XVIII

PUERTO DE SANTA MARÍA

ERA imposible que habiéndoselo propuesto Juan no hiciéramos el viaje. Hemos ido al Puerto.

Arcelu nos ha contado en el tren una serie de historias íntimas de su casa; todo el proceso de la ruina de su familia ha aparecido ante nuestros ojos: una sucesión de intrigas, de odios, de pequeñas venganzas de gente incapaz y de gente hipócrita y hábil.

Lo curioso es que Arcelu cuenta todo esto como si fuera una cosa extraña a él, sin darle más valor que el pintoresco.

Al llegar, Arcelu quería que fuésemos a su casa, pero Juan ha decidido que nos quedemos en el hotel. Así tiene libertad de entrar y salir cuando se le antoje.

«No es cosa de molestar a tus hermanas», ha dicho Juan como pretexto.

Hemos ido a una fonda próxima a la ría, que se llama de Vista Alegre. Esta fonda debió ser de un italiano; yo lo supongo al ver las paredes llenas de litografías y de grabados con vistas de Italia; probablemente el dueño era algún lombardo o veneciano, porque hay en el plano del reino lombardo-véneto hecho el año 1859.

Desde el balcón de mi cuarto se ve la entrada del Guadalete. En el barro del río hay un casco viejo de un barco que están componiendo; un poco más lejos, al lado de una barraca, se ven las costillas de otro barco sostenidas por puntales. Sobre el muelle de la Ribera, unos cuantos hombres y chicos hacen cuerda con cáñamo; los hombres marchan hacia atrás con una madeja de estopa en la cintura y los chicos dan vuelta, mientras tanto, a una manivela que retuerce la maroma. Cerca, a la izquierda, hay junto al río una antigua fuente, pintada de rojo, que se llama la Galera.

Vamos todos a visitar a las hermanas de Arcelu. Este, al pasar por una calle, entra en un estanco y vuelve después con un sobre en la mano.

«Fíjese usted —me dice— cómo ponen los sellos a las cartas en mi pueblo, torcidos, en cualquier lado. En todo España sucede lo mismo. Esta carta va para Madrid, por eso la echo; si fuera para mi periódico no la enviaría así. Un inglés que recibiera una carta con el sello de este modo, creería que se le insultaba».

Llegamos a casa de Arcelu, una casa enorme con un gran jardín.

Hemos subido al piso principal, en donde saludamos a las dos hermanas de Arcelu. Estas dos solteronas son muy simpáticas y hablan con una suavidad y una dulzura grandes.

La mayor, con sus cincuenta años, tiene el pelo blanco y la cara sonrosada; la menor, Margarita, es una mujer de un tipo ideal. Les ha quedado en medio de su ruina esta casa grandísima, con un jardín espléndido.

Arcelu ha hablado con sus hermanas como si acabara de verlas. Es extraña la sequedad de esta gente; quizá nosotros, los rusos, somos excesivamente cariñosos y zalameros. Arcelu no tiene tampoco ningún sentimentalismo por los recuerdos de la época en que su familia estaba en una situación desahogada, parece que le son perfectamente indiferentes.

De casa de Arcelu hemos ido a comer, y luego hemos dado una vuelta por el pueblo, a contemplar estas calles anchas, estas casas viejas, grandes, la Plaza de la Pescadería con el castillo de San Marcos, y otra con unos edificios bajos que se llama la Plaza del Polvorista. Luego, por los jardines del Vergel, hemos ido al Paseo de la Victoria, un paseo muy hermoso y muy triste.

Arcelu conoce a casi todos los que pasan, chicos y grandes.

—¡Hola, Pepe Ignacio! —le dicen.

—¡Hola, Manoliyo! ¡Hola, Chavito! —contesta él.

Al anochecer hemos vuelto a la fonda. Juan, Arcelu y otros, parece que están convidados a cenar en un rincón de por aquí.

Graciosa, la niña y yo, nos hemos quedado en casa. Antes de acostarme he estado un momento en el balcón. La noche estaba tibia, la marea alta, la ría brillaba bajo el cielo lleno de nubes plateadas iluminadas por la luna, las barcas se levantaban en la Ribera, y enfrente, en la otra orilla, sobre una lengua de tierra, se destacaba en el cielo el perfil de unos pinos.