EL GRUMETE DE MAYNE REID
COMO mi marido falta tan a menudo de casa, hablo mucho con Arcelu, que me hace compañía. Arcelu tiene la manía del análisis y de las definiciones. Yo le digo que esa es una enfermedad de la que debía curarse.
—Sí —decía él el otro día—, uno va buscando la verdad, va sintiendo el odio por la palabrería, por la hipérbole, por todo lo que lleva oscuridad a las ideas. Uno quisiera estrujar el idioma, recortarlo, reducirlo a su quinta esencia, a una cosa algebraica; quisiera uno suprimir todo lo superfluo, toda la carnaza, toda la hojarasca.
—¿Para qué?
—Para ver claro, sin oscuridades, ni brumas.
—Pero lo brumoso tiene también sus encantos.
—A mí no me gusta más que lo claro, lo frío, lo agudo lo que está desprovisto de perífrasis, y cuando uno avanza por este camino, ve uno que se dibuja su figura como la caricatura de un inquisidor. Comprende uno que un rayo en la inteligencia podría hacer de uno un hombre grande, un hombre bueno, pero nunca un hombre social.
—¿Ya va usted a la sentina, como el grumete de Mayne Reid? —le pregunto yo.
—Sí, no puedo salir de ella.
Arcelu, según me dice, cuando esta en un país hace un cuadro sinóptico de todas las cosas desagradables que son verdad y de las cuales no debe hablar en sus artículos.
En el cuadro sinóptico de España, dice que ha dejado chiquito en sagacidad a Sherlock Holmes, el detective de las novelas policíacas de Conan-Doyle.
Las observaciones de Arcelu, que a mí me hacen gracia, a mi marido le exasperan.
Se lo he hecho notar a Arcelu, y me ha dicho:
—¡Ah, claro! Somos dos tipos opuestos; él un impulsivo y yo un razonador. A él no le gusta que se les deshagan los planes entre los dedos; lo que quiere es constantemente hacer algo. A mí, en cambio, me gusta pedantear un poco acerca de la vida y de la sociedad. Tengo este defecto.