LA RUPTURA
JUAN ha estado en Cádiz y el día siguiente por la mañana se ha marchado a Jerez. Ya no para un momento conmigo. He encontrado una amiga en Margarita, la hermana de Arcelu. Es una mujer encantadora, tiene la vivacidad y la alegría de una muchacha.
La mayor, Carolina, es un poco más entonada. Se acostumbró a la época de riqueza de la casa y la echa de menos. Carolina tiene una voz agria, pero muy agradable. El otro día la oí cantar una romanza de una ópera antigua, Lucrecia Borgia, y me hizo una impresión muy melancólica.
Arcelu está cada día más amable conmigo, tiene una serie de atenciones delicadas que conmueven. Aparentemente no se ocupa apenas de mí, pero yo veo su mano en una porción de detalles.
Los tres hermanos son de una amabilidad y de una dulzura exquisita.
Arcelu, Margarita y yo solemos pasear juntos; entramos en los talleres donde se componen las velas; contemplamos cómo marchan las parejas a la pesca y cómo suben las barcas a encallarlas en el fango. Hemos visto también unas bodegas y probado el vino que el dueño sacaba con una caña del fondo de los toneles.
Algunas tardes solemos ir en coche a Puerto Real, un pueblo muy bonito y muy limpio con un pinar que llaman la Cantera y unos jardines muy cuidados.
Desde hace algún tiempo estoy violenta. Juan no disimula su preocupación por la bailarina y no tiene por mí las atenciones elementales que debía guardar a su mujer; además, un hombre me persigue. Es un hombre moreno, de barba negra, que se para a mirarme en la calle. Se ve que es un hombre sombrío.
No quiero decir nada a nadie para que no consideren como una ñoñería mis preocupaciones y temores.
Arcelu comprende mi situación con mi marido, pero no sabe esta persecución de que soy objeto.
—Tengo que marcharme a Tánger —me dijo hace tres días—. El periódico me manda allí. ¿Me permite usted darle un consejo?
—Sí. Ya lo creo.
—Vaya usted a vivir con mis hermanas. Estará usted mejor.
—No; es mucha molestia para ellas.
—Entonces, prométame usted una cosa.
—¿Qué?
—Que no tomará usted ninguna decisión sin consultarme.
—Bueno, se lo prometo.
—Y si me necesita, escríbame usted. Volveré en seguida.
—Está bien. Muchas gracias.
Margarita y yo hemos acompañado a Arcelu hasta la estación. Arcelu ha estado muy ocurrente.
—Estoy por no marcharme, ha dicho varias veces.
—No, no; vale más que te vayas —le ha contestado Margarita.
Arcelu ha entrado en el tren, y desde la ventanilla ha comenzado a recitar un romance, la despedida al Puerto de no sé qué bandido.
Puerto de Santa María,
ya no te volveré a ver
yo que tanto te quería.
Al echar a andar el tren nos ha saludado con la mano y ha estado durante algún tiempo asomado a la ventanilla mirándonos.
—Pepe Ignacio tiene por usted mucho entusiasmo —me ha dicho Margarita.
Desde que se ha marchado lo echo constantemente de menos. ¡El buen Arcelu era tan amable para mí!
Para no estar sola en el hotel me paso el día con Carolina y Margarita. Un criado viejo que tienen me acompaña por las noches. A esas horas suelo ver rondando mi hotel a ese hombre de aspecto violento que me sigue.
Hoy he recibido una carta anónima, que debe ser de ese hombre que me dice que Juan es el amante de Concha la Coquinera.
He enseñado el anónimo a Carolina y a Margarita, que se han mirado una a otra con una mirada de inteligencia. Me figuro que sabían no sólo lo que dice el anónimo, sino también quién lo ha escrito.
Las dos hermanas no me dejan ya sola un momento. Están conmigo llenas de solicitud.
Ayer noche, después de cenar, estábamos Margarita y yo hablando en el cuarto del hotel, cuando entró Juan, pálido, demudado, con la cara sombría. Al ver que estaba con Margarita hizo un esfuerzo sobre sí mismo y su fisonomía cambió. ¿Qué esperaba encontrar?
Margarita le preguntó:
—¿Tienes algo?
—Es que he reñido con uno —contestó.
—¿Por qué?
—Nada, por tonterías.
Cuando nos encontramos solos, Juan me dijo que debía dejar de tratar con Arcelu, porque en el pueblo se habla mucho de esta amistad. Me indignó y le repliqué irónicamente.
—¿Porque tú tienes una querida, yo no he de hablar con una persona que es pariente nuestro y que ha tenido una porción de atenciones conmigo? Es una exigencia demasiado estúpida, y no estoy dispuesta a tolerarla. Además, Arcelu hace muchos días que no está aquí.
Mi marido se exaltó, y ya como loco, dijo una porción de impertinencias y de necedades que no venían a cuento. La falsedad de su posición le hacía incomodarse en frío, y le hacía volcar su odio secreto contra Arcelu y su familia. En sus palabras había algo feo, que inspiraba repulsión.
Si se hubiera arrepentido, quizá hubiera perdonado tanta tontería y tanta miseria, pero no quiso reconocer su error; se marchó a la calle y yo me metí en mi cuarto.
Pasé muchas horas a oscuras delante del balcón viendo cómo brillaba la luna en las aguas de la ría.
Vi claramente que me había engañado, que debía marcharme.
Estaba decidida; tenía el sentimiento de un pueblo que se levanta contra el tirano. A las seis llamé a Graciosa y le dije que nos íbamos a marchar, que había que preparar el equipaje.
Mi marido, al verme por el comedor del hotel se acercó.
—Tendrás que perdonarme las palabras de ayer —me dijo—; me enviaron un anónimo que me enfureció.
—Podías haber supuesto que lo que te decían era mentira —contesté yo—. Debías haber tenido la seguridad de que lo era.
—No reflexioné.
—Pues yo sí he reflexionado. A mí también me han enviado un anónimo, con la diferencia de que, al leerlo, yo sabía que lo que me decían era verdad, y, sin embargo, nada dije.
—¡Si supiera quién es!
—¿Qué importa quién es? Es un miserable que decía la verdad cuando me escribía a mí, y que mentía cuando se dirigía a ti. Pero, miserable o no, es lo de menos. No podemos vivir así más tiempo. Separémonos.
—¿Hablas en serio, Sacha?
—Sí, hablo en serio. Eres un egoísta; no has tenido consideración ninguna conmigo. Yo no te he pedido nada, y tú me has tratado con una brutalidad, con una crueldad que ya me ha sublevado. No quiero estar más aquí. Me voy.
—¿Es tu última palabra?
—Sí; es mi última palabra.
Juan ha entrado en su cuarto, y poco después se ha marchado de casa. No me atrevo a ir a ver a Carolina y a Margarita; querrían disuadirme, convencerme de que me quedase. Esta vida vegetativa, para mí sería imposible. Además, esa mirada negra del hombre que me persigue, me espanta.
He escrito una larga carta a las dos hermanas, despidiéndome de ellas, y me voy…