo amado con una piedra? ¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada? ¿Es posible? Estréchalo entre tus brazos. Así. El alma es ágil. Atráelo hacia ti. Dale un beso. Rápido.

Esperó. Con el revólver niquelado en la mano. Estaba a punto de toser. Puso todo su empeño en aguantarse la tos. Intentó escuchar pero no pudo oír nada. No te abandonaré, susurró. No te dejaré nunca. ¿Entiendes? Tumbado en la hojarasca abrazando al niño. Empuñando el revólver. Durante el largo crepúsculo y ya de noche. Una noche fría y sin estrellas. Mejor. Empezó a creer que tenían una oportunidad. Solo hay que esperar, dijo en voz baja. Mucho frío. Intentó pensar pero su cerebro naufragaba. Se sentía muy débil. Mucho hablar de correr pero él no podía correr. Cuando la verdadera negrura los rodeó por completo aflojó las correas de la mochila y sacó las mantas y las extendió encima del chico y al poco rato el chico ya dormía.

Durante la noche oyó espantosos chillidos procedentes de la casa e intentó taparle los oídos al chico con las manos y al rato los gritos cesaron. Se quedó a la escucha. Pasando por los carrizos hacia la carretera había visto una caja. Como una especie de casa de muñecas. Comprendió que era allí donde ellos estaban vigilando la carretera. Tumbados a la espera y tocando el timbre de la casa para que salieran sus compañeros. Se quedó dormido y despertó. ¿Qué era eso que venía? Pasos en la hojarasca. No. Solo el viento. Nada. Se incorporó y miró hacia la casa pero solo pudo ver oscuridad. Sacudió al chico para despertarlo. Vamos, dijo. El chico no respondió pero él supo que estaba despierto. Retiró las mantas y las sujetó encima de la mochila. Vamos, susurró.

Echaron a andar por el bosque oscuro. Había luna más arriba de la capa de nubes y pudieron al menos ver los árboles. Avanzaban tambaleándose como borrachos. Si nos encuentran nos matarán, ¿verdad, papá?

Chsss… No hables.

¿Verdad, papá?

Chsss… Sí. Nos matarán.

No tenía idea de qué dirección habían tomado y su temor era que pudieran girar en círculo y terminar otra vez en la casa. Trató de recordar si sabía algo al respecto o si eran solo habladurías. ¿Hacia qué dirección iba la gente cuando se extraviaba? Quizá dependía de los hemisferios. O de la lateralidad. Finalmente se quitó de la cabeza la idea de que pudiera haber algo que rectificar. Su mente lo traicionaba. Fantasmas desaparecidos durante un millar de años alzándose lentamente de su sueño. Rectificar eso. El chico daba brincos de frío. Pidió que lo llevara a cuestas con frases apenas entredichas y el hombre se lo subió a los hombros y al momento el chico se quedó dormido. Supo que no podría cargar con él mucho tiempo.

Despertó temblando violentamente en el lecho de hojas en la oscuridad del bosque. Se incorporó al tiempo que palpaba a tientas al chico. Dejó la mano apoyada en sus flacas costillas. Calor y movimiento. Latidos de corazón.

Cuando volvió a despertarse había luz casi suficiente para ver. Apartó la manta y se puso de pie y por poco no cayó. Mantuvo el equilibrio e intentó ver a su alrededor en el bosque gris. ¿Cuánto trecho habían recorrido? Caminó hasta un promontorio y una vez arriba quedó en cuclillas mirando cómo clareaba. Un amanecer reacio, un mundo frío y oscuro. A lo lejos lo que parecía un pinar, pelado y negro. Un mundo incoloro de alambre y crepé. Volvió a donde estaba el chico y lo despertó e hizo que se incorporara. La cabeza le vencía hacia delante. Tenemos que irnos, dijo. Tenemos que irnos.

Cargó con él campo a través, parando para descansar cada cincuenta pasos contados. Cuando llegó a los pinos se arrodilló y dejó al chico sobre el arenoso humus y lo tapó con las mantas y se sentó a mirarlo. Parecía algo salido de un campo de exterminio. Famélico, extenuado, enfermo de miedo. Se inclinó para darle un beso y se levantó y fue hasta el lindero del bosque y luego recorrió todo el perímetro para ver si estaban a salvo.

Hacia el sur al otro lado de los campos pudo ver el perfil de una casa y un granero. Más allá de los árboles la curva de una carretera. Un camino largo con hierba muerta. Hiedra muerta a todo lo largo de un muro y un buzón y un cercado paralelo a la carretera y los árboles muertos al fondo. Todo frío y silencioso. Amortajado en la niebla carbónica. Regresó y se sentó al lado del chico. Era la desesperación lo que lo había llevado a tanta negligencia y supo que eso no podía repetirse. Pasara lo que pasase.

El chico dormiría horas y horas. Pero si se despertaba se quedaría aterrorizado. Había ocurrido otras veces. Pensó en despertarlo pero sabía que luego no se acordaría de nada. Le había enseñado a echarse en el bosque como un cervatillo.

¿Durante cuánto tiempo? Al final se sacó la pistola del cinturón y la dejó a su lado debajo de las mantas y se levantó y se puso en camino.

Se aproximó al granero desde la loma que había más arriba, deteniéndose para observar y escuchar. Avanzó entre las ruinas de un viejo huerto de manzanos, negros tocones retorcidos, hierba muerta hasta las rodillas. Se detuvo en el umbral del granero y escuchó. Luz pálida a través de los listones. Pasó junto a las polvorientas casillas. Situado en mitad de la crujía del granero aguzó el oído pero no oyó nada. Empezó a subir al henil por la escalera y tan débil estaba que dudó si sería capaz de llegar arriba. Fue hasta el gablete que había al fondo del henil y miró hacia el campo por la ventana. El terreno roturado muerto y gris, la cerca, la carretera.

Había balas de heno en el suelo y separó de ellas un puñado de semillas y se sentó a masticarlas sobre los talones. Duras, secas y polvorientas. Algo nutritivo debían de tener. Se levantó e hizo rodar dos de las balas por el suelo del henil y las dejó caer a la crujía. Sendos golpes sordos. Polvo. Se acercó al gablete y estuvo observando lo que se veía de la casa más allá de la esquina del granero. Luego volvió a bajar por la escalera.

La hierba entre la casa y el granero no parecía pisada. Se llegó hasta el porche. La mosquitera podrida y medio caída. Una bicicleta de niño. La puerta de la cocina estaba abierta. Cruzó el porche y se quedó parado en el umbral. Paneles de contrachapado alabeados por la humedad. Viniéndose abajo. Una mesa roja de fórmica. Fue a abrir la puerta de la nevera. Había algo en uno de los estantes, cubierto de un pelo gris. Cerró la puerta. Desperdicios por todas partes. Cogió una escoba de un rincón y hurgó en el suelo con el mango. Se subió a la encimera y pasó la mano por el polvo que había sobre los armarios. Una ratonera. Un paquete de algo. Sopló para quitar el polvo. Eran unos polvos con sabor a uva para preparar refrescos. Se guardó el paquete en el bolsillo de la chaqueta.

Recorrió todas las habitaciones de la casa. No encontró nada. Una cuchara en una mesita de noche. Se la metió en el bolsillo. Pensó que quizá habría ropa en un armario o alguna sábana o manta pero no había nada. Volvió a salir y fue hasta el garaje. Examinó las herramientas. Rastrillos. Una pala. Tarros con clavos y tornillos en un estante. Un cúter. Lo sostuvo a la luz y examinó la hoja y lo dejó donde estaba. Luego lo volvió a coger. En una lata de café había un destornillador y con él abrió el mango del cúter. Contenía cuatro hojas nuevas. Extrajo la hoja gastada y la dejó en el estante y colocó una de las nuevas y volvió a atornillar el mango y retiró la hoja y se guardó el cúter en el bolsillo. Luego cogió el destornillador y se lo guardó también.

Salió del granero. Tenía un pedazo de tela en el que pretendía juntar más semillas de las balas de heno pero al salir del granero se detuvo y se quedó escuchando el viento. Un crujido de hojalata arriba en algún punto del tejado. Aún olía a vaca y se quedó allí de pie pensando en las vacas y se dio cuenta de que se habían extinguido. ¿Era verdad? En alguna parte quizá había una vaca que alguien cuidaba y alimentaba. ¿Era eso posible? ¿Alimentarla con qué? ¿Conservarla para qué? Más allá de la puerta el viento hacía chirriar ligeramente la hierba fenecida. Salió y se quedó mirando el pinar donde el chico dormía. Cruzó el huerto y luego se detuvo otra vez. Había pisado algo. Retrocedió un paso y se arrodilló y apartó la hierba con las manos. Era una manzana. La cogió y la puso a la luz. Dura, marrón y arrugada. La limpió con la tela y dio un mordisco. Seca y casi sin sabor. Pero manzana al fin y al cabo. Se la comió entera, con semillas y todo. Sostuvo el tallo con el pulgar y el índice y lo soltó. Luego se puso a caminar despacio por la hierba. Sus pies estaban todavía envueltos en restos de la americana y tiras de plástico. Se sentó y deshizo los nudos y se metió las envueltas en el bolsillo y recorrió las hileras descalzo. Para cuando llegó al final del huerto tenía cuatro manzanas más y se las guardó en un bolsillo y volvió. Examinó todas las hileras hasta que hubo dibujado un rompecabezas en la hierba. Tenía más manzanas de las que podía acarrear. Exploró los espacios entre los troncos y se llenó los bolsillos hasta el borde y apiló manzanas en la capucha de su parka detrás de la cabeza y unas cuantas más encima del brazo pegado al pecho. Las amontonó junto a la puerta del granero y se sentó allí para envolver sus pies entumecidos.

En el ropero contiguo a la cocina había visto un viejo cesto de mimbre lleno de frascos de conserva. Puso el cesto en el suelo y sacó los tarros y luego volcó el cesto y dio unos golpes para quitar la tierra. Se quedó quieto. ¿Qué había visto? Un caño de desagüe. Un espaldar. La oscura serpiente de una parra muerta que bajaba por él como la trayectoria de una empresa en un gráfico. Se incorporó y volvió a la cocina y salió al patio y se quedó mirando la casa. Sus ventanas reflejando el día gris y anónimo. El caño bajaba por la esquina del porche. Tenía todavía el cesto en la mano y lo dejó en la hierba y volvió a subir los escalones. La cañería bajaba por el poste de la esquina hasta un depósito de hormigón. Apartó los desperdicios y los trozos de mosquitera podrida que había sobre la tapa. Volvió a entrar en la cocina y agarró la escoba y salió y barrió la tapa y dejó la escoba apoyada en el rincón y levantó la tapa del depósito. Dentro había una bandeja llena de un cieno gris que bajaba del tejado mezclado con un abono de hojas y ramitas secas. Levantó la bandeja y la depositó en el suelo. Debajo había grava blanca. Retiró la grava con la mano. El tanque estaba lleno de carbón vegetal, restos de tallos y ramas enteros quemados en efigie de los propios árboles. Volvió a colocar la bandeja. En el suelo había una anilla verde de latón. Alcanzó la escoba y barrió la ceniza. Había marcas de sierra en las tablas del suelo. Barrió bien las tablas y se arrodilló y metió dos dedos en la anilla y levantó la compuerta y la abrió del todo. Allá abajo en la oscuridad había una cisterna llena de un agua tan dulce que pudo incluso olerla. Se tumbó boca abajo y estiró el brazo. Casi rozaba el agua. Se abalanzó un poco más y volvió a estirar el brazo y cogió un poco de agua con la palma de la mano y la olió y la probó antes de beber. Se quedó allí tendido mucho rato, pescando agua a mano y llevándosela a la boca. En su memoria absolutamente nada tan bueno ni de lejos.

Volvió al ropero y regresó de allí con dos de aquellos tarros y un viejo cazo esmaltado en azul. Limpió el cazo y lo sumergió hasta llenarlo de agua y con ella limpió los tarros. Luego estiró el brazo y hundió uno de los tarros hasta que estuvo lleno y lo izó chorreando. Qué transparente era el agua. Sostuvo el tarro a la luz. Un pequeño fragmento aislado de sedimento enroscándose dentro del tarro sobre algún lento eje hidráulico. Inclinó el tarro para beber y bebió despacio pero aun así casi se bebió el tarro entero. Se sentó allí con el estómago hinchado. Podría haber bebido más pero no lo hizo. Vertió el agua que quedaba en el otro tarro y lo enjuagó y luego llenó los dos tarros y volvió a poner la tapa de madera sobre la cisterna y se levantó y con los bolsillos llenos de manzanas y los tarros en la mano se dispuso a atravesar los campos en dirección al pinar.

Se había demorado más de lo previsto y apresuró el paso lo mejor que pudo, con el agua bamboleándose y borboteando en su contraída barriga. Paró a descansar y empezó de nuevo. Cuando llegó al bosque no parecía que el chico se hubiera movido siquiera y se arrodilló en el mantillo y dejó los tarros y cogió la pistola y se la metió por el cinturón y finalmente se quedó allí sentado mirando al chico.