LOS CHIMPANCÉS Y LOS GORILAS
—¿Y la vida social? ¿Hay vida de sociedad entre la gente rica en España?
—Muy escasa. Aquí todos vivimos de nuestra propia substancia. Y en Andalucía más aún. Así estamos tan consumidos. El hombre a quien no le gusten los toros y el vino, está perdido. Respecto a las mujeres, su misión es estar en su casa. ¿Creo que ha visitado usted a mis primas, que son también primas de Juan?
—Sí.
—Pues llevan la vida de la mayoría de las mujeres de la buena sociedad de aquí: no hacen nada, no se ocupan de nada.
—Algo harán.
—Nada.
—Por lo menos leerán novelas.
—¡Ca!
—¿Qué personalidad pueden tener entonces estas mujeres?
—Personalidad intelectual o moral, ninguna. La personalidad femenina es un producto del Norte, de Inglaterra, de Noruega, de Rusia… Aquí en el Mediodía encontrará usted en la mujer la personalidad biológica, el carácter, el temperamento; nada más. Es el Catolicismo, que ha ido vencido de su inferioridad, Todas las sectas semíticas han mirado siempre a la mujer como un animal lascivo y peligroso.
—La vida de estas muchachas que no hacen nada, que no leen, que no tienen ocupación, debe ser horrible.
—Claro; una vida de envidia, de despecho, de tristeza; con las llagas ocultas por un poco de polvos de arroz místico que les dan en el confesionario. Estas primas mías, mientras el mundo no les envíe el pequeño aristócrata con una buena renta para casarse con él, se considerarán ofendidas. Y así viven, dormitando como boas en plena digestión, hablando del niño del marqués o del conde, de sus amigas las hijas del general…
—De eso, los hombres tienen la mayor culpa.
—Ah, claro. Los españoles consideran a las mujeres como a un enemigo no beligerante, al que se puede robar y entregar al pillaje. Las españolas miran a los hombres como a un enemigo beligerante, con quien se puede pactar.
—No hay que decir que en esta relación las mujeres salen perdiendo.
—Ah, mientras no haya ese pacto inmoral que se llama matrimonio, es indudable.
—¿Por qué le llama usted inmoral? Lo que es inmoral es que no se casen todas las mujeres.
—Yo creo que entre la casa de un empleado de París y la casa de un empleado de Sevilla, están como los dos polos del hogar. El francés deja a su mujer en plena lucha por la vida; la mujer tiene que sufrir las consecuencias y los peligros de su libertad; pero esta lucha, cuando no mata, fortifica; en cambio, el español ahorra a la mujer el combate en la calle, la deja recluida en la casa, y esta reclusión tiene que hacer a la mujer cobarde.
—¿Usted cree? Yo, a todas las casas a donde voy, veo que quien manda es la mujer.
—¿De manera que aquí el hombre es amable en el interior del hogar?
—En general, sí. El español, en esta época de democracia, es un buen animal domestico; quizá lo haya sido siempre, y le han pintado, por equivocación, como un hombre terrible y feroz. Se preocupa de la casa y de los niños; es un buen padre de familia y un maridito aceptable.
—No, pues ese retrato no se parece en nada a mi marido.
—Es que Juan es un hombre a la alta escuela. Se destaca entre la ñoñería ambiente como un hombre esbelto entre jorobados.
—¿De manera que para usted, la España actual es un país ñoño, insulso?
—Completamente. Lo único que nos hace un poco decorosos es la envidia. En Madrid, por ejemplo, se envidia con pasión, y por eso la vida es más entretenida. Hay allá mucho advenedizo, recién llegado que va en busca de gangas; la vida es más insegura y la lucha por la existencia más fuerte. Yo no recuerdo qué filósofo moderno dice que si el furor de quererse los unos a los otros se generalizara, la humanidad se sentiría tan ridícula y tan odiosa, que los hombres recordarían con entusiasmo la época en que el egoísmo y la envidia reinaban en el mundo. Pues el reinado de esa época lo tiene usted en Madrid, en donde la gente, sobre todo la burguesía, se odia de la manera más cordial posible. El mejor día vendrá un telegrama diciendo que en Madrid se ha desarrollado el canibalismo y que todo el mundo se muerde en la calle con furor.
—Es una exageración de usted; no creo que en Madrid se envidien más que en los otros pueblos.
—A mí me da esa impresión la vida madrileña.
—Eso será porque es más activa que aquí.
—No crea usted, esta gente no es tan perezosa como aparenta, no. Un andaluz mismo le dirá a usted: «Nosotros somos un poco vagos, con mucha imaginación, con una despreocupación grande de la vida». No les haga usted caso; es mentira. Es gente que trabaja, se mueve, economiza y que además no tiene ninguna imaginación.
—¿Cree usted que no?
—Ninguna. Aquí hay ese lugar común de que los andaluces tienen mucha imaginación, porque la heredaron de los árabes. Es absurdo. Está demostrado que los árabes forman la raza menos imaginativa del orbe. No hay cuento de Las mil y una noches que no esté tomado de alguna parte ni frase del Corán que no sea una mala traducción de otra. Empecé a leer este libro traducido al inglés, y es la cosa más pesada y fastidiosa que puede usted imaginarse.
—De manera que, según usted, los españoles tienen poca imaginación.
—Todos los meridionales. Otro antropólogo, émulo de Iturrioz, ha encontrado, según dice, la verdadera clasificación de los hombres. Según él, no hay más que dos castas en Europa: los alpinos, que proceden del gorila, y los mediterráneos, del chimpancé.
—¿De manera que han desaparecido los iberos y los semitas y han aparecido en el escenario los gorilas y los chimpancés que estaban entre bastidores?
—¿Tampoco le parece a usted bien la clasificación? —me pregunta Arcelu—. Pues diga usted que es usted imposible de contentar.
—No, si me parece muy bien. Ahora que una no sabe por qué decidirse.
—Usted es gorila, no hay duda.
—¿Y usted?
—Yo, chimpancé, con algunas gotas de sangre de gorila. En España el gorilismo está de baja. Parece que hay en Santander, en Asturias y en Cataluña algunas manchas de gorilas, de hombres mongoloides, pero son pequeñas.
—¿Y qué caracteres tienen los unos y los otros?
—El gorila sublime es idealista; el chimpancé es siempre realista y de una fisiología complicada. Claro que es una arbitrariedad, se puede decir que los meridionales, es decir, los chimpancés, tenemos más fisiología.
—No es esa la idea general.
—No, claro; pero la idea general a mí no me parece la exacta. ¿Usted no ha leído los versos de los poetas árabes y de los trovadores provenzales?
—No.
—Es la cosa más aburrida que se puede imaginar. Yo escribí un artículo en mi periódico diciendo que era lo más bello que se había escrito.
—¿Para llevarse la contraria?
—Es lo que había de gustar a mis lectores. Además, tiene uno sus lugares comunes hechos, y es más fácil repetirlos que no ir a calentarse los cascos para extraer una idea del cerebro y expresarla con exactitud. El Mediodía espiritualmente es eso, una cosa hueca, gesticulante, exaltada por fuera y fría por dentro; algo como el palacio de San Telmo; forma y falta de imaginación.
—¿Pero no habrá muchas clases de imaginación?
—Sí, con seguridad; hay una imaginación intelectual y sentimental que es la de los gorilas sublimes a lo Dickens, y hay la imaginación verbal que es la de los chimpancés excelsos a lo Lucano y a lo Góngora; la frase, el adjetivo…
—Pero eso indica ingenio.
—Ah, claro; un ingenio especial. Ahora, en el pueblo, este ingenio es un ingenio heredado, del acervo común, como decimos los periodistas. Todos estos chistes que oye usted aquí son obra que pasa de generación en generación. Es probable que Trajano, que era de Itálica, es decir, nieto de chimpancés, ya dijera las mismas gracias que se oyen por Sevilla. Max Müller ha seguido la fábula de la lechera desde Lafontaine hasta los fabulistas indios y la ha encontrado catorce o quince veces. Si se buscara el origen de estos chistes andaluces se los encentraría en el país antes de Jesucristo.
—Se ve que usted también es muy chimpancé. No le cuesta a usted nada exagerar.
—Ah, claro… Luego, fíjese usted en que todos estos chistes andaluces son completamente mecánicos. Yo empecé en Londres una clasificación de los chistes andaluces y luego ideé un sistema para hacerlos. Si encuentro la clasificación se la enseñaré a usted. El sistema era un poco complicado; yo le llamaba el «fraseógeno» Arcelu. Hable con algunos amigos españoles para lanzarlo a la industria, pero como era gente completamente chimpancé, comprendieron que con mi sistema se perdería dinero.
—¿Una desilusión más?
—Tiene usted razón; una desilusión más.
—Bueno, ahora se me ocurre una duda. ¿Cómo relaciona usted la falta de imaginación que usted atribuye a los árabes con la Alhambra que se considera como una de las cosas más fantásticas del mundo?
—Porque es un error. La Alhambra es la representación completa de la fisiología del chimpancé. Esta sala para bañarse, la otra para secarse, la de más allá para rascarse y tomar el sol. ¿Imaginación? Ninguna.
—¿Y la Giralda? ¿Tampoco le parece a usted bien?
—En el fondo, tampoco. Es una torre hermosa, claro; pero como obra de arte, no dice nada. Es el resultado del materialismo exagerado de los chimpancés.
—Lo que no comprendo es como hoy atribuye usted a los chimpancés meridionales tanto materialismo y otras veces les reprocha usted impotencia para las cosas prácticas, materiales.
—¿Le parece a usted una contradicción?
—Sí.
—Pues yo creo que una contradicción puede existir en la realidad. Hay mil combinaciones y eventualidades en los hechos que no tienen representación en el lenguaje, es decir, que no tienen medida humana. Nuestras ideas son como naciones con las fronteras mal deslindadas, que además no tienen una equivalencia exacta con las cosas. En medio de esta tierra que nos parece del materialismo, encontramos este macizo idealista. Es absurdo quizá, pero es verdad. Todo está sembrado de contradicciones. Así el chimpancé español es contradictorio. Poco práctico en lo material, es exageradamente práctico en su vida; muy sancho-pancesco en lo individual, es muy quijotesco en lo colectivo, quizá porque considera lejano lo colectivo.
—Está usted muy alambicado, amigo Arcelu —le digo yo.
—Creo que le estoy aburriendo con mis pedanterías.
—No, no. Nada de eso.
Y Arcelu sigue hablando sin parar, en una elucubración continua.