CONCHA LA COQUINERA
MI marido se pasa la vida ahora en su taller. Ha alquilado una casa con un granero muy grande en una callejuela próxima a la Alameda de Hércules.
Como lleva muchachas allí, y algunas le sirven de modelo, desnudas, yo no me atrevo a ir.
Hasta hace poco ha estado pintando una familia de gitanos del barrio de Triana. Arcelu dice que a ese cuadro Juan le debe llamar el espíritu de la golosina, porque todos los retratados están muy éticos.
Ahora, últimamente, ha llegado a un teatrillo, donde hay también cinematógrafo, una bailarina, Concha la Coquinera, y mi marido anda tras ella para hacerla su retrato.
La Coquinera parece que es muy castiza bailando, y representa una reacción de los bailes tradicionales contra el modernismo que ha invadido los tablados.
Otro pintor de aquí quiere también retratar a la Coquinera, y entre Juan y él se ha establecido una competencia de agasajos a la bailarina: cenas, paseos en automóvil, almuerzos en la Venta Eritaña…
No sabemos quién de los dos vencerá; parece que Juan es más espléndido y más activo; pero el otro es mejor pintor.
Esta tarde, como tenía curiosidad, he ido con Graciosa y con la niña al cinematógrafo, donde baila la Coquinera.
Es una mujer de ojos verdosos, pelo negro, torso fuerte, los hombros anchos, los brazos grandes, la piel bronceada.
Al principio da la impresión de una bailarina vulgar, pero luego se transforma; pega patadas que parece que van a hundir el tablado; la mirada le brilla que da miedo; el labio se le contrae con una expresión de desdén; muestra los dientes blancos y fuertes, y con los zarandeos de su cuerpo las horquillas se le caen. Como una bestia furiosa se retuerce, encendiendo los deseos de los hombres, que la aplauden y gritan.
Por la noche, en el comedor, le he dicho a Arcelu que he visto a la célebre bailarina, Concha la Coquinera.
—¿Se llama la Coquinera? —me ha preguntado Arcelu.
—Sí.
—Pues debe ser del Puerto de Santa María.
—¿Por qué lo supone usted?
—Porque en el Puerto se cogen unos moluscos que se llaman coquinas, y a la gente de allí nos llaman los coquineros.
Arcelu ha dicho que tiene que ir a ver a Concha, y, efectivamente, después de cenar ha ido y ha hablado con la bailarina.
Por la mañana me ha contado la conversación que tuvo con ella.
Concha la Coquinera es hija de una familia pobre que vivía cerca de la Prioral del Puerto. Parece que se casó con un truhán, a quien Arcelu califica de pimpi; y este pimpi, pensando en vivir de su mujer, la llevó a bailar a los cafés cantantes. El pimpi estaba tan satisfecho, creyendo que ya había encontrado su filón, cuando la Coquinera, dejando al marido, se fue con un señorito de Jerez, y al poco tiempo apareció de estrella en un music-hall de Londres. La Coquinera ha hablado con gran respeto con Arcelu, a quien considera por su familia de posición en el Puerto de Santa María, y le ha dicho que se ríe de Juan y de su rival, el pintor.
Si lo llegara a saber mi marido, tendría por Arcelu un odio furioso.
Arcelu le ha preguntado a la Coquinera si no piensa ir al Puerto y le ha dicho que sí; que cuando concluya la contrata en Sevilla se va a Cádiz y de paso se quedará en el Puerto a ver a sus padres, que viven todavía.
Efectivamente, la Coquinera ha terminado aquí sus bailes, y coincidiendo con ello, me dice Juan por la noche en el comedor, haciéndose el indiferente, que debíamos ir al Puerto de Santa María.
—¿Para qué? —le digo yo.
—¿Tu no tienes gana de ir al Puerto? —pregunta a Arcelu.
—Estuve el año pasado a ver a mis hermanas.
—Es un pueblo bonito que vale la pena de verlo. Hay que ir unos días allá.
Juan ha resuelto que es conveniente que vayamos, que tanto Arcelu como yo tenemos grandes deseos de ir al Puerto, y se ha encargado de hacer los preparativos necesarios.