XV

LA ARISTOCRACIA Y EL PUEBLO

ARCELU no quiere más que hablar a todo pasto.

—Hoy —me ha dicho al entrar en el comedor— he escrito una crónica acerca de la sociedad elegante española, tomando los datos de un periódico madrileño, y cuando la escribía me estaba riendo. ¿Usted ha estado en alguna recepción palaciega en Madrid?

—No.

—Pues no se puede usted figurar qué gente más fea va, qué poco aire distinguido tienen todos. Este es el país de los viceversas. Mire usted a estos camareros; parecen todos príncipes, con su frac y su aire desenvuelto.

—Sí, es verdad. Aquí todo el mundo tiene carácter.

—Todo se nos va en eso. Estábamos una vez en Granada, en la mesa redonda de una fonda barata, y había tal conjunto de tipos aguileños y raros, que un italiano le decía a otro: «Questo é im circolo gallistico».

—¿Y ese carácter que tiene la gente pobre, no lo tienen los aristócratas?

—Sí; en el fondo lo que pasa es que no hay diferencia entre unos y otros. Aquí no hay raza aristocrática. Ni espíritu aristocrático tampoco.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. Primeramente, esa tendencia orgullosa a distinguirse que han tenido, sobre todo los aristócratas ingleses, aquí no la ha habido; luego la aristocracia española, ya desde hace tiempo se desentiende de toda actuación en la colectividad, piensa que no tiene deber, ni, por lo tanto, derecho, más que el que le pueda dar su dinero.

—¿Es decir, que ya no se siente aristocracia?

—Eso es. Hay países donde la aristocracia lucha con fuerzas democráticas formidables, y a veces llega a dominarlas y a imponerse como una cosa útil y necesaria. Ese multimillonario americano, que regala millones y millones a universidades, a museos, a centros de enseñanza, es un valor indudablemente. El aristócrata español hace todo lo contrario, si tiene cuadros de mérito los vende, no da un céntimo para nada que sea general, y si puede ocultar su riqueza, la oculta.

—¿No será porque el millonario yanqui es un advenedizo y el aristócrata español un noble antiguo algo degenerado?

—No. No hay familia que en línea directa pueda durar cuatrocientos años. En algunos pueblos de Inglaterra se ha visto que en trescientos años se extinguían casi todas las familias fundadoras.

—Entonces, ¿no hay aristocracia?

—La hay y no la hay. Lo que no hay es una aristocracia que sea lo mejor del país. Yo creo, como el doctor Iturrioz, un señor que ha escrito unos artículos sobre el porvenir de la Península, que en España, desde un punto de vista étnico y moral, hay dos tipos principales: el tipo ibero y el tipo semita. El tipo celta, el homo alpinis-mongoloide, no es más que un producto neutro influenciado por los otros dos fermentos activos, según Iturrioz.

—¡Bah! No creo en esas cosas.

—Es una hipótesis. El tipo ibero, grave, fuerte, domina en España en la época de la Reconquista, anterior a la formación de la aristocracia: el tipo semita, astuto, hábil, aparece cuando los antiguos reinos moros entran a formar parte del territorio nacional, cuando se forma la aristocracia. El tipo ibero es el hidalgo del campo; el semita el cortesano y el artífice de la ciudad. Poco a poco, al hacerse la unidad nacional, toda la España semítica crece, triunfa, y la España ibera se oscurece. La ciudad predomina sobre el campo. La aristocracia se forma y se consolida. Probablemente, con el elemento más próximo, con el elemento semita.

—Todo esto no es más que una fantasía, una suposición.

—Sí, pero tiene alguna base; hay un libro de un arzobispo de Toledo, en el que intenta demostrar que las principales casas españolas proceden de moriscos y de judíos conversos. A mí no me chocaría nada; el judío entonces no iba a ser más torpe de lo que es hoy, y lo que el judío hace en nuestros días en Francia y en Inglaterra, cambiando su apellido alemán por otro francés o inglés, de aspecto decorativo y antiguo, lo haría seguramente entonces en España, dejando de ser Isaac, Abraham o Salomón, y apareciendo como Rodrigo, Lope o Álvaro.

—¿Y cree usted que eso ha podido influir en la marcha de España?

—¿Por qué no? Por lo menos ha hecho que el elemento ibero, el elemento campesino, no haya tenido representación alguna.

—¿Cree usted?

—Es una explicación que yo me doy. Para mí durante todo el período brillante de nuestra Historia la España ibera queda borrada, suprimida, por la semítica. La literatura española clásica es medio italiana, medio semítica; el Quijote mismo es una obra semítica.

—Entonces, todo lo bueno es semítico en España.

—Si hubiese habido un ibero genial como Cervantes capaz de escribir un libro así, jamás se le hubiese ocurrido burlarse de un héroe como Don Quijote; se necesitaba ese sentido antiidealista, nacido de los zocos y de los ghettos para moler a golpes a un hidalgo valiente y esforzado; se necesitaba ese odio por la exaltación individualista, que ha sido la característica del español primitivo.

—Cuánta fantasía, señor Arcelu. Y la consecuencia que deduce usted de todo esto, ¿cuál es?

—¡La consecuencia! Que como la aristocracia española no es un producto depurado intelectual étnicamente, como es una aristocracia semítica, su actuación es ramplona, perjudicial. En España puede afirmarse que a mayor aristocracia corresponde mayor incultura, mayor miseria, mayor palabrería. La aristocracia en España va vinculada al latifundio, a las grandes dehesas, a los cotos de caza, que se quieren sin colonos; a la usura, a la torería, a la chulapería, al caciquismo, a todo lo tristemente español, y a estas cosas va unida la degeneración del pueblo, cada vez más pobre, más anémico, más enclenque.

—En todo esto que usted dice hay una porción de contradicciones. Tan pronto supone usted que los aristócratas son iguales a los demás españoles, como que son distintos y peores. No se le puede hacer caso a usted, Arcelu, Además, no creo en esas divisiones de iberos y semitas; todo eso me parecen tonterías.

—Yo le doy a usted mis datos. Usted elija.

—¡Elegir! No es tan fácil para quien no conoce el país. Además, España es una cosa contradictoria. Encontrar un rasgo general, para mí sería imposible.

—Lo es también para nosotros los españoles. La consecuencia de todo esto es…

—Lo supongo. Que España va muy mal.

—¡Ah! Claro.

—Que son ustedes una raza inútil.

—Seguramente; de una enorme incapacidad actual para todo lo que sea orden, ciencia, civilización.

—¿Y qué será siempre así?

—Yo lo temo; pero ahora hay una secta nueva de europeizadores que, como usted, no cree en iberos y en semitas, y que dice que todo eso de la raza, de la alimentación, del clima, del medio ambiente, no tiene importancia, y que un negro no se diferencia de un blanco en el color, sino en que el uno sabe matemáticas y lee a Kant y el otro cuenta por los dedos y no ha leído La crítica de la razón pura.

—¿De manera, que hay esperanza?

—Parece que sí, que hay esperanza.